De vuelta al Gurugú, se despiden de Aurora con un «hasta pronto» que Abel sabe que solo es la expresión de un deseo. Está familiarizado con ese sentimiento. En sus años como periodista vivió infinidad de encuentros fugaces con personas de todo tipo, en lugares distantes y ajenos a su mundo habitual. Hombres y mujeres de todas las edades con las que había experimentado una corriente de complicidad y a las que, casi con certeza, nunca volvería a ver. Eran como un rosario de pequeñas pérdidas, oquedades que iban dejando un rastro oculto y que ahora, con el tiempo, se han convertido en cicatrices invisibles.
Aurora es una de esas personas y al verla alejarse ha vuelto a revivir esa sensación a la que nunca se acostumbró del todo. Antes de despedirse, Catarina le ha pedido que posara y ha hecho algunas fotos. Luego la ha abrazado con fuerza y la mujer ha respondido, un poco desconcertada, ignorando la mezcla de dolor y gratitud que encerraba ese abrazo.
Abel las ha mirado a distancia, algo intimidado, y ahora, mientras comen algo en la barra del bar La Plaza, lamenta como siempre no haber sido más expresivo.
Catalina enciende el visor y repasa los retratos de Aurora: primeros planos de sus ojos risueños, el mapa de pequeñas arrugas en la frente y la boca apretada, tal vez guardándose algunos secretos.
—Siento como si Aurora fuera un pariente lejano con el que he repetido aquella excursión con mi padre.
—Te ha impresionado volver a las rocas.
—Por lo menos, ahora estoy completamente segura.
—¿De qué?
—De que mi padre sabía que era ahí donde apareció el cuerpo de Nuno.
—Quizás también descubriera por qué lo mataron —dice Abel mientras alza la mano para pedir la cuenta.
Catarina paga la consumición y se guarda la nota.
—Quiero llevarte a un sitio —dice colgándose la bolsa al hombro.
Ambos regresan al coche y esta vez es Catarina la que toma la delantera y se coloca al volante.
—Es una iglesia que está a las afueras de Elvas, la de Jesus da Piedade. Mi padre solía mencionarla en sus escritos sobre la guerra en las colonias. La había visitado a menudo y decía que era una lección de historia.
—¿La viste con él?
—No. Insistí bastante y se limitó a acompañarme a la puerta, pero no quiso entrar conmigo.
Catarina conduce con firmeza y la autopista los acerca rápidamente a Elvas, que asoma sobre sus murallas, encerrada en un sueño de siglos. El Clio bordea el recinto por una circunvalación donde se suceden centros comerciales idénticos a los de cualquier otra ciudad. Catarina se detiene cerca del acueducto, que se extiende frente a ellos como un esqueleto de piedra, pregunta a un transeúnte y se interna en un barrio de nueva construcción hasta llegar a un espacioso aparcamiento a los pies de un templo. La mayor parte de las plazas están ocupadas y tarda en encontrar un hueco.
—De entrada, parece que hay bastante devoción —dice Abel.
—Devoción al marisco, en todo caso. —Catarina señala un restaurante cercano—. Es una marisquería muy popular. En Internet es lo primero que sale cuando buscas el santuario.
Abel se ríe de su propia ingenuidad y Catarina lo toma del brazo, divertida, mientras suben las escalinatas de la iglesia, un edificio barroco de paredes blancas ribeteadas de amarillo.
El interior es muy sobrio. No hay nada que llame especialmente la atención. El templo está desierto y Catarina recorre el pasillo central entre bancos vacíos hasta llegar al altar mayor, donde se abre una puerta. En el dintel hay un pequeño rótulo: «Museu de Ex-votos».
El silencio es casi absoluto y tardan en reparar en la presencia de un anciano sacerdote medio adormilado junto a una mesa camilla, presidida por un transistor a muy bajo volumen. Los mira con ojos inexpresivos y apenas responde al saludo de Abel, que deja un par de euros en un cepillo colgado de la pared. Un cartel advierte de la prohibición de tomar fotos.
Catarina se comporta como si el cura no estuviera y continúa hasta una pequeña estancia del museo, con los muros forrados con piezas de cera en forma de brazos, piernas, cabezas, corazones y vísceras de todo tipo, que cuelgan de la pared con cintas de colores.
—Qué afición a trocear cuerpos —murmura Abel—. Lo he visto en muchos santuarios españoles y siempre me ha impresionado. A Gonzalo lo llevé a uno cuando era niño y tuvo pesadillas durante una temporada. Su madre me puso de vuelta y media.
Catarina controla al sacerdote, que no se ha movido de su rincón, y saca la cámara de la bolsa. Pasa a una sala contigua, un camarín abovedado al que apenas llega la claridad de la calle. Abel tarda en familiarizarse con la penumbra y descubrir los muros y techos completamente cubiertos de fotos enmarcadas.
—Mi padre se refería a esto.
