Ya en el hotel, se encuentran el comedor cerrado y Abel propone que piquen algo en la barra del bar. Son las cinco de la tarde y no han comido nada, pero Catarina improvisa una excusa y se retira a su habitación, mientras él opta por ocupar un taburete, sin el menor apetito.
Durante el trayecto de vuelta, los dos han mantenido un silencio pesado. Catarina, aferrándose a la carta y las fotos de Nuno. Abel, tratando inútilmente de encontrar alguna palabra de consuelo para la muchacha, una especie de sortilegio que la alivie del sufrimiento gratuito que ha vivido durante tantos años. Y acusando, al mismo tiempo, el lastre de la última frase de Gonçalo.
Ahora Abel mordisquea un tentempié de espaldas al televisor, rodeado de mesas vacías. Los contertulios de un programa de cotilleo gritan desaforadamente ante un público que los jalea en el plató. «La vida como espectáculo y la vida real», piensa Abel imaginando a Catarina en su habitación. El camarero parece adivinar el malestar de su único cliente y decide bajar el volumen al mínimo, aunque presta una disimulada atención a la pantalla.
Veinte minutos después, Abel está tumbado en su cama, aguzando el oído a cualquier ruido imperceptible en la habitación de al lado, y se duerme profundamente. Lo despertarán unos golpes suaves en la puerta. Es Catarina, que aparece erguida ante él, como pidiendo permiso para entrar. Se ha cambiado de ropa y está espléndida. Lleva una falda larga color burdeos y una camiseta negra ajustada y sin mangas. Abel, medio dormido, la observa como una aparición y vuelve a elogiar el gusto de su hijo. Siente un aguijonazo de frustración por no tener treinta años menos y por dudar de si sería capaz de traicionar a Gonzalo, aunque decide achacar esa duda a su propia somnolencia.
La voz de Catarina lo arranca del letargo:
—¿Puedo pasar?
Abel se aparta a un lado y ella observa la cama deshecha.
—Ni siquiera te dejo dormir en paz.
—Para mí ya no es una novedad. A medida que pasan los años, el sueño se convierte en un lujo.
—¡Venga, Abel, no eres ningún anciano! —protesta Catarina sentándose en el butacón, junto al portátil.
Parece extrañamente tranquila y mira a su alrededor distraída. Abel ya conoce de sobra esa falsa tranquilidad. Catarina repasa la decoración de las paredes.
—Me pregunto qué clase de pintores dedican su vida a ese tipo de cuadros.
—Artistas de tres al cuarto —contesta Abel sentándose en una esquina de la cama—. Se especializan en motivos banales para evitar cualquier tema conflictivo. Es una trampa en la que todos caemos a menudo.
Catarina desvía la mirada al portátil. Él capta el gesto.
—Sigo con mis prácticas de becario.
—Venía a sugerirte que diéramos el último paseo. Mañana solo nos queda visitar la tumba de mi tío.
Abel se encuentra con su mirada desvalida, esa expresión resignada de la que quizás ya no se separe nunca. Sin saber muy bien qué hacer, se levanta y se dirige al baño.
—Necesito lavarme la cara —dice para sí mismo—. Luego, si quieres, nos despedimos de Olivenza.
Cuando salen del hotel, el sol todavía calienta el adoquinado y tienen la sensación de ir caminando sobre cenizas recién apagadas. Así que eligen las calles más sombreadas hasta acercarse a la plaza de España.
Han pasado cinco días desde que se sentaron por primera vez en esa plaza y, de forma instintiva, Abel se encamina a la misma terraza y trata de localizar la mesa que ocuparon la primera tarde.
—Soy un animal de costumbres —se disculpa.
—Ya. —Catarina parece recobrar una brizna de ánimo.
—Algunos tenemos rutinas inamovibles —confiesa mientras hace una seña a la camarera—, y eso nos vuelve bastante patéticos.
Los dos toman asiento y Abel descubre algo que le había pasado inadvertido. Por primera vez, Catarina no lleva su cámara al hombro.
Ella pide una ensalada y él un café con hielo. La camarera toma nota y se vuelve al bar lanzando la enésima advertencia al grupo de niños que da patadas a la pelota, como si nunca se hubieran movido de allí.
Abel mira a su alrededor. Los niños jugando al fútbol, las palmeras atiborradas por el griterío de los pájaros, los viejos que hablan desganadamente en los bancos. Y percibe una escena tan inalterable como la que observa desde su ventanal del Pepe Botella.
