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La mañana de un lunes primaveral se cuela entre los resquicios de la persiana y Abel abre la ventana, desde la que podría tocar los mínimos brotes que asoman en las ramas del primer árbol. Por primera vez en mucho tiempo ha dormido pasablemente. Ayer mantuvo una charla por Skype con Gonzalo y dedicaron un buen rato a ponerse al día. Abel, comentando episodios de la política nacional, como los actos de una comedia bárbara, y Gonzalo contándole sus primeros pasos en Mozambique, incluyendo algunos detalles cómicos sobre las costumbres locales.

Su hijo no ha perdido ocasión de confirmarle los planes de Catarina: hacer un reportaje gráfico de los escenarios del caso Humberto Delgado, que se publicará día tras día como la crónica de un viaje, y aprovechar el recorrido para indagar en su historia familiar.

Abel sabe que le está pidiendo que la ayude, pero sigue sin tener muy claro si quiere involucrarse en un asunto olvidado, que amenaza con trastocar sus rutinas, acompañando a una muchacha de la que tampoco sabe gran cosa.

A ratos siente la excitación de un principiante. Al fin y al cabo, descubrir la identidad de un hombre muerto en un sendero cerca del Guadiana, hace tantos años, parece la ocupación de un reportero local. Pero teme acabar aferrándose a ese cadáver como a un tronco a la deriva. Solo por sentirse útil. Puede que por última vez.

En cualquier caso, ya ha renunciado a entender por qué ese episodio menor ha ido cobrando más entidad que muchos acontecimientos del presente y por qué en la tarde de ayer le envió un correo electrónico a Catarina citándola esta misma mañana en el Pepe Botella. Todavía tiene preguntas pendientes.

Cuando llega al café, la encuentra esperándolo en la barra. Lleva su cámara al hombro, los ojos silueteados con kohl y viste de negro nuevamente, pero tiene el pelo más corto, un poco andrógino. Lo saluda con una sonrisa abierta y se encaminan a la mesa junto al ventanal mientras Abel nota un leve escozor en su vanidad al descubrir que la muchacha es más alta que él.

Por suerte, Arancha tiene el día libre y el camarero que la sustituye se limita a llevarles un café, una botella de agua y un par de vasos, ahorrándose gestos de complicidad.

Catarina mira a través del ventanal abierto y Abel revuelve mecánicamente con la cucharilla.

—Cada vez me gusta más este sitio —dice ella.

—Es viejo, pero tiene su encanto.

—Me refiero al ventanal. Es como asomarse a la vida de los demás.

En la calle, un grupo de adolescentes coquetean entre risas. Catarina se tropieza con la expresión irónica de Abel.

—A veces prefiero no mirar.

Catarina recupera su atención en el grupo, como el que disfruta de un espectáculo inesperado, coge su cámara y dispara una ráfaga hacia un adolescente que lleva una camiseta blanca con la frase: «La revolución no será televisada».

—Tampoco irá estampada en una camiseta —apunta Abel.

—Disculpa. Ya sabes cómo somos las fotógrafas.

Abel saca su cuaderno.

—He estado mirando mis papeles sobre Humberto Delgado.

La muchacha apaga la cámara y la guarda en su mochila.

—Los he visto todos —continúa Abel—. Las notas, los recortes de prensa, los documentos del sumario, las actas del juicio… Son más de veinte carpetas y creo que tengo información suficiente para escribir varios libros.

—¿Y?

—Buscaba algún documento donde apareciera el apellido Chagas. Cualquier cosa que aportara un mínimo indicio sobre tu tío Nuno.

—Prefiero llamarlo Nuno, a secas.

—¿Por qué?

Catarina se limita a dar dos o tres vueltas a su anillo turquesa.

—Como quieras. Supongo que tu padre también empezó como yo, mirando las declaraciones de los testigos, los informes de la Policía…, pero quería asegurarme de que no se le había escapado ningún detalle.

Las risotadas de los adolescentes lo interrumpen pero Catarina ya no les presta atención. Abel toma un sorbo de café y hace una mueca.

—No encontré la más mínima referencia a Nuno Chagas. Ni entre los supuestos colaboradores de Humberto Delgado, ni entre los que participaron en los asesinatos.

Catarina lanza una ojeada al cuaderno de notas, como si esperara algo más.

