Berlín, la parte oriental de ésta, su ciudad natal, ya estaba muy lejos, y bien que eso le hacía. Moscú, en tanto, la ciudad donde la doctora en psicopatología Cornelia Odebrecht pensó que por fin encontraría la felicidad, también quedaba atrás, pero esto, en cambio, le dolía de la forma en que duele la nostalgia. A la capital soviética llegó junto a su esposo, Emil Koeberlin, un profesor de literatura y destacado miembro del Partido Comunista, pero allá también conoció al profesor albanés Florián Strakosha, colega de su esposo, que la acompañó en su felicidad clandestina por casi tres años hasta que en 1960 éste fue expulsado del país y debió regresar a Albania. Al poco tiempo, Koeberlin y las autoridades la dejaron partir (liberación que se manifestó con la forma de amonestación) y Odebrecht se instaló en Sarajevo, lugar donde trabajó incansablemente mientras esperaba un posible reencuentro con el expulsado.
Pero el nuboso día 12 de mayo de 1963, casi tres años después de instalarse en Yugoslavia, Cornelia Odebrecht, mientras era ingresada como enferma terminal al Centro clínico universitario de Sarajevo, anheló poder regresar a Moscú. Aunque a Florián lo podría encontrar en otra dirección, hacia el sur, su recuerdo estaba en el este, en Moscú. Allá también habían quedado muchos de sus libros y cuadernos de apuntes que la misma mañana del día en que fue internada, necesitaba con ansias para alcanzar a poner el punto final a su investigación más reciente sobre el miedo en la conciencia del ser humano, justo antes de que el cáncer la venciera y el abismo de conocimiento producido durante un cuarto de siglo, y que podría haber ofrecido al mundo para hacer de éste un lugar más amplio, se perdiera irremediablemente en una carpeta sin conclusiones. Se perdería también la última carta enviada por Florián Strakosha desde Albania que Cornelia Odebrecht había recibido esa misma mañana y que se había quedado sin leer sobre su escritorio luego de que su asistenta, consternada por su estado agónico, hubiese entregado a la mujer a los enfermeros para que la subieran a la ambulancia.
Si Moscú, aquella Moscú del final de su estadía, se apropiaba de sus pensamientos, no era sólo por estar en sus recuerdos. Era también por querer ser un futuro, no sólo en las ciencias, en un universo inconmensurable, sino también junto a Florián, en los pasillos de la Universidad Estatal de Moscú, lo que era, para ella, también un universo inconmensurable. Ambos asuntos se confundían en su anhelo de futuro, justo cuando ya no quedaba futuro para ella. Florián, en cierto sentido, era otra cara de un universo que se ampliaba: una forma de pensamiento que había sido ajena para ella y que Emil Koeberlin, pese a ser también un hombre de letras, no pudo aportar a construir. Y sus libros de ciencias y sus apuntes, la necesidad de estos, eran el anverso de este universo, el que ella misma contribuía a ampliar. Ese universo de dos caras y ampliado por ella y por Florián, era inmenso, y su imagen era semejante a Moscú. Allá, en algún lugar, residía la perfección. ¿Y si desde aquella ciudad imaginada se articulaba la destrucción de todo lo demás para que sólo quedase aquello que nos hace bien?, lograba pensar la Doctora Odebrecht en su agonía.
La habitación del centro clínico le habría parecido impoluta de no ser por una pequeña mancha triangular que ofrecía una de sus blancas murallas, la que estaba justo frente a la cama. Y aún era capaz de preguntarse qué extraño mecanismo habría hecho aparecer tal forma en la muralla como si, en realidad, se desprendiera de ésta y flotara. Detalle insignificante, sin embargo, le pareció aquel triángulo, frente a las manchas que de seguro se formaban en sus órganos internos con la acumulación de células enfermas. Sentir esas manchas palpitando y creciendo en su interior, fue, para ella, como verlas y pensarlas como prueba indiscutible de lo inminente del fin.
