Abel y Catarina regresan a Villanueva del Fresno con una pesada sensación de inquietud, que aumenta cuando bordean la plaza y observan que la terraza en la que han estado con Julián ha quedado completamente desierta.
—Me estoy acordando de nuestros vecinos de mesa —comenta Abel lacónicamente.
Catarina se limita a girar su anillo, en silencio, mientras el coche cruza el pueblo, que parece haber caído en una especie de sopor. Es la hora de la siesta y solo encuentran un bar abierto en el que dan rápida cuenta de un par de raciones.
A la salida del núcleo urbano, Abel da un giro y entra por un camino de tierra.
—Si quieres, hacemos una visita al cementerio. Además del nicho donde estuvo el general, ahí estaba la sala donde practicaron las autopsias de los dos cadáveres. A tu jefe no le molestará un poco de morbo.
Catarina coge la cámara y Abel detiene el Clio junto a una arboleda, a las puertas del camposanto. Unos cuidados macizos de flores adornan la entrada, donde trastea un hombre mayor, entretenido en regarlas con una lata, como si estuviera a la puerta de su casa. Los mira con curiosidad y se fija en Abel.
—No es la primera vez que viene por aquí, ¿verdad? —Su voz es ronca, de fumador.
Abel le tiende la mano.
—He estado en un par de ocasiones. He escrito sobre Humberto Delgado y ya hablé con usted. Veo que tiene buena memoria.
—Me sonaba su cara. —El sepulturero dirige su atención a Catarina.
—Es una fotógrafa portuguesa —aclara Abel—, está haciendo un reportaje sobre los lugares donde pasó todo. Y no podía faltar el cementerio.
El hombre mira orgulloso hacia las tumbas.
—Antes venían muchos compatriotas suyos a visitar la sepultura. Estuvo allí muchos años —dice señalando una pared de nichos—. Incluso cuando se lo llevaron a Portugal, seguían viniendo periodistas y gente con estudios.
—¿Cuándo trasladaron los restos? —pregunta Abel.
—La mañana del 23 de enero de 1975. Hacía un frío de cojones, que me perdone la señorita.
Catarina saca la cámara.
—¿Le importa?
—No se preocupe, aquí no va a protestar nadie —masculla el sepulturero al tiempo que se vuelve a sus macizos—. Eso sí, procuren no pisar las tumbas, hay algunas lápidas rotas. La gente ya no se acuerda ni de sus muertos.
Abel conduce a Catarina al que fue el nicho del general y luego frente a una pequeña nave, a un costado del cementerio. Es una sencilla construcción encalada convertida en almacén.
—Aquí se hicieron las autopsias y no debió ser precisamente agradable. Yo he visto las fotografías del sumario y no se las recomiendo a nadie. El forense tardó varias horas porque, entre los estragos de la cal y de los animales, los cuerpos estaban irreconocibles.
—Pues los identificaron enseguida —apostilla ella enfocando la cámara al almacén y disparando tres o cuatro fotos.
—En un tiempo récord. Los cadáveres aparecieron un viernes y al lunes siguiente ya los habían enterrado aquí. Eso demuestra que la Policía española supo quiénes eran desde el primer momento. Enviaron desde Madrid a los mejores especialistas de la Brigada de Investigación Criminal y de la Político-Social. Además, el cementerio estuvo tomado por la Guardia Civil varias semanas. A la prensa le prohibieron el paso y ni siquiera podía entrar la gente del pueblo, salvo que hubiera un entierro. Fueron los muertos más vigilados del país.
Abel ha tomado asiento en una lápida de apariencia sólida, con aspecto de pertenecer a alguna familia rica. Sobre el mármol hay un ramo de rosas de plástico.
—Luego estuvieron varias semanas mareando la perdiz. Imagino que trataban de ganar tiempo para decidir cómo manejaban el asunto.
—Mi padre decía que las dictaduras mienten con mucho aplomo.
—No solo las dictaduras. Ahora lo llaman fake news. —Abel juguetea con las rosas de plástico y se guarda una en el bolsillo.
Catarina lo mira con expresión divertida.
Sobre sus cabezas, el cielo se ha ido cubriendo. Un trueno anuncia lluvia inminente y se disponen a salir del cementerio.
Empiezan a caer gruesas gotas y ella vuelve sobre sus pasos para disparar una última ráfaga. Cuando regresa, ya tiene el pelo húmedo y busca cobijo junto a Abel, que se protege bajo un voladizo. A pocos metros, el sepulturero observa las flores que acaba de regar, golpeadas por la lluvia.
Abel se le acerca, saca su paquete de Coronas y le ofrece. Catarina se suma y, al cabo de unos instantes, los tres fuman tranquilamente mientras la tormenta martillea sobre sus cabezas. El viejo echa una ojeada al cielo.
—Es una nube, se pasará enseguida.
Abel no parece muy convencido.
—Nos vamos de todas formas —dice tendiéndole la mano—. Quizás nos volvamos a ver.
—La próxima vez yo estaré ahí —el sepulturero señala las tumbas y luego muestra el cigarrillo—, y esto habrá tenido la culpa.
—Si lo sé, no le ofrezco.
—Como decimos por aquí, para lo que me queda en el convento.