—Lo malo es que eso no significa nada. Tu padre también sabía que la mayoría de los nombres que aparecen en el sumario estaban amañados y que los cuatro de la PIDE usaron pasaportes falsos. El juez tardó mucho en averiguar su verdadera identidad. Al final, los únicos nombres auténticos que conocemos son los suyos, pero hubo mucha más gente involucrada de la que no hay ninguna pista.

—¿Tú crees que Nuno tuvo algo que ver?

—No tengo ni idea.

—De todas formas, tarde o temprano habría dado señales de vida —añade Catarina.

—A no ser que también lo hubieran matado.

Abel da un nuevo sorbo a su café como el que bebe una medicina, mientras hojea su cuaderno.

—Hay algo en lo que no caí en la cuenta el otro día, cuando me hablaste de su desaparición.

Catarina vuelve a girar su anillo en el pulgar.

—Me contaste que Nuno pudo andar metido en asuntos turbios, ¿a qué te referías?

—Cuando mi padre se fue a Lisboa, Nuno empezó a tratar con gente poco recomendable. En las zonas fronterizas suele haber todo tipo de chanchullos, y mi padre decía que en La Raya los pobres hacen contrabando y los ricos hacen negocio. Y la Policía estaba muy corrompida. Creo que Nuno se movía a sus anchas con unos y otros y sabía sacarles partido, aunque nunca he tenido muy claro cómo.

Abel deja a un lado el café y se sirve un vaso de agua.

—Parece el retrato de un arribista.

—No estoy segura. Según mi padre, Nuno era un tipo encantador. Tenía un talento natural para hacer amigos, era un estupendo jinete y también tenía bastante éxito con las mujeres. Creo que mi padre lo envidiaba.

—Eso no nos aclara mucho. ¿Tenía algún oficio?

—De vez en cuando trabajaba en un taller de Elvas, pero eso no le daba para vivir. Imagino que se dedicaba a otros trapicheos. Por lo visto, tenía amigos entre la Policía fiscal y los terratenientes de la zona. A menudo se iba a montar a caballo y a cazar con ellos. O de putas.

Las palabras de Catarina restallan en la calma del Pepe Botella y alguien gira la cabeza desde una mesa cercana. Es un joven que está escribiendo en una tablet. Abel le sostiene la mirada y el joven retoma su tarea.

—¿Tu padre y Nuno discutían de política?

—Creo que preferían no hablar del asunto. Además, ninguno de los dos quería comprometerse.

—En el caso de tu padre, suena bastante raro.

—Siempre dijo que cuando volvía a casa de mis abuelos, Lisboa quedaba muy lejos. Solo quería ver a su familia, ir a pescar con Nuno y trabajar en la huerta. Decía medio en broma que se volvía apolítico y que ese era su secreto inconfesable. A veces la política también lo aburría.

—Eso lo entiendo. Cuéntame algo más del viaje que hicisteis juntos.

—Fue en primavera, hace cinco años. —La voz de Catarina se quiebra levemente—. Estaba muy débil y yo hice de conductora, de enfermera, de fotógrafa…, un poco de todo. Nos alojábamos en Olivenza porque decía que era la ciudad portuguesa más bonita de la frontera. Le gustaba provocar.

—No es el único que piensa que Olivenza es portuguesa. Es un tema sensible.

—Dejémoslo ahí —zanja Catarina—. Desde Olivenza recorrimos los lugares de su juventud. Nos acercamos al puente de Ajuda, bordeamos el Guadiana por las dos orillas, visitamos la finca donde había trabajado con sus padres… Nos dimos una paliza. Respiraba con dificultad y a menudo tenía que parar para reponer fuerzas, pero quería verlo todo. Parecía un condenado a muerte en su banquete final. En esos días me llamaba Catrineta y decía que era como el velero de su último viaje. —Echa mano de una servilleta de papel y se seca los párpados.

A Nau Catrineta. La canción sonaba mucho en mis años lisboetas —dice Abel cerrando su cuaderno—. ¿Tu padre habló de Nuno durante ese viaje?

