Abel se levanta con la claridad que atraviesa las cortinas, hace una llamada con el móvil y sale a la terraza. El cielo tiene el mismo tono azul oscuro que los ojos de Gonçalo, el viejo exiliado. En la terraza contigua, Catarina está asomada a la barandilla, igual que el primer día, pero esta vez no hay ni autocares ni grupos de la tercera edad reclamando su atención. Abel tiene la impresión de que podría llevar ahí toda la noche, y cuando la muchacha se vuelve, sus ojeras indican que no anda muy descaminado.
—¿Has hablado con Enrique? —dice Catarina a modo de saludo.
—Acabo de llamarlo. El incendio quemó parte del salón y las fotos que vimos, pero dice que conserva todos los negativos y que esta noche le ha estado dando vueltas a la idea de hacer una exposición. Lo he visto extrañamente animado. —El tono de Abel se vuelve reflexivo—. Como si volviera a sentirse útil.
—En cambio, yo me siento muy culpable.
—Ya. Me ha dicho que ni se te ocurra. Su comentario, literalmente: «Esos cabrones me han quemado algunos muebles pero no saben que yo soy incombustible».
Catarina amaga una sonrisa.
—Muy propio de él.
—No has dormido nada, ¿verdad?
—He tenido noches mejores —dice ella pasándose la mano por el pelo húmedo—, pero acabo de darme una ducha y estoy despejada. Tengo el equipaje hecho, así que cuando quieras nos vamos.
Poco después, los dos están sentándose en un comedor vacío, que ahora les parece inmenso. Catarina vuelve a acompañar su té con un calmante y se guarda la caja en la mochila.
Es pronto, incluso para los grupos madrugadores, y ambos desayunan aliviados por el silencio que envuelve las mesas, con los manteles impolutos y los cubiertos perfectamente ordenados, esperando el instante de la invasión.
No tardará mucho en llegar, pero entonces ya están en el vestíbulo, despidiéndose de Victoria, una recepcionista de aire maternal que parece haber hecho buenas migas con Catarina. Victoria se salta el protocolo, sale del mostrador y le da dos besos a la muchacha.
—Te enviaré alguna de las fotos que he hecho —dice Catarina a modo de despedida—. Podrías cambiar algunos de esos cuadros con los que castigáis a vuestros clientes.
La recepcionista no parece tomárselo a mal, y Abel comprende que ya ha sido un tema de conversación entre ellas.
Al abandonar el hotel, Abel vuelve a notar la tensión en el cuerpo de Catarina. Cuando ocupa el puesto de copiloto y arrancan, lleva los labios apretados, su pequeña mochila en el regazo y la mirada escondida tras sus gafas de sol.
—Te falta el cinturón de seguridad.
Ella se lo pone sin ningún comentario y abraza la mochila como si temiera perderla.
Abel echa vistazos esporádicos por el retrovisor, comprobando si alguien los sigue y despidiéndose de la silueta de Olivenza, que en ese momento empieza a despojarse de los tonos del amanecer. Catarina no se molesta en volver la cabeza.
Al pasar cerca de los Almerines, Abel se ve asaltado por una sensación que ya conoce. Que los asesinatos de Humberto Delgado y Arajaryr Campos han quedado desplazados por otra historia, aparentemente menor, de la que no sabía nada y que ahora ha cobrado una presencia abrumadora. La de esa superviviente de una familia aniquilada por una cadena de engaños.
Poco después, la tapia alargada del Cementerio Viejo de Badajoz aparece de nuevo ante su vista. Abel aparca junto a la entrada y, tras parar el motor, pone la mano sobre las de Catarina, que afloja la presión sobre su mochila, reacciona al tacto y se detiene a observarle la palma.
—Tus manos son idénticas a las de Gonzalo. Ásperas y protectoras.
—Siempre he creído que no nos parecíamos en nada.
—Pues él piensa que os parecéis bastante. Me lo ha dicho muchas veces. Anoche, por ejemplo.
Catarina se suelta suavemente y abre su puerta.
—¿Hablaste ayer con Gonzalo? —pregunta Abel.
—Más de una hora. Me dijo que te diera un abrazo muy grande y que quiere que le cuentes tu versión del viaje. Tiene gracia, porque comentó algo parecido a lo que has dicho de Enrique.
—¿O sea?
—Que seguro que ahora te sientes más vivo.
Cerca de la puerta, un corro de empleados charlan animadamente mientras comen un bocadillo. Abel se dirige a ellos y les pregunta por la fosa común.
—¿Ustedes vienen a ver la de los muertos de la Guerra Civil?
—No, se trata de un hombre que murió en 1965 —aclara Catarina.
Los empleados la miran sorprendidos.
—Entonces va a ser la del departamento primero —apunta el más viejo del grupo y les indica el camino.
Los dos se dirigen a una gran tumba blanca presidida por una cruz. Catarina se acerca, Abel se queda a cierta distancia y sin decir una palabra mientras el sol asoma entre los cipreses, se refleja en las lápidas y empieza a golpearles la cara. Primero con suavidad y luego con destellos punzantes.
