Sentado al volante, Abel observa cómo las nubes se van oscureciendo y amenazan lluvia. Catarina permanece con los párpados entornados, pero ya le ha pedido dos cigarrillos, y al encendérselos, él ha notado un leve temblor en sus dedos que ella ha intentado disimular inútilmente.
La mañana ha comenzado con una luminosidad primaveral y Abel se ha despertado a las ocho, como si estuviera a punto de recuperar sus rutinas en Malasaña. No ha tardado en darse cuenta de que le esperan unos días muy diferentes. Y que no van ser nada rutinarios.
Para empezar, se ha visto golpeando suavemente la puerta de la habitación de Catarina, que ha respondido con voz pastosa y lejana: «¡Enseguida estoy!».
Media hora más tarde han desayunado en silencio rodeados de un batallón de jubilados, entretenidos en colmar sus platos en el bufé y dar vacaciones a sus rigurosas dietas. Esta vez, el bullicio ni siquiera ha despertado la curiosidad de Catarina, que ha seguido concentrada en su té con leche, mordisqueando una tostada y con los ojos oscurecidos por dos ojeras azuladas.
Abel ha aprovechado para repasar en voz alta el programa de la jornada, en un intento de devolverla al mundo real.
—Si te parece, vamos a reconstruir paso a paso el día de los asesinatos, empezando por el puesto de San Leonardo, por donde entraron los de la PIDE. Luego, antes de comer, nos acercamos a Badajoz, al hotel donde se alojaban Arajaryr y Humberto Delgado, y si nos da tiempo terminamos el trayecto en la finca donde los mataron.
Catarina ha asentido como una niña obediente, se ha bebido el té apresuradamente y ha dejado la tostada a medias. Abel ha terminado de desayunar sin perder de vista los ventanales del comedor, donde empezaban a asomar nubes grisáceas.
—¿Has traído ropa de lluvia?
Catarina ha negado con la cabeza.
—Pues que sea lo que Dios quiera.
Al salir del aparcamiento, el cielo se asemejaba a una tela sucia. Ha empezado a lloviznar mientras rebasaban la primera señal con la distancia a la frontera y durante todo el trayecto solo se percibirá el rítmico vaivén de los limpiaparabrisas.
Dos grandes placas azules con círculos de estrellas anuncian la salida de España y la entrada en Portugal, y Abel apunta hacia un grupo de construcciones blancas.
—San Leonardo.
Las ruinas del puesto fronterizo se mantienen al costado de la carretera, como si se resistieran a desaparecer. Entre las construcciones destaca la marquesina que protegía la aduana, convertida en un improvisado resguardo frente a las rachas de lluvia.
Catarina y Abel se ponen a cubierto y ella aprovecha algunos claros para hacer fotos. En un altozano próximo hay unas construcciones bajas, aparentemente abandonadas, con un vago aspecto cuartelario.
—Por aquí pasaron los dos coches de la PIDE la mañana del 13 de febrero. Las matrículas eran falsas y los pasaportes también, pero no les pusieron ninguna pega. El jefe del puesto, un tal Semedo, también era de la PIDE, así que todo quedaba en familia.
—¿Y al entrar en España? —pregunta Catarina.
—Semedo se subió a uno de los coches y cuando llegaron al puesto español dijo que sus acompañantes eran amigos de toda confianza y que iban a pasar un fin de semana en Sevilla. Y entraron sin más.
—Qué fácil, ¿no?
—Hicieron la vista gorda. Teniendo en cuenta que llevaban cal viva y seguramente armas en los maleteros, habría bastado un simple registro para descubrir que no eran una pandilla de amigotes.
Ha dejado de llover. Catarina atraviesa el asfalto y toma varias fotos en lo que parece un área de descanso. Luego dirige el objetivo hacia la marquesina y dispara de nuevo hasta que Abel se echa a un lado y decide cruzar la carretera.
Ella se sienta en un poyete. Abel la imita y se quedan mirando la vieja aduana.
—¿Qué coches llevaban?
—Un Opel y un Renault, ¿por qué?
—Intento imaginar la escena. Cuatro tipos con pinta de puteros cruzan la frontera diciendo que se van de juerga a Sevilla. Y lo que llevan en sus cabecitas son instrucciones para encontrarse con un líder político y con su secretaria, matarlos sin contemplaciones, enterrarlos de cualquier manera y deshacerse de los cuerpos con sacos de cal. Inquietante, ¿verdad?
—Imagínate que nunca se hubieran descubierto los cadáveres.
Catarina observa la marquesina hasta que un todoterreno de cazador se acerca a gran velocidad por la carretera dando un bocinazo intempestivo y pasándoles muy cerca. Reacciona con un sobresalto.
—¡Será gilipollas!
El cielo se está despejando y se dirigen al Clio. Catarina ya ha decidido instalarse en el lugar del acompañante y desde la ventanilla vuelve a disparar una ráfaga hacia la aduana. Luego parece buscar una foto en el visor y se la muestra a Abel. Es un primer plano suyo, hecho sin que se diera cuenta mientras estaban separados por la calzada. Abel, muy serio, aparece mirando hacia un lugar impreciso bajo la sombra de la marquesina.
—Retrato de un hombre en tierra de nadie —dice a punto de arrancar.
—¿Crees que volverán las fronteras?
—Las llevamos en nuestra cabeza.
—Bueno, a veces no están tan claras. —Catarina esboza una expresión traviesa.
—Esas son mis favoritas.
Mientras el coche emprende el camino hacia la capital pacense, Catarina le hace una seña para que se detenga unos instantes, como si acabara de tener una idea. Abel se desvía al arcén, la muchacha se baja rápidamente y aprovecha que no hay tráfico para plantarse en medio de la calzada empapada y hacer varias fotos de la línea de asfalto, que se aleja como un trazo húmedo y gris.
—El camino que siguieron los verdugos mientras iban a la caza de sus víctimas —dice al regresar al coche—. Voy a proponer que sea la primera foto del día. Ayer ya publiqué algunas desde Olivenza.