Querido hermano Antón. Me ha hecho muy feliz recibir tu última carta. Qué alegría tuve al saber que ya estás instalado en Moscú y que tu trabajo en la universidad te llena de satisfacción. Leopoldo y yo, ya estamos de vuelta en Cochabamba, luego de siete años viviendo en Puerto Azola. Todavía no cumplimos un mes reinstalados en esta ciudad que nunca salió de nuestros recuerdos. Estábamos bien afuera, pero aunque este no es mi país natal, sólo aquí recordaba sentirme como en casa, sólo aquí sentía que podíamos pensar con absoluta libertad. Las cosas están cambiando, eso sí, de un modo que a ratos parece productivo en visiones e ideas sobre el mundo, en la universidad principalmente; pero que de otro modo parece construir, en el resto de la ciudad, como precio a pagar por esas ideas que generamos en la universidad, una inmensa estructura llena, paradójicamente, de un vacío traicionero. De hecho es lógico: es el cambio hacia tal estado estructural del mundo el que nos obliga, aquí en la universidad, a pensarlo con mayor rigor y profundidad, para explicar ese riesgo que corremos y que nos gustaría revertir a partir de la destrucción de aquella estructura engañosa que se robustece. Sólo deseo que la aceleración de esos cambios, el robustecimiento de la estructura vacía, no nos lleve a tiempos peligrosos, aunque a ratos esa parece ser la dirección por la que la gente de Cochabamba está optando. La destrucción de todo aquello en lo que creemos sería definitiva. A menos que otra destrucción se adelante a ésta y le ponga freno. “Destrucción” se volvería una palabra compleja.
Pero te estoy haciendo creer que estamos al borde de una crisis. No me hagas caso. A ratos exagero por mis ansias de recuperar expectativas de otros tiempos, algunas que hoy ya no parecen posibles. Deseo equivocarme sobre esto.
Espero que pronto, al final de este año, puedas hacer un viaje largo y venir hasta acá para que veas lo agradable que se pasa en esta ciudad y, por supuesto, para poder verte en persona y abrazarte como no hago en años, y compartir con tu hermosa Kasimira. Luego de eso, será mi turno y yo iré a Moscú. No voy a esa ciudad desde que mis cabellos eran negros aún. No es que ahora que soy una señora canosa, me sienta una vieja. A fin de cuentas me quedan más de cien años de vida aún. Pero el mundo me parece tan grande y una vida de doscientos años parece tan corta. Al menos es el tiempo suficiente para que nos acerquemos al conocimiento de algunas verdades, es el tiempo suficiente para que las naciones aprendan a recibir los golpes de las fuerzas de la historia y puedan comenzar una nueva historia con menos golpes.
Para cuando comiences a preparar el viaje hasta Bolivia, espero que ya pueda contarte que Leopoldo y yo por fin nos instalamos en una casa cercana a la Facultad de Filosofía. La que teníamos antes de irnos a Puerto Azola ya no existe. En su lugar hay un edificio de doce pisos. No ha sido fácil encontrar una casa cercana al trabajo, una que nos permita recibir todas las visitas que desearíamos tener, la familia principalmente. Los Cutipa Andrade no nos reunimos hace años. Ya sabes que mis muchachos, que ya son todos unos hombres, viven en Europa hace casi una década. Danielito, que a sus treinta y ocho años odiaría que lo llamara así, vive en Lisboa, y Ramirito, que, pese a ser mayor que su hermano, no tendría problema alguno en que le siga hablando como un niño, vive en Marsella. Nos contó que conoció a Adrián Petitpas en la Universidad Mediterranée. Leopoldo no lo podía creer. Le dijo por teléfono que le mandara saludos al franchute ese. Era una broma, por cierto. Nos reímos de aquello. Pero Ramirito dijo que era muy difícil poder hablar con él. Dijo también que las cosas estaban cambiando en la Universidad Mediterranée, que Petitpas ya ni siquiera hacía clases y que nadie sabía muy bien en qué investigación estaba trabajando hoy, luego de su trabajo en la inclusión de nuevos manuscritos en el Gran Cuaderno de la Nación Occidental, que fue lo último que se supo que hizo, y que fue el final de una larga discusión sobre temas diversos que mantuvo por décadas con Leopoldo. Pero no te distraigo con esos asuntos. El caso es que espero pronto tenerte, junto a Kasimira, de visita en nuestra nueva casa. El problema principal, acá, es que la población de Cochabamba parece crecer más rápido que la ciudad. De momento seguimos en un departamento en el centro. Es muy cómodo para nosotros dos, pues tenemos sólo los muebles necesarios. Nuestra principal dificultad es que muchos de los libros siguen guardados en cajas porque no hay suficiente espacio para libreros. No nos hacemos problema, eso sí. Cada quien tiene su escritorio y su computador. Los ubicamos frente al ventanal y cuando trabajamos, tenemos una agradable vista de los cerros nevados. Vivimos en el piso ocho y frente a nosotros no hay edificaciones que obstruyan la vista. Cochabamba es preciosa y ya sabes que la Facultad de Filosofía en la que trabajamos ha ganado mucho prestigio en las dos últimas décadas.