Localiza el interruptor de la luz y las fotografías cobran nitidez. Se trata de retratos familiares con dedicatorias, pero la mayoría son fotos de hombres muy jóvenes con uniforme de campaña y ropa de camuflaje, posando sobre un fondo de vegetación tropical. Algunos miran a la cámara ufanos, sujetando su arma en posición de combate. Otros tienen una expresión de incertidumbre, como si no entendieran qué los ha llevado hasta esos escenarios sofocantes. Y los hay que no pueden ocultar el miedo en sus semblantes serios, casi al borde del llanto.
Al pie de las fotografías, con una escritura rudimentaria, hay ingenuas plegarias al Senhor da Piedade pidiéndole protección o agradeciéndole que haya devuelto con vida a un padre, un hijo o un hermano. Junto a las frases aparecen las fechas y lugares donde se tomaron las fotos: Angola, Mozambique, Guinea…
—Las últimas son de 1974, justo antes de la Revolución de los Claveles —dice Abel—. Menos mal que alguien detuvo esa carnicería.
Catarina se cerciora de que el sacerdote sigue atento a su transistor y hace algunas fotografías.
—No vamos a obedecer a todo lo que diga la Iglesia.
Durante un rato, el discreto clic del obturador es el único sonido que se oye en el camarín. Los dos recorren en silencio esa galería de retratos en los que asoma una rara mezcla de vanidad, angustia y temor.
—Al menos estos regresaron con vida —comenta Abel—. No quiero imaginar lo que decía la gente cuando les devolvían a sus hijos en un ataúd.
—Supongo que en ese caso las familias no veían a sus muertos. Solo podrían rezarle al Senhor da Piedade.
—¿Cómo se reza en esas situaciones? Señor, ten piedad, porque los que nos gobiernan no conocen el significado de esa palabra.
Catarina se guarda la cámara y toca el interruptor.
—¿Nos vamos?
Abel asiente, ella apaga la luz y la penumbra vuelve al camarín.
Cuando salen de la iglesia, se encuentran un considerable revuelo. Ha terminado la sobremesa, el restaurante acaba de cerrar y los clientes van subiendo a los coches.
—Los devotos abandonan el templo —bromea Catarina.
Dejan el santuario atrás con ella de nuevo al volante, aparentemente segura en su territorio. A su lado, Abel se relaja.
El Clio accede al recinto amurallado de Elvas a través de un arco semejante a un túnel del tiempo. Abel intenta desentrañar las variaciones de ánimo de Catarina, que parecen oscilar entre la evocación del viaje con su padre, el miedo a nuevas señales de peligro y la intriga ante el posible encuentro con el pasador. Alguien que quizás ha perdido por completo la memoria.
Aparcan y mientras se encaminan hacia el corazón del casco histórico, la ansiedad va en aumento. Por eso, cuando llegan a la Praça da República y se asoman al Círculo Elvense, con su añejo aire de casino de provincias, se sienten decepcionados al encontrarse el edificio en obras, con el mobiliario desmontado y cuadros apilados en las esquinas.
Catarina da algunas voces que se pierden en las salas vacías y, finalmente, deciden acercarse a un bar colindante con la esperanza de que alguien los ayude a localizar al pasador. El tabernero, un hombre de unos cincuenta años y aire perspicaz, reacciona rápidamente:
—Han venido a la persona adecuada. Conozco a todos los vecinos de Elvas, incluso a gente a la que no me gustaría conocer.
Catarina y Abel se quedan callados, a la espera.
—No se preocupen, Agostinho nunca ha sido santo de mi devoción, pero ahora solo es un viejo medio trastornado y que siempre dice lo mismo. No creo que les sea de mucha ayuda. Si no es indiscreción, ¿para qué quieren hablar con él?
—Estamos trabajando en un libro sobre la gente que salía clandestinamente de Portugal en los años sesenta —interviene Abel—. Nos han dicho que Agostinho los ayudaba.
—Por interés. —El hombre se toca el bolsillo—. Ya les digo que no era ningún santo, pero quizás recuerde algo de aquellos tiempos. Yo solo era un niño, así que no les puedo contar gran cosa. Lo único que sé es que se arriesgaban mucho desertando. Si pillaban a alguien, lo mandaban directamente al frente. Al peor sitio posible.
Abel decide sacar partido de la locuacidad de su interlocutor:
—¿Usted no sabrá nada de un hombre que apareció muerto en el río por aquellos años?
—¿Algún pariente de ustedes?
—Es puro interés profesional —improvisa Abel.
—Hablen con Agostinho, insisto. Quizás lo pillen con la cabeza en su sitio.
El hombre se retira y hace una llamada. Luego vuelve junto a ellos.
—He hablado con su sobrina, una solterona que lo acompaña a todas partes. Dice que esta tarde Agostinho está un poco indispuesto y podrían verlo mañana por la mañana. Vive cerca del Cemitério dos Ingleses.
Catarina apoya el trasero en una mesa del bar, desilusionada.
—Les paso el móvil de la sobrina. —Lo anota en una servilleta de papel—. Se llama Celia. Ella les dirá a qué hora pueden quedar con Agostinho. Es bastante corta, pero buena gente.
Abel agradece el papel con un gesto y Catarina añade un «Obrigada» casi imperceptible.
