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De vuelta a casa, Abel para un momento en la panadería y sale con una barra recién horneada. También se hace con algo de embutido y una lata de cerveza en uno de los últimos colmados que sobreviven en el barrio, y con ese simple avituallamiento se dispone a pasar el resto del día buceando en las carpetas de su escritorio. Esta vez con la intención de encontrar algún dato que le pudo pasar inadvertido. Y, sobre todo, cualquier pista que pueda conducirlo a ese personaje del que sabe poco más que su nombre y su apellido, Nuno Chagas, desaparecido sin dejar rastro en las mismas fechas en que asesinaron al general Humberto Delgado.

El frío de la calle se vuelve cada vez más punzante y apenas se ve reconfortado por el tenue calor hogareño. Solo pone la calefacción unas horas al caer la tarde y, pese a que Gonzalo siempre le ha reprochado sus hábitos espartanos, Abel se escuda en el ahorro energético y en un gesto simbólico de empatía hacia los que no pueden pagar la luz.

Con la bandeja preparada, se sienta en su escritorio y abre la cerveza mientras su mirada se distrae por la ventana, helada por el relente, y observa a la gente que camina por la acera, aterida y con paso rápido, como si huyera de algo.

Cuando da el primer mordisco al bocadillo, su atención ya está puesta en las pilas de papeles que ha esquivado durante las últimas semanas y que finalmente lo han alcanzado, convertidas en un proyectil insalvable. Desde su foto deslucida, los ojos de Casimiro Monteiro cobran un brillo burlón, como la mirada indulgente que se lanza a un niño cuando cae una y otra vez en el mismo error.

Abel aparta la foto y escoge una carpeta con un título anodino: «Documentos del sumario».

Es la más voluminosa de todas. Está llena a reventar y sujeta por un balduque rojo bajo el que se agolpan informes forenses, partes policiales y testimonios recogidos por el juez. Una montaña de legajos que repiten el tedioso vocabulario sumarial y esconden las claves de lo que sucedió a comienzos de 1965, a lo largo de dos meses, en ese trayecto entre Badajoz y Villanueva del Fresno.

Al mirarlos siempre le ha asaltado la misma impresión de malestar: que tras ese muro impenetrable de actas, providencias, diligencias y peritajes, se dibujaban unos hechos brutales. Y que las parrafadas del sumario hacían aún más indigesto un crimen de Estado perpetrado por un hatajo de matones que cumplían órdenes como empleados competentes. En sus despachos de la PIDE, los autores intelectuales pusieron un nombre poético a aquella ceremonia sangrienta, Operación Otoño, y mientras se cometía el doble crimen seguramente asistían a solemnes actos públicos como hombres ejemplares. Gente por encima de toda sospecha. Al regresar a Lisboa, también los asesinos entrarían en sus casas, besarían a sus mujeres y abrazarían a sus hijos con la satisfacción del trabajo bien hecho.

En su día, a Abel le costó muchas horas desembarazarse de ese sumario enmarañado y pegajoso y abrir una brecha en el relato oficial hasta comprender la secuencia desnuda de los hechos. Que el 13 de febrero de 1965 Humberto Delgado y Arajaryr Campos empezaron el día en un pequeño hotel de Badajoz, donde habían coincidido con un grupo de supuestos colaboradores. Que horas más tarde fueron conducidos con engaños a la finca de los Almerines, junto a la carretera de Olivenza, donde los esperaban sus asesinos. Que el general fue golpeado ferozmente con una barra de hierro por Casimiro Monteiro, mientras Arajaryr era estrangulada por Agostinho Tienza. Que metieron los cadáveres en los maleteros de dos coches, donde había mantas, una pala y sacos de cal viva. Y que trasladaron aquel macabro equipaje hasta un remoto camino de contrabandistas y sepultaron los cuerpos en el lecho de un arroyo, convencidos de que nunca los encontrarían.

