El Cemitério dos Ingleses ocupa uno de los baluartes de Elvas y a simple vista parece un espacioso jardín sembrado de césped, abierto al paisaje de La Raya. Un lienzo de la muralla delimita el parque y sirve a la vez como balcón de piedra sobre la cuenca del Guadiana y la ciudad de Badajoz, que se atisba a lo lejos. Rodeadas de una verja de hierro o incrustadas en el muro, se reparten varias lápidas de ilustres caídos en las guerras napoleónicas y sobre la hierba se alzan algunos árboles que dan sombra a escuálidos bancos de madera.
Es media mañana cuando Catarina y Abel acceden al jardín del cementerio, donde los ha citado Celia, la sobrina de Agostinho. Los encuentran sentados en uno de los bancos, lanzando migas a un grupo de gorriones que levantan el vuelo asustados ante la llegada de los intrusos. El viejo apoya su voluminoso cuerpo en una gruesa garrota, ocupando buena parte del banco, y ellos deciden quedarse de pie.
Desde el primer momento, Abel tiene la desagradable sensación de que han acudido a una cita fallida y que esos dos personajes no van aportar mucha luz a su búsqueda. Agostinho es un hombre de más de ochenta años y aspecto irritable, con una mirada en la que de vez en cuando asoman destellos de lucidez. Y Celia tiene una frente huidiza y, pese a haber cumplido los cincuenta, conserva una expresión infantil en la que solo destacan los ojos dulces y mínimos, escondidos tras gruesos cristales de miope.
Agostinho observa a Catarina con lascivia y curiosidad.
—Cada día estás más guapa, Fátima.
Celia se vuelve hacia él con expresión de enfado:
—Tío, Fátima murió hace muchos años. La chica y el señor son los que querían hablar contigo. Vienen desde Madrid. Ya ves qué importante eres.
Agostinho les dedica una mirada opaca y Abel aprovecha para hacer las presentaciones.
—Estamos hablando con gente que se dedicaba al contrabando y nos han dicho que usted ayudó a muchos a cruzar La Raya.
—No lo hacía como un favor, no vaya usted a creer. De algo hay que vivir.
Celia se inquieta.
—Pero eso fue hace mucho tiempo, ¿eh?
—Sabemos que también arriesgó su vida —interviene Catarina—, y que gracias a usted muchos jóvenes pudieron escapar y se salvaron de ir a África.
Agostinho se levanta la pernera derecha del pantalón y muestra una pierna blanca llena de costurones.
—Mira, Fátima, este es el precio que tuve que pagar. —El viejo pasador señala las profundas cicatrices que le llegan hasta el muslo—. ¿Recuerdas cómo llegué aquella noche?
—No, no lo recuerdo —responde Catarina girando su anillo en el pulgar—, ya sabes que siempre he tenido muy mala memoria.
—Pero usted… —Celia no termina la frase ante el gesto severo de Abel imponiéndole silencio.
Agostinho mantiene la pernera levantada.
—¡Mujeres!, ¡no os acordáis de nada! ¡Fueron los perros!, ¡los jodidos perros!
Abel palidece, pero Catarina no parece dispuesta a ceder.
—¿Eso te lo hicieron los perros?
—Eso y lo que no quiero mostrar aquí —responde Agostinho con una sonrisa maliciosa—. Solo te lo enseñaré a ti, cuando estemos a solas.
—¿De quién eran los perros, Agostinho? —pregunta Abel.
—¿De quiénes van a ser? —responde el viejo con la cara congestionada—, ¡de los de la Patrulla Negra!, ¡os lo he contado miles de veces!
—Eran gente muy mala —interviene su sobrina—. Salían de noche con perros amaestrados para echárselos encima a los contrabandistas. Se divertían así. Eran gente muy mala, muy mala.
—Agostinho, cuéntale al señor —Catarina señala a Abel— quiénes estaban en la patrulla.
—¿Quién es este señor?, ¿tu padre? —Agostinho mira a Abel de arriba abajo.
—Sí —responden los dos al unísono.
—Eran varios amigos. Se habían juntado los mayores hijos de puta de La Raya. Maltrataban a los perros para que estuvieran furiosos. Los tenían dos días sin comer y luego se divertían organizando cacerías.
—Y las presas erais vosotros —añade Abel.
—¿En la patrulla había portugueses? —pregunta Catarina.
Agostinho, impaciente, golpea el suelo con la garrota.
—Un guardinha, un par de guardiaciviles, cuatro o cinco señoritos y un tipo que decían que era de la PIDE. Estaba en el puesto de San Leonardo.
—¿Nadie más?
El viejo parece no haber oído la pregunta de Abel y se vuelve hacia Celia, que se ha quedado al margen echando más migas a los gorriones, que se van acercando poco a poco. Acto seguido, el pasador mira a Catarina y empieza a reírse en voz baja.
—Al menos, yo pude seguir cumpliendo en la cama. ¿Te acuerdas, Fátima?
Catarina empieza a alarmarse.
—¿De qué me tengo que acordar?
—Entonces bien que te gustaba que conservara mi tranca. —Al viejo se le ha borrado la sonrisa—. No me quedé como aquel infeliz que no quería ir a la guerra porque decía que estaba contra todas las guerras. A ese los perros le quitaron la poca hombría que le quedaba. —Agostinho se toca ostensiblemente la entrepierna—. Cuando lo mandaron a la cárcel ya solo era un despojo.
Abel observa a Catarina, que se tambalea a su lado.
—¿No recordarás cómo se llamaba?
—Nunca les preguntaba el nombre, para qué, pero ese me dijeron que tenía familia en Lisboa. Se llamaba Afonso o algo así.
