Un par de semanas más tarde las carpetas siguen sobre la mesa con el mismo olor a polvo y a humedad. Continúan aparcadas con un destino impreciso, sin que Abel haya vuelto a tocarlas. Se ha acostumbrado a su muda presencia, como si fuera la señal insistente que llega desde algún planeta a años luz.
La proximidad de la marcha de Gonzalo ha cambiado sus rutinas y su trayecto diario al Pepe Botella. Ha preferido dedicar las mañanas a acompañarlo en sus trámites. Esos que lo convertirán en un emigrado más. Lo que la jerga oficial ha bautizado como «aventureros» por no admitir que son fugitivos de una especie de tierra quemada.
Los ratos que ha pasado con él en el consulado, o mientras lo sometían a la batería de vacunas obligatorias, o viendo cómo le instalaba el Skype para tener lo que él llama «conversaciones de plasma», les han servido como una larga ceremonia de despedida. Pero el vuelo de Gonzalo ya tiene fecha y hora. Será mañana, de madrugada.
Abel detesta el aeropuerto, con su diseño de centro comercial, así que ha decidido despedirse de Gonzalo dejándose invitar a una comida en su buhardilla, encaramada en la plaza de Cascorro. Será un almuerzo a la portuguesa y él se ha comprometido a llevar el vino.
En cuanto Gonzalo le abre la puerta, Abel lo abraza haciendo equilibrios para evitar que se le caiga la botella, convirtiendo el abrazo en un gesto torpe y fugaz.
—Es un blanco de Setúbal, como dijiste que ibas a preparar bacalao con nata me pareció el más indicado.
—¿Cómo lo conseguiste?
—En una bodega del barrio de Salamanca. Una de esas en las que te atiende un tipo que no sabes si es sumiller o ingeniero de la NASA.
Gonzalo examina la botella y la guarda en la nevera.
—Estando aquí, podría ser las dos cosas.
—En eso llevas razón.
La buhardilla es un espacio mínimo y mientras Gonzalo trastea en la cocina americana, Abel coloca su chaquetón sobre una silla y se deja caer en un sofá granate, frente a una gran pantalla de televisión. Emiten una tertulia sobre las noticias del día.
—¿Siempre la tienes puesta?
—Solo cuando cocino. —Gonzalo apaga el aparato—. Mientras manejo el cuchillo hay gente que me ayuda a desahogarme.
Desde el sofá, Abel hojea sin interés un dominical y repara en un par de maletas en un rincón, medio escondidas, como si su hijo quisiera evitarle un mal trago. Gonzalo prepara una ensalada de canónigos en un bol, hasta que se decide a romper el hielo.
—Alucinante lo de la financiación ilegal, ¿crees que los procesarán?
—No sé, lo único que veo es un país con memoria de pez. Así que seguro que los volverán a votar.
—Parece que siempre estamos empeñados en repetir nuestra historia.
Abel se detiene unos instantes en los anuncios del dominical.
—Aquí la historia solo es una versión interesada. De eso los periodistas sabemos algo.
—Menos mal que hay un puñado de gente que no se casa con nadie, haciendo su trabajo de hormigas.
—El paciente trabajo de las hormiguitas.
—Imagínate la historia en manos de un grupo mediático. El mío, sin ir más lejos.
Abel responde con un silencio que puede significar muchas cosas. Entre otras, que el asunto no le merece ni un minuto de atención en esos momentos. Gonzalo deja la ensalada sobre una pequeña mesa abatible junto a la cocina y lanza una ojeada al horno.
—Listo para sentencia.
Abel va al lavabo y Gonzalo aprovecha para poner la mesa, abrir el blanco de Setúbal y colocar la fuente de bacalao, cubierto por una capa dorada. Sirve el vino y cuando su padre está de vuelta, le tiende una copa con un gesto solemne.
—Por los descreídos y los desertores.
Chocan las copas y Abel intenta sonreír, pero no resulta muy convincente. Se sientan a la mesa y parecen relajarse a la vista de la fuente humeante, que llena el aire de aromas a queso fundido.
Abel toma un sorbo y Gonzalo le sirve una ración de bacalao mínima, para evitar que se le enfríe en el plato.
—¿Cuánto dura el vuelo?
—Más de quince horas, con escala en Lisboa.
—Saluda a Lisboa de mi parte. —Abel vuelve a levantar la copa.
Gonzalo lo imita y reconoce un destello de malicia en la mirada de su padre.
—Lisboa… Eso me recuerda que te vas sin contarme nada de tu amiga, la bloguera.
Gonzalo saborea el vino imitando a un experto catador.
—¡Hummm! Fresco y elegante, como diría el crítico del periódico.
—No seas pijo y no me cambies de tema. Te conozco demasiado bien.
Gonzalo vuelve a llenar las copas.
—Catarina viene a cenar. Será nuestra última noche juntos en una temporada.
—Así que habéis pasado unas cuantas.
—Menos de las que me hubiera gustado. —Gonzalo desmenuza su trozo de bacalao—. Vendrá dentro de un rato. Si quieres, te la presento y habláis de su viaje a La Raya.
—No quiero interferir en tus momentos pasionales. Te lo pondré fácil.
