RELATO DEL PAPA GREGORIO IX

HE AQUÍ el mar devorador, que parece inocente y azul. Sus pliegues son suaves y está bordado de blanco, como un ropaje divino. Es un cielo líquido y sus astros viven. Medito acerca de él, de ese trono de peñascos al que hice que me trajeran fuera de mi litera. Verdaderamente está en medio de las tierras de la cristiandad. Recibe el agua sagrada en que el Anunciador lavó el pecado. En sus orillas se inclinaron todas las santas figuras, y balanceó sus imágenes transparentes. Gran ungimiento misterioso, que no tiene flujo ni reflujo, cuna de azur, insertado en el anillo terrestre como un joyel fluido, yo te interrogo con mis ojos. ¡Oh, mar Mediterráneo, tráeme a mis niños! ¿Por qué los has tomado?

No los conocí. Mi vejez no se vio acariciada por sus alientos frescos. No vinieron a suplicarme con sus tiernas bocas entreabiertas. Solos, como pequeños vagabundos, llenos de una fe furiosa y ciega, se lanzaron hacia la tierra prometida y fueron aniquilados. Desde Alemania y Flandes, y desde Francia y Saboya y la Lombardía, llegaron a tus orillas pérfidas, mar santo, murmurando indistintas palabras de adoración. Fueron hasta la ciudad de Marsella; fueron hasta la ciudad de Génova. Y los llevaste en naves sobre tu gran espalda coronada de espuma, y regresaste y alargaste hacia ellos tus brazos glaucos, y tú los protegiste. Y a los otros, tú los traicionaste, llevándolos hasta los infieles, y ahora suspiran en los palacios de Oriente, cautivos de los adoradores de Mahoma.

En otros tiempos un orgulloso rey de Asia te hizo llenar de azotes y cargar de cadenas. ¡Oh, mar Mediterráneo!, ¿quién te perdonará? Eres tristemente culpable. A ti te acuso, a ti solo, falsamente límpido y claro, malvado espejismo del cielo; apelo a ti en justicia ante el trono del Altísimo, de quien vienen todas las cosas creadas. Mar consagrado, ¿qué hiciste de nuestros niños? Eleva hacia Él tu faz cerúlea; tiende hacia Él tus dedos trémulos de burbujas; agita tu innombrable risa purpurada; haz que hable tu murmullo, y ríndele cuentas.

Mudo de todas tus bocas blancas que vienen a morir a mis plantas sobre la playa, nada dices. En mi palacio de Roma hay una antigua celda deslucida, que la edad ha hecho candorosa como un alba. El pontífice Inocencio tenía la costumbre de retirarse a ella. Se pretende que en ella meditó por largo tiempo sobre los niños y su fe, y que pidió al Señor una señal. Aquí, desde lo alto del trono de rocas, en el aire libre, declaro que ese pontífice Inocencio tenía también él una fe de niño, y que sacudió en vano sus cabellos fatigados. Soy mucho más viejo que Inocencio; soy el más viejo de todos los vicarios que el Señor ha colocado aquí abajo, y empiezo apenas a comprender. Dios ya no se manifiesta. ¿Asistió realmente a su hijo en el Jardín de los Olivos? ¿No lo abandonó en su angustia suprema? ¡Oh, locura pueril la de invocar su socorro! Todo mal y toda prueba sólo reside en nosotros mismos. Tiene confianza perfecta en la obra amasada por sus manos. Y tú has traicionado su confianza. Mar divino, no te asombre mi lenguaje. Todas las cosas son iguales ante el Señor. La soberbia razón de los hombres no vale más ante el infinito que el pequeño ojo radiante de uno de tus animales. Dios concede la misma parte al grano de arena y al emperador. El oro madura en la mina tan impecablemente como el monje reflexiona en el monasterio. Las partes del mundo son igualmente culpables unas y otras, cuando no siguen las líneas de la bondad; pues proceden de Él. No hay a sus ojos ni piedras, ni plantas, ni animales, ni hombres, sino criaturas. Veo todas esas cabezas plateadas que se sacuden por encima de tus olas, y que se apoyan en tus aguas; no brotan más que un segundo bajo la luz del sol, y pueden ser condenadas o elegidas. La extremada vejez instruye al orgullo e ilumina la religión. Tengo tanta piedad por esta concha de nácar como por mí mismo.

Por ello te acuso, mar devorador, de que te has engullido a mis pequeños. Acuérdate del rey asiático que te castigó. Pero él no era un rey centenario. No había sufrido a lo largo de tantos años. No podía comprender las cosas del universo. Yo no te castigaré. Ya que mi queja y tu murmullo morirán al mismo tiempo a los pies del Altísimo, como el rumor de tus gotas viene a morir a mis pies. ¡Oh, mar Mediterráneo!, te perdono y te absuelvo. Te doy la sagrada absolución. Ve y no peques más. Soy culpable como tú de faltas que desconozco. Tú te confiesas incesantemente sobre la playa con tus mil labios gimientes, y yo me confieso ante ti, gran mar sagrado, con mis labios marchitos. Nos confesamos el uno al otro. Absuélveme y yo te absolveré. Regresemos a la ignorancia y el candor. Así sea.

¿Qué haré sobre la tierra? Habrá un monumento expiatorio, un monumento para la fe que desconozco. Las edades que vendrán habrán de conocer nuestra piedad, y no desesperar. Dios atrajo a los pequeños niños cruzados, por el santo pecado del mar; murieron siendo inocentes; los cuerpos de los inocentes alcanzarán su asilo. Siete naves se hundieron en el arrecife de Reclus; construiré sobre esta isla una iglesia de los Nuevos Inocentes e instituiré doce prebendas. Y tú me devolverás los cuerpos de mis niños, mar inocente y consagrado; tú los llevarás hacia las playas de la isla, y los presenteros los depositarán en las criptas del templo, y ahí abajo alumbrarán eternas lámparas de santos óleos y mostrarán a los viajeros piadosos todas esas pequeñas osamentas blancas desplegadas en la noche.