Sólo quince minutos llevaba Slavko Svoboda instalado en una habitación en el piso nueve del Hotel Presidente de esta capital sudamericana cuando hizo un extraño hallazgo en el interior del velador que estaba junto a la cama. Te preguntarás qué tiene de extraño un sobre sepia algo arrugado y es posible que en mil ocasiones distintas te responda que eso es insignificante. Tampoco fue extraño que Slavko abriera el sobre, pues si lo hizo fue por el simple placer de encontrarse con pertenencias privadas de algún desconocido, probablemente el anterior ocupante de esa habitación. Tú o yo habríamos hecho lo mismo. Lo relevante aquí es que Slavko Svoboda, periodista de profesión y en viaje de trabajo, visitaba nuestro país por primera vez, alejándose por más de doce mil kilómetros de su hogar en Bratislava. Y lo extraño, lo realmente extraño, fue encontrar en ese sobre sepia, junto a una carta, una fotografía de su madre, Kasimira Svobodová, cuando todavía era una jovencita de veinte años en etapa universitaria que se había trasladado a la capital y adhería a la Primavera de Praga, para finalmente ver a los tanques rusos restablecer el orden y acabar con la estación. Lo siguiente fue reconocer la letra de su madre en esa carta.
Se dio cuenta desde la primera línea de la misiva que ésta estaba dirigida a su padre, Andrej Svoboda, quien los había abandonado en 1969, cuando Kasimira aún estudiaba en Praga y él, que nació en esa misma ciudad, aún no superaba el año de vida. La fotografía que acababa de encontrar era de esa misma época. Para entonces, los tanques ya habían cumplido su misión y propiciaron que comenzara el período de normalización que persiguió a la mitad de los checoslovacos. Su madre nunca le habló de su padre, ni para bien ni para mal, pero Slavko sabía algunas cosas, como que su nombre era Andrej. Slavko sabía también que su propio nombre, originalmente, había sido el mismo de su padre, pero que cuando éste se fue, Kasimira se lo cambió por el que ahora lleva. Lo hizo para borrar todo vestigio de su presencia en la vida de su hijo, decía a veces, aunque en otras ocasiones agregaba que lo hizo para protegerlo de no llevar el mismo nombre de un sujeto que muy probablemente aparecía en las listas negras del proceso de normalización. Con llevar su apellido ya era suficiente peligro, solía decir a sus cercanos. También se deshizo de fotografías, documentos y cartas. Slavko se enteró del asunto sólo en la adolescencia, ya viviendo en Bratislava, la ciudad natal de su madre y su padre, tras encontrar certificados que Kasimira no botó, quizás por descuido o con intención. Pese a que en su madre muy pronto se adormeció cualquier espíritu reformista, en los últimos años él se había inclinado a creer que en ese entonces ella deseaba que él descubriera esos papeles y se enterara, de algún modo, cómo era su padre. Slavko estaba al tanto, desde antes de entrar a la facultad, de que su padre era periodista. No ha sabido definir, eso sí, cuánto influyó ese hecho en su elección vocacional. Ha buscado incidentes epifánicos en su infancia sin vínculos con una supuesta influencia paterna, como su obsesión por los corresponsales de guerra o los reporteros de ciencia, pero ha sido difícil abstraerse del hecho de que entre los Svoboda, familia con la que ha tenido casi nulo contacto, los periodistas (casi una treintena) son mayoría: tíos, primos, bisabuelo; con conductas y nombres que se repiten: Slavko, Oleg, Ladislav, Andrej.