—Solo en una ocasión. Yo llevaba un par de sillas plegables en el maletero para que pudiéramos sentarnos si se cansaba demasiado. Una tarde nos acercamos a la orilla portuguesa, en una zona donde solo hay algunos cortijos. Era un sitio que él conocía y tuvimos que bajar con el coche por un camino embarrado. Casi nos quedamos atascados, pero él quería ir de todas todas. Cuando llegamos puse las sillas al borde del río y nos sentamos durante un buen rato. Hacía una tarde preciosa. En esa zona hay piedras grandes y achatadas que sobresalen del agua. Mi padre me contó que era el lugar favorito de Nuno, que habían pescado mucho en ese tramo del río y que más de una vez habían tenido que regalar toda la pesca a los guardinhas. Yo me levanté para hacer algunas fotos y cuando volví, lo encontré llorando. Nunca lo había visto así.

Catarina vuelve a recurrir a la servilleta, que se va oscureciendo con restos de kohl.

—Después de eso no volvió a hablar de su hermano. —Se suena la nariz—. Disculpa, no suelo llorar.

Abel desvía la mirada hacia la plaza. En un parque infantil cercano, un niño se desliza por un tobogán bajo la mirada paciente de una mujer de pelo entrecano. La mujer se agacha con dificultad, pero coge al niño antes de que toque el suelo.

—No hablas nunca de tu madre…

Catarina deja la servilleta arrugada sobre la mesa.

—Era mucho más joven que mi padre y había sido una de sus mejores alumnas. —Su tono se ha endurecido—. Pertenecía a una familia de izquierdas. Su padre era un líder anarquista, Afonso Coutinho. Mi madre no llegó a conocerlo, lo detuvieron cuando ella estaba a punto de nacer y murió en la cárcel tres años después. Dicen que se suicidó, pero en tiempos de Salazar nunca estaba claro.

—Aquí también sabemos algo de eso.

—Es posible que mi madre también se suicidara.

—¿Cómo? —Abel vuelve a notar una sacudida.

—Se mató en un accidente de tráfico. Iba sola y se estrelló en una recta, a pleno día.

—A ver si lo entiendo. —Abel parece abrumado—. Primero muere tu abuelo en la cárcel, luego desaparece Nuno, tu padre viaja a La Raya para aclarar lo que le sucedió y a su vuelta tu madre se mata en un accidente. Da la impresión de que se trata de hechos encadenados.

—Eso creo. —Catarina mira el reloj con gesto nervioso, dispuesta a levantarse.

—Espera, todavía no me has contado tu programa de viaje —se anticipa Abel—. Gonzalo me adelantó algo hace un par de días, en una de nuestras conversaciones de plasma.

—Con Gonzalo hablo por Skype todas las noches. Fingimos estar sentados en la misma mesa, como si no hubiera miles de kilómetros de por medio.

—Maravillas de las nuevas tecnologías.

—Te habrá contado que el periódico quiere publicar un reportaje sobre los últimos días del general, paso a paso. Haré un recorrido por La Raya y se irá volcando en la edición digital sobre la marcha, de manera que los lectores pueden interactuar durante el viaje. Y mientras, trataré de aclarar qué pasó con Nuno.

Abel observa distraídamente al joven de la tablet, que continúa atento a su pantalla.

—¿Estuviste con tu padre en Villanueva del Fresno?

—No, ¿por qué?

—El sumario recoge el testimonio de un vecino que habla como de pasada de un contrabandista muerto. En febrero, coincidiendo con la desaparición de Nuno.

—¿Podría ser él?

—El nombre del muerto no aparece por ninguna parte. Ni en el sumario ni en la prensa de Badajoz —añade Abel—. Y eso me desconcierta.

—Ya tienes un motivo para volver a La Raya —apostilla Catarina.

Abel hace un gesto decidido en dirección a la barra, pidiendo la cuenta.

—Si te acompaño, será al margen de tus jefes. Te ayudaré con las localizaciones de los sitios que tienes que fotografiar y aprovecharemos para hablar con gente que conozco, pero será de forma anónima. No quiero que mi nombre aparezca en el periódico.

Ella parece contrariada.

—Como quieras.

—También es mi forma de echarte una mano. Ya me ha quedado claro que para Gonzalo eres alguien especial. Si habláis todas las noches…

Muito obrigada.

—Agradéceselo a él —responde sonriendo por primera vez—. Si no te ayudo, es capaz de venir desde Mozambique para mandarme a la mierda.