Era el cumpleaños de la infanta. Cumplía doce años, ni más ni menos, y lucía el sol resplandeciente en los jardines de palacio.
Aunque era princesa real e infanta de España, sólo tenía un cumpleaños al año, exactamente igual que los hijos de la gente más pobre, así que era, naturalmente, un asunto de gran importancia para todo el reino que tuviera ella un día muy hermoso en tal ocasión. Y ciertamente hacía un día hermoso. Los esbeltos tulipanes rayados se erguían en sus tallos, como largas filas de soldados, y miraban desafiantes a través del césped a las rosas, y les decían:
—Somos ahora igual de espléndidos que vosotras.
Las mariposas púrpura revoloteaban alrededor, con polvo de oro en las alas, haciendo una visita a cada flor una tras otra; las lagartijas salían arrastrándose de las hendiduras del muro y se tumbaban a tomar el sol a plena luz blanca deslumbradora; y las granadas se abrían y estallaban por el calor, y mostraban sus rojos corazones sangrantes. Hasta los limones amarillo pálido, que colgaban con tal profusión de las espalderas casi desmoradas y a lo largo de las arcadas sombrías, parecía que habían tomado un color más intenso de la maravillosa luz del sol, y los magnolios abrían sus grandes flores semejantes a globos de marfil macizo, y llenaban el aire de una densa fragancia dulzona.
La princesita paseaba arriba y abajo por la terraza con sus compañeros, y jugaba al escondite alrededor de los jarrones de piedra y de las viejas estatuas cubiertas de musgo. En días ordinarios sólo le estaba permitido jugar con niños de su propio rango, así que siempre tenía que jugar sola, pero su cumpleaños era una excepción, y el rey había dado órdenes para que pudiera invitar a cualquiera de sus amiguitos que tuviera a bien que fueran a divertirse con ella. Había una gracia majestuosa en los suaves movimientos de aquellos esbeltos niños españoles; los muchachos, con sus sombreros de gran airón y sus capas cortas revoloteantes; las niñas, recogiéndose la cola de sus largos vestidos de brocado y protegiéndose los ojos del sol con enormes abanicos negro y plata. Pero la infanta era la más grácil de todos y la que iba ataviada con más gusto, según la moda algo recargada de aquella época. Su vestido era de raso gris, con la falda y las anchas mangas abullonadas bordadas en plata, y el rígido corselete guarnecido de hileras de perlas finas. Dos chapines diminutos con grandes escarapelas color de rosa le asomaban debajo del vestido al andar. Rosa y perla era su gran abanico de gasa, y en los cabellos, que como una aureola de oro desvaído brotaban espesos en torno a su carita pálida, llevaba una hermosa rosa blanca.
Desde una ventana del palacio el triste rey melancólico les contemplaba. En pie, detrás de él, estaba su hermano, don Pedro de Aragón, a quien el rey odiaba, y sentado a su lado estaba su confesor, el Gran Inquisidor de Granada. Más triste aún que de costumbre estaba el rey, pues cuando miraba a la infanta haciendo reverencias con gravedad infantil a los cortesanos allí reunidos, o riéndose detrás de su abanico de la severa duquesa de Alburquerque, que la acompañaba siempre, le venía al pensamiento la joven reina, su madre, que hacía tan sólo poco tiempo —así le parecía a él— había llegado de la alegre Francia, y se había marchitado en el sombrío esplendor de la corte española, muriendo seis meses justos después del nacimiento de su hija, y antes de haber visto florecer dos veces los almendros del vergel o de haber recogido el segundo año el fruto de la vieja higuera retorcida que crecía en el centro del patio, cubierto ahora de maleza. Tan grande había sido su amor por ella, que no había soportado que ni siquiera la tumba se la ocultara. Había sido embalsamada por un médico moro, a pesar de que le había condenado ya, se decía, el Santo Oficio por herejía y por la sospecha de que practicaba la magia. Y el cuerpo de la reina todavía yacía en su catafalco montado sobre tapices, en la capilla de mármol negro de palacio, exactamente igual que como lo habían dejado allí los monjes aquel día ventoso de marzo, hacía casi doce años. Una vez al mes entraba el rey, embozado en un manto oscuro y con una linterna sorda en la mano, y se arrodillaba junto a ella, llamándola a gritos:
—¡Mi reina! ¡Mi reina!1.
Y, a veces, rompiendo el protocolo que gobierna en España todos los actos particulares de la vida y pone límites incluso al sufrimiento de un rey, estrechaba las lívidas manos enjoyadas con una agonía irreprimida de dolor, e intentaba despertar a fuerza de besos enloquecidos el frío rostro maquillado.
Ese día le parecía que volvía a verla, como la había visto por vez primera en el castillo de Fontainebleau, cuando sólo contaba él quince años y ella era aún más joven. Habían sido formalmente desposados por el nuncio papal en presencia del rey de Francia y de toda la corte, y él había regresado a El Escorial, llevando consigo un pequeño bucle de cabellos dorados y el recuerdo de dos labios infantiles inclinados para besarle la mano cuando montaba él en su carroza. Después había seguido la boda, celebrada apresuradamente en Burgos, una pequeña ciudad situada en la frontera entre los dos países2, y la gran entrada pública en Madrid con la celebración acostumbrada de una Misa Mayor en la iglesia de Atocha, y un auto de fe más solemne que lo acostumbrado, en el que se había entregado al brazo secular casi trescientos herejes, entre los que se contaba un buen número de ingleses, para que los quemara en la hoguera.
