En general la especie humana tira la piedra y esconde la mano. Incluso, no pocos se enfurecen contra las víctimas. En el barrio La Sultana de Manizales, un tipo de apellido Arango, que iba en un jeep de esos que semejan carros gringos de combate, impaciente porque un bus recogía pasajeros y obstruía la vía, puso reversa y aceleró a fondo sin darse cuenta de que detrás de él ya había otro vehículo también a la espera. Lo alucinante es que, en vez de excusarse y asumir su obvia responsabilidad, se bajó energúmeno a pegarle al inocente conductor perplejo. Si no interviene la comunidad, la cosa hubiese ido a mayores.
Pero creo que esa universal fuga hacia la irresponsabilidad es más grave por estas tierras. El desarrollo jurídico de las normas de responsabilidad por hechos dañinos ha sido muy débil. Estamos muy lejos del exquisito —también a veces exagerado— andamiaje anglosajón en materia de culpa y reparación, incluso por simples hechos de omisión de la vida cotidiana. El tipo que resbala después de la nevada en el andén de un vecino perezoso, demandará y ganará. Pero no es solo un andamiaje legal. Es también algo cultural. Ya es usual citar a Max Weber en relación con la estirpe calvinista en las instituciones. Pero aquí voy más allá. No es solo el tejido del capitalismo el que está involucrado. Es una concepción indeleble de la responsabilidad por causar daño. Contrasta con la idea católica de que la confesión todo lo borra. Incluso una confesión afortunada en los estertores de la vida puede ser una especie de baloto cuyo premio gordo es hacer eternamente parte del rebaño celestial.
Entonces, para matizar esa realidad, aunque suene utópico, propongo una especie de feria de los perdones. Todos aquellos que hayamos desempeñado funciones de comando en las diversas esferas de nuestra vida social debemos hacer un recuento público de nuestros errores y nuestras fallas. A veces serán personales, a veces colectivos, como por ejemplo actuaciones dentro de un equipo de gobierno, una junta directiva, un combinado de fútbol. Donde caiga.
Empiezo: nos tardamos un poco más de medio siglo para cancelar la confrontación armada con la guerrilla de las FARC. Esta guerra se pudo terminar antes. Hay una enorme responsabilidad tanto de las FARC como de nosotros, entendiendo por nosotros aquellos que hemos tenido alguna incidencia en decisiones públicas. Es una responsabilidad muy seria porque les entregaremos a los jóvenes un país martirizado y lleno de odio. Todavía hay residuos del uso de la violencia en la política. Todavía hay cosas para enmendar. Lo cierto, es que fue una guerra que todos perdimos. El ejercicio de la violencia extrema por parte de la guerrilla no solo no generó los cambios que proclamaba, sino que, incluso, agravó las condiciones de injusticia. En cuanto al resultado político, no logró siquiera la narrativa del guerrillero heroico. En cuanto al establecimiento político, si bien mantuvo las formas y la estantería, tampoco respondió con la configuración de un estado democrático más justo. La terquedad de ambos antagonistas impidió dar el paso por fuera de la caja militar. Segmentos del Estado, en su afán de victoria armada, desviaron el camino y entraron en matrimonio de dañado y punible ayuntamiento con fuerzas criminales. A su vez, la guerrilla contribuyó también a crear el caldo de cultivo de la respuesta paramilitar. Muchos ciudadanos de ambos lados, incluidos oficiales y soldados, participaron en la carrera desbocada por superar cada día unos inverosímiles niveles de terror. Hubo actos de heroísmo en las Fuerzas Armadas. No hay duda. Pero el marco general del conflicto es el de un fracaso mancomunado.
A simple título de comparación, cualquiera que sea la valoración política y ética, Castro puso en marcha un gobierno y su revolución convirtió en icono comercial la figura del Che. De la guerrilla colombiana solo queda un desierto plagado de víctimas. ¿Quizás obligó algo a los sucesivos gobiernos a impulsar políticas sociales? Pero un resultado infinitesimal al lado del arrume de muertos y el acopio de dolores.