Mientras parece olvidarse de la bandeja, las horas pasan y va rescatando los testimonios que permitieron reconstruir los últimos momentos de las víctimas. Abel habló con los testigos, ya casi todos muertos, y ha leído los documentos cientos de veces. Y siempre lo han llevado al mismo atolladero. Pero tras la conversación con Catarina los interrogantes han cambiado.

¿Se oculta Nuno Chagas en alguno de esos testimonios? ¿Estaba entre los supuestos seguidores del general? ¿Entre los asesinos? ¿Quizás vio algo que no debía?

Hace una pausa para morder el bocadillo y echar un trago de cerveza, ya insípida. La fantasía no es su fuerte y es reacio a las teorías de la conspiración, pero las preguntas surgen como si tuvieran vida propia: ¿Quién era realmente Nuno? ¿Otro desertor que acabó en un país remoto? ¿Uno de tantos que se dejaron la vida intentando escapar? ¿Un muerto sin nombre?

Súbitamente se para en seco y cae en la cuenta de que esas tres palabras, «muerto sin nombre», son precisamente las que le rondan desde la conversación con Catarina.

Abel siente las manos heladas. El tiempo ha pasado sin darse cuenta mientras el frío se ha instalado en el estudio, levemente iluminado por un atardecer invernal que se apaga.

Enciende la lámpara de mesa, se levanta a poner en marcha la calefacción y mientras camina por el pasillo la cabeza no para de darle vueltas. Todas las dudas que le han ido surgiendo solo dibujan un relato incompleto. Como esos dos cuerpos enterrados chapuceramente y desgarrados por las alimañas.

Cuando vuelve a sentarse, la lámpara de bajo consumo ha cobrado intensidad y Abel mira el montón de carpetas sintiendo que la expresión de Casimiro Monteiro es más desafiante, como si disfrutara observando sus palos de ciego. Tras abrir otra cajetilla regresa a los documentos del sumario. El juez fue muy meticuloso en sus interrogatorios, y hojeando las declaraciones se encuentra con una, muy breve, de un vecino de Villanueva del Fresno que vio dos coches aparcados junto al camino de Los Malos Pasos y a varios hombres alrededor. Uno de ellos le pareció que estaba haciendo de vientre. El lugareño se limitó a saludarlos, sin sospechar ni remotamente que eran agentes de la PIDE y que acababan de sepultar dos cadáveres bajo paletadas de cal.

A menudo ha imaginado aquel instante, cómico y macabro, pero esta vez lo que llama su atención es una simple frase, dicha como de pasada, que él subrayó alguna vez y que ahora cobra otros posibles significados. En su testimonio, aquel vecino recordaba que la escena sucedió a comienzos de febrero, «poco después de la muerte de un contrabandista».

Hay algo en esa frase que siempre lo desconcertó. En su momento consultó la prensa local de aquellas fechas, sin encontrar la menor noticia sobre un contrabandista muerto. Ni siquiera un breve. Era una víctima sin nombre ni apellidos, así que había restado importancia a aquel testimonio, tal vez fruto de un simple rumor o de un fallo de memoria del testigo.

Pero ahora le surge la duda. ¿Hubo otro crimen en esas mismas fechas? ¿Se trataba realmente de un contrabandista? ¿Conoció el padre de Catarina aquel testimonio del vecino de Villanueva del Fresno?

La noche empieza a caer al otro lado de la ventana. El foco del helicóptero ha vuelto a asomar sobre las azoteas y esta vez sus hélices suenan con más fuerza y se mezclan con sirenas de policía, quizás por alguna manifestación cercana.

Abel se ha olvidado definitivamente de la bandeja con un bocadillo a medio terminar y una cerveza caliente, y se enciende otro cigarrillo mientras intuye que en esa montaña de papeles acaba de encontrar algo nuevo. El relato de un hombre abatido en el camino de Los Malos Pasos, no se sabe ni cómo ni por qué, como un mero figurante arrinconado en una gran superproducción histórica. Y que ese muerto, ignorado y anónimo, quizás permita arrojar algo de luz sobre un asesinato político y la destrucción de una familia.