Me interesa mucho que vengas. Por supuesto que mi principal motivación es verte y abrazarte, hermano querido, pero también me gustaría que tuviéramos esas conversaciones que solíamos tener desde la adolescencia. Esa forma ingenua que teníamos de hablar era deliciosa. Creíamos que entendíamos el funcionamiento del mundo y parecíamos seguros de que lográbamos darle respuesta a grandes preguntas con una serie de afirmaciones que, con los años, a medida que fuimos leyendo y aprendiendo, nos comenzaron a parecer ridículas. Tengo hermosos recuerdos de eso, porque así se forjó nuestra curiosidad. Ya en la universidad, tú estudiando Literatura, primero, y luego Física, y yo estudiando Filosofía e Historia, supimos que no era tan simple intentar formular las respuestas que nosotros creíamos ya formuladas. Se nos hizo evidente cuán ingenuos habíamos sido antes, pero nos permitió saber que tomábamos un buen camino. Me gustaría que volviéramos a conversar así, me gustaría que volviéramos a ver cómo se nos abrían los ojos con las nuevas ideas que ambos traíamos a medida que avanzábamos en nuestros estudios, mientras perdíamos la inocencia.
Quiero que volvamos a hablar así en términos generales, pero en términos puntuales, además, me gustaría invitarte a una discusión sobre las ideas que, de momento, ocupan mis horas de ocio, pero que con el tiempo espero que se vuelvan parte de mi trabajo. Para eso me gustaría mostrarte algunas pinturas que compré el penúltimo año que Leopoldo y yo estuvimos en Puerto Azola. Me había enterado de que un ciudadano búlgaro, del que se decía que fue trapecista de circo hace algunas décadas, Tarnovsky creo que se apellidaba, poseía la última pintura que sobrevivió de toda la obra de Piotr Beliavski. El hombre, de hecho, vivía en la casa en la que vivió Beliavski antes de desaparecer, en los primeros años tras la caída de la Unión Soviética, y yo no sé qué historia puede explicar que un trapecista búlgaro y un pintor ruso sean los habitantes consecutivos de una casa en un balneario sudamericano. Ojalá algún día alguien me lo cuente.
Pero eso no es de lo que te quiero hablar. Sabes de mis investigaciones en Filosofía de la Historia. Sabes que abordé el tema desde múltiples perspectivas. Sabes, también, que he escrito sobre el arte como representación de la historia. Sé que recordarás, en particular, mi libro sobre el arte ruso de los últimos años de la era soviética y de los primeros de la Federación Rusa. Sabes que estos artistas me sirvieron de ejemplo para exponer parte de mis ideas. Sin profundizar mucho en la propuesta que ahí expuse, que ya la conoces, te refresco la memoria. Me interesó en particular el trabajo pictórico de Piotr Beliavski por ser considerado realista. Yo advertía que la respuesta al porqué volver a las formas realistas casi un siglo después de su apogeo en Francia, estaba en la relectura paródica de aquel recurso estilístico, y por tanto se estaba concretando una forma nueva de representación, pues esa relectura estaba dada por sus propias necesidades discursivas, muy distintas a las de los franceses del siglo XIX. Esta parodia incluso adquiría un matiz adicional si se consideraba que en la Unión Soviética se formuló un arte llamado realismo socialista. Beliavski, por tanto, no sería un ruso haciendo realismo a la usanza francesa de cien años antes ni a la usanza rusa de la era soviética; sino un ruso que, como pintor de una realidad social que no era conocida aún en el siglo XIX en Francia ni a comienzos del XX en la Unión Soviética, era capaz de plasmar en sus obras la nostalgia que toda una sociedad presentó como síntoma cultural frente al advenimiento del capitalismo. En ese sentido, Beliavski, propuse en mi texto, era histórico no porque fotografiara la realidad sino porque plasmaba una visión discursiva que hablaba de esa realidad yendo más allá de lo meramente visible. En esto último se sostenía la parodia, pues el hecho de que en cada cuadro en que Beliavski pintó la tristeza de San Petersburgo se incluyera, arriba a la izquierda, una pequeña mancha casi transparente con forma de martillo (algo que no podría haber estado, por ejemplo, en un cuadro realista que Gustave Courvet haya pintado en 1850 o que Boris Kustódiev pintara en 1920) renovaba la forma de leer sus pinturas. Los cuadros de Beliavski eran históricos porque presentaban imágenes de la ya desaparecida Unión Soviética, pero también lo eran porque presentaban los efectos de esta etapa de la historia a través de la nostalgia de ésta al presentar ese martillo como figura deslavada y aguachenta, como una mancha de acuarela en medio de un universo de oleo. La parodia tomaba forma al comprobar que el realismo no estaba en el paisaje urbano de San Petersburgo, sino en el borroneado martillo que daba cuenta de la destrucción del pasado. Ahí residía una visión que ofrecía una imagen de la historia como evolución. Aquello siempre me cautivó por la sutileza con la que el recurso estilístico del realismo se presentaba remedado. Lo suyo, a fin de cuentas, sólo tenía la apariencia de realismo. Qué gran humor negro el suyo.