Verdaderamente la había amado con locura, para ruina —pensaban muchos— de su país, que estaba entonces en guerra con Inglaterra por el dominio del Nuevo Mundo. Apenas le habían permitido que se apartara un momento de su vista; por ella había olvidado, o parecía haber olvidado, todos los graves asuntos de Estado; y, con la terrible ceguera que la pasión acarrea a sus esclavos, no se había dado cuenta de que las complicadas ceremonias con las que procuraba complacerla no hacían sino agravar el extraño mal que la aquejaba. Cuando ella murió, él estuvo por un tiempo como si hubiera perdido la razón. En verdad, no cabe duda alguna de que hubiera abdicado solemnemente y se hubiera retirado al monasterio trapense de Granada, del que era ya prior titular, si no hubiera temido dejar a la pequeña infanta a merced de su hermano, cuya crueldad era notoria incluso en un país como España, y que muchos sospechaban que había causado la muerte de la reina, por medio de un par de guantes emponzoñados que le había ofrecido como regalo cuando visitó su castillo de Aragón. Incluso después de que expiraron los tres años de luto oficial que había ordenado por edicto real a lo ancho y a lo largo de todos sus dominios, no permitió nunca que sus ministros hablaran de una nueva alianza; y cuando el emperador mismo le envió a su sobrina, la hermosa archiduquesa de Bohemia, y le ofreció su mano en matrimonio, rogó a los embajadores que dijeran a su señor que el rey de España estaba ya desposado con la aflicción, y que aunque era ésta una esposa estéril, la amaba más que a la hermosura; una respuesta que costó a su corona las ricas provincias de los Países Bajos, que pocos después, a instigación del emperador, se alzaron contra él bajo el liderazgo de algunos fanáticos de la Iglesia reformada.
Toda su vida matrimonial, con sus intensas alegrías apasionadas y la terrible agonía de su final repentino, parecía volver a él en este día, mientras contemplaba a la infanta, que jugaba en la terraza. Tenía toda la bonita petulancia de modales de la reina, el mismo modo voluntarioso de mover la cabeza, la misma bella boca de altivas curvas, la misma sonrisa maravillosa —vrai sourire de France3, en verdad—, al alzar la mirada de vez en cuando a la ventana, o cuando tendía su pequeña mano para que se la besaran los majestuosos hidalgos españoles.
Pero la risa aguda de los niños hería los oídos del rey, y el despiadado sol deslumbrador se mofaba de su dolor, y una fragancia densa de especias extrañas, especias tales como las que usan los embalsamadores, parecía viciar —¿o era su imaginación?— el aire limpio de la mañana. Ocultó su rostro entre las manos, y cuando la infanta levantó de nuevo la mirada se habían dejado caer los cortinajes, y el rey se había retirado.
Ella hizo un pequeño mohín4 de desencanto, y alzó los hombros. Bien podía haberse quedado con ella el día de su cumpleaños. ¿Qué importaban los estúpidos asuntos de Estado? ¿O había ido a aquella lóbrega capilla en la que ardían siempre cirios y donde nunca se le permitía a ella entrar? ¡Qué tonto era!, ¡cuando brillaba el sol tan resplandeciente, y todo el mundo era tan dichoso! Además, se perdería el simulacro de corrida de toros para la que ya estaba sonando la trompeta, por no decir nada de las marionetas y de las otras cosas maravillosas. Su tío y el Gran Inquisidor eran mucho más sensatos; habían salido a la terraza y le hacían bonitos cumplidos. Así que sacudió su linda cabeza y, tomando a don Pedro de la mano, descendió lentamente las gradas hacia un largo pabellón de seda púrpura que habían levantado al fondo del jardín, siguiendo los demás niños en orden estricto de precedencia, yendo primero los que tenían apellidos más largos.
Un cortejo de niños nobles, vestidos fantásticamente de toreros5, salió a su encuentro, y el joven conde de Tierra-Nueva, un muchacho de unos catorce años, de extraordinaria belleza, descubriéndose con toda la gracia de un hidalgo de cuna y grande de España, la condujo solemnemente a un pequeño sitial decorado en oro y marfil, colocado sobre un alto estrado que dominaba el ruedo. Las niñas se agruparon en derredor suyo, haciendo revolotear sus grandes abanicos y cuchicheando unas con otras, y don Pedro y el Gran Inquisidor se quedaron de pie y riendo a la entrada. Incluso la duquesa —la camarera mayor, como se la llamaba—, una mujer enjuta y de facciones duras, con gorguera amarilla, no se mostraba tan malhumorada como de costumbre, y algo parecido a una fría sonrisa vagaba en su rostro arrugado y contraía sus delgados labios descoloridos.