Abel está a punto de echar a correr hacia el coche y Catarina lo frena al tiempo que se dirige al viejo:
—En esos días en que mataron al general y a su secretaria, ¿recuerda usted si hubo algún otro entierro?
El hombre la mira con extrañeza.
—Este es un pueblo grande. Todos los meses había alguno, y en esa época la gente no vivía muchos años. Todavía se pasaba hambre.
—Me refiero a una muerte violenta. Tal vez un contrabandista, o un prófugo. Nos han hablado de un tal Botello.
El gesto del sepulturero se vuelve desconfiado.
—Ha pasado mucho tiempo. No puedo recordarlo todo.
Abel sale en ayuda de Catarina:
—¡Vamos!, ¡ha demostrado usted tener muy buena cabeza!
—Hay cosas que prefiero olvidar —zanja tirando la colilla en un charco—. Aprovechen, que parece que ha escampado un poco, estas nubes son muy traicioneras.
Catarina parece contrariada y Abel la coge del brazo. La lluvia cobra fuerza y ambos salen disparados hasta el coche. Ya dentro, Abel se saca la rosa de plástico del bolsillo y la tira por la ventanilla.
—Un caso típico de memoria selectiva —dice arrancando.
A sus espaldas oyen gritar al sepulturero:
—¡Busquen en el cementerio de Higuera de Vargas!
Desde la terraza observo el paisaje de Olivenza y siento que tiene algo en común con los que veo desde mi mesa de trabajo o desde el Pepe Botella. Tal vez su fragilidad. La certeza, o peor, la incertidumbre, de que esos campos de cultivo queden sepultados cualquier día bajo edificaciones insignificantes. De la misma forma que alguna mañana, al asomarme a la calle, tal vez descubra los alcorques vacíos por obra de algún alcalde con tendencias arboricidas.
Hay una especie de conjura universal a favor del olvido. Una tenaz vocación de destruir todo aquello que ofrezca amarres a nuestra memoria, hasta dejarla como una balsa a la deriva. Un afán de borrar indicios, anegar recuerdos, arrasar territorios y condenar edificios a la ruina. Un propósito más o menos deliberado de que todos caigamos en una forma de amnesia y un estado de desamparo del que no somos conscientes. Y a veces también hay una voluntad de intimidar, como la de esos malnacidos que nos han dejado su firma en el camino de Los Malos Pasos.
Todo lo que me rodea tiene fecha de caducidad. Al volver a los escenarios del asesinato de Humberto Delgado y Arajaryr Campos, me parece estar visitando lugares que se desvanecen. Rincones cuya historia se diluye y que algún día nadie recordará. Quizás, dentro de pocos años, solo los recuerde esta muchacha que busca alivio para una profunda herida familiar, ignorando si acabará por cauterizarla o ahondará aún más en ella.
No hay historias mayores y menores. Solo hay historias documentadas, impresas en papel, y episodios escritos en el agua o nunca escritos, como el de ese jinete ejecutado sumariamente por un destacamento de la Guardia Civil. ¿Se le recuerda en algún sitio? ¿Tiene algún familiar esperando un mínimo acto de justicia?
Al acercarme al cuartel de Los Llanos, hace ya bastantes años, no sabía nada sobre el hombre abatido a tiros en el camino de Los Malos Pasos, pero recuerdo el lugar con un extraño desasosiego. Me sorprendió el estado de abandono del edificio, invadido por la maleza, que iba apoderándose del patio y desdibujando su contorno, cubriendo los caminos de acceso y trepando hasta las ventanas, cerradas a cal y canto, como si la vegetación cumpliera la tarea de borrar las huellas de un delito. Tuve que saltar vallas y adivinar senderos hasta descubrir las construcciones medio escondidas entre los árboles.
Buena parte de lo que sucedió hace más de cincuenta años en esta zona de La Raya, como en cualquier otra, ha sufrido la extirpación de ese lóbulo donde se localiza nuestra memoria. Si todavía quedan testimonios de la gente que vivió aquellos crímenes, será por poco tiempo. La muerte se ocupará de disolverlos, y el resto del trabajo sucio se lo dejaremos a la furia de las zarzas, a las inclemencias del tiempo y también a la naturaleza invasora del agua, que ha inundado la comarca hundiendo su historia en las profundidades.
Tras construir el pantano de Alqueva y convertir el Guadiana en un inmenso estanque de recreo, los expertos advirtieron que harían falta cartas de navegación para que las embarcaciones sortearan lo que había quedado sumergido. Molinos, diques, bosques de ribera, casas de pescadores y pequeños saltos de agua, escondidos en la opacidad cenagosa del embalse. Igual que los escenarios del contrabando, los lugares de paso, los vados y los embarcaderos, muchos de ellos desaparecidos para siempre o arrinconados como viejas fotos en alguna tesis doctoral. El agua, convertida en una materia infalible para emborronar el pasado.
Tenía razón Aldo Chagas, el padre de Catarina. La verdad no está solo en los grandes acontecimientos, también se esconde en los detalles menores. Pero qué más da si, en uno y en otro caso, mantenemos esa frágil voluntad, ese silencio impuesto bajo amenazas o esa vocación perseverante de olvidarlo todo.