—Ya. Como quieras. Pero con Catarina no hay nada fácil —dice concentrándose en su copa—. Supongo que estoy enamorado de ella, no sé, pero es muy inestable. Y tiene un pasado muy traumático.
Abel lo observa intrigado.
—A veces me duele pensar que la dejo en la estacada —continúa Gonzalo—. Pero tengo que poner tierra de por medio y evitar que me arrastre.
—Has puesto bastante tierra por medio.
—Necesito un respiro.
Gonzalo vuelve a servir una porción de bacalao a su padre, con delicadeza, mientras este sigue observándolo.
—¿Por qué dices que tiene un pasado traumático, si se puede saber?
—Preferiría que te lo contara ella, pero es algo que les pasó a sus padres —replica Gonzalo revolviendo lentamente la ensalada de canónigos—. Lleva tiempo intentando averiguarlo. Es una de esas hormiguitas.
—El otro día busqué en Internet el apellido Chagas. En la cátedra de Historia de la Universidad de Lisboa me salió Aldo Chagas. ¿Era el padre de Catarina?
Gonzalo asiente rellenando su copa.
—Lo entrevisté en dos o tres ocasiones —prosigue Abel al tiempo que pincha en la ensalada sin mucho entusiasmo.
—¿Y qué impresión te dio?
—Era una autoridad en el salazarismo y había vivido la dictadura en carne propia, así que su testimonio resultaba muy valioso.
—¿Sobre qué hablasteis?
—Sobre Humberto Delgado, precisamente. Conocía bien el caso. Hablé con él en los noventa, cuando se cumplían veinticinco años del asesinato. Yo tenía que hacer algo para el periódico y él andaba trabajando en nuevas líneas de investigación.
—¿Y?
—Me enseñó las pruebas de la participación de Franco. Documentos que demostraban que la Policía franquista seguía los pasos de Humberto Delgado y sabía que había entrado en España con nombre falso. También quedaba claro que había un operativo en marcha para detenerlo aquí y entregárselo a la PIDE. Eran muy interesantes porque confirmaban que había un pacto entre la Policía española y la PIDE, y Fraga siempre dijo que España no había tenido ninguna implicación en el asunto. Tomé bastantes notas.
—¿Publicaste algo?
—Quedó en enviarme una copia de los documentos, pero no lo hizo. Luego ya se pasó el aniversario y el periódico perdió todo interés.
Gonzalo hace un gesto de resignación.
—Dos o tres años más tarde me lo encontré en un congreso en la Universidad de Coimbra y me di cuenta de que me rehuía. Parecía ausente. Llegué a la conclusión de que el acto no le interesaba lo más mínimo.
—¿No lo volviste a ver?
—No. Cuando nos vinimos a Madrid no supe más de él, y casualmente ahora reaparece su fantasma. Y nada menos que a través de la novia de mi hijo.
—Lo de novia suena un poco excesivo.
—Novia o amante, me da igual. En cualquier caso, suficiente como para acojonarte y que te escapes a miles de kilómetros.
Gonzalo sonríe hasta que percibe un brillo húmedo en los ojos de su padre. Abel aparenta un repentino interés por el último resto de vino en su copa y Gonzalo se levanta en dirección a la nevera.
—De postre he preparado mousse de chocolate. Lo pedías en todos los restaurantes.
—¿Ella qué opina de que te vayas?
Gonzalo se toma su tiempo.
—Está enfadada, aunque no lo quiere admitir. Me ha dicho que a lo mejor va a visitarme, cuando aquí ya no queden señales de vida inteligente y no encuentre material para su blog. Dice que está al caer.
—Puede que acabemos todos en Mozambique.
Gonzalo levanta nuevamente la copa. Esta vez el emocionado es él.
El tiempo vuela y después de dar buena cuenta de la mousse, aprovechan los últimos ratos para repasar sus recuerdos mientras redondean la comida con algunas copas de bagaceira casi helada.
—La tenía reservada para una ocasión especial —comenta Gonzalo mostrando la botella cubierta de vaho.
Un par de horas más tarde, cuando Abel se levanta, lo hace torpemente, nublado por los efectos del aguardiente. Los mismos que lo ayudan a dar un abrazo a su hijo. Seguramente más breve de lo que hubiera querido.
—Venga, papá, pasado mañana hablamos por Skype. Y de paso empiezas a reconciliarte con las nuevas tecnologías.
Abel coge el chaquetón pero no acierta a ponérselo.
—Echaré de menos esta comida. Es algo que no podremos compartir por Internet.
—La próxima vez podemos encontrarnos en Lisboa. Está mejor comunicada con Mozambique y el bacalao con nata te sabrá mejor.
—Este lo has bordado —replica Abel mientras Gonzalo lo acompaña hasta la puerta sujetándolo levemente del brazo.
Una vez en el rellano, se despide de su hijo con un cachete.
—Cuídate.
—Tú también, papá. Y por favor, no tires la toalla.
Gonzalo se queda en la puerta hasta que deja de oír los rápidos pasos de su padre, que baja por las escaleras un poco a trompicones.
Abel sale a la plaza a paso ligero. El aire fresco de la calle parece aliviarlo y camina tan rápido que no repara en una muchacha de veintitantos años que en ese preciso instante se cruza con él, con el semblante serio y una cámara colgada al hombro.