Era ciertamente una corrida maravillosa, y mucho más bonita, pensaba la infanta, que la corrida de verdad a la que la habían llevado en Sevilla con ocasión de la visita del duque de Parma a su padre. Algunos de los muchachos hacían cabriolas montados en caballos de juguete ricamente enjaezados, blandiendo largas picas anudadas con alegres caídas de cintas brillantes; les seguían otros a pie que movían sus capotes escarlata delante del toro y saltaban con ligereza la barrera cuando les embestía. Y en cuanto al toro mismo, era exactamente como un toro vivo, aunque estaba hecho sólo de mimbre y cuero tensado, y a veces insistiera en correr dando la vuelta al ruedo sobre las patas traseras, lo que jamás se le hubiera ocurrido hacer a ningún toro vivo. Se prestó espléndidamente a la lidia, también, y los niños se excitaron tanto que se pusieron de pie en los bancos, y agitando sus pañuelos de encaje gritaban: ¡Bravo toro! ¡Bravo toro!, con la misma seriedad que si hubieran sido personas adultas. Finalmente, sin embargo, después de una lidia prolongada durante la cual varios de los caballos de cartón fueron atravesados a cornadas y sus jinetes desmontados, el joven conde de Tierra-Nueva hizo humillar al toro y, habiendo obtenido permiso de la infanta para darle el golpe de gracia6, hundió su estoque de madera en el cuello del animal, con tal violencia que arrancó la cabeza de un tajo, y descubrió el rostro risueño del pequeño monsieur de Lorraine, hijo del embajador francés en Madrid.
Despejaron entonces el ruedo en medio de grandes aplausos, y los caballos de juguete muertos fueron retirados, arrastrados solemnemente por dos pajes moros con librea amarilla y negra, y después de un breve intermedio, durante el cual un acróbata francés hizo ejercicios en la cuerda floja, aparecieron unas marionetas italianas representando la tragedia semiclásica de Sofonisba en el escenario de un teatrillo que había sido construido con ese propósito. Actuaron tan bien, y sus gestos eran tan extremadamente naturales, que al final de la obra los ojos de la infanta estaban completamente empañados por las lágrimas. Realmente algunos de los niños lloraron de veras, y hubo que consolarles con dulces, y el mismo Gran Inquisidor estuvo tan afectado que no pudo por menos de decir a don Pedro que le parecía intolerable que cosas hechas simplemente de madera y de cera de colores, y movidas mecánicamente con alambres, fueran tan desgraciadas y tuvieran infortunios tan terribles.
Siguió un malabarista africano que llevaba una gran cesta plana cubierta con un paño rojo, y habiéndola colocado en el centro del redondel sacó del turbante una curiosa flauta de caña y se puso a tocarla. A los pocos instantes empezó a moverse el paño, y a medida que el sonido de la flauta se hacía más y más agudo, dos serpientes verde y oro sacaron sus extrañas cabezas de forma de cuña y se alzaron lentamente, balanceándose al ritmo de la música como se balancea una planta en el agua. Los niños, sin embargo, estaban bastante asustados de sus capuchas moteadas y sus lenguas de movimientos veloces como saetas, y estuvieron mucho más contentos cuando el malabarista hizo que brotara de la arena un naranjo diminuto y diera bonitas flores blancas y racimos de fruta de verdad; y cuando cogió el abanico de la hijita del marqués de Las Torres y lo convirtió en un pájaro azul que voló dando vueltas por el pabellón cantando, su delicia y su asombro no conocieron límites. También fue encantador el solemne minué bailado por los niños danzantes de la iglesia de Nuestra Señora del Pilar. La infanta no había visto nunca en su vida esta admirable ceremonia, que tiene lugar todos los años en mayo ante el altar mayor de la Virgen y en su honor; y en verdad ninguno de los miembros de la familia real española había vuelto a entrar en la gran basílica de Zaragoza desde que un sacerdote demente, que algunos suponían que había sido pagado por Isabel de Inglaterra, había intentado dar de comulgar con una forma envenenada al príncipe de Asturias. Así es que ella conocía sólo de oídas la «danza de Nuestra Señora», como se la llamaba, y ciertamente era un hermoso espectáculo. Los niños llevaban trajes de corte de terciopelo blanco, a la moda antigua, y sus curiosos tricornios iban ribeteados de plata y rematados por enormes airones de plumas de avestruz; y cuando se movían bajo la luz del sol se acentuaba aún más la blancura deslumbradora de sus trajes, en contraste con sus rostros morenos y sus cabellos negros. Todo el mundo quedó fascinado por la grave dignidad con que se movían siguiendo las intrincadas figuras de la danza y por la gracia minuciosa de sus lentos gestos y majestuosas reverencias, y cuando terminaron su actuación y se descubrieron quitándose los grandes sombreros con airones ante la infanta, ella correspondió con una gran gentileza a su pleitesía, e hizo voto de enviar un gran cirio de cera al altar de Nuestra Señora del Pilar, a cambio del placer que ella le había proporcionado.
Un grupo de hermosos egipcios —como se llamaba en aquellos tiempos a los gitanos— avanzó luego en el redondel y, sentándose en círculo con las piernas cruzadas, empezaron a tocar suavemente sus cítaras, moviendo el cuerpo a su ritmo y cantando en un murmullo a boca cerrada, casi para sus adentros, en notas graves, una melodía soñadora. Cuando vieron a don Pedro le miraron ceñudos, y algunos parecieron aterrorizados, pues hacía solamente unas semanas que había hecho ahorcar por hechicería a dos de su tribu en la plaza del mercado de Sevilla. Pero les encantó la bella infanta, que estaba inclinada hacia atrás y miraba por encima de su abanico con sus grandes ojos azules; y tuvieron la seguridad de que alguien tan hermoso como era ella no podría ser nunca cruel con nadie. Así es que siguieron tocando muy suavemente, rozando apenas las cuerdas de las cítaras con sus largas uñas puntiagudas, y empezaron a mover la cabeza de arriba abajo como si se estuvieran quedando dormidos. De pronto, con un grito tan agudo que se sobrecogieron todos los niños y don Pedro echó mano al pomo de ágata de su daga, se pusieron en pie de un salto y dieron vueltas locamente alrededor del recinto, haciendo sonar las panderetas y salmodiando una frenética canción de amor en su extraña lengua gutural. Luego, a una nueva señal, se lanzaron todos otra vez al suelo y se quedaron tendidos allí, completamente inmóviles, siendo el rasgueo apagado de las cítaras el único sonido que rompía el silencio. Después de haber hecho esto varias veces desaparecieron un momento, y volvieron llevando a un oso pardo peludo, que conducían con una cadena, y sobre los hombros, pequeños monos de Berbería. El oso se puso cabeza abajo con la mayor gravedad, y los monos de piel rugosa hicieron toda clase de juegos divertidos con dos chicos gitanos que parecían sus amos; se batieron con espadas diminutas, dispararon mosquetones e hicieron la instrucción exactamente igual que la propia guardia del rey. Los gitanos tuvieron realmente un gran éxito.
