Después de una noche agitada se han levantado pronto para acudir a la cita con Aurora. El dolor apenas ha dejado descansar a Catarina, tiene los hombros amoratados y ha acompañado su desayuno con calmantes, pero el instinto parece advertirles que están cerca de encontrar un significado a su viaje. Y que hay gente empeñada en que no lo consigan. El episodio de la gineta sobre el capó fue el aviso más amable, y lo de ayer, una agresión en toda regla, así que los dos intuyen que la violencia va a ir en aumento.
Por eso, al llegar al aparcamiento no les sorprende encontrarse el coche pegado al suelo. Le han rajado las cuatro ruedas. No hay ninguna nota, ni falta que hace.
Les ha llevado un par de horas recurrir a un taller y comprobar que ninguna cámara del hotel ha grabado el acto de vandalismo. Quienes sean hacen bien su trabajo. Mientras, Catarina ha llamado a Marcos Jiménez, el redactor jefe, y le ha pedido que el periódico se hiciera cargo de los gastos de la reparación y dejara de publicar el reportaje en la edición digital. Marcos ha presionado a Catarina para que vuelva a Madrid.
—A todos los efectos, tu trabajo en La Raya ha terminado. No podemos asumir que te suceda algo —le ha comunicado en un tono que a ella le ha sonado demasiado ambiguo.
—Volveré pasado mañana. Todavía tengo asuntos que resolver.
—Bajo tu responsabilidad, que te quede claro —ha cortado el redactor jefe.
Abel no parece sorprenderse por la respuesta del periódico. Y aunque no se publique nada, Catarina y él saben que van a seguir bajo vigilancia.
A media mañana vuelven a estar en la carretera, bordean Badajoz y cruzan el Guadiana. Abel no ha dejado de mirar el retrovisor a medida que se acercan al barrio del Gurugú y Catarina empieza a jugar con su anillo turquesa.
—El nombre se las trae —dice Abel en un intento inútil de aliviar el nerviosismo de su acompañante—. Se lo pusieron por el monte Gurugú, cerca de Melilla. Durante las guerras con Marruecos hubo varios encontronazos en aquel monte. Entonces este barrio parecía un escenario de guerra porque era un suburbio donde se levantaban y tiraban casas continuamente. Alguien dijo que era como el Gurugú y se quedó con el nombre.
Catarina observa los sencillos bloques de pisos.
—Con el tiempo, el barrio pasó a ser un nido de contrabandistas. Y ahora en el monte Gurugú se esconden los africanos dispuestos a dejarse la piel en esas alambradas que les hemos instalado cariñosamente. La historia crea extraños paralelismos.
El Clio enfila una avenida arbolada y Abel empieza a callejear, parándose a preguntar un par de veces y sin dejar de controlar el retrovisor. Finalmente consigue dar con el bar La Plaza, se baja a hacer una consulta y poco después están llamando al portero automático de un edificio de viviendas.
Les contesta una desconcertante voz juvenil que no parece corresponder a la mujer de setenta y pico años que, momentos después, les abrirá la puerta con expresión risueña.
Aurora es de pequeña estatura, calza manoletinas y viste vaqueros y una camiseta estampada. Tiene el pelo rizado y unos ojos negros, muy vivos, que parecen rebelarse contra las arrugas de su cara, como dos brasas en un campo de surcos.
—Enrique me llamó ayer —dice a modo de saludo, dándoles un par de besos— y me avisó de que vendríais, pero os esperaba más tarde. Me pilláis de milagro, iba a acercarme a la compra.
La vivienda es pulcra y las paredes, de un blanco impoluto, están adornadas con pinturas que llevan la firma de la dueña. Coloridos paisajes montañosos, marinas y retratos que se alternan con fotos familiares de bodas y primeras comuniones.
—Me hacen compañía —señala sin dejar muy claro si se refiere a sus cuadros o a los recuerdos familiares.
