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A media tarde el ruido del tráfico le llega amortiguado por el doble cristal de la ventana, mientras un viento delicado mece la copa de los árboles, como un arrullo silencioso.

En su mesa de trabajo, Abel enciende el tercer Coronas sin tener ni idea de lo que quiere hacer. Parece oscilar entre el recuerdo de la comida con Gonzalo, los reproches de su hijo, esa croqueta enfriándose en el plato como una metáfora ridícula de sí mismo y las pilas de papeles que se amontonan ante él. Y sobre una de ellas, la foto manoseada y descolorida de Casimiro Monteiro.

Abel se detiene en la cara del asesino de Humberto Delgado. La barbilla levantada desafiando al fotógrafo, el bigote recortado sobre unos labios sin asomo de piedad, el cuello ancho, los rasgos mestizos y los ojos brutales. Es la mirada universal del ejecutor, del salvaje a sueldo, de ese tipo de sicarios que actúan con las espaldas bien cubiertas.

Casimiro Monteiro, el gigante de la lejana colonia de Goa, que empezó su carrera ejemplar torturando a sus compatriotas y siguió haciendo méritos como carnicero en la Policía política portuguesa. Terminó sus días en Sudáfrica y murió en la indigencia, pero ha regresado a su escritorio en el momento más inesperado. Y parece devolverle una mirada burlona: «Así que ahí andas, bien jodido y tratando de distraerte con la muerte del general».

Después de despedirse de Gonzalo, nada más llegar a casa y en un intento inútil por quitarse el regusto amargo de la comida, Abel ha buscado la caja de documentos sobre el caso Humberto Delgado. Los que reunió mientras vivía en Lisboa y los que sacó más tarde del sumario policial, como fragmentos deslavazados de un episodio de hace más de medio siglo. Un suceso fronterizo entre Badajoz y el Alentejo portugués, esa región que llaman La Raya y que a veces le ha parecido más cercana a la ficción que a la realidad. Casi un invento literario.

Ha tenido que revolver a fondo en los altillos hasta encontrar lo que buscaba. Más de veinte gruesas carpetas de cartón áspero, hojas grapadas, fotocopias casi ilegibles, recortes de prensa y documentos oficiales. Y en una carpeta verde oscuro, los retratos del general, de su secretaria y pareja, Arajaryr Campos, y de su cuadrilla de asesinos, difuminándose y a punto de desvanecerse.

Abel se detiene en las fotos de los compinches de Casimiro Monteiro. El inspector Antonio Rosa Casaco, con sus gruesas gafas de tecnócrata, Agostinho Tienza, el figurín de pelo engominado, y Ernesto Lopes Ramos, con una cerrada barba oscura y camisa a cuadros, como si se hubiera disfrazado de sindicalista.

Cada una ellas, grapadas a su correspondiente ficha de agentes de la Policía Internacional y de Defensa del Estado. Un nombre grandilocuente para unas siglas que aún despiertan recuerdos sombríos en Portugal: la PIDE, la policía secreta que estuvo al servicio de António de Oliveira Salazar para eliminar a sus opositores y que lo ayudó a mantenerse en el poder más de cuarenta años. El dictador discreto.

Monteiro, Rosa Casaco, Tienza, Lopes Ramos… Los cuatro jinetes del trágico apocalipsis de Humberto Delgado y de Arajaryr Campos. Los que les tendieron una trampa diseñada por Salazar, que quería eliminar a aquel general iluminado dispuesto a plantarle cara. Los que les hicieron creer que la revolución los esperaba en Portugal y terminaron asesinándolos una tarde de invierno de 1965 en una finca de Badajoz. Y los que acabaron enterrándolos lejos del lugar del crimen, a las afueras de Villanueva del Fresno, junto a un camino de contrabandistas conocido como Los Malos Pasos. Toda una premonición de lo que se avecinaba.

Los cadáveres aparecieron dos meses después, medio desenterrados y comidos por las alimañas. Los descubrieron un par de adolescentes que andaban cazando pájaros y vieron el suelo removido. A primera vista pensaron que los cráneos desfigurados podían ser de algún animal. El brillo de un diente de oro los sacó de dudas y huyeron espantados.

Abel se enciende otro cigarrillo y revive su primera visita al lugar, hace unos cuarenta años, y su desasosiego al ver las fosas. Y se imagina las pesadillas que debieron sufrir aquellos muchachos.

La prensa internacional se hizo eco del descubrimiento. Las conjeturas sobre la extraña desaparición de Humberto Delgado llevaban circulando varias semanas y la calma indolente de Villanueva del Fresno, un pueblo achatado a los pies de un castillo en ruinas, se vio sacudida por el desembarco de un escuadrón de periodistas, micrófonos y cámaras de televisión, tratando de confirmar lo que ya se daba por seguro: por fin habían aparecido los restos del general y de su secretaria. Y desde el principio, todo apuntaba en la misma dirección: los asesinatos eran obra de la PIDE, con la necesaria complicidad de la Policía española.

El tráfico de la calle disminuye mientras el viento sigue haciendo bailar las ramas con una melodía inaudible. Abel agradece la protección del doble acristalamiento, pero le llegan algunos ruidos estridentes: los frenazos de los coches, el resoplar de las puertas de los autobuses y el traqueteo de un helicóptero de la Policía que sobrevuela la zona y que ya forma parte de la banda sonora de la noche, como el ojo de un cíclope en un cielo sin estrellas.

