20

Una pareja de garzas sobrevuela el Guadiana arañando la corriente y acaba escondiéndose entre los carrizos, que se proyectan en la superficie como en un espejo líquido. En la orilla descansan los restos de una embarcación carbonizada y un viento leve forma olas casi imperceptibles, una especie de marea delicada que se acerca y se aleja de las márgenes, a ambos lados de La Raya.

A pocos metros de la orilla, Catarina y Abel permanecen sentados, hechizados por el movimiento inaprensible del agua, con su engañosa apariencia de quietud.

Por primera vez, Abel ha comprendido la utilidad de esas dos sillas plegables que han estado en el maletero durante todo el viaje y que por fin han encontrado un destino.

Después de la conversación con el viejo de las cicatrices, Catarina ha caído en un estado de abatimiento que Abel no ha sabido cómo aligerar. Para su sorpresa, ha sido ella la que le ha pedido que se acercaran al borde del Guadiana, al mismo lugar en el que estuvo con su padre. Acaso porque revivir aquella vieja escena la ayudaría a descender al lecho de fango, y a partir de ese instante, solo le quedaría cauterizar las heridas y salir a flote.

Abel ya le ha contado todo lo que ella no ha oído del relato de Agostinho, sin ahorrarle detalles, y ahora permanecen sentados y absortos, viendo a lo lejos la torreta de metal oxidado de Mina Tere y frente a las piedras donde apareció el cuerpo de Nuno, que asoman imperturbables y empapadas por el brillo de la humedad.

Los sollozos de Catarina, escondida tras sus gafas de sol, sacan a Abel de su ensimismamiento y enseguida las lágrimas brotan sin control, sacudiendo el cuerpo de la muchacha. Al principio, Abel no sabe cómo reaccionar, pero después de unos minutos interminables la obliga a levantarse y la estrecha con fuerza, con un abrazo que lo hace volver al instante en que se despedía de Gonzalo. Al fin y al cabo, Catarina también se estaba yendo, a su manera, a un territorio nebuloso, y Abel sabe que no va a encontrar más consuelo que su cercanía. Y la envuelve como si lo hiciera por primera vez, como si ese abrazo condensara todos los que nunca ha sido capaz de dar.

La herida de ella es demasiado profunda. El vivaracho Nuno, el joven alegre y extrovertido que parecía llevarse bien con todo el mundo, fue un delator, uno de esos indeseables que medraron a la sombra de una dictadura. Y además, el culpable de la castración y la muerte del abuelo de Catarina. Un descubrimiento que la madre de la muchacha no pudo soportar.

El temblor de Catarina se va suavizando poco a poco en brazos de Abel, hasta que se aparta, se quita las gafas y busca en sus bolsillos un pañuelo de papel.

—Ya me has visto llorar más que nadie —dice con un atisbo de sonrisa.

Se acerca a la orilla, se descalza y se sienta al borde del agua, que a veces roza la punta de sus dedos. Abel trata de acomodarse a su lado, con las piernas encogidas.

—Me imagino a mi padre hablando con ese viejo —dice ella.

—Ya…

—Tuvo que revolverle las tripas. Saber quién era realmente su hermano por boca de alguien tan miserable.

Abel coge distraídamente un guijarro y lo lanza contra la superficie del agua.

—Creo que fue Agostinho el que mató a Nuno. Tal como lo ha contado, parecía el típico recurso de achacar a otro tus acciones inconfesables. Conoce demasiados detalles.

—A lo mejor mi padre llegó a la misma conclusión. —Catarina tira una piedra sobre las ondas formadas por la de Abel—. Además, qué importa quién fuera el verdugo, a Nuno lo mataron por chivato. Fue una venganza justa.

—Lo que no entiendo es por qué tu padre le contó algo tan doloroso a tu madre. Yo me lo habría guardado.

—Era un fanático de la verdad. Decía que la historia estaba hecha a base de mentiras y no quería formar parte de eso. Así que supongo que se sintió obligado, a costa de lo que fuera.

—De provocar la muerte de tu madre.

—Eso lo hundió definitivamente.

Por encima de sus cabezas, la brisa va cobrando fuerza hasta convertirse en un viento que agita los juncos. Las olas se avivan y empapan los pies de Catarina, que permanece inmóvil, indiferente al barro que va cubriendo sus dedos.

Abel la escruta abiertamente y una vez más reconoce un intenso brillo húmedo bajo sus gafas de sol. Acto seguido, empieza a arrancar las hierbas que crecen a su lado, como si estuvieran fuera de lugar.

—Por otra parte, si tu padre era un fanático de la verdad, ¿por qué has tenido que descubrirla tú sola?

—No he venido sola.

—¿Por qué te dejó al margen?

—Por vergüenza, porque se sentía culpable de haber abandonado a su hermano, por miedo a perderme a mí también… No sé. Por todo, supongo.

—Si fueras mi hija… —Abel desvía su mirada hacia la corriente para detenerse por enésima vez en las piedras, que ahora se han vuelto negras.

Un nubarrón tapa el sol durante unos instantes y las sombras se extienden a lo largo de las dos orillas, sacudidas por ráfagas de aire. Una de ellas derriba las sillas y Abel aprovecha para levantarse rápidamente y dejarlas plegadas, mientras Catarina sigue con los pies en el agua, abandonada a un momento de calma.

—Hay algo que me sigue intrigando en la muerte de Nuno —dice Abel mientras regresa y se sienta a la vera de Catalina, hombro con hombro.

—De eso también me avisó Gonzalo —dice quitándose las gafas de sol.

—¿De qué?

—De que te comías mucho la cabeza. —Catarina lanza otra piedra al agua.

—A Nuno lo mataron en la orilla portuguesa, pero su cadáver apareció en la orilla española —recapitula Abel—, así que la investigación se llevó en dos países, con dos Policías diferentes, dos sumarios… Para colmo, en el momento más crítico tras el asesinato de Humberto Delgado. Esos días la frontera estaba al rojo vivo.

—¿Y?

—Que no tenían por qué coincidir las conclusiones de unos y otros. Tal vez quedaron aspectos sin aclarar y tu padre no pudo saber toda la verdad. Quizás incluso lo engañaron y a Nuno lo mataron por otras razones. Me has dicho que era muy mujeriego…

—Ya has oído a Agostinho…

—¡Menuda fuente! —Abel lanza otra piedra—. Alguien dispuesto a vivir a costa de lo que sea. Yo no me fiaría nada.

—Nuno era un delator, le dieron su merecido y mi familia pagó un precio muy alto por ello. Punto final.

Abel rebusca en su bolsillo y saca la servilleta de papel que les pasó el tabernero de Elvas.

—Tenemos el teléfono de Gonçalo Ferreira, el que estuvo exiliado en Francia. Recuerda que el del bar nos dijo que quizás tuviera fotos del cadáver.

—No sé si quiero verlas —dice Catarina a la defensiva, mientras hunde los pies en el barro de la orilla—. No van a añadir nada a lo que ya sabemos.

—Creo que es lo último que queda por hacer. Será la prueba definitiva de que se trataba de Nuno.

Cuando se levantan, caen en la cuenta de que el relato de Agostinho ha hecho que se olviden completamente de sus perseguidores. Hasta que, de repente, algo les hace girarse, apretar el paso y entrar en el coche rápidamente: un rumor de voces cercanas y una agitación de juncos que llega desde la otra orilla. Abel arranca de inmediato pero aún tiene tiempo de ver a una pareja de jóvenes que se acercan al río como si estuvieran buscando un rincón escondido a todas las miradas.