Puedo sentir que me muero, se lamentó desde su cama en el centro clínico ese 12 de mayo. Estas palabras las dijo a cada doctor y enfermera que se acercó a examinarla y asistirla, pues la agonía parecía personificarse en un ser perverso que la atormentaba y humillaba a tiempo completo. Puedo sentirlo a cada instante, agregó cada vez, como si pensara que quien la escuchaba no creyera en sus palabras, como si no pudieran ver a la agonía haciendo guardia en la cabecera de su cama. Llamó a Florián en silencio, en su conciencia, para que nadie más la escuchara, porque ese era un llamado privado que no debía ser de incumbencia de doctores o enfermeras. Florián, ven, dijo, ven a despedirte de mí, ven a decirme que me quieres, ven a escuchar cómo te digo que te quiero, ven a completar mi universo. Trató de recordar su voz y se impresionó de creer que la recordaba con nitidez, de creer que recordaba sin alteración su entonación al hablar en ruso. Trató de recordarlo también leyendo en voz alta algún fragmento de aquellos dos libros que él le regaló apenas iniciaron su amistad y que se le quedaron en Moscú, La madre de Máximo Gorki y Ficciones de Jorge Luis Borges, en una impensada traducción al ruso. Trató de recordar sus palabras escritas a mano alzada y, también, impresas en los libros de su autoría. Entonces siguió llamándolo y esperándolo. ¿Florián, eres tú?, le preguntó en una ocasión a alguien que se paró a contra luz, con la ventana a su espalda. Soy el doctor, le dijo éste. Ella lloró sin escándalo, de un modo casi imperceptible, pero con un dolor que se manifestaba en alguna parte de sus pensamientos de un modo más grande que el dolor de las células enfermas de su cuerpo. Después, sin embargo, impulsada por la humillación con que la agonía azota a cualquiera en la proximidad del fin, le dijo, no vengas, Florián no vengas, no me veas pisoteada por mi condición humana, no veas cómo la muerte nos recibe luego de que su sirvienta, la agonía, ha hecho bien el trabajo. Pensó, entonces, y hasta le pareció gracioso en medio del dolor, que la muerte es haragana, pues la agonía hace todo el trabajo y luego la muerte se arroga sus méritos y su fama. Pensó enseguida, peor que morirse es estarse muriendo.
El día le pareció más largo que las veinticuatro horas habituales, y en su estado, eso era un real padecimiento. Pero tarde, cuando ya había llegado la noche, los ojos le pesaron de un modo tan imponente que confundió aquello con la hora de morir. Es sólo sueño, es sólo cansancio, se dijo después, y en cierto modo lo lamentó. No vengas, Florián, siguió diciendo mientras el sopor atenuaba la crueldad de la agonía.
Pero alguien entró en su habitación demasiado tarde y entre tanta oscuridad como para haber pensado que se trataba de un doctor. La figura entró a través de la forma triangular de dimensiones no claras que más temprano a Cornelia le pareció sólo una mancha en la muralla, pero que ahora se presentaba como una puerta de forma caprichosa ¿Florián?, dijo, te pedí que no vinieras. La figura se quedó en silencio, detenida ante su cama. Discúlpame por echarte, prosiguió, no me hagas pasar por esto, déjame sola con la agonía. La figura siguió en silencio, enmarcada por el abismo triangular que se abría a su espalda. ¿Viniste por ahí?, apuntó ella, apenas levantando la mano. La figura no contestó. Entonces ella creyó ver a lo lejos, por esa puerta, el rascacielos de la Universidad Estatal de Moscú derrumbándose. Me estoy olvidando de Moscú, balbuceó con dificultad, y ahora lo falseo en imágenes injustas con formas enredadas. No es posible que se derrumbe, dijo. Es todo lo demás lo que se debe derrumbar, concluyó. Luego afirmó, tú no eres Florián. La figura, otra vez, no contestó. Emil, ¿eres Emil?, preguntó al fin. Emil, prosiguió, qué haces aquí, no debiste venir. La figura no respondió. Qué quieres, dijo ella, ¿quieres que te pida disculpas? No te voy a pedir disculpas, agregó, creyendo que le gritaba, no lo voy a hacer. La figura no acusó recibo. No lo haré, insistió, tenía que irme, era infeliz junto a ti, y tú parecías ni notarlo. No te voy a pedir disculpas, volvió a repetir, mientras el sopor regresaba. El dolor, de pronto, se hizo tan fuerte y mientras la figura retrocedía y salía por la puerta triangular, dos enfermeras se acercaron a asistirla. Entonces, en medio de esa agitación, le dijo a la figura ya ausente, quiero volver a Moscú, pero a un Moscú sin ti, a un Moscú que pueda compartir con Florián y la ciencia. Fue mientras eso ocurría que se quedó dormida.