Por alguna razón externa a su obra, una vez que el capitalismo triunfó en Rusia, Piotr Beliavski, avecindado en Puerto Azola, a más de doce mil kilómetros de su hogar en San Petersburgo, destruyó casi todo lo que pintó. Un eventual biógrafo algún día explicará ese episodio tal vez como una forma de manifestación de la melancolía del autor frente al triunfo, allá lejos, del capitalismo voraz. Pero Tarnovsky, el trapecista búlgaro, conservó por años en el living de su casa el único cuadro que sobrevivió a esa destrucción: El idiota y el ángel. Lo compré. No fue alto su precio. A fin de cuentas, pese a que mis textos tuvieron gran difusión académica, a Beliavski la crítica no le ha dado el valor que se merece, y hoy es un autor no canónico. Imagino que algo tendrá que ver el hecho de que la crítica rusa que proliferó en los años de la Federación Rusa surgió de la imposición del rechazo al pasado, ese pasado que precisamente la obra de este autor lloraba por su pérdida. Lo compré y hoy lo tengo en mi oficina en la universidad. Se lo muestro a los alumnos y hablamos sobre su carácter histórico. Como ya te adelantaba, aquí en Cochabamba se ha generado un ambiente universitario apropiado para pensar la realidad desde una perspectiva progresista. Eso ha permitido valorar la ignorada obra de Beliavski.
Pero no es de El idiota y el ángel que te quiero hablar. Sé que dije que esta fue la única pintura que sobrevivió a toda su extensa obra que hoy es sólo posible conocer por los libros que la alcanzaron a registrar. Sucede que el búlgaro me dijo que sólo un par de meses antes había encontrado en el entretecho de su casa otro cuadro firmado por Beliavski, pero que estaba dañado. En la parte trasera del lienzo era posible leer, en español, la frase Lo insondable, que correspondía al título de esta obra. En la parte delantera, abajo a la derecha, efectivamente, se encontraba la firma auténtica de Beliavski. Lo curioso fue que Lo insondable era una pintura que nadie, ni los detractores de este autor, habría pensado que le pertenecía. Pese a eso, también la compré. Pero esa pintura no está en mi oficina. La tengo en mi departamento. Sólo Leopoldo y yo la hemos visto. Me gustaría mucho que tú también la vieras.
Lo insondable no parecía ser una relectura del realismo de la misma forma que lo era El idiota y el ángel. Ni siquiera parecía ser un intento representacional. Lo insondable parecía más bien un cuadro de otro autor ruso, de Kazimir Malevich pero en una época diferente a la que produjo el arte de este vanguardista. No quiero decir, con esta comparación que acabo de realizar, que la obra de Malevich carezca de carácter representacional. Éste dialoga con su época y así se vuelve representacional e incluso histórico. La pintura de Beliavski hallada en el entretecho del búlgaro parecía un Malevich, pero carente del contexto de Malevich, por tanto era algo vacío, como si alguien hoy llevara un urinario a un museo y dijera que es un gesto subversivo y luego no entendiera por qué nadie valora su propuesta, mientras que cuando Marcel Duchamp hizo lo mismo hace casi cien años, causó escándalo. Beliavski pudo no ser canonizado por la crítica, pero no era ingenuo. Lo insondable presenta, en una extensión de ciento veinte por ciento veinte centímetros, un fondo blanco, como el blanco de las murallas de la casa del búlgaro, y en medio de este fondo contiene un perfecto triángulo equilátero de treinta centímetros de altura y de color negro. O, más bien, de un color oscuro indefinido, pero tan espeso que parece negro. Y arriba a la izquierda está la mancha con forma de martillo que se repetía en cada uno de sus cuadros. Eso es todo. Como ya decía, parece un Malevich firmado por Beliavski. Y un asunto más. Aunque no tengo la certeza de que este asunto sea parte de la obra, tal vez pueda aproximarme a alguna consideración que lo incluya: el cuadro tiene una rajadura de casi medio metro al centro de éste, la que atraviesa el triángulo de forma horizontal.
