La tarde empieza a declinar y las calles de Olivenza cambian de tonalidad. El encalado de las fachadas se va apagando, el empedrado pierde su brillo metálico y el rojo intenso de las murallas adquiere un color como de sangre coagulada. En las palmeras de la plaza de España miles de pájaros llenan el aire de un parloteo frenético, mientras algunos niños juegan al fútbol entre las terrazas de los bares.
En una de ellas, Catarina y Abel curiosean distraídamente a su alrededor, presintiendo el abismo que separa ese instante de calma y el propósito final de su viaje.
Nada más llegar al hotel y después de registrarse bajo la mirada suspicaz del recepcionista, se han concedido un rato de descanso en las habitaciones, pared con pared. Abel le ha buscado un sitio al portátil, se ha echado en la cama sin molestarse en deshacer la maleta y se ha quedado dormido, mientras oía a Catarina ducharse en la habitación de al lado. Media hora más tarde se ha despertado con un sobresalto, sin saber dónde estaba. Algo que le pasa con frecuencia. Luego ha salido a la terraza, un amplio espacio con una mesa y dos o tres sillas de jardín, y ha visto a Catarina en la terraza contigua, asomada a la barandilla, entretenida con un ruidoso grupo de jubilados que acababan de llegar en autocar. La muchacha ha tardado en reparar en su cercanía y ambos han seguido observando a los recién llegados, hasta que Abel ha sugerido dar un paseo.
Ahora no está seguro de que haya sido una buena idea. Mientras él disfrutaba de su reencuentro con la ciudad, Catarina ha estado callada todo el rato. Solo ha conseguido arrancarle una sonrisa al visitar la iglesia de la Magdalena, un rito que siempre ha cumplido en sus viajes a La Raya. Ha sido al caer la tarde, cuando los últimos rayos de sol se filtraban en la nave central y alumbraban las columnas de piedra torneada, dándoles una apariencia liviana, como si flotaran.
—Si yo fuera portugués, declararía una guerra solo para rescatar esta maravilla.
—A mi padre también le entusiasmaba; cuando estuvimos aquí me trajo todos los días. Decía que esta iglesia le hacía recobrar la fe.
—¿Era religioso?
—En absoluto. Se refería a la fe en la naturaleza humana. Aseguraba que si éramos capaces de construir algo así, no estaba todo perdido.
Al volver a la calle, Catarina se ha relajado mientras caminaban hasta la plaza de España para acabar sentados en la terraza de un bar de tapas, con la omnipresente cámara de ella, una botella de vino y un par de copas sobre la mesa, absortos en los gritos de los niños, que no han parado de perseguir incansablemente una pelota.
—A Gonzalo le hubiera gustado estar aquí —comenta Abel al tiempo que devuelve la pelota que acaba de llegar a sus pies.
—¿No ha venido nunca contigo?
—No hemos tenido ocasión, siempre he estado por asuntos de trabajo.
—Ya me ha contado que trabajabas mucho.
Abel está a punto de llevarse la copa a los labios, pero se detiene en seco.
—Suena a reproche.
—En cierto modo, pero no te juzgo. En eso también te pareces a mi padre, se pasaba horas metido en su despacho preparando las clases. Y se olvidaba de todo lo demás.
—¿Y que más te ha contado de mí?
—Que te gusta estar solo. O mejor dicho, que te estás acostumbrando a la soledad. Dice que te has vuelto un sarcástico con tendencia a la melancolía.
—La gente suele decepcionarme.
—¿Todo el mundo?
—Excepto Gonzalo, y ya ves…
Abel toma un sorbo de su copa y hace un gesto a la camarera.
—Deberíamos pedir algo de cenar y volver pronto al hotel, mañana nos espera una jornada intensa.
Catarina le señala la carta sobre la mesa y eligen un par de raciones.
—Y tú, ¿echas de menos a Gonzalo?
Catarina le da vueltas al anillo.
—Creo que últimamente le estaba agobiando. A veces me pregunto si no se ha ido tan lejos para perderme de vista.
—Puede que mi estado de ánimo haya influido en su decisión —dice Abel como si cayera súbitamente en la cuenta—. Tal vez le pesaba demasiado.
—Entonces nos repartiremos el mérito…
Él está a punto de contestar cuando la pelota golpea la mesa y las copas se tambalean. Ella reacciona con rapidez evitando que se caigan, mientras la camarera sale hecha una furia en dirección a los niños. Al volver, se detiene junto a ellos y aprovechan para pedirle algo de cenar.
A poca distancia se ha parado un grupo de cinco o seis hombres y mujeres del autocar de los jubilados. Parecen estar eligiendo una terraza para sentarse y bromean como adolescentes.
—Fin de curso —dice Abel.
—Es bonito.
—¿Qué?
—Verlos coquetear a sus años.
Abel hace un esfuerzo por descubrir la belleza de la situación.