La mañana llegó demasiado pronto. Así le pareció. Se sentía mejor. Eso también fue una sorpresa. Mientras conseguía abrir los ojos vio, de nuevo, a la figura. Pero no, era un doctor. Está bien, le dijo, puede irse a casa. Afuera, la ciudad de Sarajevo estaba soleada, contempló por la ventana cuando aún permanecía acostada, mientras las enfermeras ya comenzaban a preparar sus pertenencias. No recordaba haberlas traído, pero eso no le importó. El día de ayer se moría, qué podía importar ese asunto. Le importó más, sin embargo, que su asistenta no fuera por ella, pero la conformó el sentirse capaz de regresar sola a casa. Afuera del centro clínico tomó el tren eléctrico. Comenzado el trayecto a su casa, Sarajevo le pareció con más ondulaciones de las que recordaba. Qué pronunciada esa curva, qué alta aquella pendiente, dijo una y otra vez. Le sorprendió, además, ese edificio colorido, aquel otro tan alto y ese otro tan ornamentado. Vuelta a la vida, pensó, puedo ver mi Sarajevo del exilio como no la vi antes. Llegó a casa y nuevamente se sorprendió por la ausencia de su asistenta. Todo lo demás seguía igual: la casa limpia, confortable, dispuesta para el trabajo, para la lectura en este o aquel sillón, junto a una ventana, por un lado, y a una lámpara, por el otro, ya sea que quisiera leer de día o de noche; la casa en silencio, las ventanas cerradas, los cristales de éstas relucientes; y en la habitación que servía de oficina, los libros desparramados, la carpeta de las hojas de apuntes abierta, el lápiz sobre la página a medio llenar con descripciones.
Pero ahí, en esa habitación, había otro asunto que ocupaba su interés. La carta de Florián Strakosha seguía sobre su escritorio, sin ser abierta. Luego de encontrarla con la vista, Cornelia Odebrecht se abalanzó sobre el escritorio y tomó la carta. Ansiosa, abrió el sobre y se encontró con aquella caligrafía intensa y apurada con la que Florián correteaba las palabras para que no se le escaparan. Sonrió al reconocerla. Luego leyó: “Amada Cornelia. Qué importan las estructuras de poder, qué importa el orden mundial. Toma el tren. Te espero en Moscú, la ciudad que no se derrumba, que no olvidamos. Te espero en tu oficina en la universidad, junto a tus libros y apuntes. Con un inmenso amor, Florián”.
Sintió que se moría. Entonces preparó una maleta, ansiosa y apurada, y, cargándola, fue conducida en un tren eléctrico hasta la estación de trenes. Apenas llegó a la estación se embarcó en el vagón que la llevaría a Moscú. Recordó el viaje en la dirección contraria. Se había ido de la capital soviética porque Florián ya no estaba allá, pensando en algún día volver a verlo. Pero fuera de Moscú eso no fue posible. Lo único que tenía era el recuerdo de Florián en aquella ciudad. Ahora iba a su encuentro en ese mismo lugar. Esa noche le pareció más larga que la anterior. La espera fue como una agonía. Recordó que peor que morirse es estarse muriendo. Durmió poco, porque ya deseaba estar en Moscú. Por la mañana reconoció los suburbios de aquella ciudad, y un poco más tarde se sintió en casa cuando el tren entró en la Leningradsky Vokzal, a la que alguna vez llegó desde Berlín y en la que años después tomó el tren a Sarajevo. Entremedio de esos dos viajes también estuvo ahí para ir a San Petersburgo, Minsk o Kiev. Ese lugar que era tan conocido para ella, se le presentaba, ahora que había descendido del carro y estaba parada en el andén, inmenso, inabarcable con la vista. Avanzó entre la gente, cargando su maleta. Vio, en el intertanto, viajeros solitarios que no se sabía si iban o venían; vio familias reunirse y otras despedirse; vio parejas darse un beso tan largo que la separación, pese a que uno de los dos involucrados se subiría al tren, no se concretaría jamás; vio a padres estrechar la mano de hijos que no regresarían, algunos porque no podrían y otros porque no querrían; vio soldados que podrían ser su hijo, pero ella nunca tuvo uno; vio enfermeras con sus hábitos blancos llevando medicamentos; vio auxiliares trapeando el piso; vio parientes consternados esperando noticias de quién sabe quién; vio enfermos esperando en el andén quién sabe qué; vio a la muerte pasearse displicente, y a la agonía haciendo el verdadero trabajo. Luego salió a la calle y contempló la Moscú de sus recuerdos. Tomó un bus que la llevó hacia el sur. Desde la Avenida Akademika Sakharova hasta la Komsomolskyi se dedicó a contemplar las calles y la gente, y antes de cruzar el puente que conectaba con las Colinas de los Gorriones, ya pudo divisar el rascacielos del edificio principal de la Universidad Estatal de Moscú. Entonces sólo pensó en el reencuentro con todo aquello que buscaba. Descendió del bus frente a la universidad, en la calle Ulitsa Dimitriya Ulyanova y se introdujo en la gran explanada ubicada frente al frontis del rascacielos. Una vez en el edificio, buscó su vieja oficina.
