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A medida que se acercan a Badajoz, Abel repasa mentalmente los lugares que visitó y las personas con las que habló para intentar reconstruir esas horas finales del general y su secretaria. Los camareros del hotel en el que pasaron su última noche y donde se habían citado con un grupo de supuestos colaboradores, el encargado de la oficina de turismo y el taxista que los llevó a varios lugares de la ciudad.

De nuevo rebasan el perfil del cementerio y, después de dejar el Clio en un aparcamiento, se detienen en un bar a comer un tentempié y se encaminan cuesta arriba hacia la plaza de España, con su hormigueo de comercios, funcionarios municipales y camareros maniobrando entre las terrazas.

—La calle Muñoz Torrero —dice Abel dirigiéndose a un callejón peatonal—. Ahí estaba el hotel Simancas, donde durmieron por última vez sin sospechar lo que se avecinaba.

Catarina saca la cámara, hace tres o cuatro tomas del rótulo de la calle y sigue a Abel durante un par de manzanas, hasta un edificio de viviendas. Nada indica que haya sido un hotel. La fachada es una muestra de arquitectura insípida y a pie de calle hay un local con el cartel de «Se alquila», accesible por una puerta en el chaflán.

Como ya le sucedió en el paso de San Leonardo, Abel siente que algo chirría en los lugares que están visitando. Un vacío incongruente entre la vulgaridad de los escenarios y la magnitud de lo que pasó en ellos.

—Seguramente la entrada era por aquí —dice señalando el chaflán—, y en la planta baja estaría el comedor, donde se reunieron con quienes se supone que los iban a ayudar y que también se alojaban en el hotel. Una docena de personas, mujeres y hombres. Entre ellos, seguro que había colaboradores de la PIDE.

—¿Quiénes eran?

—Nunca se supo. El recepcionista no tomó nota de sus documentos de identidad.

—Eso es muy raro, ¿no?

—Sí, porque legalmente estaba obligado a hacerlo. Los hoteles tenían que abrir una ficha de cada huésped para el control de la Policía. Luego ya resultó imposible identificarlos. La mañana de los asesinatos todos se fueron precipitadamente.

Catarina se asoma a un escaparate del local en alquiler y Abel la imagina tratando de recomponer la escena. Los ruidos en el comedor de un hotel de tercera categoría, el chocar de los cubiertos contra la loza, las conversaciones en voz baja y el aroma de las soperas. Algo que difícilmente se asocia al ambiente de una conspiración.

—Lo único que sabemos es que eran extranjeros y que había algunos hombres morenos y de pelo rizado, con rasgos árabes. Seguramente mercenarios argelinos. La OAS ya había participado antes en un complot para matar a Humberto Delgado.

—¿Había portugueses?

—Sin duda.

El gesto de Catarina se vuelve más áspero. Parece inquieta y Abel percibe en esa inquietud algo que ya empieza a resultarle familiar: la sombra huidiza de Nuno.

—Hay un detalle curioso en la llegada de Humberto Delgado y Arajaryr al hotel.

—¿A qué te refieres? —Catarina sigue disparando su cámara de forma maquinal.

—En la recepción se comportaron como dos desconocidos y se registraron por separado. Ella con su nombre verdadero y él con pasaporte falso, a nombre de Lorenzo Ibáñez. Les dieron habitaciones en pisos diferentes. —Abel apunta a la fachada—. La de ella en el primer piso y la de él en el tercero.

—Espero que al menos pasaran la última noche juntos.

—Eso tampoco lo sabremos.

Abel emprende el camino de vuelta a la plaza de España y Catarina lo sigue tras hacer las últimas tomas de la calle, que ya cerca del mediodía empieza a animarse.

—Todavía hay algunos sitios por los que pasaron brevemente antes de que los asesinaran: Correos, la estación… Si quieres, nos acercamos.

—¿Tú crees que nos van a aportar algo?

Abel echa un vistazo al reloj.

—Poca cosa, así que te propongo que vayamos al lugar donde los esperaban para matarlos, de camino a Olivenza.

De nuevo en carretera y durante varios kilómetros, la música hace más evidente el silencio de Catarina, hasta que Abel vuelve a señalar a su izquierda, a un recodo junto al río Olivenza, flanqueado por grandes árboles.

—Es ahí.

Abel maniobra para cambiar de sentido y se mete en una pista que conserva islotes de asfalto. Sobre el río asoma un puente abandonado y cubierto de vegetación.

—Es lo que queda de la antigua carretera a Olivenza. Lo último que vieron Humberto Delgado y Arajaryr antes de darse cuenta de que habían caído en una trampa.

Nada más bajarse del coche, Catarina dispara su cámara hacia el puente. Abel le indica una senda que bordea un altozano rocoso.

—Los llevaron por ese camino y acabaron con ellos detrás del montículo. Sus asesinos tenían que conocer el lugar de antemano. Un escondite así no se encuentra por casualidad. Alguien les buscó un sitio que no se pudiera ver desde la carretera.

El paraje es una mezcla desangelada de rocas, escombros y vegetación rala. Un rincón inhóspito en el que sería fácil imaginar un homicidio pasional en plena posguerra o un asesinato por un antiguo conflicto de lindes. Pero no un crimen de Estado, que parece exigir un escenario más imponente.

