—Eh, ¿a dónde vas, Jorge? Lucho está al llegar —me dice David cuando comienzo a alejarme de la barra donde estamos anclados desde que hemos pisado este local.
—Tengo que hacer una llamada. No tardo.
Vuelvo a mirar el móvil para ver de nuevo que mi madre ha intentado contactar conmigo tres veces seguidas. Acelero el paso para salir de este pub lo antes posible y así poder hablar con ella de inmediato, pues tanta insistencia por su parte solo puede significar una cosa: problemas.
Nada más traspasar la puerta de la calle, mi hombro impacta contra alguien y, en un acto reflejo, cojo del brazo a esa persona para poder estabilizarla. Al levantar la mirada del teléfono, unos ojos marrones, grandes, curiosos y provocadores me reciben atónitos.
—¿Estás bien? —pregunto soltando a la chica, después de comprobar que está equilibrada.
La veo sonreír de una manera amplia, sin complejos, arrugando la nariz y achicando esa mirada que no aparta ni un instante de mí. Y, joder, no estoy acostumbrado a que me miren de esa forma directa, sincera, como si no me temiera o, tal vez, no me conociera y, solo con esa pequeña acción, consigue que le preste toda mi puta atención.
—Sí, sí. Pero ¡menudo meneo me has dado! —Su voz clara, potente, pronunciando esa frase con un tono divertido y socarrón, consigue que me fije en que no posee un acento marcado, por lo que no puedo saber si es de aquí o de otro lugar de España.
—Perdona, estaba pendiente del móvil y no te he visto.
—No sé si te perdonaré —comenta con guasa, algo que provoca que sonría ligeramente—. Me lo voy a tener que pensar…
—No te he visto antes por el barrio.
—Así me lo pones muy difícil para perdonarte —replica con picardía y, joder, no sé qué es lo que tiene, pero me incita a querer saber más y a no poder desviar mis ojos de cada puto gesto que hace—, porque yo sí que te he visto.
—¿Dónde?
—Uf, si te lo dijera, perdería toda la gracia, ¿no? —indica alzando una ceja y provocando que mi polla se endurezca de golpe con esa acción tan inocente.
Hostias… ¿Cuánto tiempo ha pasado sin que una chica me llame la atención de esta manera tan contundente?
Demasiado, maldita sea.
—Ey, Jorge —oigo a Lucho, quien me da una amistosa palmada en la espalda, pero no puedo apartar la vista de esta chica, de su mirada astuta sin complejos, ni de su expresión altiva, ni de su larga melena castaña que cae como una cascada por su atlético cuerpo enfundado en un sugerente vestido rosa que se amolda a cada una de sus provocativas curvas—. ¿Están estos dentro?
—Sí, ahora voy yo —respondo con desgana sin mirarlo, ya que toda mi atención la tiene ella, que vuelve a sonreír de esa forma que podría admirar todos los condenados días de mi vida.
En ese momento, el teléfono que tengo todavía en la mano comienza a sonar, recordándome lo que iba a hacer antes de chocarme con ella, y maldigo por dentro que sea ahora y no en otro momento. Acepto la llamada sin poder dejar de mirarla porque me es imposible evitarlo, ¡hostias!
—¿Vas a estar dentro? —le pregunto, y alza las cejas de un modo picaresco, atrevido, algo que provoca que todavía esté más pendiente de cada uno de sus movimientos.
—Jorge —oigo la voz procedente de mi móvil—, ¿estás ahí?
—Un segundo —le digo a mi madre, incapaz de dejar de contemplar a esta chica.
—Me temo que sí —susurra ella arrugando la nariz y acercándose un poco a mí, por lo que puedo oler la suave fragancia de su perfume e incluso me imagino cómo sería hundir mis manos en su larga melena, para buscar esos turgentes labios que lleva pintados de un fucsia brillante y tentador… para después perderme en sus ojos, en ese brillo atrevido y en algo que no logro identificar, pero es adictivo, ya que no consigo despegar mis ojos de ella, aunque quiera.
—¿Te vas a quedar en la puerta todo el rato, Valeria? —oigo cómo le pregunta una chica más alta que ella, acercándose donde estamos todavía parados, y repito su nombre en mi cabeza para que no se me olvide cuando vuelva a tenerla delante de mí…, algo que haré en cuanto termine de hablar por teléfono.
—Entra tú, ahora voy —dice mientras le guiña un ojo a su amiga, que me observa sin disimular lo poco que le gusto, una reacción a la que estoy mucho más que acostumbrado. Por eso me extraña que Valeria siga hablando conmigo con esa espontaneidad digna de premiar, sin achantarse, ni siquiera tenerme cierto respeto o mostrar indecisión.
—Jorge, ¿me estás haciendo esperar por una chica? —plantea mi madre molesta al otro lado de la línea.
—Un segundo —le pido a esta—. Voy a hablar por teléfono un minuto y luego te busco para… indemnizarte por los posibles daños de nuestra terrible colisión.
—Sí, deberíamos firmar un parte de accidente, no sé si podré volver a levantar el brazo después de esto —suelta con gracia para después volver a mostrarme una amplia sonrisa que me azota sin compasión, removiendo algo en mi interior que ni siquiera sabía que existía; luego me guiña un ojo y entra en el pub contoneando su increíble culo.
Jo-der…
No aparto la mirada de su cuerpo, de su manera de andar, de cada paso que da hasta que Valeria desaparece de mi campo de visión, sin girarse ni una sola vez para comprobar que la estoy mirando, como si no le importase o supiera que lo estoy haciendo. Y solo entonces, cuando la pierdo de vista, comienzo a alejarme de la entrada para que el ruido de la música no interfiera en la conversación.
—Dime, mamá.