Transcurre más de media hora y cuando Catarina se vuelve, tiene los ojos colorados por el llanto y la exposición a ese sol intensificada por el mármol.
—Descansa en paz, tío Nuno —dice en dirección a la tumba, como si cerrara las últimas páginas de un libro.
Al salir del cementerio, el corrillo ya se ha dispersado y solo queda un joven echando un cigarro.
—Disculpa, ¿hay algún sitio cerca donde podamos hacer unas fotocopias? —pregunta Catarina ante el desconcierto de Abel.
—Al entrar en Badajoz, hay una papelería donde venden prensa y tienen fotocopiadora. —El joven mira el reloj—. Creo que ya estará abierto. Está justo al lado de una pizzería.
—Cuando lleguemos a Madrid, ¿me dejarás que vaya a verte de vez en cuando al Pepe Botella? —dice Catarina mientras se dirigen al coche.
—Por supuesto. Y espero que lo hagas por sorpresa, como el primer día.
—Convertir la sorpresa en un rito, eso sí que es una paradoja. —Catarina sonríe como si se guardara un as en la manga.
No tardan en encontrar la papelería. Una mujer mayor y de gesto amargado los saluda con un escueto «buenos días» y Catarina saca los papeles del sobre y se los entrega.
—Una fotocopia de cada, por favor.
—Acabo de enchufar la fotocopiadora. —La mujer no disimula su desagrado a la vista de las fotos de un cadáver hinchado—. Tendrán que esperar unos minutos.
Abel aprovecha para echar una ojeada a la prensa y, de repente, un titular llama su atención en el diario Hoy: «Suicidio de un histórico contrabandista».
Se refiere a un suceso ocurrido en Elvas la víspera y, con la certeza de que ya sabe lo que va a encontrar, rebusca en las páginas interiores, donde se publica un texto más amplio y una foto del protagonista.
Y reconoce a Agostinho, el viejo pasador de las cicatrices, que según la información del diario aprovechó la ausencia de una familiar que lo cuidaba para descerrajarse un tiro en la cabeza con una escopeta.
La noticia no evita el detalle morboso de que costó trabajo reconocer su rostro desfigurado, citando las declaraciones de la Policía de Elvas, que atribuye el suicidio a un momento de enajenación de Agostinho, y concluyendo con un retrato evocador de los tiempos del contrabando.
Abel le muestra la noticia a Catarina.
—La justicia poética existe —dice ella sonriendo abiertamente por primera vez, mientras la mujer coloca la carta en la fotocopiadora—. A lo mejor hasta le revolvimos la poca conciencia que le quedaba.
Abel no hace el menor comentario, pero no deja de pensar en el presagio que le ha rondado desde que vio aquella escopeta de caza arrinconada en casa de Gonçalo.
Al salir, Catarina se mueve con más aplomo, tal vez porque el disparo en la cabeza de Agonstinho ha producido un extraño efecto y, en cierto modo, ha terminado por completar las piezas de su puzle familiar. Ese vacío angustioso que, de manera providencial, parece haber encontrado alivio en otra muerte bárbara, la del asesino de Nuno.
De nuevo en el coche, mientras abandonan Badajoz, Abel señala el marcador de la gasolina.
—Hay que llenar el depósito. Y de paso, tendré que ir al servicio. Si quieres, aprovechamos para tomar algo, nos queda un largo viaje de vuelta.
Se detienen en el mismo restaurante destartalado donde pararon a la ida. El aparcamiento delantero está lleno de camiones de todos los tonelajes, así que Abel tiene que buscar un hueco detrás del restaurante, junto a un gigantesco tráiler con el rótulo «Veiculo Longo». Lo señala y comenta:
—No sé por qué, pero siempre me ha hecho gracia.
Ya en la barra del bar, mientras desayunan en medio de una algarabía de conversaciones de los parroquianos y gritos de los camareros, Catarina le entrega las fotocopias.
—Quiero que tengas la carta y las fotos de mi tío. Por si te animas a escribir sobre él y a que rescatemos su historia. Te anticipo que Gonzalo está empeñado en convencerte.
—Entonces, no tengo escapatoria. Ya veo el Pepe Botella convertido en nuestra mesa de redacción.
Catarina le da un interminable beso en la mejilla.
—Muito obrigada.
—Gracias a ti, Catrineta.
Abel se dirige a los servicios mientras ella paga la consumición, y cuando regresa a la barra, Catarina ya se ha ido. La busca por todo el bar y siente que el corazón está a punto de estallarle cuando ve llegar a toda velocidad un todoterreno gris marengo a través de los ventanales traseros. Lo reconoce enseguida y sale corriendo en dirección al lugar donde han dejado el Clio, que permanece medio oculto por el tráiler.
Al llegar al coche lo único que alcanza a percibir es un grupo de sombras abalanzándose sobre él y el alarido de una lejana voz femenina que grita su nombre, hasta que siente un golpe brutal en la base del cráneo y la luz parece apagarse súbitamente a su alrededor.