Aurora les hace pasar a una espaciosa sala que comunica con una terraza llena de macetas. En un rincón hay una bicicleta estática y Abel nota una punzada de envidia hacia esa mujer que parece librar una guerra contra el tiempo.
—Os puedo ofrecer una naranjada fresquita. Tengo unas naranjas que dan un zumo estupendo.
Los dos asienten y Catarina la acompaña a la cocina.
Abel se queda en la sala oyendo el runrún de una exprimidora y vagos retazos de conversación en portugués. Súbitamente, le llegan voces animadas y poco después las dos mujeres regresan como si se conocieran de toda la vida.
—Le contaba que cuando era joven los portugueses me parecían muy tristes —dice Aurora poniendo un vaso de naranjada en manos de Abel—, y al final acabé casándome con uno de Santarém. Por lo menos a ese lo salvé.
Catarina esboza una sonrisa y Abel se relaja ante su aparente cambio de humor.
—Estamos indagando en casos de gente que murió en La Raya, en los años del contrabando. Usted y su marido trabajaban en un cortijo junto al Guadiana, ¿no?
—El cortijo de Albalá. Por allí había campos de cultivo y trabajaba mucha gente. Otavio y yo acabábamos de casarnos y eran unos años muy duros. Vivíamos en barracones y apenas nos llegaba para mantener a los hijos. Así que con la Revolución de los Claveles nos fuimos a Portugal y nos instalamos en Santarém. Cuando Otavio murió, hace dos años, me volví a Badajoz.
—¿Y tus hijos? —pregunta Catarina.
—Uno se quedó allí porque tenía un buen empleo y los otros dos se vinieron. Ahora están en paro y les tengo que echar una mano, así que vuelta a empezar.
—Enrique nos dijo que tu marido había sido barquero y pasaba contrabando —interviene Abel.
—Contrabandeaba con café y gracias a eso podíamos comer. Vivíamos del trueque. Teníamos una economía muy básica y el café era como nuestra moneda.
—También nos contó que pasaba a personas —dice Catarina—, gente que cruzaba el Guadiana clandestinamente.
—Eso fue en los sesenta. Había muchos chavales que intentaban escaparse del alistamiento. Un pasador de Elvas los llevaba hasta la orilla portuguesa fingiendo que trabajaban en los arrozales. Luego los cruzaban en barca en grupos de dos o tres y aquí los esperaba otro pasador de Badajoz.
—¿Y qué hacían después? —pregunta Abel.
—Tenían que llegar a Francia y a veces los pillaban por el camino y los mandaban de vuelta a Portugal.
—Como desertores… —añade Catarina.
—Recuerdo a un muchacho, casi un crío, que cruzó con mi marido —prosigue Aurora—. Iba con lo puesto, no tenía dinero y llevaba tres días malcomiendo porque venía desde Montemor. Soñaba con llegar a Francia. Nos dio mucha pena. Otavio no le cobró y le dimos algo para el camino, aunque no nos sobraba.
—¿Supieron qué fue de él? —se interesa Catarina.
—Al cabo de dos semanas estaba de vuelta, agotado y con la moral por los suelos. No había podido cruzar la frontera francesa porque no tenía dinero para salir clandestinamente y tuvo que volver. Mi marido lo trajo de nuevo a Portugal, y meses más tarde, el pasador de Elvas nos contó que había muerto en Guinea, en un enfrentamiento con la guerrilla.
—¿El pasador de Elvas vive? —pregunta Catarina.
—Supongo que sí —Aurora tuerce el gesto—, lo vi hace unos meses en un entierro, pero me pareció que andaba regular de la cabeza. Le fallaba la memoria. Seguramente os darán alguna referencia suya en el Círculo Elvense, en la Praça da República. Antes iba mucho por allí.
—En realidad —confiesa Abel—, estamos tratando de localizar a un pariente que desapareció en 1965. Intentamos aclarar si su desaparición tuvo algo que ver con el asesinato de Humberto Delgado, porque fue en las mismas fechas.
Aurora lo mira fijamente.