—No hay nada bonito en envejecer. La muerte te hace visitas de cortesía cada dos por tres, como si fuera uno más de la familia. —Abel saca su cuaderno de notas—. Por cierto, ¿en qué cárcel murió tu abuelo?
Catarina da un lento trago a su copa.
—En Caxias. Lo detuvieron en el 64, como a mi padre, pero por razones diferentes. De hecho, los dos se hicieron muy amigos en la cárcel. Mi padre decía que era una de las mejores personas que había conocido en su vida. Y que se ensañaron con él.
—¿Por qué lo detuvieron?
—Era uno de esos jóvenes que intentaron escapar del país para no ir a la guerra. Lo condenaron a diez años, pero al tercero apareció ahorcado en la celda. Mi padre lo contó en un libro sobre sus años en la cárcel.
—Tuve ocasión de hablar con gente que había pasado por Caxias. —Abel tuerce el gesto—. Muchos de ellos salieron destrozados, la PIDE se aplicó a conciencia usando manuales de tortura de la CIA. Había que ser muy fuerte para resistir en Caxias.
—Mi padre lo era —asiente Catarina—. Mi abuelo también era muy joven, pero no aguantó.
—¿Tu padre y tu abuelo tenían la misma edad?
—Casi. A mi abuelo lo detuvieron con poco más de veinte años, cuando mi abuela ya estaba embarazada de mi madre. Y cuando dio a luz, él estaba en la cárcel. De hecho, nunca lo volvieron a ver. Muchos años después, cuando mi madre iba a la universidad conoció a mi padre, que entonces ya era un señor que le doblaba la edad, y se enamoraron como dos adolescentes. Fue un caso muy sonado en la facultad y provocó todo tipo de cotilleos. Los pasillos de la universidad son como la plaza de un pueblo.
—Curiosa historia.
—Supongo que ella buscaba una figura protectora. Mi padre solía bromear con eso, mi madre se llamaba Helena y él la llamaba Electra.
La camarera llega con un par de platos de queso y jamón serrano y con una ensalada de tomate, al tiempo que lanza un grito a los niños que siguen jugando a la pelota cerca de la terraza.
—Se quisieron mucho —añade Catarina zanjando la conversación.
Abel se entretiene aliñando la ensalada y repartiéndola en dos platos.
—Tomates auténticos. Creí que ya no existían.
Ella huele su plato y pincha un trozo haciendo un gesto de aprobación. Instantes más tarde, se oye el grito de un niño que se ha caído al suelo y se retuerce cogiéndose la rodilla. Parece que ha recibido una patada. El resto continúa su juego. Catarina se levanta disparada y se acerca al pequeño.
Abel está a punto de incorporarse, pero se queda sentado, atento a la situación. Catarina se ha arremangado y le da unos pequeños masajes al niño. Minutos más tarde, este se levanta cojeando y ella lo acompaña durante unos metros, hasta que el lesionado se suma al juego renqueando y ella vuelve a la mesa.
—Eres una buena cuidadora.
—Tuve que aprender a serlo.
—No me contestes si no te apetece, pero ¿qué recuerdos tienes de tu madre?
Catarina traga con dificultad un trozo de tomate.
—Pocos. Yo solo tenía cuatro años cuando se mató y nunca entendí lo que le había pasado. A mi padre terminó de hundirle la vida y a mí me convirtió en lo que soy.
Abel rellena las copas.
—¿Y qué eres, según tú?
—Una persona rarita, ¿no crees?
—Ya sabes lo que dicen, de cerca nadie es normal.
—Tu hijo también lo dice para consolarme.
El griterío de los niños ha vuelto. Catarina sigue con atención los movimientos del chico al que ha socorrido, que a veces parece resentirse del golpe. Luego vacía su copa de un trago y se levanta.
—Tengo que ir al servicio.
—Vale, pido la cuenta mientras tanto —dice Abel.
—Sí, pero pago yo, son gastos que voy a pasar al periódico. Bastante haces con aguantarme.
Abel está a punto de protestar.
—Además —prosigue Catarina señalando a su alrededor—, estás en mi territorio.
—Pues vamos a tener un conflicto internacional, porque pienso defenderlo con uñas y dientes.
La expresión de ella se dulcifica.
Al cabo de un rato en el que Abel se dedica a observar al niño que cojea, Catarina está de vuelta. Ya ha pagado en la barra y cuando se incorpora a la mesa él la espera de pie.
—Podemos continuar el paseo para despejarnos.
Catarina recoge la cámara y el bolso y se dirigen al laberinto de callejones del casco antiguo, iluminados por grandes farolas que proyectan sombras silueteadas sobre las fachadas. Caminan como si pisaran suelo sagrado y, de vez en cuando, ella se detiene para señalar las placas de calles y plazas, a las que se ha añadido su antiguo nombre portugués.
—Calçada Velha, Entre Torres, Aljube… Reconocerás que en portugués suenan mucho mejor.