He intentado pensar en las posibilidades discursivas que podrían existir en este cuadro. He incluido en mis reflexiones el hecho de que éste haya sido el único cuadro de los pintados por Beliavski en Puerto Azola que pude conocer. Pero no hay certeza de que ese haya sido el único que pintó en esa ciudad. En caso de que sí fuera el único, habría acá una reformulación del arte de este pintor, dada por las trasformaciones del mundo en la última década del siglo XX. El triángulo rajado, tal vez tendría relación con el fin de una era, pero mi explicación aún está incompleta. ¿Qué imagen del mundo nos ofrece esta pintura?, ¿es un lugar, un tiempo, un camino?, ¿es la vía a las transformaciones que permitan la destrucción de la estructura paradójicamente vacía que comienza a primar en Puerto Azola, Cochabamba o cualquier lugar?, ¿es la visión de que el siglo XX ofreció falsas vías para tal destrucción sanadora y que ahora, en el siglo XXI, aparece otra nueva vía?, ¿es la vía al saber, a la verdad total, a la destrucción de la ignorancia que la estructura vacía ha instaurado? Estas son solo conjeturas que de momento carecen de sustento absoluto y que sólo puedo confesar mientras dialogo contigo o con Leopoldo, pero que, en su precariedad argumentativa, aún, no puedo comentarle a mis alumnos.
Me gustaría tanto que vieras esta pintura y pudiéramos discutir lo que vemos ahí. Es curioso, escribo esta carta pensando conscientemente en que tu aporte en el conocimiento exegético puede ser fundamental para desarrollar mi reflexión en torno a lo insondable del cuadro Lo insondable. Sin embargo, a ratos creo que más bien necesito tu mirada de profesor de Física para resolver el asunto de los significados de este cuadro de Beliavski. ¿Qué mecanismos habría que accionar para que la visión de ese triángulo se manifieste ante nuestros ojos y en la representación del mundo cobren vida los fenómenos del mundo? Eso sí, tampoco tengo argumentos que expliquen por qué a veces pienso que tu conocimiento en física es necesario en este asunto. Sucede que Lo insondable me intriga de un modo que excede mi saber. Ese triángulo y la rajadura que lo atraviesa son un misterio para mí. En cualquier caso, hermano querido, te necesito porque eres quien me completa, asunto que es más grande que nuestros saberes en diversas disciplinas. Sin embargo, es parte de mi felicidad el dedicar tiempo a pensar en que esa juguetona pretensión que tenía nuestro padre y que no nos pudo contar él, pero que supimos porque nos la contó nuestra madre, esa de que tú y yo descifráramos el universo, se hace real mientras miramos este cuadro de Piotr Beliavski, mientras contemplamos ese triángulo que se abre ante nuestros ojos. Pero insisto, ¿qué mecanismo puede ser capaz de permitirnos acceder a tal visión total? No te tomes muy en serio estas palabras. ¿Descifrar el universo? Un lindo sueño, un hermoso motor para ser quienes somos hoy. Es la forma que tenemos de recordar y homenajear a nuestro padre muerto que no alcanzamos a conocer. Pero qué gravedad hay en que yo esté acá, en un lindo barrio de Cochabamba, pensándote allá en Moscú y extrañándote, y más encima figurándome que tú y yo, un día, nos podemos volver a reunir, mirar una pintura, una representación, que es la única forma en que el mundo se nos presenta, ver cómo en ésta el triángulo crece, se abre y se manifiesta como el universo, y en él descifrar lo insondable. Hermano querido, no sabes cuánto te extraño.
Con un amor inmenso, Olga.
Cochabamba
10 de octubre de 2017
* * *
Señora Olga Andrade. Sé que cuando lea esto, le sorprenderá estar recibiendo una carta de mi procedencia, especialmente dado que usted debe recordarme, primero que todo, por la terrible y bochornosa discusión que su esposo y yo tuvimos en San Petersburgo hace más de una década, aquel 2004. Pero le escribo porque creo que, en todo el mundo, usted es una de las pocas personas que puede entender esto que deseo contarle y que no sé muy bien si podré explicar con conformidad. Sé, por sus libros (los que leí con indiferencia y disconformidad a los treinta y tantos años, pero que ahora he releído con pasión y que seguro seguiré releyendo hasta que sea un viejo de doscientos años), que lo que usted cree se aleja mucho de lo que yo he manifestado en mis libros. Usted los debe conocer, me consta, pues en parte usted ha ocupado algunos capítulos de los últimos que escribió a refutarme. Pero mi conciencia individual está alterada, el mundo ya no se dibuja en esa parte de mi ser de la misma forma en que lo vi en el pasado.