—Han pasado muchos años, pero recuerdo un suceso muy extraño. En aquellos días apareció un cadáver en el agua cerca de Albalá, en un sitio que llaman La Barraquera. Estaba desnudo y muy hinchado, con la cara amoratada, así que llevaba muerto varias semanas. No se había ahogado. Lo habían matado de un golpe en la nuca.
—¿Lo llegaste a ver? —La voz de Catarina se quiebra.
—De lejos, no dejaron que nos acercáramos, pero era un hombre joven. No había cumplido los treinta. Lo enterraron en Badajoz, en la fosa común del Cementerio Viejo.
—¿Supisteis por qué lo mataron? —interviene Abel.
—Entre los contrabandistas se corrió la voz de que era un soplón, pero creo que fue un caso político.
Abel la invita a seguir con un gesto. Aurora se demora dando pequeños sorbos a su naranjada.
—Cuando apareció el cuerpo, en marzo de aquel año, vino a investigar el asunto un comisario de Madrid, un pez gordo de la Policía. Mi marido me contó que era el mismo que había estado en el hotel de Badajoz viendo las habitaciones de Humberto Delgado y de la señora. Y se volvió a Madrid sin soltar palabra.
—El comisario Viqueira —puntualiza Abel mirando a Catarina—. Murió hace unos años, así que todo lo que sabía se lo ha llevado al más allá.
—¡Ese! —salta Aurora.
—Has dicho que el cadáver del Guadiana apareció en marzo —prosigue Abel.
—Sí, el veintitantos. Lo recuerdo porque estaba embarazada de mi primer hijo y acababa de salir de cuentas. Y nació el 30 de marzo.
—¿Podemos acercarnos al sitio donde lo encontraron? —El tono de Catarina vuelve a sonar acuciante.
—Os acompaño —Aurora mira su reloj—, pero necesito volver pronto, antes de que cierren el mercado. Tengo que hacerles la compra a mis hijos.
Abel está a punto de decir que pueden ir solos, pero la mirada implorante de Catarina no admite réplica y poco después están los tres en el coche. Abel ha vuelto a coger el volante pendiente del retrovisor, Aurora está a su lado indicándole el camino y Catarina viaja callada en el asiento trasero.
De nuevo en la carretera van dejando a ambos lados grandes fincas de cultivo y algunas bodegas antes de llegar a la pista del cortijo Albalá, un camino ancho de gravilla que parece llevar directamente al Guadiana.
El Clio levanta una densa polvareda entre campos recién sembrados hasta que llegan a una enorme construcción donde dormitan algunos tractores. A su lado, en una finca tapiada ven los restos de una capilla y una casa señorial abandonada, medio oculta por una arboleda.
Aurora señala ese último edificio.
—Esa era la casa de los señores y todas las tierras que hay alrededor pertenecían al cortijo. Ahora las explota una sociedad.
La pista sigue paralela al Guadiana, lejos del cauce, y no encuentran ningún ramal en dirección al río. Aurora indica un punto en la distancia, donde asoma el inconfundible torreón de hierro, con su eterno nido de cigüeñas en lo alto.
—La Mina Tere —apunta Catarina.
Aurora se vuelve hacia ella sorprendida:
—¿La has visto antes?
—La vi desde la otra orilla. Me llamó la atención que las cigüeñas anidaran en un sitio así.
Abel aparca cerca de la estructura metálica y, durante diez minutos, Aurora los conduce a paso rápido por un estrecho sendero hasta la orilla.
Frente a ellos, el Guadiana fluye tan mansamente que parece casi un estanque, flanqueado por el bosque de ribera. En la parte menos profunda de su cauce asoman algunas rocas. Aurora se toma su tiempo, como si rebuscara entre sus recuerdos, antes de señalar unas muy próximas a la orilla:
—Fue allí. El cuerpo estaba encajado entre esas rocas.
Abel no ha perdido de vista la cara de Catarina y no necesita preguntarle si fueron esas piedras plomizas y llenas de limo las que hicieron llorar a su padre.