Abel asiente resignadamente y baja la voz:
—¿Sabes que la familia de Humberto Delgado quiso enterrarlo en Olivenza?
—No, no lo sabía.
—El cadáver de Arajaryr lo mandaron a Brasil, donde tenía a su familia. Pero Salazar no permitió que a Humberto Delgado lo enterraran en Portugal. Tenía miedo de que acabara ganándole la batalla después de muerto.
—¿Y por qué no lo enterraron aquí?
—El juez español tampoco lo estimó conveniente —continúa Abel—. No le parecía una decisión inofensiva. Humberto Delgado siempre había defendido que Olivenza era portuguesa, así que el juez pensó que enterrarlo aquí podía convertirse en un problema político.
—¡Qué tontería!
—Era un muerto incómodo, así que lo dejaron en el cementerio de Villanueva del Fresno. Y ahí se quedó durante muchos años. Eso sí, con la oposición del párroco, que decía que era comunista y no se le podía enterrar en suelo sagrado. El pobre Humberto Delgado no tenía nada de comunista, pero no lo dejaban descansar ni después de muerto.
—El cadáver errante —apostilla Catarina mientras bordean la plaza de Santa María.
Se detiene ante la placa y la lee como si la recitara, mientras hace un par de fotos.
—Adro de Santa Maria do Castelo.
—En el 90, mucho después de la Revolución de los Claveles, lo enterraron en el Panteón Nacional con todos los honores —continúa Abel—. La última vez que estuve en Lisboa me acerqué a visitar su tumba. Me pareció un horror. Un catafalco pesado y sin gracia. A lo mejor, él habría preferido quedarse en su nicho de Villanueva del Fresno.
—Mi padre me llevó a ver su sarcófago en Lisboa y me di cuenta de que todavía se le recuerda. La gente sigue dejando claveles rojos, año tras año.
Abel saca su primer Coronas de la tarde y se detiene a encenderlo en medio de la calle.
—Es más de lo que hacemos aquí con muchos de nuestros muertos, que siguen tirados en las cunetas.
Frente al ordenador —como si quisiera revivir una mañana cualquiera en el Pepe Botella—, el recuerdo me asalta como un fogonazo de aquel lejano 1965. El estudiante tragándose los cristales de sus gafas. Las náuseas. El vómito. La sangre mezclada con la saliva. Las heridas en la garganta. La mirada de pánico.
Lo habían detenido durante un acto de protesta en la Universidad de Lisboa y la PIDE lo había obligado a comerse sus lentes rotas. Los cirujanos lograron salvarlo después de cuatro horas de quirófano. La nota oficial lo despachó como una tentativa de suicidio.
Sucedió poco antes del asesinato de Humberto Delgado, pero hoy la escena de ese chico torturado y aterrado regresa con nitidez, como una imagen conocida. Las falsas tentativas de suicidio también fueron una coartada habitual en la España de Franco. Los regímenes totalitarios no suelen tener imaginación.
Mis recuerdos siguen vericuetos misteriosos y, rodeado por la asepsia de un hotel, me pregunto cómo ha vuelto este episodio a mi cabeza.
La memoria es como una linterna con las pilas casi gastadas. Trajinas a oscuras por el pasado, sin saber con qué tropiezas, hasta que de repente su luz oscilante alumbra algo y desvela la naturaleza del lugar al que acabas de entrar. A veces, para terminar descubriendo que ya habías estado antes allí.
El retorno a La Raya me ha hecho regresar a ese instante en que la linterna iluminó la verdadera naturaleza de Salazar: la foto fija del muchacho tragándose los cristales de sus gafas. Absortos en nuestro silencio, los españoles ignorábamos que nuestros vecinos estaban tan solos y tan asustados como nosotros.
Ahora algo tan obvio me produce cierta vergüenza. Sobre todo, porque fue un descubrimiento casual. Deambulaba entre viejos documentos y apareció aquel correo interno del embajador español en Lisboa, con el sello de «Reservado», mencionando el inverosímil intento de suicidio del estudiante. Podía haberme pasado inadvertido, pero ahí estaba, narrado en la prosaica jerga oficial. La misma que he vuelto a ver en el dosier de Humberto Delgado. Y de nuevo imagino al muchacho obligado por su cuadrilla de verdugos a tragarse sus lentes troceadas. O quizás es verdad que intentó matarse, horrorizado ante la certeza de la tortura.
Nunca olvidaré esa imagen, como tampoco olvidaré los testimonios de los presos de Caxias, casi idénticos a los de quienes pasaron por nuestra Dirección General de Seguridad.
El relato del muchacho que se tragó los cristales y el del abuelo de Catarina y su suicidio, real o inventado, son el mismo. Es la historia de esos interminables años de niebla en los que, a ambos lados de La Raya, compartíamos el silencio y el miedo como el que sufre una maldición bíblica.