Qué curioso usar el concepto conciencia, pues lo uso, hoy, de un modo en que no lo habría usado antes. Sabrá usted que yo solía afirmar que la conciencia es algo interno del ser, que es ésta la que determina al ser y domina el universo, y que, por tanto, cualquier consideración discursiva surge de las leyes que propicia la conciencia en su manifestación interior. Metafísicas, dirá usted despectivamente. Y yo hoy entendería ese gesto despectivo, pues creo haber visto algo que nunca antes vi. He comenzado a dudar de aquello en que creía y, en cambio, he pensado en que tal vez la conciencia sea una experiencia externa que requiere de la interacción con otras de éstas para existir, y que sólo a través de la interrelación de al menos dos conciencias individuales organizadas socialmente es posible que surjan las formulaciones discursivas. Mis verdades del pasado no tienen cabida ahí. Usted y yo sabemos que este desplazamiento que acabo de describir constituye un giro copernicano para mí. Lo explico así, porque hoy puedo sentir que antes fui un medieval, aunque mi caricatura del Medioevo debe parecerle a usted tan condenable y oscurantista como el oscurantismo inconsciente de aquellos que sucedieron al Medioevo y lo menospreciaron, esos otros nuevos “medievales”: los renacentistas. Hoy estoy más consciente que nunca, y puedo entender mejor que nunca, que siempre habrá quien considere conservador a quien antes se arrogó el remoquete de progresista. Yo mismo soy capaz de recrear en mi conciencia la posibilidad de que una forma progresista de pensar conciba como conservadoras mis antiguas propuestas. Y si pudiera vivir una vida tan larga como para volver a cambiar de opinión, mil años tal vez, esta forma de manifestación de mi ser que hoy consideraría eventualmente como progresista, sería vista por mí como conservadora. Pero tal vez no se necesiten mil años para eso. Creo que doscientos años son suficientes para que algunos seres humanos entiendan algunas verdades, y yo, aún sin llegar a los cien, ya comienzo a entender mis errores. Doscientos años, eso sí, pueden ser suficiente tiempo para que una nación aprenda a recibir los golpes de las fuerzas de la historia y comience a vivir una mejor historia sin golpes. Yo creo que usted ha trabajado toda su vida por hacer que los demás entendamos eso, y por tal razón le escribo hoy.
No crea, por favor, que deseo cambiarme de casaquilla así no más, que busco aceptación académica o algo por el estilo. De hecho, me gustaría contarle que ya ni siquiera escribo artículos en revistas académicas ni mucho menos hago clases. De hecho, creo que, a mis ochenta años (un hombre joven aún), estoy muerto en el mundo académico. La Universidad Mediterranée, sin embargo, ha decidido conservarme porque mi nombre le sigue otorgando estatus entre los conservadores, y aunque desde hace algunos años se ha abierto al progresismo, trayendo hace algún tiempo a académicos como su compatriota ya fallecido hace dos años, Cirilo Llewellyn, por ejemplo, sigue necesitándome para construir discursos que capturen el interés de tantas conciencias individuales. Eso, creo, es la manifestación de lo que usted llamaría despectivamente ideología, pues mi presencia pretende seguir atrayendo a las mentes conservadoras haciéndoles creer que, como antaño, esta universidad es el domus apropiado para ellos. Y la incorporación de Llewellyn, que finalmente se convirtió en mi amigo, fue igualmente ideológica, pues, de forma escandalosamente contraria, pretendió, simultáneamente, ocultar ese enfermizo conservadurismo que ha espantado a tantos. Sí, la Universidad Mediterranée ha sido ideológica y yo he participado de eso. Pero sólo hoy puedo darme cuenta de aquello, sólo así he podido ver la farsa de la que he sido parte.
Pero no le escribí para hacerle una descripción de la perversión mercantil que ha afectado a la Universidad Mediterranée. He hecho este preámbulo intentando captar su atención, pero creo que sólo he divagado. Seré joven, pero me siento viejo para haber vivido este giro copernicano en miniatura que a mí me parece gigante. Me siento muy viejo como para creer que tengo tiempo para explicar, e intento, torpemente, decir todo a la vez. Pero usted sabe bien que el lenguaje, por su naturaleza sucesiva, no puede hacer eso que deseo y finalmente no logro decir aquello que inspira esta nueva perspectiva mía. Pues bien, lo que deseo decirle es que he visto algo que terminó de configurar este cambio. No es en este hecho puramente en que se sostiene mi reconsideración del lugar de la conciencia. Pero de alguna forma a partir de esto que deseo contarle, el mundo se ha presentado abierto para mí, como una puerta que crece ante mis ojos como una mancha indescifrable, un triángulo negro (y quién sabe qué caprichosa causa lo presenta con esa forma), pequeño aún pero que puede crecer con un potencial impensado hasta ahora por nosotros.
