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MAGNUS BANE








Jace se inclinó hacia adelante y golpeó con la mano la partición que los separaba del conductor del taxi.

—¡Gire a la izquierda! ¡A la izquierda! ¡Dije que tomara por Broadway, tarado imbécil!

El conductor del taxi respondió girando el volante tan violentamente a la izquierda que Clary se vio arrojada contra Jace. Soltó un aullido de enojo.

—¿Por qué tomamos Broadway, de todos modos?

—Me muero de hambre —dijo Jace—. Y no hay nada en casa excepto restos de comida china. —Sacó el celular de su bolsillo y empezó a marcar—. ¡Alec! ¡Despierta! —gritó, y Clary oyó claramente un murmullo irritado al otro lado—. Reúnete con nosotros en Taki’s. Desayuno. Sí, ya me oíste. Desayuno. ¿Qué? Sólo está a unas pocas manzanas de distancia. Muévete.

Cortó la comunicación y metió el teléfono en uno de sus innumerables bolsillos mientras se detenían junto a un bordillo. Mientras entregaba al conductor un fajo de billetes, Jace empujó con el codo a Clary para que saliera del coche. Cuando aterrizó en la acera junto a ella, se desperezó como un gato y extendió los brazos a ambos lados.

—Bienvenida al mejor restaurante de Nueva York.

No parecía gran cosa: un edificio bajo de ladrillo que se combaba en la parte central, como un suflé hundido. Un destartalado letrero de neón, que proclamaba el nombre del restaurante, colgaba lateralmente y chisporroteaba. Dos hombres con abrigos largos y sombreros de fieltro echados sobre el rostro estaban repantigados frente a la estrecha entrada. No había ventanas.

—Parece una prisión —dijo Clary.

—Pero —indicó él, apuntándole con un dedo—, ¿en prisión podrías pedir unos espaguetis fra diavolo que hacen que te quieras chupar los dedos? No lo creo.

—No quiero espaguetis. Quiero saber qué es un Magnus Bane.

—No es un qué. Es un quién —respondió Jace—. Es un nombre.

—¿Sabes quién es?

—Es un brujo —contestó él en su voz más razonable—. Sólo un brujo podría haber colocado un bloqueo en tu mente como ése. O quizá uno de los Hermanos Silenciosos, pero está claro que no fueron ellos.

—¿Es un brujo del que has oído hablar? —inquirió Clary, que empezaba a cansarse rápidamente de la voz razonable de Jace.

—El nombre sí me suena familiar...

—¡Eh!

Era Alec, con aspecto de haber saltado de la cama y haberse colocado los pantalones sobre la pijama. Los cabellos, sin peinar, le formaban un halo desordenado alrededor de la cabeza. Corría a pasos largos hacia ellos, con los ojos puestos en Jace, haciendo caso omiso de Clary, como de costumbre.

—Izzy viene de camino —anunció—. Trae al mundano.

—¿Simon? ¿De dónde ha salido? —preguntó Jace.

—Se presentó a primera hora de esta mañana. No podía permanecer alejado de Izzy, supongo. Patético. —Alec sonó divertido, y Clary deseó darle una patada—. De todos modos, ¿entramos o qué? Estoy hambriento.

—Yo también —repuso Jace—. Realmente podría pedir unas colas de ratón fritas.

—Unas ¿qué? —preguntó Clary, segura de que había oído mal.

Jace le sonrió burlón.

—Tranquilízate —dijo—. Es sólo un restaurante barato.

Les detuvo en la puerta de acceso uno de los hombres repantigados. Cuando se irguió, Clary tuvo una fugaz visión de su rostro bajo el sombrero. Tenía la piel de color rojo oscuro, y las manos cuadradas, acabadas en uñas de color azul negro. Clary sintió que se tensaba, pero Jace y Alec no parecieron preocupados. Dijeron algo al hombre, que asintió y se hizo a un lado, dejándolos pasar.

—Jace —siseó Clary cuando la puerta se cerraba detrás de ellos—, ¿quién era ése?

—¿Te refieres a Clancy? —preguntó él, pasando la mirada por el restaurante, brillantemente iluminado.