Pero la parte más divertida de todos los festejos de la mañana fue indudablemente el baile del enanito. Cuando entró en el redondel dando traspiés, contoneándose sobre sus piernas torcidas y meneando de un lado a otro su enorme cabeza deforme, los niños lanzaron un fuerte grito de complacencia, y la misma infanta se rió tanto que la camarera mayor se vio obligada a recordarle que aunque había muchos precedentes en España de que llorara la hija de un rey ante sus iguales, no había ninguno de que una princesa de sangre real se divirtiera en presencia de los que eran inferiores suyos en alcurnia. El enano, no obstante, era en realidad completamente irresistible, e incluso en la corte española, notable siempre por cultivar su pasión por lo horrible, nunca se había visto un pequeño monstruo tan fantástico. Era su primera aparición, además. Le habían descubierto sólo la víspera, corriendo salvaje por el bosque, dos nobles que cazaban a la sazón en una parte remota del gran bosque de alcornoques que circundaba la ciudad, y se lo habían llevado a palacio para dar una sorpresa a la infanta; alegrándose mucho su padre, que era un pobre carbonero, de librarse de un hijo tan feo y tan inútil. Quizá lo más divertido en él era su completa inconsciencia de su propio aspecto grotesco. Parecía en verdad absolutamente feliz y lleno de optimismo. Cuando los niños se reían, él se reía tan espontánea y alegremente como ellos, y al final de cada danza les hacía a cada uno la más divertida de las reverencias, sonriendo y saludándoles con la cabeza como si fuera realmente uno de ellos, y no un pequeño ser deforme que la naturaleza, con cierto sentido del humor, había producido para que se burlaran los demás. En cuanto a la infanta, le fascinaba absolutamente. No podía apartar los ojos de ella, y parecía bailar para ella sola; y cuando al final de la sesión, recordando ella cómo había visto a las grandes damas de la corte arrojar ramilletes de flores al famoso tenor italiano Caffarelli, a quien había enviado el Papa de su propia capilla a Madrid para que curara al rey de su melancolía con la dulzura de su voz, se desprendió del cabello la hermosa rosa blanca y, en parte por broma, en parte por hacer de rabiar a la camarera, se la arrojó a través del redondel con su sonrisa más dulce. Él lo tomó completamente en serio, y apretando la flor contra sus ásperos labios toscos se llevó la mano al corazón e hincó una rodilla en tierra, sonriendo en una mueca de oreja a oreja y chispeándole de placer los ojillos brillantes.
Esto hizo perder de tal modo la gravedad a la infanta, que siguió riéndose mucho tiempo después de que el enanito hubiera salido corriendo del redondel, y expresó a su tío el deseo de que se repitiera inmediatamente el baile. La camarera, no obstante, bajo pretexto de que el sol era demasiado fuerte, decidió que sería mejor que su alteza volviera sin demora al palacio, donde ya se le había preparado un maravilloso festín, que incluía una tarta de cumpleaños con sus iniciales grabadas por encima con almíbar de color y un hermoso banderín de plata ondeando en lo alto. La infanta se puso pues en pie con mucha dignidad y, habiendo ordenado que el enanito volviera a bailar para ella después de la hora de la siesta, y después de haber dado las gracias al joven conde de Tierra-Nueva por su encantadora recepción, volvió a sus aposentos, siguiéndola los niños en el mismo orden en el que habían entrado.
Ahora bien, cuando el enanito oyó que tenía que bailar por segunda vez en presencia de la infanta y por orden expresa suya, se puso tan orgulloso que salió corriendo al jardín, besando la rosa blanca en un absurdo arrebato de placer y haciendo los gestos de complacencia más toscos y desmañados.
Las flores estaban completamente indignadas de su atrevimiento a meterse en su hermoso hogar, y cuando le vieron hacer cabriolas arriba y abajo de los paseos y mover los brazos por encima de la cabeza de un modo tan ridículo, no pudieron contener por más tiempo sus sentimientos.
—Realmente es demasiado feo para que se le permita jugar en el mismo sitio en que estamos nosotros —exclamaron los tulipanes.
—Debiera beber jugo de adormideras y quedarse dormido durante mil años —dijeron los grandes lirios escarlata, y se pusieron acalorados y furiosos.
—¡Es un perfecto horror! —chilló el cactus—. ¡Mirad, es torcido y achaparrado, y tiene la cabeza completamente desproporcionada con las piernas! Realmente hace que se me pongan todos los pinchos de punta por el malhumor, y si se acerca a mí le pincharé con mis púas.
