En aquella época estábamos recién desempacados en Bogotá. Me trasladé desde Manizales por razones de trabajo y mi familia lo hizo un poco después. Todavía éramos novatos en el uso de la ciudad, las vías, la ubicación de los comercios.
Salimos a dar una vuelta un domingo, cuando me dice mi hijo José Miguel:
—Papi. Que mañana tengo que llevar un sapo a clase. Esos sapos que usan en los laboratorios.
Se me cerraron las bienaventuranzas no solo por el desafío que implicaba conseguir el famoso sapo, sino porque ya era domingo. ¿Dónde diablos hay un sapo genuino en Bogotá un domingo en la tarde? Le reproché a mi hijo no haberme avisado, pero lo hice sin mucha convicción, porque frente a mí tenía un reto que no sabía cómo enfrentar ni aún en un día hábil.
—Vamos al Parque Nacional.
Fue lo que se me ocurrió, en medio del escepticismo general y también el mío. Toda la familia en el Renault 6. Buscamos arroyos, matorrales, preguntamos a los emboladores, y ¡nada! No hay sapos en el Parque Nacional, al menos sapos en el sentido de anuros.
Con la moral en la cota más baja, retomamos el camino a casa por la carrera séptima. Como si se tratara del rayo que le cayó a San Pablo en Damasco, pasando frente a la Universidad Javeriana, veo al otro lado de la calzada un aviso milagroso. Se venden sapos y ranas de laboratorio. Nos precipitamos al lugar, que estaba cerrado; naturalmente. Tocamos con insistencia en la puerta. Segundos angustiosos hasta cuando al fin, por milagro, se oyó una voz somnolienta al otro lado de la puerta.
—¿Qué pasa?
—Necesitamos un sapo de laboratorio.
—Se le consigue, pero no hoy. Estamos cerrados.
—Hombre, por favor, no sea malito. Es para mi hijo. Tiene clase mañana.
—Ni modo señor. Pero si viene mañana a las siete yo se lo tengo.
En ese momento con euforia plena, respiramos profundo y dijimos a una: amamos a Bogotá, ciudad prodigiosa.
Ya en casa nos percatamos de que a esa hora José Miguel ya estaría en el colegio, que quedaba bien al norte. O sea que tener el sapo listo para la clase era imposible.
Pero si habíamos pasado el Rubicón no podíamos ahogarnos en la quebrada San Francisco.
—Yo voy por el sapo, dije. Enseguida regreso al colegio y llevo el sapo.
—Muy bien, papi. La clase es a las ocho. Apretadito, pero lo logras.
Por su gesto temí que esa capa de optimismo era superficial y que, como el alumno recién llegado, sentía que el fracaso iba a ser castigado.
Todo iba andando a las mil maravillas, hasta cuando el portero del colegio me dijo:
—No señor, no puede entrar. Está prohibido. La hora para los padres es a las 11 am y con cita previa.
La imagen del fracaso regresó. En la puerta del horno se quema el pan.
—Señor… Por lo menos avise a mi hijo que yo estoy aquí y espero. A ver si le puedo entregar esto. Es para una tarea.
Llegó, pero la puerta era infranqueable. Saqué el sapo de la caja y lo deslicé por debajo de la puerta a riesgo de que se volara. Éxito. Misión cumplida.
Llegué apresurado de mi oficina para ver la cara de satisfacción de mi hijo por haber podido cumplir. Estaba haciendo tareas, pero me sorprendió no ver reacción alguna en su rostro.
—La maestra preguntó quién había conseguido el sapo y yo fui el único. Entonces quedó aplazada para el miércoles.
—¿Cómo es posible? ¿Después de esta odisea? ¿Entonces qué hacemos?
—Tranquilo papi. Yo lo puse en el baño en un tazón. Y le llevé pasto y lechuga para que tenga comida. El baño quedó bien cerrado para que no se vuele.
Yo hice fuerza durante los tres días, pero no me atreví a abrir el baño por temor a la fuga.
Llegó el día señalado. Ansioso regresé en la tarde para ver qué había pasado. De entrada observé la cara de desconsuelo de José Miguel.
—No papi. El sapo murió en el camino al colegio. Todos llevaron bien la tarea. A mí la profesora me perdonó una mala nota por el esfuerzo, pero me anotó una amonestación por cumplimiento defectuoso.
Esta sería una historia anodina, pero si se mira en contexto tiene mucho que ver con los estándares sociales. Lo estrictamente razonable era haber calificado la tarea el primer día favoreciendo al único que cumplió. Pero entre nosotros impera la medianía. No es el único caso en el que quien se esfuerza por ajustarse a la norma ve cómo su empeño resulta inútil si se separa de la manada. La moraleja para un niño es que es preferible ir con la masa, con la inercia. Muchas veces los estudiantes que se esmeran son calificados de “sapos”. La sapería es tratar de buscar la excelencia.
Por eso titulé esta pequeña historia así. Aquí perdieron los dos, porque el noble anuro no resistió la medida de aseguramiento domiciliaria.