Monteiro, Rosa Casaco, Tienza, Lopes Ramos… Cuántas veces habrá mirado esos rostros vulgares intentando descifrar lo que esconden y que ya no contarán nunca porque están todos muertos. Igual que sus jefes en la cúpula de la PIDE: Silva Pais, Barbieri Cardoso y Pereira de Carvalho. Todos arrinconados en el tétrico historial de dos tiranos: Salazar, el urdidor de la encerrona, y Franco, encubridor de un crimen que apenas logró silenciar con ayuda de la censura. No era tan fácil disfrazar el asesinato de un general portugués en suelo español.

Abel echa mano de la voluminosa carpeta de recortes de prensa, con sus fotocopias desvaídas, y recuerda una vez más cómo, tras el hallazgo de los cadáveres, los medios extranjeros apuntaron sin dudarlo a un crimen de Estado, mientras la prensa portuguesa y la española, siguiendo el mismo guion, se inventaban conspiraciones entre bandas rivales.

Tuvieron que pasar meses de hermetismo, presiones diplomáticas, campañas de intoxicación y noticias falsas hasta que un juez español, José María Crespo, se abrió paso en una investigación enmarañada y llena de callejones sin salida. El recuerdo de aquel juez solitario le ha asaltado a menudo. Crespo señaló a los culpables y pidió su extradición, pero habían actuado con identidades falsas y la Policía portuguesa se burló de su solicitud. Oficialmente, los asesinos que reclamaba el juez no habían existido nunca.

Los ruidos de la calle se van distanciando y lo único que queda es el traqueteo insistente del helicóptero. El cenicero se ha llenado de colillas, como los pétalos arrugados de una margarita con la que Abel estuviera dilucidando qué hacer. Ha transcurrido demasiado tiempo y en Portugal también parece haberse instalado el famoso eslogan: «No desenterrar el pasado».

Ni siquiera la Revolución de los Claveles hizo justicia al general Humberto Delgado, aquel visionario que —un poco a la desesperada— intentó acabar con el dictador. Hubo que esperar hasta 1981 para que un tribunal militar sentenciara a los culpables. A los cuatro agentes de la PIDE y a sus jefes. Las penas fueron ridículas y casi todos fueron juzgados en rebeldía porque ya habían huido y estaban ilocalizables.

Abel, con veinticinco años recién cumplidos, se había estrenado como corresponsal cubriendo los juicios, y sabe que en el camino quedaron muchas preguntas sin respuesta. Las mismas que siguen flotando sobre esa pila de papeles.

¿Por qué los mataron en España? ¿Por qué los enterraron a sesenta kilómetros del lugar de los asesinatos? ¿Quién los ayudó? ¿Cómo era posible que los crímenes sucedieran en una zona de caminos de contrabandistas, vigilados constantemente por la Guardia Civil? ¿Y por qué un hombre inteligente cayó en una burda encerrona contra la que le habían advertido sus compañeros de exilio? ¿Se moría de cáncer, como se dijo más tarde? ¿Era su última oportunidad de hacer caer a Salazar?

Con los documentos en la mesa, estas preguntas le asaltan nuevamente, pero ahora como el eco de algo muy remoto. Gonzalo se va a miles de kilómetros y él perderá su débil contacto con la realidad. La Lisboa luminosa que conoció en sus años de corresponsal apenas recuerda la Revolución de los Claveles. Y aquí y allí la gente se busca la vida como puede, convencida de que su día a día no tiene nada que ver con aquella vieja historia salpicada de espacios en blanco. Como una escena vista por un enfermo de retinosis pigmentaria, que ve caras, habitaciones, calles y películas como si les fueran hurtando fragmentos. Y su destino final es la ceguera. «Dentro de unos años, todos ciegos», se dice Abel parafraseando el viejo dicho.

Desde la pila de papeles, la foto desafiante de Casimiro Monteiro sigue interrogándolo: «¿Vas a remover otra vez las tumbas y regresar a lugares que ya no le importan a nadie? ¿No tienes nada mejor que hacer?». Y Abel siente la mirada salvaje del matarife, protegida por una impunidad de siglos, y el tufo de su aliento, como si ya hubiera regresado por la misma puerta por la que lo dejaron escapar.

La noche ha caído, el aire está en calma y los rumores de la calle se apagan, mientras el aleteo del helicóptero parece haber subido de volumen.

Abel enciende otro Coronas y relee su recordatorio: «Prohibido rendirse». El cansancio le pesa y en su cabeza se agolpan las caras de los asesinos, la foto de Salazar, el contenedor ardiendo, la mañana de su despido, las fosas de Villanueva del Fresno, el anuncio de la marcha de Gonzalo, los maletines de dinero negro, los salvadores de la patria, los días de Lisboa y las esculturas humanas de la Puerta del Sol, como un rompecabezas febril.

Es demasiado para un solo día y está aturdido. Echa un último vistazo a la pila de carpetas, apaga el cigarrillo y se dirige al dormitorio, sabiendo que lo aguarda otra noche interminable.