Se sentó en la cama a leer la carta. Kasimira le decía a Andrej, en la misiva, que no la creyera una tonta, que sabía perfectamente que ya no volvería de ese viaje de más de doce mil kilómetros. Decía, también, que entendía por qué lo hacía, que el vacío en el pecho, que la sensación de encierro, que el ahogamiento, que el miedo a caerse y arrastrar a cualquiera que se cruzara en su camino, que el deseo, que el partir de nuevo, una vez, otra vez, y que todo eso era aplicable al lazo que él tuvo tanto con ella como con la Checoslovaquia de la normalización. Le pedía, además, que entendiera la naturaleza del rencor que ella sentía por él, por dejarle un nudo apretado en la garganta y por hacerla sentir traicionada. Tras leer, Slavko pensó en llamar a su madre, pero luego pensó en escribirle una carta que fuera una respuesta a esa otra que se escribió tantos años antes, y decirle, a modo de consuelo, que lo entendía todo: el nudo apretado en la garganta, el odio, el ocultamiento de la información, el desapego con el resto de los Svoboda, el aislamiento de ellos dos. Pero no escribió ni una sola línea. No sabía por dónde empezar. Te preguntarás qué hizo entonces. Slavko se miró los zapatos y le pareció que lucían como nuevos, luego se puso a especular acerca de que, posiblemente, veintiocho años atrás su padre pudo haber estado en esa misma habitación del Hotel Presidente. Pensó en buscar otras cartas y nuevas fotografías, pero cuando estuvo a punto de ponerse a hacerlo, le pareció imposible que el sobre sepia hubiera estado veintiocho años metido en el mismo velador. Más posible, aunque absurda, le pareció su segunda idea, algo como una dislocación de la línea del tiempo en esa habitación del Hotel Presidente, haciendo que el día transcurrido veintiocho años antes y el día de ayer confluyeran en uno solo. Es posible, pensó. Fascinante para una revista de ciencias, le pareció, pero antes algún científico debía descubrir el fenómeno, él sólo lo escribiría con las limitaciones con que el periodismo pretende relatar la realidad: simplificándola. Precisamente, con su mente simplificadora, para él esa misiva de veintiocho años de antigüedad habría llegado hasta el velador sólo un día antes, quién sabe cómo. Te parecerá terrible, pero esa misma idea decantó en otra que él sí pudiera entender. Su padre, pensó, pudo haber estado de paso por la ciudad algunos días antes, llevando, probablemente como siempre en los últimos veintiocho años, esa carta a todo lugar y olvidándola por primera vez. Quizás aún estaba en este país, tal vez vivía en este país, pensó. Su primer impulso fue buscarlo, pero en seguida se preguntó, para qué. Decenas de alternativas se le ocurrieron: tomarse un café amablemente, pedirle explicaciones, recriminarle esto o esto otro, o simplemente acercarse como un desconocido y verle la cara por primera vez.
Slavko Svoboda recordó que estaba en este país para entrevistar al escritor Cirilo Llewellyn. Había pasado un largo rato distraído y estaba atrasado. Intentó deshacerse de la embriaguez que lo había retenido en el noveno piso del Hotel Presidente, pero no dejaba de imaginar cómo sería reconocerse en el rostro de un completo extraño, como si estuviera parado frente a un espejo o un retrato de sí mismo. Slavko se puso el abrigo. Luego, volvió a tomar la carta y la fotografía, que estaban sobre la cama, las metió nuevamente en el sobre de color sepia y guardó éste en el bolsillo interior de su abrigo. Faltaba todo un mes para que llegara el invierno. El frío parecía desmedido para cualquier otoño.
Mi padre nos abandonó antes de que yo cumpliera un año de vida, le dijo Slavko Svoboda a Cirilo Llewellyn, después de una larga conversación sin eje estable, sentados a una de las mesas del café Calenda, tiempo que el escritor sudamericano aprovechó para escribir ocasionalmente en una libreta de apuntes que nunca abandonó la mesa. Llewellyn, que era un escritor muy prolífero, tras publicar su novela Instantánea a destiempo se había vuelto a ganar el respeto de la crítica, luego de veinte años en que los especialistas ignoraron todas sus novelas sobre borrachos, especialmente las que transcurrían en Bratislava, ciudad en la que vivió en la década de 1970. El periodista recibió del escritor más preguntas que respuestas. Eso parecía, más que cualquier cosa, una amigable conversación entre embriagado y borracho. O sea que ni siquiera le conoces la cara, dijo el escritor, medio-preguntando y medio-afirmando. Ni la cara ni la voz ni nada, respondió el periodista, metiendo la mano derecha en el bolsillo de su