—Y de hecho ha cogido una de mis mejores flores —exclamó el rosal blanco—. Yo mismo se la di a la infanta esta mañana, de regalo de cumpleaños, y él se la ha robado.
Y se puso a gritar lo más alto que pudo:
—¡Ladrón, ladrón, ladrón!
Hasta los geranios rojos, que no solían darse importancia, y se sabía que tenían muchos parientes pobres, se enrollaron en un gesto de repugnancia al verle, y cuando las violetas hicieron mansamente la observación de que aunque ciertamente era en extremo vulgar, sin embargo, no podía remediarlo, replicaron, con toda justicia, que ese era su principal defecto, y que no había razón alguna por la que se debiera admirar a una persona porque fuera incurable; y, en verdad, entre las violetas mismas algunas tenían la sensación de que la fealdad del enanito era casi ostentosa, y que hubiera dado pruebas de mucho mejor gusto si hubiera tenido un aspecto triste, o al menos pensativo, en vez de ir dando saltos alegremente y agitándose con actitudes tan grotescas e insensatas.
En cuanto al viejo reloj de sol, que era un individuo extremadamente notable, y había dicho antaño la hora nada menos que al mismo emperador Carlos V, se quedó tan desconcertado con la aparición del enanito que casi se olvidó de señalar dos minutos enteros con su largo dedo de sombra, y no pudo por menos de decir al gran pavo real, blanco como la leche, que estaba tomando el sol en la balaustrada, que todo el mundo sabía que los hijos de los reyes eran reyes, y que los hijos de los carboneros eran carboneros, y que era absurdo pretender que no fuera así; una afirmación con la que estuvo completamente de acuerdo el pavo real, que gritó: «ciertamente, ciertamente», con una voz tan penetrante y áspera que las carpas que vivían en el cuenco de la fresca fuente chapoteante sacaron la cabeza del agua y preguntaron a los enormes tritones de piedra qué diablos ocurría.
Pero en cambio a los pájaros les gustaba. Le habían visto a menudo en el bosque, danzando como un duendecillo tras las hojas que el viento llevaba en remolino, o subido acurrucado en la concavidad de algún viejo roble, compartiendo las bellotas con las ardillas. No les importaba ni pizca que fuera feo. ¡Cómo!, el mismo ruiseñor, que cantaba tan melodiosamente por la noche en los naranjales que a veces la luna se inclinaba para escuchar, no era gran cosa a la vista, al fin y al cabo; y además, él había sido bueno con ellos, y durante aquel invierno terriblemente crudo, en que no había bayas en los arbustos y el suelo estaba tan duro como el hierro y los lobos habían bajado hasta las mismas puertas de la ciudad en busca de alimento, él no les había olvidado ni una sola vez, sino que por el contrario les había dado siempre migajas de su pequeño rebojo de pan negro, y había repartido con ellos el pobre desayuno que tuviera.
Así que volaban dando vueltas y más vueltas a su alrededor, rozándole la mejilla con las alas al pasar, y parloteaban unos con otros; y el enanito estaba tan complacido que no podía por menos de mostrarles la hermosa rosa blanca y de decirles que la infanta misma se la había dado porque le amaba.
Ellos no entendían una sola palabra de lo que él decía, pero eso no importaba, pues ladeaban la cabeza y tomaban el aire de sabios, lo que viene a valer tanto como entender una cosa, y es mucho más fácil.
También las lagartijas le tenían cariño, y cuando se cansó de correr y se tumbó en la hierba a descansar, jugaron y retozaron por encima de él, y trataron de divertirle del mejor modo que pudieron.
—Todo el mundo no puede ser tan guapo como una lagartija —exclamaban—, eso sería esperar demasiado. Y, aunque parezca absurdo decirlo, al fin y al cabo no es tan feo, con tal, claro está, de que uno cierre los ojos y no le mire.
Las lagartijas eran extremadamente filosóficas por naturaleza, y a menudo se quedaban sentadas todas juntas pensando durante horas y más horas, cuando no había nada más que hacer, o cuando el tiempo era demasiado lluvioso para salir.
Las flores, sin embargo, estaban excesivamente molestas por su comportamiento, y por el comportamiento de los pájaros.
—Esto muestra únicamente —decían— qué efecto tan vulgar tiene ese incesante moverse y volar precipitadamente. La gente bien educada siempre se queda exactamente en el mismo sitio, como hacemos nosotras. Nadie nos vio nunca saltando arriba y abajo por los paseos, ni galopando alocadamente por el césped persiguiendo a las libélulas. Cuando queremos cambiar de aires avisamos al jardinero y él nos lleva a otro parterre. Esto tiene dignidad, como debiera ser. Pero los pájaros y las lagartijas no tienen sentido de reposo y, en verdad, los pájaros ni siquiera tienen un domicilio permanente. Son meros vagabundos, como los gitanos, y debiera tratárselos exactamente de la misma manera.
Así es que irguieron la cabeza y tomaron aspecto altanero, y estuvieron encantadas cuando, después de un rato, vieron al enanito levantarse de la hierba y dirigirse al palacio atravesando la terraza.
—Ciertamente debieran encerrarle en casa durante el resto de sus días —dijeron—. ¡Mirad su joroba y sus piernas torcidas! —y empezaron a reírse con disimulo.