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Fui consciente de la enorme complejidad de mi situación como vicepresidente durante el llamado “proceso 8000”. Mi postura fue esta: mientras hubiera turbulencia importante en la cúpula del ejecutivo, mi deber constitucional era servir de eventual llanta de repuesto. Una vez fue archivada la investigación contra el presidente, recuperé mi libertad y tomé la decisión de renunciar. Vuelvo a examinar estas decisiones y sigo creyendo que fueron correctas. Correcta fue, también, mi actitud de plena y absoluta neutralidad frente al juicio a Ernesto Samper. No caí en el embrujo de quienes me invitaban a moverme contra el Presidente. Pero una vez recuperada mi condición de simple ciudadano, publiqué algunos escritos que no se compadecían con la dignidad de los protagonistas ni con la gravedad de la situación. Para atacar al Presidente, acudí al humor, bastante primitivo por cierto, y creo que este fue un mal paso. No estuvo bien el mal uso de la desnuda diatriba en un tema muy serio que debí tratar con más altura. El paso del tiempo ha borrado toda aspereza en mi alma. Por fortuna.
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La Alianza M-19 ganó amplio terreno político en los albores de la Constituyente de 1991 con su propuesta de revocatoria del Congreso. Si bien una medida así enunciada adolecía de serios defectos prácticos (¿por erradicar algunos corruptos valía la pena defenestrar a servidores honestos y experimentados?), era tan gigantesco el desprecio por los “honorables”, que la propuesta prendió como verdolaga en playa.
El Gobierno se vio en un serio aprieto: sus apoyos, los partidos tradicionales, en especial el mayoritario Partido Liberal que era el partido de gobierno, miraban como un suicidio colectivo la posibilidad de aceptar semejante idea. Era literalmente recoger las cartas del póker y volver a repartir pero, además, con nuevos jugadores. Pero al mismo tiempo, teniendo la ADM-19 fuerza copiosa en la Asamblea y habiendo apostado César Gaviria por el cambio constitucional, tampoco podía desairar a Navarro y demás gestores de la revocatoria. Se trataba de caminar por el filo de la navaja. Un pequeño paso cada día. Sabíamos que no había malla de protección. Del otro lado, el jefe de la ADM-19 también sufría sus propios padecimientos. Había sectores más radicales que no cejaban en la propuesta y deseaban llegar simplemente a una decisión en la Asamblea que de una vez por todas borrara el mapa político. Navarro sabía que una solución extrema lo arruinaría a él, a su movimiento y nunca sería viable en la realidad.
Vino, pues, la noche famosa del 7 de junio de 1991, ya descrita en detalle en mi libro Contra todas las apuestas36. El precio de convocar nuevas elecciones tras revocar el Congreso fue la inhabilitación de todos los constituyentes. ¿Fue una decisión históricamente correcta? Repito que el juego “qué hubiera pasado si” es un ejercicio estéril, pero al juzgar las responsabilidades, puede generar respuestas, no para el pasado, claro está, pero sí para los caminos futuros. Asumo la porción que me corresponde. No lo hago por vanidad. No trato de regocijarme como mártir ahora en un ejercicio de narcisismo. Tampoco sirve la disculpa. El hecho escueto es que mi participación fue colateral. Pero fue, y como tal, mi papel y el de los demás protagonistas merece ser juzgado. ¿Sería mejor este país si se hubiese permitido que los constituyentes presentaran sus candidaturas? ¿No es improbable que el magro resultado de las fuerzas alternativas hubiese sido menos castigado por las urnas? ¿El propio Partido Liberal no se hubiese beneficiado si en el remezón hubiesen salido de la escena varios líderes paquidérmicos y hubiesen ingresado algunos de quienes descollaron en la Constituyente? ¿No hubiese sido más eficaz el desarrollo de la Constitución si muchos de sus redactores hubiesen ingresado al Congreso?
Doy mi respuesta y hago mi confesión: casi seguro que algo hubiese cambiado para bien en este país.
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Me equivoqué cuando desestimé el valor profundo de las objeciones al neoliberalismo. Ya en otro lugar mostré las ideas del Gobierno de César Gaviria en materia económica. Y las sometí a la prueba ácida del neoliberalismo. En muchos aspectos pasaron la prueba. Pero reconozco que, en el trasiego de la discusión de aquella época, creí que las críticas estaban regidas exclusivamente por intereses electorales. Es un asunto de banderías, pensé. La crítica no pasa del eslogan. El mundo del futuro es el de la globalización, me dije. Alcancé a escribir que no se trataba solo de una cuestión de papel del Estado, de libre comercio, de reventar los privilegios del proteccionismo. Argüí para mis adentros que la globalización era un asunto no solo económico sino espiritual. Consideré que la visión del Gobierno contenía elementos de política social que eran suficientes para neutralizar la crítica.