abrigo que descansaba en una tercera silla, para buscar sus cigarros, pero sólo se encontró con el sobre sepia en su interior y, mientras palpaba su superficie suave pero arrugada, recordó que llevaba una vida entera sin fumar. Sabrás su nombre al menos, prosiguió el escritor. Andrej, Andrej Svoboda, respondió el periodista. El bueno de Andrej Svoboda, exclamó Llewellyn, luego de dar un sorbo largo de su trago y antes de ponerse a escribir unos pocos garabatos indescifrables en su libreta de notas que había permanecido sobre la mesa durante toda la conversación como si se tratara de un testigo que más tarde pudiera contar lo ahí sucedido. En seguida agregó: Debí asociarlos antes, cuando supe tu apellido, pero por supuesto en Checoslovaquia todos se apellidan Svoboda o son parientes de alguno. Y el escritor se quedó pensando. Lo conoces, lo conoces, interrogó Svoboda, ansioso. Claro que lo conozco, continuó Llewellyn, hace veinticinco años me entrevistó. Fumaba tabaco rubio, concluyó. El escritor movió su tórax, dibujando un círculo imaginario sobre su silla, y luego su cuerpo se acomodó con tosquedad sobre el brazo derecho de la silla. Recuerdo perfectamente que fue en 1969, prosiguió el escritor, porque fue exactamente un año después de que yo regresara desde Moscú. Recuerdo, agregó el sudamericano, que me contó algunas historias con su Bratislava natal de fondo, mencionando calles y edificios emblemáticos. Yo por entonces, prosiguió, no sabía que cuatro años más tarde comenzaría una vida en ese lugar. Sin embargo, aunque no me habló muy bien de esa, su ciudad, y yo no estuve de acuerdo con su descripción cuando llegué allá, algunos pocos datos me fueron muy útiles, concluyó el entrevistado. Luego se quedó mirándole los zapatos al europeo como si estuviera sorprendido de que se vieran tan nuevos. Slavko le buscaba infructuosamente los ojos, y esperó que dijera algo más. Me dijo, continuó el escritor, que su padre lo había abandonado antes de cumplir el año de vida. En seguida, el periodista escuchó al escritor repetir su apellido, Svoboda, varias veces, como si quisiera hallar algo en la pronunciación. Qué curioso, dijo luego, apellidarse libertad, ¿no es eso lo que significa Svoboda?, en un lugar en que la mayoría siente que fue violentado primero por el nazismo, después por el comunismo y finalmente por el capitalismo. ¿No es esa toda la historia del siglo XX?, agregó, ¿no ocurrió todo en Checoslovaquia como si la historia hubiese querido experimentar primero en un pequeño rincón del mundo?, ¿hay otros lugares en el mundo donde se haya experimentado un modelo antes de internacionalizarlo?, ¿cuál es el nombre de éste país? El periodista se limitó a observar al escritor en su introspección.
Después de eso, el entrevistado desarrolló un largo monólogo sobre las facultades del narrador omnisciente y la frustración que éste puede padecer, pues, aun teniendo una visión olímpica de los hechos, es incapaz de reconstruir con su única herramienta (las palabras) aquello que ya ha sucedido. Así, agregó, es posible que otro narrador omnisciente se sienta igualmente Dios y, con igual visión olímpica, cuente aquella historia como si se tratara de otra. El asunto, concluyó el escritor, puede resumirse en que, en efecto, se trataría de otra historia. Svoboda no negó ni afirmó.
El escritor le regaló al periodista una copia de Instantánea a destiempo. Luego se despidieron y quedaron de volver a reunirse al día siguiente. Aún faltaba mucho por conversar. Pero el encuentro se produjo antes. Por la noche el periodista se apareció por el bar Mala Hierba. No quedaban mesas desocupadas y Svoboda se sentó a la barra, de espaldas al bullicio. No mucho después de haber llegado vio a Cirilo Llewellyn sentado a una de las mesas más alejadas de la barra. El escritor estaba acompañado por tres hombres y dos mujeres que le hacían preguntas, gesticulando exageradamente, y que luego escuchaban sus respuestas con atención, asintiendo con la cabeza de un modo que al extranjero en la barra le pareció casi enfermizo. El periodista hurgó con su mano derecha dentro de su abrigo y sintió en el bolsillo interno la textura del sobre sepia algo arrugado. En seguida hundió su cabeza entre sus brazos, sobre su copa. Te preguntarás por qué lo hizo, pero ni siquiera él supo esclarecer el asunto. Llewellyn, pasado de copas, lo vio a la distancia. El escritor dejó sus ojos estáticos en la espalda de Svoboda, sin terminar de hablarle a su comparsa. El periodista sintió unos ojos clavándose en su espalda. Hizo un esfuerzo por no girar, pero tuvo