Después de varios días en coma, Abel lleva un par de horas con los ojos entreabiertos, tratando de entender qué lo ha llevado a esa habitación de colores neutros y por qué está tumbado, inmóvil, como si el cuerpo no le respondiera. Intenta levantar una mano y le pesa como una piedra, en parte por las numerosas vías que le salen del brazo y lo mantienen conectado a un gotero.
A un costado, fuera de su campo visual, oye el eco de una voz que le resulta familiar:
—¡Papá, papá!
Intenta volverse pero no puede y la voz se le acerca. Abel nota el tacto de una mano sobre la mejilla y ante él aparece, desenfocada, la cara de Gonzalo.
—¡Papá!
—¿Dónde estoy? —La voz de Abel suena angustiosa.
—En el hospital de Badajoz, papá. Has estado cuatro días en coma. Pensábamos que no salías de esta.
La mirada de Abel recorre la habitación como si buscara algo.
—¿Dónde está Catrineta?
—Catarina. Se llama Catarina.
—No. Se llama Catrineta.
Gonzalo se da por vencido.
—Está descansando en el hotel, no se ha separado de ti ni un momento. Yo me quedaré contigo el tiempo que haga falta.
—¿Tú no estabas lejos?
—En Mozambique, papá.
—¿Y cómo has llegado hasta aquí?
—Cogí el primer vuelo a Lisboa y he alquilado un coche.
—¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—Catarina me ha puesto al corriente de todo. Parasteis en un bar de carretera, fuisteis al servicio, primero tú y luego ella, que se demoró un poco, y cuando salió vio que te estaban dando una paliza. Pudo avisar a los clientes del bar y eso te salvó la vida.
—No recuerdo nada.
—Eran cuatro tíos de esos que van mucho al gimnasio. Se subieron corriendo a un todoterreno con el motor en marcha y se fueron a toda velocidad.
—La jauría —murmura Abel como si recordara algo.
—¿Cómo?
—Supongo que nadie sabe quiénes eran.
—Están perfectamente identificados —aclara Gonzalo—. Uno de los clientes que salieron con Catarina tuvo la sangre fría de sacar un móvil y grabarlos. También grabó la matrícula del vehículo.
—Viva la sangre fría —apostilla Abel débilmente y con un primer destello de ironía—. ¿Y quiénes fueron los valientes que me hicieron esto?
—Unos jóvenes hijos de puta con apellidos muy conocidos en la zona. —La voz de Gonzalo ha cobrado energía—. Los hijos de un terrateniente de toda la vida, el sobrino de un constructor que está metido en todos los chanchullos, el nieto de un guardiacivil retirado y un militante de extrema derecha que ha sonado mucho para concejal. Meten mucho ruido en Internet. Forman parte de uno de esos grupillos fascistas que se han multiplicado como una epidemia. La vieja guardia de siempre, en versión dos punto cero.
Abel parece entender vagamente las explicaciones de Gonzalo.
—¿Y yo qué les he hecho?
—Hurgar en el pasado, en los trapos sucios de sus familias.
Abel mantiene su expresión confusa.
—Te va a llevar tiempo recordarlo, papá. Casi te matan y te espera una larga rehabilitación, física y mental. Tienes un brazo y un par de costillas rotas, y te han pateado la cabeza como si fuera un balón. Por no hablar del golpe en la nuca. Te has salvado por milímetros.
—Ya veo. Se han cebado conmigo.
A Gonzalo se le humedecen los ojos.
—Estás en buenas manos. El equipo médico del hospital se va a dejar la piel y yo he pedido unas semanas de permiso, hasta que te den el alta. —Gonzalo coge la mano libre de su padre—. Me han dicho que con suerte vas a poder recordar casi todo.
—Con suerte… Casi todo…
—Sí. Y me consta que hay alguien que va a poner a trabajar tu memoria en cuanto vuelvas a Madrid.
—¿Te refieres a Catrineta?
—¿Por qué la llamas Catrineta? —Gonzalo parece celoso.
—No lo recuerdo. Tendrás que preguntárselo a ella.
Badajoz y Madrid, 2020