—A veces, unos pocos días lo cambian todo —apunta Catarina como si le hubiera leído los pensamientos.
Ella come lenta y silenciosamente, el cotorreo de los pájaros va en aumento y el calor de la tarde cede el paso a un aire fresco, humedecido por la cercanía del Guadiana.
Catarina termina su plato y echa un vistazo al reloj.
—Hay un sitio por el que me gustaría pasar.
Abel no pide más detalles, porque no los necesita, y poco después están entrando en la iglesia de la Magdalena.
Dentro no hay ningún turista. Velando junto a la puerta está la encargada, una mujer joven que parece reconocerlos y hace un leve gesto de saludo.
Catarina se dirige a uno de los últimos bancos y toma asiento, mientras Abel se demora en los pasillos laterales, observando los juegos de color que proyectan las vidrieras. Como si un artista en trance hubiera volcado sus delirios en los muros.
Ella permanece absorta en las columnas retorcidas y Abel decide esperarla fuera. Cuando está a punto de abandonar el templo, la mujer de la puerta le dice con simpatía:
—¿Es su hija?
—Sí.
—Veo que son ustedes unos visitantes fieles.
—Incondicionales. Ya sabe, el consuelo de la belleza.
Ella asiente con un brillo de inteligencia y Abel sale a la calle, donde aún le tocará aguardar sentado al pie de los escalones hasta que finaliza el horario de visitas.
Como si tuvieran todo el tiempo por delante, callejean demorando el regreso al hotel y cuando llegan, ha empezado a anochecer. La recepción está vacía, pero hay un televisor encendido y están pasando un informativo regional. En la pantalla ven imágenes de un incendio en una modesta casa de pueblo. En plena noche, los bomberos se afanan en apagar las llamas, que salen con fuerza por una ventana, y la locutora habla de que todos los indicios apuntan a un acto provocado. El fuego alumbra al dueño de la vivienda, un hombrecillo envuelto en una manta y plantado en medio de la calle, que mira la escena con cara de desolación.
Las tomas son algo borrosas y parecen captadas toscamente con un móvil, pero Catarina y Abel las observan con una rara sensación de familiaridad. Sobre todo, cuando descubren que el hombre, despeinado y sin sus gafas redondas de intelectual republicano, es Enrique Merino, el profesor de instituto con el que se vieron en Oliva de la Frontera.
No me puedo quitar de la cabeza al bueno de Enrique, con su mirada inocente y miope, tratando de entender el porqué de esas llamaradas que salían por su ventana, provocadas por un grupo de salvajes. Un instante que parece la rúbrica de un viaje en el que, un día tras otro, nos ha perseguido el aliento abrasador de las jaurías.
Tras la confesión de Gonçalo, la verdad se ha mostrado desnuda, por fin, pero también ha dejado al descubierto la saña y la furia que circulaban bajo esa revelación, igual que un colector de aguas fecales.
Fueron una jauría de perros azuzados por unos tipos sin entrañas los que castraron al abuelo de Catarina cuando intentaba escapar de una guerra sin sentido. Y fueron unos perros los que escarbaron el suelo y desenterraron los cuerpos de Humberto Delgado y Arajaryr Campos dejándolos expuestos a los ojos de unos niños.
La continua aparición de las jaurías en este trayecto por La Raya dibuja un trazo invisible y misterioso entre el pasado y el presente. Entre perros reales y seres humanos transformados en alimañas. Las incursiones de una patrulla de sádicos a la caza de desertores y contrabandistas insumisos. La sórdida historia de cuatro asesinos y de sus cómplices a las órdenes de un dictador vengativo. El salvaje fusilamiento de un contrabandista. La ejecución planificada de un falso delator ante la pasividad de quienes estaban obligados a protegerlo. Y ahora, la cabeza aplastada de la gineta, las arremetidas de un coche en una carretera local y el encarnizamiento de una ralea de incendiarios contra un hombre indefenso. Actos planificados y cometidos por bandas, manadas, jaurías humanas.
Todo lo que hemos conocido a lo largo de estos días han sido tramas diseñadas por grupos de verdugos contra víctimas inermes. Pero aquellos episodios del pasado que nos han traído hasta aquí se han vuelto más crueles, como si la violencia hubiera ido madurando con el paso del tiempo hasta volverse un acto espontáneo y caprichoso. Y los nuevos ejecutores son esas jaurías de nuevo cuño, que parecen moverse impunemente y que han convertido su odio en un espectáculo mediático.