que hacerlo, para deshacerse del molesto punzón en su espinazo. Un segundo después él y Cirilo Llewellyn estaban cruzando miradas. Svoboda tuvo una idea extraña. Te preguntarás qué tiene de extraño que el periodista recordara que todos los narradores de las novelas de Llewellyn son omniscientes y es posible que en mil ocasiones distintas te respondiera que eso no tiene ninguna importancia más que para los críticos especializados. Lo extraño, lo realmente extraño, fue que Svoboda sintiera la certeza absoluta de que Llewellyn podía conocer sus pensamientos, como si fuera un ser humano omnisciente. Una sonrisa, no más por regocijo que por miedo, se le escapó. El escritor interpretó esa sonrisa como un saludo y respondió levantando su copa a la distancia. Svoboda lo imitó y luego volvió a clavar su cabeza entre sus brazos, sobre su copa. La siguiente vez que levantó la vista, vio a Cirilo Llewellyn acercándose, abrazado a uno de los miembros de su séquito, tambaleándose los dos. Una vez que llegaron hasta la barra, el escritor, palmoteando la espalda del periodista, le dijo al miembro de su comparsa: este es el bueno de Svoboda, viene a entrevistarme desde un país extraño, su padre me entrevistó hace veinticinco años. El aludido volvió a sonreír, haciendo que nuevamente esto fuera interpretado como un saludo. El bueno de Andrej, agregó Llewellyn. Slavko, Slavko, se apresuró a corregir el periodista, mientras el escritor era requerido por una cuarta persona que lo sacaba de la conversación. Diomedes Mayorga, dijo el sujeto que llegó abrazado de Llewellyn, presentándose ante el periodista. Acto seguido dio un informe completo de su parentela, compuesta por destacados militares y poetas. ¿Me podrías repetir tu nombre?, le preguntó a Svoboda, luego de dar su informe. Slavko, Slavko, respondió éste. ¿Y cuál es el nombre de tu padre?, continuó preguntando Diomedes. Andrej, Andrej, respondió el periodista. ¿Y tu esposa y tu hijo, cómo se llaman?, insistió con sus preguntas Mayorga. No tengo, no tengo, intentó cerrar Svoboda, mirando al suelo y encontrándose los zapatos, que le parecieron lucir como si fueran nuevos. Déjame que te diga, prosiguió Mayorga, en tu país hay personas mucho más interesantes, por qué vienes a entrevistar a este borracho. En ese preciso instante Cirilo Llewellyn volvió a incorporarse. Andrej, deberías ir a sentarte con nosotros, le dijo. Slavko, Slavko, corrigió éste. Qué cosa, preguntó el escritor. Slavko es mi nombre, repitió el periodista. Eso dije, el bueno de Svoboda, agregó Llewellyn, sin dejar de tambalearse. Al extranjero le pareció inútil volver a insistir.
Los dos hombres volvieron a su mesa, acompañados del periodista. Éste se instaló entre Llewellyn y un flacucho llamado Valerio Lezaeta, que posiblemente acababa de cumplir los veinte años y que tenía sobre la mesa un ejemplar del Gran Cuaderno de la Nación Occidental abierto en cualquier parte, por lo que quedaba a la vista que muchas de sus hojas habían sido arrancadas. Slavko, dijo el periodista, estrechando la mano a uno y otro, logrando adelantarse a cualquier presentación que hiciera el escritor. Una vez sentado a la mesa, el europeo vio junto a las botellas de cerveza, la misma libreta de apuntes que ya antes había visto en el Café Calenda. El lápiz sobre la mesa era del mismo color que las letras garabateadas en la hoja que estaba a la vista de todos en la mesa. Este es el bueno de Svoboda, interrumpió Llewellyn, vino desde un país extraño a entrevistarme y en veinticinco años más su hijo volverá a hacer lo mismo, luego anotó algo indescifrable en su libreta que descansaba sobre la mesa. El aludido miró al suelo y se encontró los zapatos, los que le parecieron lucir como recién comprados. Luego se puso a beber. Bebió para sentir que el tiempo pasaba más deprisa. Así lo había sentido en más de una ocasión, y desde la adolescencia se puso a beber en exceso para llegar lo antes posible a cumplir doscientos años, que es el tiempo que vive un sujeto cualquiera para alcanzar a conocer algo del mundo, tiempo que a su vez necesita vivir una nación para aprender a recibir los golpes de las fuerzas de la historia y comenzar una nueva historia con menos golpes. La infancia ya había sido demasiado larga y no deseaba que esa noche fuera como toda una infancia. Al rato, mientras Lezaeta arrancaba una hoja más de su ejemplar del Gran Cuaderno de la Nación Occidental y comenzaba a armar un cigarrillo con el papel, otro de los convocados en la mesa le preguntó su nombre. Slavko, dijo, pero al comienzo fue Andrej. Y el nombre de tu esposa