Pero el enanito no sabía nada de todo esto. Le gustaban muchísimo los pájaros y las lagartijas, y pensaba que las flores eran las cosas más maravillosas del mundo entero, a excepción naturalmente de la infanta, pero es que ella le había dado la bella rosa blanca y le amaba, y eso era muy diferente. ¡Cómo deseaba volver a estar con ella! Le haría ponerse a su derecha y le sonreiría, y él nunca se apartaría de su lado, sino que la tendría por compañera de juegos y le enseñaría toda clase de travesuras deliciosas. Pues, aun cuando él no había estado nunca antes en un palacio, sabía muchas cosas maravillosas. Sabía hacer jaulitas con juncos para que cantaran dentro los grillos y hacer con larga caña nudosa de bambú la flauta que le gusta oír al dios Pan. Conocía el grito de todas las aves, y podía llamar a los estorninos de la copa de los árboles y a la garza real de la laguna. Conocía el rastro de todos los animales, y podía rastrear a la liebre por sus huellas delicadas y al oso por las hojas holladas. Todas las danzas del viento las conocía: la danza con blancas guirnaldas de nieve en el invierno y la danza de las flores a través de los vergeles en primavera. Sabía dónde hacían el nido las palomas torcaces, y en una ocasión en que un cazador había cogido en una trampa a los padres, él mismo había criado a los pichones y había construido para ellos un pequeño palomar en la hendidura de un olmo desmochado. Eran completamente mansas y solían comer en su mano todas las mañanas. A ella le gustarían, y los conejos que corrían veloces en los largos helechos, y los arrendajos con sus plumas aceradas y su pico negro, y los erizos, que podían hacerse un ovillo convirtiéndose en una bola de púas, y las grandes tortugas sabias que iban arrastrándose lentamente, moviendo la cabeza a derecha y a izquierda y mordisqueando las hojas tiernas. Sí, ciertamente ella debía ir al bosque a jugar con él. Le daría su propia camita, y él vigilaría afuera al pie de la ventana hasta el amanecer, para ver que no le hicieran daño las reses bravas ni se deslizaran los lobos flacos acercándose demasiado a la cabaña. Y al alba daría unos golpecitos en las contraventanas y la despertaría, y saldrían a danzar juntos todo el día.
El bosque, en realidad, no era nada solitario. A veces lo atravesaba un obispo montado en su mula blanca, leyendo en un libro ilustrado con dibujos de colores. Otras veces pasaban los halconeros con su gorra de terciopelo verde y sus jubones de gamuza curtida, con halcones encapuchados al puño. En tiempo de la vendimia llegaban los que pisaban la uva, con manos y pies de púrpura, coronados de hiedra satinada y llevando pellejos de vino que goteaban; y los carboneros, que hacían carbón de leña, sentados alrededor de sus inmensas hogueras por la noche, vigilando cómo se carbonizaban los leños secos lentamente en el fuego, y asando castañas en las cenizas, y los ladrones salían de sus cuevas y pasaban buenos ratos con ellos. En una ocasión, también, había visto un hermoso cortejo serpenteando en la larga calzada polvorienta que iba a Toledo. Iban delante los monjes cantando dulcemente, y llevando pendones brillantes y cruces de oro, y luego, con armadura de plata, con mosquetones y picas, venían los soldados, y en medio de ellos caminaban tres hombres descalzos, con extrañas túnicas amarillas pintadas todo por encima con figuras maravillosas, y llevando cirios encendidos en la mano. Ciertamente había mucho que ver en el bosque; y cuando ella estuviera cansada encontraría para ella un suave terraplén cubierto de musgo, o la llevaría en brazos, pues él era muy fuerte, aunque sabía que no era alto. Le haría un collar de rojas bayas de brionia, que serían igual de bonitas que las bayas blancas que llevaba en el vestido, y cuando se cansara de ellas podría tirarlas, y él le encontraría otras. Le llevaría copas de bellota y anémonas empapadas de rocío y gusanos de luz diminutos para que fueran estrellas en el oro pálido de su cabello.
Pero ¿dónde estaba ella? Preguntó a la rosa blanca, y ésta no le respondió. Todo el palacio parecía dormido, e incluso donde no habían cerrado las contraventanas, habían corrido pesados cortinajes sobre las ventanas para que no entrara la luz deslumbradora. Dio vueltas todo alrededor buscando algún sitio por el que poder entrar, y al fin vio una pequeña puerta de servicio que estaba abierta. La atravesó cautelosamente, y se encontró en un salón espléndido, mucho más espléndido, se temía, que el bosque, pues había muchas más cosas doradas por todas partes, y hasta el suelo estaba hecho de grandes piedras de colores, dispuestas en una especie de dibujo geométrico. Pero la pequeña infanta no estaba allí; sólo había unas maravillosas estatuas blancas que le miraban desde sus pedestales de jaspe, con tristes ojos vacíos y labios que sonreían de modo extraño.
Al fondo del salón pendía un cortinaje de terciopelo negro ricamente bordado, recamado de soles y estrellas, los emblemas favoritos del rey, y bordados en su color preferido. ¿Quizá estaba ella escondida detrás? Probaría, de todos modos.
Así es que llegó hasta allí sigilosamente y descorrió el cortinaje. No, había sólo otra estancia, aunque más bonita, pensó, que la que acababa de dejar. Los muros estaban cubiertos con tapices de Arras, hechos a trabajo de aguja, con muchas figuras que representaban una cacería, obra de artistas flamencos que habían empleado más de siete años en su confección. Había sido antaño el aposento de Juan el Loco7, como llamaban a aquel rey demente, tan enamorado de la caza, que a menudo había intentado en su delirio montar en los enormes caballos encabritados y abatir al ciervo sobre el que estaban saltando los grandes podencos, haciendo sonar su cuerno de caza y clavándole la daga al pálido ciervo que huía. Se usaba ahora de sala del Consejo, y en la mesa del centro estaban las carpetas de los ministros, selladas con los tulipanes de oro de España y con las armas y emblemas de la casa de Habsburgo.