He visto hace más de una década, en el subterráneo de una casa en Moscú, en el barrio Arbat viejo, una máquina impensada que a partir de la realización de dos acciones que se contradicen es capaz de destruir el universo. Lo digo así de sopetón pues no hay otra forma de decir esto. Ahí en Moscú reside la posibilidad de destrucción del universo. No crea que yo, un conocido conservador, aunque ya haya admitido que hoy reniego de lo que solía creer, busca, ideologías mediante, inducirla a creer en algo que usted rechazaría desde su visión de mundo. No trato de atraerla a la telaraña del conservadurismo mundial. No crea que participo de la construcción del cliché sobre la vieja Europa Oriental, advirtiéndole de las intenciones que estas sociedades, en la ya muerta era soviética, pudieran haber tenido de destruir el universo existente con una máquina que, podríamos considerar, debe haber estado ahí mientras Lenin, Stalin y los otros avanzaban por la historia del socialismo. Sucede, señora Andrade, que esta máquina es anterior a la era soviética, es probablemente de la época zarista y fue construida por un campesino, un sujeto excepcional que habitó la zona que hoy corresponde a Dubná. La policía del zar sabía de su existencia y temía que ésta destruyera el mundo conocido por entonces, por eso la máquina fue escondida, pero la policía soviética nunca se enteró que ésta estaba ahí. De esto se puede desprender que si la era soviética fue una destrucción del mundo zarista, ésta fue, en los términos en que le hablo en esta carta, una falsa destrucción, pues no fue producida por esta máquina prodigiosa. La máquina permaneció, por tanto, escondida las últimas décadas del zarismo y toda la era soviética, y cada vez que fue echada a andar, alguien la detuvo. Sus efectos, por tanto, se manifestaron aquí y allá apenas como visiones temporales y escuetas. Quién sabe cómo habría sido el mundo o todo el universo, si quien accionó la máquina en alguna ocasión no se hubiese arrepentido para luego detenerla. No trato, como usted verá entonces, de develarle ningún plan aterrador del marxismo internacional. De hecho, la máquina, que se activa para realizar simultáneamente dos acciones contradictorias entre sí, no busca ocultar esa condición de contradicción, igualando ambas acciones. Más bien busca develar que hubo quienes ocultaron que aquellas acciones de nuestra realidad física sí eran posibles de realizar simultáneamente y que su realización conllevaba la destrucción del universo (¿De qué universo? Muy probablemente del universo creado antojadizamente por manos como las del zar, de los amigos del zar fuera de Rusia, de alguien con algún apellido raro como Nixon o Bush o Guzmán), creando la fantasía de que aquello que lo destruía constituía un par de acciones irrealizables simultáneamente y, por tanto, contradictorias. La contradicción no está en ambas acciones que destruyen el universo sino en formular el relato que esconda que aquellas acciones no son contradictorias. Así, el mundo físico se vuelve tan ideológico como el mundo social. En suma, creo que el universo puede ser destruido y, como efecto de esto, la apariencia tras la destrucción, un triángulo, ofrece una imagen de la verdad que debe ser descifrada.
He visto la máquina. Estaba vieja y sucia, pero al parecer alguien podría hacerla funcionar en cualquier momento (y no detenerla luego, arrepentido) y, de esta forma, destruir el universo. Eso, si es que lo descrito por los planos corresponde a una representación de lo que, a fin de cuentas, la máquina puede realizar. He visto sus planos describir el proceso (la mujer que habitaba la casa y que, tras una enfermedad prematura, hoy ya lleva dos años muerta, me lo explicó) y me he preguntado si esa máquina, construida siguiendo las instrucciones de los planos, puede realizar aquello que éstos describen. En suma, me he preguntado por el carácter representacional de los papeles y por el carácter referencial de la máquina. Esta es la razón de por qué recurro a usted. Usted, creo, es la persona idónea para resolver exegéticamente la relación entre estos dos objetos.
Parece un asunto simple, se trata de un objeto referencial que existe en la realidad y un objeto representacional que existe como discurso también en la realidad. Se trata de dos submundos del mismo mundo. Usted se preguntará por qué no recurro a cualquier exegeta, a un estudiante de pregrado, incluso, que muy bien podría disertar sobre este asunto y dejar a toda una audiencia informada sobre este vínculo entre dos objetos del mundo. Sin embargo, la conformación de la explicación de la eventual destrucción del universo necesita de un descifrador con experiencia: usted, señora Andrade.