y de tu hijo, insistió la misma persona. Svoboda no pudo responder, porque alguien más volvió a preguntarle cuál era su nombre. El periodista miró al suelo y se encontró con sus zapatos, los que ciertamente le parecieron más viejos de lo que recordaba. Déjame que te diga, interrumpió el joven Lezaeta, en tu mundo hay personas mucho más interesantes, por qué vienes a entrevistar a un borracho. Cirilo Llewellyn seguía monopolizando la atención de los demás, reflexionando acerca del carácter ficticio de la historia y las ciencias. En seguida, todo volvió a repetirse. Cuál es tu nombre, preguntó alguien. El extranjero respondió. Cuál es tu nombre, preguntó otro. El extranjero miró al suelo, se encontró con sus zapatos y le pareció que estos lucían como si fueran muy viejos. Déjame que te diga, interrumpió Llewellyn, en tu universo hay personas mucho más interesantes, por qué vienes a entrevistar a un borracho como yo. Lezaeta entonces le ofreció un cigarrillo hecho con un trozo de página del Gran Cuaderno de la Nación Occidental. Svoboda lo aceptó, lo puso en su boca y lo encendió con los fósforos de un muchacho flacucho apellidado Inzunza que hacía pocos minutos se había arrimado a la mesa de Llewellyn y sus amigos. El periodista comenzó a sentirse incómodo, especialmente luego de ser atacado por un repentino mareo y de reparar en una pequeña mancha triangular de color negro que le obstruía parcialmente la vista o que más bien le ofrecía la vista de algo que, de algún modo, le pareció otro tiempo. Pensó que era el humo de los cigarrillos o, tal vez, la tinta del Gran Cuaderno que se estaba fumando. Svoboda respiró profundo y se restregó los ojos, pero la mancha y el mareo seguían intactos. Descartó que se tratara del humo. Se preguntó, entonces, qué mecanismo, qué máquina activándose, pudo producir la presencia de tal mancha triangular. Entonces el tiempo se detuvo. Te preguntarás si eso le pareció extraño. Pues no, lo extraño, lo realmente extraño, fue que el tiempo dejó de parecerle algo que transcurre y se convirtió en algo diferente, en algo que para él era completamente normal, pero que sólo un científico podría explicar y que él sólo lograría simplificar hasta el absurdo en la sección de ciencias de algún diario de gran tiraje. Así, sin que el periodista supiera cómo, la noche se desvaneció dentro de un tubo de ensayo que almacenó en su memoria, igual que el mareo y la mancha ante sus ojos con forma de triángulo.
Pese a la onda polar de los últimos días, esa mañana fue cálida. El periodista salió del Mala Hierba tambaleándose, y lo siguió haciendo mientras caminó las siete cuadras que había entre el bar y el Hotel Presidente. En el trayecto se metió la mano derecha en el abrigo y sintió, en el bolsillo interior, la textura del sobre sepia algo arrugado. Al llegar al hotel, se acercó hasta la recepción. El encargado le dijo: Señor Svoboda, aquí tiene su correspondencia. Un sobre celeste, nada más. Sin mirar el remitente, se lo guardó en el bolsillo izquierdo de su pantalón. Ya no tambaleaba. Al llegar a su habitación, se quitó el abrigo, lo dejó sobre la cama, abrió las cortinas y miró la panorámica hacia el poniente. El sol iluminaba el lado oriente del edificio. El sol no se ve, se dijo, el sol no existe, al menos en este relato en que su presencia no es necesaria en ese instante para un eventual narrador omnisciente. Sonrió. Se sentó en la cama y sintió el sobre celeste arrugándose en el bolsillo de su pantalón. Lo había olvidado. Sacó el sobre y miró el remitente: Kasimira Svobodová. Por el reverso miró el destinatario: Andrej Svoboda. Abrió el sobre y en su interior encontró una carta y una fotografía. La letra de la carta le pareció familiar, lo mismo que la persona retratada en la fotografía. Comenzó a leer la carta y luego de completar dos líneas miró al suelo, ahí se encontró con sus zapatos y se sorprendió de que se vieran tan viejos. Continuó leyendo y al finalizar, apurado por la impresión, alcanzó su abrigo con sus manos. Del bolsillo interior sacó el sobre sepia. Al abrirlo comprobó que éste estaba vacío. Tomó la carta y la fotografía que acababa de sacar del sobre celeste, las metió en el sobre sepia, y guardó este último en el velador junto a la cama. Enseguida, tomó unas hojas en blanco y un lápiz. Comenzó a escribir una carta a Kasimira Svobodová en la que intentó, quizás infructuosamente, dar una explicación filosófica para el abandono y conseguir, así, componer una fórmula científica que explique su mecanismo. Al finalizar, abajo a la derecha de la hoja, firmó: Andrej Svoboda.