El enanito miraba asombrado todo a su alrededor, y estaba medio asustado de seguir. Los extraños jinetes silenciosos que galopaban tan velozmente por los largos claros sin hacer ruido le parecían como los terribles fantasmas de los que había oído hablar a los carboneros —los comprachos—, que cazan sólo de noche y que si encuentran a un hombre le convierten en ciervo, y le cazan. Pero pensó en la bonita infanta, y se armó de valor. Quería encontrarla sola y decirle que él también la amaba. Tal vez estaría en la sala contigua.
Corrió sobre las mullidas alfombras morunas y abrió la puerta. ¡No! No estaba allí tampoco. La estancia estaba completamente vacía.
Era el salón del trono, que servía para la recepción de embajadores extranjeros, cuando el rey, cosa que no ocurría con frecuencia últimamente, accedía a concederles una audiencia personal; la misma estancia en que, muchos años antes, se habían presentado legados venidos de Inglaterra para hacer los acuerdos concernientes a las nupcias de su reina, entonces una de las soberanas católicas de Europa, con el hijo primogénito del emperador. Las colgaduras eran de cordobán trabajado en oro, y una pesada araña sobredorada con brazos para trescientas velas colgaba del techo blanco y negro. Bajo un gran dosel de tejido de oro, en el que estaban bordados en aljófares los castillos y leones de Castilla, estaba el trono mismo, cubierto con un rico dosel de terciopelo negro recamado de tulipanes de plata y orlado con una complicada cenefa de plata y perlas. En la segunda grada del trono estaba colocado el escabel de la infanta, con su cojín forrado de tisú de plata y, por debajo de éste y fuera del dosel, estaba el asiento del nuncio del Papa, el único que tenía derecho a sentarse en presencia del rey con ocasión de ceremonias públicas, y cuyo capelo cardenalicio estaba colocado delante, en un taburete8 de púrpura, con su maraña de borlas escarlata. En el muro, frente al trono, colgaba un retrato de tamaño natural de Carlos V en traje de caza, con un gran mastín a su lado, y un retrato de Felipe II recibiendo el homenaje de los Países Bajos ocupaba el centro de otro de los muros. Entre las ventanas había un bargueño de negro ébano, con incrustaciones de placas de marfil, en las que estaban grabadas las figuras de La danza de la muerte, de Holbein —de mano, se decía, del famoso maestro mismo.
Pero al enanito no le interesaba nada toda esta magnificencia. Él no hubiera dado su rosa por todas las perlas del dosel, ni un solo pétalo blanco de su rosa por el trono mismo. Lo que él quería era ver a la infanta antes de que bajase al pabellón y decirle que se fuera con él cuando hubiera terminado su baile. Aquí, en el palacio, el aire era denso y pesado, pero en el bosque el viento soplaba libre, y el sol apartaba con manos errantes de oro las hojas trémulas. Había flores también en el bosque, no tan espléndidas acaso como las flores del jardín, pero más dulcemente perfumadas, en cambio: jacintos al comienzo de la primavera, que inundaban de púrpura ondulate las frescas cañadas y los oteros cubiertos de hierba, velloritas amarillas, que se apretaban en pequeños ramilletes alrededor de las raíces retorcidas de los robles, brillante celidonia, y verónica azul, e iris color lila y oro. Había amentos grises sobre los avellanos, y las dedaleras azules se inclinaban por el peso de sus corolas moteadas llenas de abejas. El castaño tenía sus capiteles de estrellas blancas, y el espino sus pálidas lunas de belleza. ¡Sí, seguro que ella iría, con tal de que pudiera encontrarla! Iría con él al hermoso bosque, y todo el día bailaría él para delicia suya. Una sonrisa le iluminó los ojos al pensar en ello, y pasó al salón siguiente.
De todas las estancias ésta era la más radiante y la más hermosa. Los muros estaban cubiertos de damasco de Lucca estampado en tono rosa con un diseño de pájaros y salpicado de delicadas flores de plata, los muebles eran de plata maciza, festoneada con guirnaldas de flores y Cupidos meciéndose; delante de las dos grandes chimeneas había magníficos guardafuegos con loros y pavos reales bordados, y el suelo, que era de ónice verde mar, parecía extenderse a lo lejos en la distancia. No estaba él solo. De pie, bajo la sombra del quicio de la puerta, al fondo de la habitación, vio una pequeña figura que le estaba mirando. Su corazón tembló, un grito de alegría se escapó de sus labios, y se movió, poniéndose en la zona iluminada por los rayos del sol. Al hacerlo, la figura se movió también y la vio claramente.