—Al fin, hijo —contesta visiblemente molesta—. Te he llamado para preguntarte si tu hermana te había dicho si iba a llegar tarde, pero he tenido que esperar tanto para hablar contigo que acaba de aparecer.
—¿Acaba de aparecer? —repito mirando la hora—. Esta no es su hora de llegada.
—¿Y cuándo has llegado tú a tu hora? Anda, anda… —replica risueña—. A ver si las reglas las tienen que acatar los otros y para ti la libertad total… Claro que sí, hombre —añade, fiel defensora de mi hermana. De repente se queda callada porque irrumpe el sonido del timbre de la puerta. Justo después oigo cómo abre y…—. Mierda…
—¿Qué ocurre? —Aprieto los puños sintiendo cómo un nudo de nervios se instala en la boca de mi estómago al advertir complicaciones en su tono de voz.
—¿No os alegráis de verme?
Esa voz áspera, rozando la ronquera, me llega con total nitidez y cierro los ojos un segundo mientras aprieto el móvil más de lo necesario intentando calmarme, porque no tengo dudas de quién acaba de llegar.
—Jorge… —dice mi madre con un hilo de voz, y no me hace falta más para saber lo que me está pidiendo sin ni siquiera verbalizarlo.
—Voy para allá —anuncio mientras corto la comunicación, para después girarme hacia el pub donde sé que me espera Valeria, esa chica con una de las sonrisas más increíbles que he visto en mi jodida vida.
Dejo escapar el aire con frustración al tiempo que niego con la cabeza, esperando volver a encontrármela en otro momento para poder retomar lo que ni siquiera he tenido la oportunidad de empezar. Comienzo a correr en dirección a mi coche, subo rápidamente y conduzco como un loco hasta la casa donde viven mi madre y mi hermana, sintiendo cómo todo da vueltas y la rabia se me agolpa en cada poro de la piel. Aferro con fuerza el volante, notando cómo mis puños ya se están preparando para cualquier posible desenlace.
Acelero cada vez más, desesperado por llegar, maldiciendo sin cesar mi jodida vida.
Me quedo quieta sin importar el frío que hace en esta noche de mediados de marzo, mirando cómo se aleja después de haber destrozado mi corazón sin impunidad, deshaciendo las ilusiones que tenía puestas en esa relación y tirándolas a la basura como si no valiesen nada. Noto cómo en mi garganta se acumula la furia, la frustración, el dolor y, sin poder evitarlo, de mis labios sale un pequeño quejido, un lamento compungido que anuncia las lágrimas que empiezan a brotar de mis ojos. Mientras tanto, aprieto los puños frenando todo mi ser, que anhela correr tras él; sin embargo, me quedo donde estoy, observando cómo desaparece de mi vista.
No soy de las que corren detrás de nadie y mucho menos de las que lloran sin consuelo por culpa de un hombre, pero esta vez todo es distinto.
Sigo de pie en medio de la calle, observando por dónde se ha ido sin titubear, sin ni siquiera mirar atrás, como si fuera un lastre o no fuera lo suficientemente buena como para echarme un último vistazo. De pronto, el sentimiento de arrepentimiento me sorprende, provocando que me lleve una mano a la boca para frenar un alarido de impotencia, de rabia, de dolor, que podría alertar a los vecinos, algo que no deseo hacer, como tampoco comportarme como no soy. Me ha costado muchos años ser así como para que se vaya todo al traste por un tipo al que no le importo. Me llevo la mano que tengo libre al abdomen para sentirme más reconfortada o, tal vez, para darme las fuerzas que necesito.
Si él hubiese aparecido…
Si no me hubiese acercado a preguntar…
Si no fuera tan impulsiva y enamoradiza, esto no habría pasado, pero ahora… ¿cómo voy a deshacer mis malas elecciones?
No… Ahora me toca lidiar con el resultado de cada paso que he dado y que me ha llevado a este lugar y a esta situación, a sentirme perdida. Pero todos nos tenemos que perder en alguna ocasión para volver a encontrarnos.
Tomo una bocanada de aire intentando tranquilizarme.
Sé sin duda que esta mala experiencia, este fracaso que se suma a mi historial amoroso fallido, no va a lograr que deje de pensar que el amor existe, porque yo… Una vez lo sentí, una vez lo viví, aunque haya pasado mucho tiempo desde entonces…, tanto que en ocasiones me parece más un dulce sueño que un recuerdo vivido.
Me obligo a darme la vuelta, a caminar en dirección a mi casa, tomando una decisión que sé que no será fácil, primero por mis fieles ideales que me han arrastrado a este desastroso final, es cierto, pero también por los pocos recursos de que dispongo. Sin embargo, ahora me tengo que centrar en lo que de verdad es importante. No es por capricho, sino por supervivencia, por necesidad.
Esta vez empezar de cero será distinto, pero no tengo miedo de reiniciar de nuevo mi vida, como tampoco de volver a intentarlo, de volver a enamorarme, de volver a cerrar los ojos y dejarme llevar, aun a riesgo de perderlo todo y acabar otra vez con el corazón roto. Pero aprendí hace años que es mejor que te lo rompan a que se convierta en piedra por sobreprotegerlo. Hay que vivir sin limitarse, sin miedos, pero no puedo cometer el mismo error de nuevo. A partir de hoy, seré más astuta y me olvidaré de fijarme en los tipos duros con fama de rompecorazones. Porque una cosa es abrir el corazón al amor y otra ofrecérselo al primer carroñero que se te cruce.
Si un tipo parece un rompecorazones es que, en definitiva, lo es y nada, ni nadie, lo podrá hacer cambiar. Por eso quedan totalmente descartados de futuros amoríos.
¡Ya he quedado escarmentada!