Usted se preguntará por qué le doy tanta importancia a este asunto, por qué no creo que este asunto requiera de una exégesis cualquiera, y por qué esta labor me ha alejado, finalmente, de mis idealismos. Es porque tengo miedo, porque ese universo que podría destruirse es el que yo he ayudado a construir. Precisamente el miedo que siento desesperadamente me ha hecho comprender que esos textos, los planos, se manifiestan como una conformación discursiva que actúa sólo a través de la configuración de conciencias externas. Sólo a través de la interrelación de los signos ahí expuestos es que, como efecto de estos discursos, yo he podido sentir este miedo desbocado a una máquina descrita precisamente por esos textos. Efectivamente, para mí, hoy, a partir del entendimiento de los signos de estos planos o discursos, entendimiento que yo comparto con quien dibujó esos planos, el universo podría ser destruido por una máquina que existe y que he visto en un subterráneo en Moscú. La posibilidad es real y yo padezco un miedo que jamás sentí. Ni siquiera el ente aquel que ordenó escribir el Gran Cuaderno de la Nación Occidental, que yo creía regía toda nuestra existencia en todos los tiempos y todos los lugares, pudo causarme tanto terror, pues finalmente cada pasaje de este libro, incluso aquellos más aterradores, funcionaban de forma directa y eficiente sólo si comprendía la conciencia como un elemento interno creado por aquel ente y dependiente de él para siempre. Pero con esta nueva perspectiva que tengo del mundo, el terror que pude conocer alcanzó niveles insospechados. Le temo a la máquina y sus efectos, por sobre todo, pero le temo también al descreimiento con que ahora veo todo aquello en que antes creí como absolutos irrefutables. El Gran Cuaderno ese, por ejemplo. En suma, pienso diferente pero le temo a mis propias nuevas ideas. Y cómo ha sido este miedo, se preguntará usted. Sepa que ha sido vergonzoso, culposo y hasta patético, pues he descubierto que he defendido falsedades toda mi vida, y que a ratos he estado consciente de lo que hago y lo he seguido haciendo. Pero ahora ya no puedo seguir. He visto algo insondable y aun así siento miedo.
No sé exactamente qué espero de usted. Tal vez sólo espero una explicación que atenúe mi temor advirtiéndome sobre la naturaleza diferente del hecho relatado (la máquina) y el relato del hecho (el plano). Eso sería reconfortante. O tal vez necesito que vaya hasta Moscú y, siguiendo las instrucciones, ocupe su conocimiento sobre la relación entre objeto y representación, y desarme esa máquina. O la active, pues yo ya no sé cómo se articula el significado de la palabra destrucción, y al presenciar sus efectos, descifre sus significados y nos los comunique. Como le dije, la mujer que me enseñó la máquina ya está muerta. No sé, por tanto, qué ocurrió luego con la máquina y con sus planos. Insisto, entonces, que no sé exactamente para qué le escribo.
Posiblemente usted me crea un loco. Posiblemente yo esté loco y dado el pasado destacado que tuve en las discusiones sobre la conformación de la realidad, nadie, acá en la Mediterranée, desee decirme a la cara que estoy demente. Con tales características de esta situación, probablemente usted ni siquiera me conteste, o usted y el señor Cutipa, su esposo, se regocijen en mi ridiculez, la ridiculez de alguien que por décadas fue su enemigo en las discusiones académicas. Descarto, sin embargo, esto último, pues aunque alguna vez quise golpear a su esposo, siempre consideré que ustedes dos eran personas inteligentes y bien intencionadas.
Como verá, me pierdo nuevamente en las divagaciones, por lo que creo que ya es momento de ponerle punto final a esta carta. Respetuosamente, Adrián Petitpas.
Marsella
23 de octubre de 2017
* * *
Amada Olga. Espero con ansias la llegada del término del año para viajar a Cochabamba. Diciembre es una época muy fría acá en Moscú y nos haría muy bien a Kasimira y a mí ir a tomar sol a Sudamérica junto a ti y Leopoldo, y aprovechar, además, la estancia en Bolivia para viajar un poco más e ir a nuestro país en algún momento del verano del sur. Naturalmente lo principal es volver a verte. Iría hasta Plutón con tal de verte y abrazarte, hermana querida.