Hoy no voy a recoger velas, sobre todo en este último punto. Sigue siendo para mí un óptimo deseable que los ciudadanos seamos ciudadanos del mundo. Sin desdén por los particularismos y los visos autóctonos, creo que una ética universal basada en la dignidad humana, cuyo escenario es la vigencia de los derechos humanos, y una mirada integral de la especie humana en su esencia son un paso correcto. No obstante, en materia económica, pienso que hemos sufrido golpes como comunidad nacional. Hay efectos adversos en la visión de un libre comercio que desestima de entrada las fragilidades de determinados sectores de la economía. Defensor que he sido de los tratados de libre comercio, creo que hay que hacer una revisión concienzuda. La balanza es compleja. Si los cultivadores de papa o los productores de textiles sufren por el golpe de la competencia extranjera, aunque la receta deseada es el aumento de la competitividad y la productividad, es verdad que esto no se logra de un momento a otro. La puesta en marcha de barreras y aranceles tiene una doble faz. Favorece al productor nacional, pero priva al consumidor de adquirir los mismos bienes en mejores condiciones de precio. Significa extraer del bolsillo de los consumidores —que generalmente carecen de voz y de organización— un determinado volumen de dinero. El desbalance ético se compensa con la idea de que el progreso de la producción nacional redundará a la larga en crecimiento que terminará beneficiando a los mismos consumidores y, sobre todo, a los trabajadores. Pero mirando hoy esta cuestión, a la que llegué sin suficiente reflexión, creo que es el momento de hacer un balance sobre ventajas y desventajas del modelo aperturista. De cierto modo, llego tarde, porque el efecto de la pandemia, quiérase o no, producirá de todos modos una oleada de protección nacional a la cual ningún país escapará al menos en el inmediato futuro.
No obstante, valen aun ciertas reflexiones: contribuyó a mi propia evaluación la lectura de El pueblo sin atributos37. Allí se dice que el neoliberalismo ha construido un enjambre económico que termina permeándolo todo, comenzando por el ser humano. Y, de paso, este periplo termina afectando los elementos básicos de la democracia, al convertir lo estrictamente político en algo económico. Y solo económico. Estas reflexiones permiten trascender los desnudos aspectos de lo que significa gobernar, o mejor, vivir bajo gobierno, en una especie de viaje alucinante y necesario sobre la naturaleza del ser, de la vida y del papel de la especie humana en este decurso terrenal. Es una inquisición sobre el sentido de la vida. Llegué tarde. Pero puedo ir todavía en busca del tiempo perdido.
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De cierto momento en adelante, se fue abriendo camino la idea de la realización de consultas internas de los partidos para el escogimiento de sus candidatos. En particular, a partir de la propuesta de Luis Carlos Galán, y la consulta que llevó a César Gaviria a la candidatura y la presidencia, el Partido Liberal asumió este procedimiento como algo esencial. Participé precisamente en la consulta que se llevó a cabo para escoger el candidato que debía competir por la sucesión de Gaviria, en la cual resultó vencedor Ernesto Samper. En tales condiciones, para las elecciones del 2018 se partió de la base de la necesidad de la consulta. Fue un inamovible. Discusiones de diversa naturaleza terminaron en la decisión de hacer esa consulta a finales del 2017, a fin de que el Liberalismo llegara a cualquiera nueva consulta interpartidista con un solo candidato ya escogido. Flotaba en el ambiente, como se vio de manera explícita en el Congreso Liberal de final de ese año, que una posible consulta en marzo podía ser un camino, aprovechando las elecciones de Congreso en marzo del 2018. No obstante, algunos precandidatos decidieron ausentarse de la consulta interna de diciembre, arguyendo diversas razones. Quedamos solo Juan Fernando Cristo y yo. La idea general de las consultas internas es buena, es más democrática que los otros sistemas posibles y permite además generar un debate que redunde después en bien de las ideas del partido. Pero en este caso, la consulta se desacreditó. La cuestión de los costos afloró. Muy pronto parecía un embeleco, en época fría, sin que se anunciara una gran participación, realizada en medio de una cierta indiferencia. El argumento de los costos fue muy dañino. Confío en que no se instale en la cultura política la idea de que el gasto en democracia es un gasto inútil. Dentro de estos atisbos hegemónicos que padecemos ahora, sería de enorme utilidad para quienes imaginan y desean un gobierno autoritario que el descrédito terminara sepultando acciones estatales en favor de la participación.
Pero en las específicas situaciones que vivimos en noviembre del 2017, reconozco que, aun valorando pros y contras, optamos por un camino equivocado. Debí haber buscado otro mecanismo.