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Algunas horas más tarde ha llegado el momento de acudir a la comida con Gonzalo y dejar la mesa libre. Un ventanal del Pepe Botella es una pieza cotizada, así que alguien la ocupa de inmediato en cuanto Abel paga el café, añade la propina de rigor y se despide de Arancha, que le responde con un «Que tengas un buen día» más animoso de lo habitual.

La cita es muy cerca, en El Chaparro, su restaurante de siempre, y en cinco minutos está entrando en el comedor, donde ya lo espera Gonzalo. No hay nadie más pero el televisor clama a todo volumen.

Gonzalo está atento a la pantalla y tarda en darse cuenta de su presencia. Cuando lo ve, se levanta precipitadamente, reacciona con una sonrisa algo forzada mientras le da dos besos y señala al televisor, donde siguen el juicio a un grupo de empresarios marrulleros, sentados en el banquillo. Acto seguido aparecen los mismos personajes en imágenes de archivo, presidiendo alguna asamblea de accionistas. Tipos que se mueven con aplomo.

—Nuestros ciudadanos ejemplares —dice mientras se sienta frente a su hijo.

—Los que nos pedían que nos apretáramos el cinturón.

Abel repara en que en la mesa hay una cerveza a medio terminar y cuatro o cinco bolas de miga de pan.

—Imagino que no me has llamado para ponerme al corriente sobre la ética de nuestros grandes empresarios.

—No, claro —sonríe Gonzalo—, son buenas noticias. Si te parece, pedimos y te cuento. Y déjame que esta vez invite yo.

Abel echa un vistazo rápido a la carta que el camarero de costumbre acaba de dejar en sus manos.

—Comeremos lo de siempre, así que nos podemos ahorrar los preámbulos: croquetas, alitas de pollo y champiñón al ajillo.

—¿Y para beber? —pregunta el camarero casi por cubrir el expediente.

—Dos Mahous muy frías —decide Gonzalo.

El camarero vuelve a la barra y Abel observa atentamente a su hijo. Todavía le sorprende que ese muchacho corpulento, de frente despejada y expresión inocente tenga algo que ver con él, más bien flaco, nervudo y lleno de resabios. Tampoco sus miradas se parecen. Los ojos de Gonzalo son de un verde impreciso, limpios y reflexivos. Como los de su madre. Los de Abel son oscuros y, pese al desgaste de los años, mantienen el hábito de escudriñar a quien se ponga delante. Como en ese preciso momento.

—¿Y bien?

—Hay dos novedades. —Gonzalo evita su mirada—. Una te incumbe directamente y la otra es que he recibido una oferta de trabajo.

Abel reordena sus cubiertos.

—Para empezar, no quiero que te lo tomes a mal —prosigue Gonzalo.

—No me vuelvas loco. Has dicho que eran buenas noticias.

El camarero llega con las cervezas y Gonzalo espera a que se vaya.

—El jueves estuve en el periódico y pillé al vuelo una conversación entre Marcos Jiménez, el nuevo redactor jefe de Internacional, y Catarina Chagas, una portuguesa que hace colaboraciones. Ella estaba proponiendo un reportaje sobre La Raya en la zona de Badajoz y salió a colación el asesinato del general Humberto Delgado. Lo que pasó realmente.

—¿Lo que pasó realmente? —En boca de Abel, la pregunta suena mordaz.

—Les dije que habías trabajado a fondo en el caso, que en Lisboa cubriste el juicio a los asesinos y tienes mucha información. Supuse que tratándose de un crimen cometido en España en pleno franquismo te gustaría participar.

Abel echa su primer trago.

—Es un asunto muy trillado. Y creo que a los lectores no les va a interesar lo más mínimo algo que sucedió en los años sesenta.

Gonzalo tuerce el gesto.

—A Marcos le gustó la idea. Dijo que un crimen político sin aclarar nunca pasa de moda.

—No creo que pueda aportar nada nuevo a estas alturas.

—¡¡Venga, papá!! Siempre has dicho que quedaron infinidad de cabos sueltos. Puede que sea el momento de despejar dudas. Ahora es más fácil consultar los archivos.

—No estoy seguro. Con la Ley de Secretos Oficiales han conseguido blindar el pasado. De momento, la mayoría de los documentos siguen clasificados. Y en eso parece que todos los grandes partidos están de acuerdo.

—Al menos podrías intentarlo —continúa Gonzalo visiblemente incómodo—, sería más útil que esos artículos que ni siquiera te molestas en publicar en Internet. Intento sacarte de tu encierro, pero empieza a ser un poco frustrante.

Abel vuelve a juguetear con los cubiertos y tarda en romper su silencio:

—¿En qué quedó la conversación?