Tras encontrar la que fuera su oficina en el piso diez, parada frente a la puerta, buscó a Florián en el pasillo. Éste estaba desierto. Tras no encontrarlo, estiró su mano hasta la manilla de la puerta, la giró y empujó. La puerta se abrió. Dentro de su oficina estaban todos los muebles ubicados medianamente parecido a como lo recordaba. Su escritorio al centro, una silla detrás de éste de modo tal que la puerta quedara frente a la persona que se sentara ahí, una ventana detrás de la silla, dos sillas más, arrimadas a la muralla que estaba al lado derecho de la puerta, junto a ellas un mueble de mediana altura cuya superficie sirvió para poner fotos que ya no estaban, y del lado izquierdo un gran mueble con puertas abatibles. No había rastros de libros, papeles o carpetas. Cornelia Odebrecht avanzó por su oficina hasta quedar parada frente a la ventana. Miró por ésta hacia el noreste y vio la explanada a los pies del edificio, con su pileta y sus árboles, y más allá vio el río Moscova y los edificios al otro lado de su cauce. Luego giró y se sentó en la silla frente al escritorio. Se preguntó dónde estaría todo. No había rastros de nada de lo que solía tener a mano. Intentó abrir uno de los cajones del escritorio. Primero no lo consiguió, pero después de tres intentos logró abrirlo. Estaba vacío. Luego lo intentó con los otros. Se abrieron al primer intento, pero también estaban vacíos. Se levantó de la silla y se acercó al mueble de mediana altura. Abrió el cajón más alto. Estaba vacío. Lo mismo ocurrió con los tres cajones restantes, ubicados más abajo. Entonces giró y se quedó mirando el mueble en la muralla opuesta que se extendía desde el suelo hasta el techo. Se acercó e intentó abrir las puertas abatibles, pero estaban cerradas. Al intentarlo por segunda vez, hizo la suficiente fuerza como para mover todo el mueble y remecer los objetos que estaban en su interior. Lo supo porque escuchó el ruido de objetos chocando contra la parte interna de las puertas abatibles. Lo volvió a intentar, ahora con más fuerza, pero las puertas no se abrían. Los objetos, sin embargo, seguían agitándose en el interior del mueble. Ahí está todo, pensó, tal vez mis libros y mis apuntes, tal vez los libros que escribió Florián y también el de Gorki y el de Borges que me obsequió. Si no están aquí, ¿quién se los habrá quedado?, agregó a sus pensamientos. Intentó nuevamente destrabar las puertas, pero éstas no cedían. Intentó una vez más, un poco desesperada, agitada. Entonces las puertas cedieron. Las puertas estaban abiertas. Ella podía sentir cómo las movía a voluntad hacia su cuerpo. Pero además, el peso de los objetos que se desparramaron en su interior las empujaban hacia afuera, entonces ella tuvo que contenerlas y evitar que se abrieran de golpe. Hace unos segundos intentaba abrirlas y ahora intentaba que no se abrieran aún. Reconoció que el contenido en su interior estaba compuesto por libros y carpetas, muchos libros y muchas carpetas. Son míos, dijo, y se sintió feliz. Con la puerta a medio abrir, metió la mano derecha y tomó los libros que estaban en la parte más alta, pues si abría la puerta se caerían. El resto podría mantener el equilibro, pensó. Dejó esos libros sobre su escritorio, mientras hacía fuerza con su cuerpo para mantener las puertas del mueble cerradas. Efectivamente eran sus libros, los que dejó en Moscú luego de su partida repentina y acelerada. Se sintió ansiosa. Los quería tener todos sobre el escritorio y examinarlos mientras esperaba que Florián llegara a encontrarse con ella. El universo se está completando, pensó.
Cornelia tomó las manillas de las dos puertas del mueble, una con cada mano y tiró hacia afuera para que las puertas, por fin, se abrieran. Luego de eso contempló las inmensas torres de libros y carpetas que se presentaban frente a ella. Aquí está todo, dijo en el preciso momento en que sintió que aquellas columnas de papel comenzaban a tambalearse movidas por el gran peso de esos más de trescientos libros de ciencias. Cuando vio que esas torres de libros comenzaban a venirse abajo, como un edificio que se derrumba, la doctora Cornelia Odebrecht no hizo intento alguno por evitar que ese gran peso (el peso del conocimiento que andaba buscando) la aplastara por fin, y mientras recibía el golpe, como el último de sus pensamientos, se dijo que si hubiese tenido la posibilidad de soñar su muerte, ésta habría ocurrido en Moscú.