El tabernero parece recordar algo y recupera la servilleta de manos de Abel.
—Les voy a apuntar otro teléfono, el de Gonçalo Ferreira. Es un hombre también mayor, pero tiene una cabeza privilegiada. Bastante más que Agostinho. Ha vivido mucho tiempo fuera, primero en Lisboa y luego en Francia, y hace poco se instaló aquí. Creo que tiene documentación del caso y puede que hasta guarde alguna foto del muerto.
Catarina parece inquieta.
—Vive solo en una casita en la zona de Santo Ildefonso, junto al Guadiana —dice devolviéndoles la servilleta—. Recuerden, Gonçalo.
—No se nos va a olvidar, se llama igual que mi hijo.
El hombre les hace un guiño a modo de despedida.
Es media tarde y el día ya no va a dar más de sí. Están casi al final del viaje y aunque Catarina está convencida de que el cadáver del Guadiana es el de Nuno, duda que un viejo que ha vuelto del exilio y otro con lagunas de memoria les aclaren algo.
Cuando emprenden el regreso a Olivenza, él al volante y Catarina a su lado, el cansancio les empieza a pasar factura.
De vez en cuando, la muchacha se toca la espalda con gesto dolorido.
—No vamos a averiguar nada.
Abel alcanza un paquete de Coronas del salpicadero y le ofrece un cigarrillo. Catarina lo coge con desgana.
La carretera se ha vuelto solitaria y el coche pasa a la altura de los Almerines. Han transcurrido tres días desde que pararon ahí, pero Abel siente que ha pasado una eternidad.
Al fondo asoma la silueta de Olivenza y Abel apaga su cigarrillo, recién encendido. No deja de darle vueltas a la cabeza. Algo le martillea insistentemente.
—Hay un par de cosas que me tienen un poco desconcertado.
—¿A qué te refieres?
—La primera es la negativa de tu padre a entrar en el museo de exvotos. Me imagino que se le revolverían las tripas, como a cualquiera, pero intuyo que fue por algo más personal.
—Yo también lo creo, pero no quise forzarle. Al fin y al cabo, era su último viaje.
Abel se desvía hacia el aparcamiento del hotel.
—¿Y qué otra cosa te desconcierta?
—Me dijiste que a tu abuelo Afonso lo encarcelaron por desertar, pero ya has oído al del bar de Elvas. A los que lo intentaban los mandaban a primera línea de combate. No se libraban tan fácilmente.
—Mi abuelo quedó malherido cuando lo pillaron. No sé qué le pasó, pero mi padre contaba que en la cárcel de Caxias los funcionarios lo humillaban continuamente.
—Por la razón que sea —concluye Abel, mientras aparca junto a la puerta del hotel—, los militares debieron pensar que no iba a serles de mucha utilidad en el frente.
—No quiero ni pensarlo.
Me hago viejo. Al llegar la noche me descubro buscando cobijo en el cuarto de un hotel, como si echara de menos esa monotonía desbaratada por el viaje y tratara de reconstruirla entre cuatro paredes ajenas. Es un esfuerzo estéril, condenado al fracaso, porque las habitaciones de los hoteles nunca me han servido de refugio. Como mucho, me permiten retomar estos soliloquios inútiles en el portátil.
Hay otros síntomas de caducidad que se han ido manifestando durante estos cinco días. El primero, la engañosa cercanía de Catarina. La seguridad hiriente de que esta muchacha es una silueta volátil a la que solo me queda arropar y acompañar, como el sucedáneo de ese padre que se fue a la tumba llevándose los secretos familiares.
Qué difícil es reemplazar a un desconocido, seguir sus pasos, tratar de desvelar las razones de su decadencia física y moral. Y salir indemne, como si su pasado no tuviera nada que ver con el tuyo propio. Como si no existiera una red transparente de lazos, una telaraña tejida a lo largo de todos estos años, calladamente y sin que yo mismo fuera capaz de detectar la consistencia de sus hilos.
Hago balance de los instantes vividos en estas cuatro jornadas y descubro que este periplo se ha convertido en un deambular entre cementerios y fotos antiguas, más allá de esas sombras alargadas que nos persiguen y de los testimonios de algunos que se encuentran al final de su propio camino: el anciano contrabandista, el sepulturero y el profesor al borde de su jubilación. Lápidas y retratos borrosos en los que está escrito un pasado que para Catarina es ignoto, pero para mí es el territorio de la niñez. Los mismos años, las mismas expresiones, los mismos tonos descoloridos y la misma sensación de retroceder por el largo pasadizo de los recuerdos.
Y entonces caigo en la cuenta de que yo también estoy al final de una etapa y que necesito cerrar este episodio porque quizás hay mucho en juego. Más de lo que puede parecer a simple vista. Tal vez, el reverso oculto de una época en la que yo me sentía inocente y feliz.
En pocos días recuperaré mi rutina indolente de jubilado. Pero no creo que vuelva con el mismo equipaje. Y me asusta pensar que la compañía inaprensible y fugaz de esta muchacha acabe convirtiéndome en una especie de Ulises, viejo y cansado, regresando a una casa donde no lo espera nadie.