El interior resultaba agradable, a pesar de la ausencia de ventanas. Acogedores reservados de madera se acurrucaban unos junto a otros, cada uno cubierto con cojines de colores brillantes. Loza encantadoramente dispareja se alineaba en el mostrador, tras el que había una joven rubia con un delantal de camarera, rosa y blanco, contando ágilmente el cambio que entregaba a un hombre fornido en una camisa de franela. Vio a Jace, le saludó con la mano e indicó que se sentaran donde quisieran.

—Clancy mantiene fuera a los indeseables —indicó Jace, conduciendo a Clary a uno de los reservados.

—Es un demonio —siseó ella.

Varios clientes volvieron la cabeza para mirarla; un chico con puntiagudas rastas azules estaba sentado junto a una hermosa muchacha india de largos cabellos negros y doradas alas, finas como gasa, brotándole de la espalda. El muchacho la miró con cara de pocos amigos. Clary se alegró de que el restaurante estuviese casi vacío.

—No, no lo es —dijo Jace, deslizándose al interior de un reservado.

Clary fue a sentarse a su lado, pero Alec ya estaba allí, así que se instaló con cuidado en el asiento situado frente a ellos, con el brazo entumecido aún a pesar de los cuidados de Jace. Se sentía hueca por dentro, como si los Hermanos Silenciosos hubieran introducido la mano en su interior y le hubieran extraído las entrañas, dejándola ligera y mareada.

—Es un efrit —explicó Jace—. Son brujos sin magia. Medio demonios que no pueden usar hechizos por el motivo que sea.

—Pobres bastardos —comentó Alec, tomando su menú.

Clary tomó también el suyo, y se lo quedó mirando atónita. Saltamontes con miel figuraba como un plato especial, junto a platos de carne cruda, peces crudos enteros y algo llamado sándwich caliente de murciélago. Una página de la sección de bebidas estaba dedicada a las diferentes clases de sangre de barril de que disponían; con gran alivio por parte de Clary, eran diferentes clases de sangre animal, en lugar de tipo A, tipo O, o tipo B negativo.

—¿Quién se come un pescado entero crudo? —preguntó en voz alta.

—Los kelpies —dijo Alec—. Las selkies. Tal vez alguna ondina de tanto en tanto.

—No pidas nada de la comida de las hadas —indicó Jace, mirándola por encima del menú—. Tiende a enloquecer un poco a los humanos. Te comes una ciruela de hada y al poco rato estás corriendo desnuda por la avenida Madison con una cornamenta en la cabeza. No es que eso —se apresuró a añadir— me haya sucedido nunca a mí.

Alec lanzó una carcajada.

—Recuerdas...

Empezó a decir, y se embarcó en un relato que contenía tantos nombres misteriosos y nombres de pila que Clary ni se molestó en intentar seguirlo. En vez de eso, se dedicó a mirar a Alec, observándolo mientras charlaba con Jace. Existía una energía cinética, casi febril, en él que no había estado allí antes. Algo en Jace le avivaba, haciéndole destacar. Si tuviera que dibujarlos juntos, se dijo, haría que Jace apareciera un poco borroso, mientras Alec sobresalía, bien definido, con planos y ángulos nítidos.

Jace miraba hacia abajo mientras Alec hablaba, sonriendo un poco y dando golpecitos a su vaso de agua con una uña. Clary intuyó que pensaba en otras cosas, y sintió un repentino asalto de lástima por Alec. Jace no debía de ser una persona fácil de cuidar. «Me reía de ustedes porque las declaraciones de amor me divierten, en especial cuando no son correspondidas.»

Jace alzó los ojos cuando la camarera pasó.

—¿Nos vas a traer café algún día? —protestó en voz alta, interrumpiendo a Alec en mitad de la frase.

Alec se apagó; su energía se desvaneció.

—Yo...

Clary alzó la voz apresuradamente.

—¿Para quién es toda la carne cruda? —preguntó, indicando la tercera página del menú.

—Para los hombres lobo —respondió Jace—. Aunque no me importa tomar un bistec sanguinolento de vez en cuando. —Alargó el brazo por encima de la mesa y dio la vuelta al menú de Clary—. La comida para humanos está en la parte de atrás.

Ella leyó detenidamente los platos totalmente corrientes del menú con una sensación de estupefacción. Todo aquello era demasiado.

—¿Tienen licuados aquí?