—Qué sitio más anodino —comenta Catarina mientras toma fotos desde distintos ángulos, agachándose y tumbada en el suelo.

Un cielo de nubes algodonosas suaviza el horizonte y Abel permanece de pie, observando el paisaje en medio de un silencio alterado por el esporádico paso de algún coche. Alrededor, las únicas huellas humanas son los campos roturados y un caserón que asoma a lo lejos, aparentemente abandonado.

—El cortijo de los Almerines. —Abel mira hacia la construcción que corona el cerro—. En aquellos años estaba habitado.

—Y nadie vio ni oyó nada.

—Unos niños dijeron que habían visto dos coches y que al día siguiente encontraron un reguero de sangre y varios casquillos de bala. A mí sus testimonios siempre me han parecido muy inverosímiles. Si hubo balas, tuvo que haber disparos, pero a Arajaryr y a Humberto no los mataron a tiros. A ella la estrangularon y él tenía rotas las cervicales, le dieron un golpe en la base del cráneo.

Abel acompaña el relato con un gesto en su propia nuca. Antes de continuar, enciende un Coronas.

—Y los coches no podían estar solos en medio de la nada. También estaban las víctimas y la banda de asesinos, así que los chavales tuvieron que ver el instante de la agresión, o al menos los forcejeos. Sabían mucho más de lo que contaron.

—Me los imagino aterrados, escondiéndose y tratando de que no los descubrieran.

—Los habrían matado sin contemplaciones.

Catarina deja de disparar la cámara.

—¿Pudo haber alguien más?

—Tal vez. Pero todos los testimonios en el sumario coinciden en que aquí solo estuvieron Humberto, Arajaryr y los cuatro de la PIDE. Y en que los tipos metieron los cuerpos en los maleteros.

Catarina se sienta en una roca y observa las fotografías en el visor. Abel se pone en cuclillas a su lado. Las imágenes se suceden mostrando la desnudez del lugar, los matojos naciendo entre las piedras, algunos islotes de tres o cuatro árboles y la distante silueta del cortijo recortándose contra un cielo apacible.

—Creo que ya está —dice levantándose y tapando el objetivo.

Abel permanece unos instantes más en cuclillas, encadenado a ese sitio por una fuerza extraña. Ya lo ha visitado en otras ocasiones intentando evocar lo que sucedió y siempre ha tenido la incómoda sensación de imaginar una escena incompleta. Una obra a la que le faltan figurantes, cómplices o testigos en la sombra. Tal vez algún otro coche, fuera de la vista de aquellos muchachos asustados. O alguien vigilando.

Y no es el único que lo piensa.

—Puede que hubiera otros haciendo labores de apoyo. Mi padre guardaba un artículo sobre un coche con matrícula extranjera que alguien quemó a las afueras de Badajoz. Los números del bastidor quedaron irreconocibles. Le habían prendido fuego para deshacerse de él sin dejar ni rastro.

De camino al Clio, Abel observa a Catarina de refilón intentando calibrar lo que sabe realmente. La muchacha se gira sobre sus pasos hacia el lugar de los asesinatos y hace dos o tres fotos.

—Son diferentes —dice como si se justificara.

—¿El qué?

—Las fotos que haces cuando llegas a un escenario y cuando te vas. Parece que nada ha cambiado, pero en realidad todo es distinto.

Se dispone a ocupar el puesto de copiloto y Abel la para en seco.

—Quedan pocos kilómetros a Olivenza, así que podemos intercambiar los papeles.

Ella asiente con resignación y se pone al volante. Abel baja la ventanilla mientras el Clio emprende la marcha.

—Aquellos días también se habló de otro coche. —La voz de Abel suena neutra, igual que el paisaje que se ve por la ventanilla—. Un Lincoln con matrícula yanqui. Lo estaban reparando en un taller de Badajoz y en el tapizado encontraron cabellos y manchas de sangre. Al dueño lo identificaron enseguida.

—¿Quién era?

—Un tal Tapiero. Vivía en Madrid, cerca de Cuatro Caminos, y los periódicos ni siquiera se pusieron de acuerdo en su nacionalidad. Unos decían que era marroquí y otros, estadounidense.

—¿Lo llegaste a conocer?

—No tuve el gusto, pero en la hemeroteca leí algunas noticias sobre su detención. Lo procesaron, pasó casi un año en la cárcel de Carabanchel y lo soltaron por falta de pruebas. Su abogado defendía que le habían robado el coche y que Tapiero no supo para qué se había utilizado. Hace pocos años una vecina de su edificio me contó que cuando salió de la cárcel se fue a vivir a Washington.

Catarina abre mucho los ojos por encima de las gafas de sol y él se limita a seguir observando por la ventanilla.

—En Internet he encontrado también algunas referencias a Tapiero —prosigue Abel—. En el 70 le pusieron una multa considerable por contrabando, casi medio millón de pesetas de la época. A él y a un portugués. Esta vez no lo detuvieron, oficialmente estaba en paradero desconocido.

—¿Qué tipo de contrabando?

—No eran de los que se jugaban la vida cruzando el río con mochilas a la espalda, eso seguro. Les decomisaron un Mercedes.

—Washington, contrabando y el asesinato de un general, qué cóctel más extraño —comenta Catarina antes de volver a su hermetismo y como si ya tuviera la cabeza en otro sitio.