—Marcos me aseguró que estaría encantado de que te implicaras, que eres una leyenda en el periódico. Te puso por las nubes.

—Sus jefes también, para que me hiciera más daño al caer. ¿Y ella qué dijo?

—A Catarina se le iluminó la cara, me dijo que le gustaría hablar contigo. Es lista. Seguro que te cae bien. Tiene mi edad, y de niña también vivió en Lisboa. Ya hemos compartido recuerdos de aquellos años. Su familia lo pasó muy mal con Salazar, su abuelo murió en la cárcel y a su padre lo detuvieron varias veces. Enseñaba Historia en la Universidad de Lisboa. Murió hace pocos años y Catarina dice que se llevó muchos secretos a la tumba.

—¿Qué hace en el periódico?

—Un blog de fotografía. Tiene un montón de seguidores en la edición digital.

Abel arquea las cejas.

—¿Un blog de fotografía?

—Hace fotos de las frases que ve en la calle, pintadas y carteles de todo tipo sobre temas de actualidad. Lo ha titulado «Señales de vida inteligente». Catarina tiene un sentido del humor especial. Os entenderíais.

A Abel se le viene a la cabeza la pintada que ha visto al salir de casa, pero cambia de tercio.

—Te veo muy interesado por la fotógrafa.

Gonzalo esquiva la mirada de su padre.

—No es el mejor momento. De eso también quería hablarte, pero antes prométeme que te pensarás lo de Humberto Delgado.

El camarero llega con las fuentes y Abel parece aliviado por no tener que contestar mientras hace sitio a las raciones y comienza por servirse una croqueta. Está muy caliente y la deja enfriar en el plato.

—¿Y qué es lo otro?

Gonzalo trocea una alita de pollo con los dedos.

—Tengo una oferta muy interesante como asesor económico de una oenegé. Estaré un par de meses a prueba, pero ofrecen un buen sueldo, un contrato de dos años prorrogables y la posibilidad de viajar. No puedo rechazarla.

—¿Por qué ibas a rechazarla?

—Es en Mozambique y apenas podré venir. La oenegé está en Maputo y me tocará viajar por todo el país, negociar con las autoridades locales y conseguir financiación para los proyectos. Necesitan a alguien que hable portugués, y me parece un momento perfecto para cambiar de aires.

—Suena interesante. —Abel trata de que su voz no lo delate—. Al final, los años en Lisboa te van a servir de algo.

Con un nudo en la garganta, echa un nuevo trago y aguanta la mirada de Gonzalo. Y sus recuerdos parecen llevarlo a esa azotea desde la que podían ver los barcos entrando en el estuario del Tajo, los tejados escalonados hacia el río y el brillo especial de aquella ciudad que había soltado el lastre de una dictadura interminable.

—¿Recuerdas la casa del Largo das Portas do Sol?

—¿Cómo no la voy a recordar? Siempre estaba llena de gente hablando a voz en grito. Y recuerdo que mamá y tú me mandabais a jugar a la plaza para que os dejara dormir la siesta. Muy a menudo, por cierto.

—La última vez que fui a Lisboa, hace seis años, me acerqué al barrio y me pareció que la casa estaba radiante. Habían restaurado la fachada y los azulejos habían recuperado sus tonos originales. —Abel toquetea la croqueta—. Estuve a punto de preguntar si quedaba algún piso libre, pero el barrio se ha puesto muy caro y las vistas ya no son las mismas. En el muelle atracan cruceros de cuatro pisos y los turistas se acercan al mirador de Santa Lucía como si fueran de peregrinación.

Gonzalo lo observa pensativo.

—¿Seguro que te alegras de lo de mi trabajo?

—Tal como están las cosas, ¿qué quieres que diga? Serás uno de esos miles de españoles que disfrutan de nuestra famosa movilidad exterior.

Gonzalo amaga una sonrisa.

—¿Cuándo te vas?

—Quedan algunos trámites, el visado y todo eso. Calculo que me iré en dos o tres semanas. Todavía no he dicho nada en el periódico, antes quería hablarlo contigo.

El televisor sigue atronando en el comedor vacío. En la pantalla dan un breve sobre la violación de una adolescente durante unas fiestas, seguido de la noticia de un tuitero demandado por un comentario sobre la familia real.

Abel lanza una mirada hostil y hace un gesto malhumorado al camarero.

—¿Le importa quitarla? Apenas se puede hablar con tanto ruido.

El camarero coge el mando secamente y apaga el televisor.

—Deberías llamar a mamá de vez en cuando —dice Gonzalo pinchando un trozo de champiñón—. Dice que no quieres saber nada de ella.

Abel apura su cerveza como si hubiera olvidado la croqueta en el plato.