Catarina se aparta del grupo súbitamente, se aleja hacia el muro del cementerio y se detiene dándoles la espalda, fingiendo que contempla el paisaje.
Agostinho la mira desconcertado.
—¡¿Qué te pasa, Fátima?!
Abel trata de sobreponerse a la repugnancia que empieza a sentir por el viejo pasador. Hay otro asunto pendiente y no puede abandonar. Quizás es ahora o nunca.
—¿Cuándo pasó aquello?
—¡Fátima!, ¿estás enfadada? —El viejo sigue pendiente de Catarina.
Ella no responde. Agostinho extiende la mano hacia Celia y esta le pasa algunas migas que empieza a arrojar a los gorriones con violencia, tratando de acertarles.
—Hace mucho tiempo, más de cincuenta años.
—Tengo una duda, Agostinho —Abel trata que su voz suene lo más aséptica posible—, ¿cómo se enteraban los de la Patrulla Negra cuándo ibais a pasar a los desertores? Supongo que no lo hacíais todos los días.
El viejo no pierde de vista a Catarina y le hace un gesto a Celia.
—Vete a ver qué le pasa a esa.
Celia se levanta, sumisa, y se dirige hacia la muchacha.
—Los de la patrulla no irían de caza todas las noches —insiste Abel—, ¿cómo sabían cuándo podían pillaros?
—Tenían un informador, el mayor hijo de puta de todos. Ese era el que los tenía al corriente.
—¿Un portugués?
Agostinho asiente y vuelve a reír por lo bajo.
—No me acuerdo de cómo se llamaba. Debió pensar que no nos enteraríamos, el muy imbécil. Pero nos enteramos y le dimos su merecido.
Celia sigue junto a Catarina, pasándole un brazo por la espalda como si la consolara. Abel decide aprovechar la momentánea ausencia de las dos mujeres y adopta un tono confidencial.
—¿Cómo supisteis quién era?
El viejo se sacude la mano vacía. Se le han terminado las migas de pan y observa a su sobrina con impaciencia.
—Nos dieron un chivatazo, nosotros también teníamos nuestras artimañas para averiguar ciertas cosas.
—Lógico. Erais profesionales y no podíais dejar que el soplón actuara a sus anchas.
—El soplón no volvió a soplar —añade Agostinho con una sonrisa cruel.
—Alguien hizo justicia, como debe ser.
—Se lo merecía. —El viejo se señala la pierna de las cicatrices—. Y yo no salí tan mal parado, porque los cabrones de los perros se cebaban con sus presas. Al tal Afonso lo castraron mientras los de la Patrulla Negra se reían a carcajadas.
Abel sabe que se está moviendo en la cuerda floja y no pierde de vista a las dos mujeres. Catarina le dirige una mirada angustiosa y él le hace un gesto discreto de que espere.
—¿Cómo lo hicisteis?
Agostinho lo mira como si no lo entendiera.
—¿Cómo matasteis al soplón?
—Lo echamos a suertes. El chivato iba a pescar todas las mañanas, así que alguien tenía que acercarse con él, a solas, y dejarlo en el sitio.
—Con un golpe en la nuca.
—Como a los conejos —Agostinho traza un movimiento en el aire con la garrota—, pero había que ir sobre seguro y darle con fuerza. Para eso no vale todo el mundo.
Abel se fija en la garrota y se estremece pensando en el instante de la muerte de Nuno. Un golpe brutal en la nuca, como el que Casimiro Monteiro le dio a Humberto Delgado.
—¿Y a quién le tocó?
—A uno que ya está criando malvas. Aprovechó que el soplón estaba distraído, porque estaba desenganchando un pez del anzuelo, y le dio bien. Cayó al agua como una piedra, sin decir ni pío. Ni se enteró. Luego apareció dos o tres semanas más tarde, en unas rocas que están enfrente, en la orilla española.
—Lo mataste tú, cabrón —murmura Abel mirando fijamente al viejo.
Este desvía la vista hacia las mujeres, que se acercan en ese momento. Catarina parece consternada y Celia la contempla con una mezcla de lástima y admiración.
—Es usted muy guapa —dice con expresión bobalicona.
—Menos mal que has vuelto, Fátima, tu padre quiere saberlo todo —protesta el viejo—. Como ese otro que estuvo por aquí hace años. ¿Te acuerdas?
—¡El catedrático! —salta Celia.
—Eso decía él. Uno que venía de Lisboa y no paró de preguntar por el chivato. —Agostinho comienza a reírse de nuevo—. Al final, me lo quité de encima y le saqué unos cuantos escudos. De algo hay que vivir.
—¿Se llamaba Aldo Chagas? —dice Abel.
—Tú tampoco te cansas de hacer preguntas, ¿verdad? —El viejo vuelve a pedirle migas a su sobrina y esta deja sobre el banco una bolsa de plástico.
Mientras, Catarina opta por ocultar los ojos tras sus gafas de sol y Abel le hace un gesto mirando el reloj.
—Creo que ya hemos tenido bastante.
—¿Te largas con ese viejo, Fátima? —La voz de Agostinho suena amenazante.
—¡Tío, ya te he dicho que no es Fátima!
El pasador extiende la mano hacia Abel, como si pidiera algo.
—¿Y todo lo que te he contado piensas que es gratis?
Abel coge unas migas de la bolsa de plástico.
—De algo hay que vivir —dice dejándolas caer en la mano de Agostinho.
Catarina lo mira con cara de extrañeza y ambos caminan rápidamente hacia la salida del cementerio.
A sus espaldas, Agostinho se queda gritando:
—¡Fátima, no te vayas con ese desgraciado! ¿No quieres ver mis heridas?, ¡antes bien que te gustaba!, ¡puta!