¡Sí, sí, la infanta! Era un monstruo, el monstruo más grotesco que había visto él en su vida. Sin forma apropiada, como la de las demás personas, sino jorobado y de piernas torcidas, con una enorme cabeza que colgaba y crines de pelo negro. El enanito frunció el ceño, y el monstruo lo frunció también. Se rió, y rió con él, y se puso en jarras exactamente como él lo estaba haciendo. Le hizo una inclinación burlesca, le devolvió una profunda reverencia. Fue hacia él, y vino a su encuentro, copiando cada paso que daba, y parándose cuando se paraba él. Gritó divertido, y echó a correr hacia adelante, y extendió la mano, y la mano del monstruo tocó la suya, y estaba tan fría como el hielo. Le entró miedo, e hizo un movimiento con la mano, y la mano del monstruo lo siguió rápidamente. Trató de empujarlo, pero algo liso y duro le detuvo. La cara del monstruo estaba ahora pegada a la suya y parecía llena de terror. Se apartó el pelo de los ojos. Le imitó. Lo golpeó, y le devolvió golpe por golpe. Le dio muestras de que lo abominaba, y le hizo a él horribles muecas. Se echó hacia atrás y el monstruo retrocedió.
¿Qué era aquello? Reflexionó un momento y miró en derredor suyo el resto del salón. Era extraño, pero parecía que todo tenía su doble en ese muro invisible de agua clara. Sí, cuadro por cuadro estaba repetido, y sofá por sofá. El fauno dormido que yacía en su hornacina junto al umbral de la puerta tenía su hermano gemelo que dormitaba, y la Venus de plata iluminada por la luz del sol tendía los brazos a una Venus tan hermosa como ella misma.
¿Era el eco? Él le había llamado una vez en el valle, y le había contestado palabra por palabra. ¿Podría hacer burla a los ojos lo mismo que hacía burla a la voz? ¿Podría hacer un mundo de imitación exactamente igual al mundo real? ¿Podría tener color y vida y movimiento la sombra de las cosas? ¿Podría ser que...?
Se sobresaltó, y sacando del pecho la hermosa rosa blanca se dio la vuelta y la besó. ¡El monstruo tenía una rosa suya, igual, pétalo a pétalo! La besaba con besos parecidos y la apretaba contra el corazón con gestos horribles.
Cuando la verdad se hizo luz en él, dio un grito salvaje de desesperación y cayó al suelo sollozando. ¡Así que era él el deforme y jorobado, insoportable a la vista y grotesco! Él mismo era el monstruo, y era de él de quien todos los niños se habían estado riendo; y la princesita que él había creído que le amaba, también ella había estado simplemente burlándose de su fealdad y regocijándose por sus miembros torcidos. ¿Por qué no le habían dejado en el bosque donde no había espejos que le dijeran lo repugnante que era? ¿Por qué no le había matado su padre antes que venderle para vergüenza suya? Lágrimas abrasadoras rodaron por sus mejillas, e hizo pedazos la rosa blanca. El monstruo tumbado en el suelo hizo lo mismo y diseminó en el aire los delicados pétalos. Se arrastró por el suelo, y, cuando el enanito lo miró, se le quedó mirando con una cara contraída por el dolor. Se apartó arrastrándose para no verlo, y se cubrió los ojos con las manos. Avanzó a rastras, como una criatura herida, hasta la sombra, y se quedó allí tendido gimiendo.
Y en ese momento entró la propia infanta con sus compañeros por la puerta-ventana abierta, y cuando vieron al feo enanito tendido en el suelo y golpeándolo con los puños cerrados, del modo más fantástico y exagerado, estallaron en alegres carcajadas, y rodeándole se le quedaron mirando.
—Su baile era divertido —dijo la infanta—; pero su manera de actuar es más divertida aún. Verdaderamente es casi tan bueno como las marionetas, sólo que, desde luego, no es tan natural.
E hizo revolotear su abanico y aplaudió.
Pero el enanito no alzaba nunca la vista, y sus sollozos iban siendo cada vez más débiles y, de pronto, dio una curiosa boqueada y se apretó el costado. Y volvió a caer hacia atrás y se quedó completamente inmóvil.
—¡Eso es magnífico! —dijo la infanta, después de una pausa—; pero ahora tienes que bailar para mí.
—Sí —gritaron todos los niños—, tienes que levantarte y bailar, pues eres tan hábil como los monos de Berbería, y mucho más ridículo.
Pero el enanito no se movía.
Y la infanta golpeó el suelo con el pie, y llamó a su tío, que estaba paseando en la terraza con el chambelán, y leía unos despachos que acababan de llegar de México, donde se había establecido recientemente el Santo Oficio.
—Mi divertido enanito está mohíno —exclamó—, tenéis que despertarle y decirle que baile para mí.
Cruzaron una sonrisa, y entraron con calma, y don Pedro se inclinó y dio un golpecito al enano en la mejilla con su guante bordado.
—Tienes que bailar —dijo—, pequeño monstruo9.Tienes que bailar. La infanta de España y de las Indias desea que se la divierta.
Pero el enanito no se movió a pesar de todo.
—Debieran llamar al encargado de los azotes —dijo con talante molesto.
Y se volvió a la terraza.
Pero el chambelán tomó un aire grave, y se arrodilló junto al enanito y le puso la mano sobre el corazón. Y después de unos instantes se encogió de hombros y se levantó, y habiendo hecho una profunda reverencia a la infanta, dijo:
—Mi bella princesa, vuestro divertido enanito nunca volverá a bailar. Es lástima, pues es tan feo que puede que hubiera hecho sonreír al rey.
—¿Pero por qué no volverá a bailar? —preguntó la infanta, riendo.
—Porque se le ha roto el corazón —respondió el chambelán.
Y la infanta frunció el ceño, y sus delicados labios de hoja de rosa se curvaron en un bonito gesto de desdén.
—En el futuro, que los que vengan a jugar conmigo no tengan corazón —exclamó.
Y salió corriendo al jardín.