La vida del inmigrante me genera curiosidad. Sobre todo en este país donde ha habido tanta resistencia a la inmigración. Rudolf Hommes ha escrito sobre eso. Era tal el oscurantismo dominante en los años cuarenta que, pese al apoyo del presidente Eduardo Santos, Colombia recibió demasiado poco de esa sabia fresca de los emigrantes españoles; llegaron solo algunos, a diferencia de Cuba y México, por ejemplo. Tampoco recibimos otras comunidades, como sí fue el caso de Argentina.
Pero cierta reacción en contra del nuevo, del distinto, del “intruso”, no se limita a la nacionalidad; las fronteras no son el origen de la exclusión y el rechazo. Es algo más profundo. Está en las circunvoluciones más primitivas del cerebro. Creo que tiene más nexos con la territorialidad de muchos animales que con la simple geografía política. De hecho, luego de haber sido expulsada mi familia de Manzanares, y tras breve paso por Pereira, llegamos a Manizales. Nos asentamos en un barrio llamado Campohermoso. Casas de clase media construidas por el Instituto de Crédito Territorial. Ya estaba casi totalmente habitado. Nosotros éramos los “nuevos” o sea, los “invasores”. Tengo el recuerdo de la primera salida a la calle con mi hermano Mario. Fuimos rodeados con hostilidad por una muchachada abundante que ya había creado sus nexos, sus jerarquías y sus hábitos. ¿Me traiciona la memoria? ¿Qué tan grave fue el rechazo? Puede que sea más intenso en mi cerebro por la huella que me marcó, que la realidad misma. Un estupendo libro muestra cómo la memoria “llena” los huecos en las historias35.
Pero, como acabo de señalar, el carácter territorial del ser humano en la actualidad se cristaliza de manera preponderante en el marco de las fronteras nacionales. La migración tiene lugar en el escenario del Estado-nación, que es una creación relativamente nueva. Pero la raíz es más profunda. En el caso de Colombia, hay una larga tradición subyacente en relación con los regionalismos. Decisiones principalmente vinculadas a cuestiones administrativas destapan sentimientos más profundos. Recuerdo el apasionamiento que produjo la desmembración de Caldas, mi departamento. Llegó a convertirse en cuestión de orden público. Quienes compartíamos la misma tierra y la misma cultura hasta ayer terminamos convirtiendo en enemigos a los que simplemente apoyaban una ley que cambiaba fronteras interiores. Había algo peor aún: era patente el desprecio por los costeños. Se les consideraba perezosos en contraposición, por ejemplo, al paradigma del antioqueño emprendedor y campeón del rebusque. Al comienzo de los años sesenta, una pancarta enorme pendía en una plazoleta dentro de la Universidad Nacional que decía: “Feliz Bolivia que no tiene costeños”.
Hubo aquí movimientos intelectuales bastante influyentes que promovieron diatribas contra los inmigrantes. Hay una secuela de eso. Alfonso López Michelsen dijo que Colombia era el Tíbet de Suramérica. Se refería más a la economía, pero era algo más profundo. Tenemos creencias un poco esquizoides. Creemos que somos los mejores, los más vivos, los más recursivos, pero al tiempo nos laceramos. Pensamos que somos genéticamente malos, ineficientes y violentos. Ni lo uno ni lo otro. A este país lo hemos visto progresar, pero también hay muchas imperfecciones en nuestra vida comunitaria.
Para no ir más lejos, en el campo del derecho firmamos tratados como por rutina, o mejor, por esnobismo. Porque para ser de buena familia en la comunidad mundial, hay que estar en la avanzada. Pero, al mismo tiempo, estamos convencidos de que eso es apenas un saludo a la bandera, un gesto vacío. En eso no hemos sido serios. El origen del caso de Andrés Felipe Arias, por ejemplo, es que habíamos suscrito un tratado en el que se ordenaba una segunda instancia, y nadie le paró bolas. Nunca se hicieron los necesarios cambios internos. Esto vino a reventar cuando los incriminados se quejaron a la justicia internacional. Ya en ese entonces era un poco tarde porque había decenas de condenados sin segunda instancia. Ya habíamos desarrollado, además, una doctrina reiterada diciendo lo contrario del tratado para los casos más relevantes. Arias ha pedido que se le conceda la segunda instancia y tiene razón. Pero hemos creado un cuello de botella, porque si esto se extiende a todos los que están en situación similar, tendremos un serio problema. Habrá que revisar, por ejemplo, las condenas por la llamada parapolítica. De igual manera, la prohibición de que los servidores públicos elegidos por voto popular no puedan ser privados de su investidura por autoridades distintas a los jueces penales estuvo allí inerte hasta la destitución del alcalde Gustavo Petro. En su momento, el entonces procurador Fernando Carrillo terminó un proyecto de reforma que incluye controles a cargo de jueces administrativos para las sanciones de destitución y suspensión de funcionarios elegidos.
Cuando estábamos negociando el Acuerdo de Fin del Conflicto, surgió una inquietud, yo digo que bastante obvia, por parte de la guerrilla sobre la sostenibilidad jurídica de lo acordado. Los gobiernos cambian, como lo vimos luego. Y en la historia de este país no han sido pocas las traiciones después de llegar a acuerdos. Ahí fue surgiendo una mirada al tema internacional. Una búsqueda de garantías. Si bien el Acuerdo no era un tratado, tampoco era algo anodino. No era un papel cualquiera. Y no solo por argumentos jurídicos, sino por un compromiso ético del Estado. La mirada a los elementos internacionales, tales como el Derecho Penal Internacional, el Derecho Internacional Humanitario y el Derecho de los Derechos Humanos, aplicables en gran medida en Colombia por virtud de tratados y de la propia Constitución, desataron una ola de nacionalismo. Pero era un nacionalismo ficticio. De hecho, sus promotores en general eran distinguidos juristas curtidos en la defensa de los tratados de libre comercio. Esa ola fue motivada por el miedo. Se dijo que había una especie de ataque corsario que pretendía abordar la Constitución para destruirla. Cuando uno miraba cuáles eran esos corsarios malignos, se encontraba con que eran las normas sobre derechos, incluso incorporadas ya en ese momento a la legislación nacional.