Me emociona y entusiasma la propuesta que me haces, el juego ese de volver a intentar descifrar el universo, como cuando éramos adolescentes, ahora a través de lo que es posible ver en esa pintura tan extraña de Piotr Beliavski que me has descrito. Es extraña y me causa gran curiosidad. Pareciera que su título la describe muy bien, Lo insondable, qué mejor forma de decirlo. Y tal como a ti, la curiosidad me ataca en múltiples niveles. Me pregunto qué llevó a Beliavski a pintar como Malevich; qué produjo que alguien, cualquiera, pintara como Malevich en una época diferente a la que lo vio pintar a él; qué movió a Beliavski a destruir toda su obra anterior; qué motivó que sólo conservara El idiota y el ángel; y qué causó que, tras pintar Lo insondable, le hiciera una rajadura en el centro. Creo, por esto, que mi curiosidad es como exegeta y como físico, creo también que se manifiesta en función de la historia y la especulación filosófica, pero además mi curiosidad se presenta como la tendría un niño que comienza a contemplar cómo se despliega la maquinaria del mundo. Y me pregunto, si acaso es que Beliavski pintara algo que vio, ¿qué mecanismo produjo la aparición de tal triángulo en el mundo y qué proceso a continuación haría que esta figura se desarrollara en una continuidad? Yo me apunto para ese juego en serio, porque para los niños los juegos son en serio. Quiero jugar contigo, mi Olga querida, a descifrar el universo frente a un cuadro de Piotr Beliavski.
De momento yo, acá, en mi tiempo de ocio fuera de la universidad, me he dedicado a un proyecto que también me ha hecho sentir un niño que juega. Una vez que nos instalamos en esta casa en el barrio Arbat viejo hallamos en el subterráneo, una extraña máquina muy pesada del tamaño de un baúl grande. Al parecer está descompuesta. Más bien parece que fue descompuesta a golpes, no sé si intencionales o accidentales. Mi proyecto ha consistido estas semanas en intentar repararla. No había planos y, a la vez que reorganizo las piezas de la máquina que se abollaron y que se desprendieron, he ido confeccionando unos planos que expliquen sus procedimientos. Estoy entrampado, eso sí, en una serie de contradicciones. Insisto, no sé qué hace la máquina, pero al ir observando su configuración he ido entendiendo que puede realizar cosas diversas, y me he sorprendido de que esas cosas diversas no guarden lógica en su eventual ocurrencia. Ahí hay algunas explicaciones que aún debo clarificar, pues me he confundido una y otra vez siendo testigo de ese desafío a la lógica. He pensado, a veces, que he tomado mal el camino de exploración de la máquina y, en otros momentos, he sospechado, incluso, que la máquina efectivamente puede desafiar el principio de no contradicción. Imagina. Ha sido un desafío tremendo. Sin embargo, he visualizado posibles efectos, insignificantes debo agregar. Algunas figuras tenues, como manchas informes, y constituidas de una materia indescriptible para mí han aparecido en el subterráneo luego de algunos procesos. Ha habido belleza en tales figuras, pero nada en ellas ha ocurrido. Su constitución ha sido en vano de momento.
Creo, eso sí, que si logro avanzar un poco más en su reparación, podré entender su lógica y, luego, con eso, completar los planos que, a su vez, me permitirán reparar la máquina y hacerla funcionar. De momento, me he perdido varias veces en el camino, pero luego recupero la vía correcta, creo, y avanzo. Luego, vuelvo a perderme y me quedo entrampado dos o tres días en un problema que dentro de la totalidad es minúsculo, pero que propicia una reflexión gigantesca. Lo gratificante, sin embargo, es que, con el paso de los días, la máquina parece ir tomando forma. Pero surgen nuevos desafío a cada instante, y nuevamente el principio de no contradicción es el primero que parece que va a ser vulnerado si sigo avanzando. Pero cómo creer en eso. Así, he tenido que intuir si la acción parcial de tal mecanismo busca hacer aquello o lo opuesto de aquello, porque la realización de ambos aparentemente no sería posible. A veces he tomado una decisión y luego he tenido que volver atrás y recuperar la decisión descartada. Otras veces he tenido que volver atrás por segunda vez y rescatar la decisión que tomé primero y que luego descarté para avanzar por el mismo camino que originalmente había elegido. Así, a veces veo que múltiples caminos son posibles simultáneamente y me desconcierto, pero luego resuelvo la contradicción descubriendo algo que antes no había visto. Entonces se esfuma el problema y se recupera la lógica. Pero avanzo y vuelvo a caer en problemas similares.
Siento que mi explicación no puede expresar lo confundido, pero también cautivado, que he estado con este juego. Tal vez cuando finalice los planos, los que ya se encuentran medianamente avanzados, lograré ver con claridad en qué me estoy equivocando y tomar el camino correcto en su reparación. Muy probablemente antes de viajar a Bolivia a visitarte, hermana querida, a jugar ese otro juego de desciframiento del universo, pueda concluir éste y el conocimiento de su función deje de ser insondable para mí.
Con un amor infinito como el tamaño del cosmos, Antón Andrade.
Moscú
24 de octubre de 2017