—Hay un licuado de albaricoque y ciruela con miel de milflores que es simplemente divino —comentó Isabelle, que había aparecido con Simon a su lado—. Recórrete un poco —indicó a Clary, que se quedó tan pegada a la pared que sentía los ladrillos fríos presionándole el brazo.

Simon, deslizándose en el asiento junto a Isabelle, le ofreció una sonrisa medio avergonzada, que ella no le devolvió.

—Deberías tomar uno —finalizó Isabelle.

Clary no estaba segura de si Isabelle le hablaba a ella o a Simon, de modo que no dijo nada. Los cabellos de la muchacha le cosquillearon en el rostro, oliendo a algún tipo de perfume de vainilla. Clary contuvo el impulso de estornudar. Odiaba el perfume de vainilla. Jamás había comprendido por qué algunas chicas sentían la necesidad de oler como un postre.

—¿Y qué tal les fue en la Ciudad de Hueso? —preguntó Isabelle, abriendo rápidamente su menú—. ¿Averiguaron lo que hay en la cabeza de Clary?

—Conseguimos un nombre —contestó Jace—, Magnus...

—Calla —siseó Alec, dando un golpe seco a Jace con su menú cerrado.

Jace pareció ofendido.

—¡Vaya! —Se frotó el brazo—. ¿Qué es lo que te pasa?

—Este lugar está repleto de subterráneos. Lo sabes. Creo que deberías intentar mantener en secreto los detalles de nuestra investigación.

—¿Investigación? —Isabelle rió—. ¿Ahora somos detectives? Tal vez deberíamos tener todos nombres en clave.

—Buena idea —replicó Jace—. Yo seré el barón Hotschaft Von Hugenstein.

Alec escupió el agua de nuevo al interior del vaso. En ese momento llegó la camarera para tomarles la orden. Más de cerca, seguía siendo una guapa muchacha rubia, pero sus ojos eran desconcertantes..., totalmente azules, sin blanco ni pupila. Sonrió mostrando unos afilados dientecitos.

—¿Saben ya lo que van a tomar?

Jace sonrió de oreja a oreja.

—Lo de costumbre —dijo, y recibió una sonrisa de la camarera en respuesta.

—Yo también —terció Alec, aunque él no recibió la sonrisa.

Isabelle pidió un licuado de fruta, Simon pidió café y Clary, tras un momento de vacilación, eligió un café largo y tortas de coco. La camarera le guiñó un ojo azul y se alejó con un contoneo.

—¿Es ella un efrit también? —preguntó Clary, observando cómo se alejaba.

—¿Kaelie? No. Es parte duende, creo —respondió Jace.

—Tiene ojos de ondina —indicó Isabelle, pensativa.

—¿Realmente saben lo que es? —preguntó Simon.

Jace negó con la cabeza.

—Respeto su intimidad. —Dio un codazo a Alec—. Eh, déjame salir un segundo.

Frunciendo el entrecejo, Alec se apartó. Clary observó a Jace mientras éste se acercaba a grandes zancadas a Kaelie, que estaba apoyada en la barra, hablando con el cocinero a través de la ventanilla que daba a la cocina. Todo lo que Clary podía ver del cocinero era una cabeza inclinada con un gorro blanco de chef. Altas orejas peludas sobresalían de los agujeros abiertos a ambos lados del gorro.

Kaelie volvió la cabeza para sonreír a Jace, que la rodeó con un brazo. La joven se acurrucó contra él. Clary se preguntó si aquello era lo que Jace quería decir con respetar su intimidad.

Isabelle alzó los ojos al techo.

—No debería provocar a las camareras de ese modo.

Alec la miró.

—¿No pensarás que lo hace en serio? Que le gusta, quiero decir.

Su hermana se encogió de hombros.

—Es una subterránea —replicó, como si eso lo explicara todo.

—No lo capto —dijo Clary.

Isabelle la miró sin el menor interés.

—Captas, ¿qué?

—Todo esto de los subterráneos. No los cazan, porque no son exactamente demonios, pero no son exactamente personas, tampoco. Los vampiros matan, beben sangre...

—Sólo los vampiros delincuentes beben sangre humana de gente viva —interpuso Alec—. Y a ésos, se nos permite matarlos.

—Y los hombres lobo son ¿qué? ¿Simples cachorros demasiado creciditos?

—Matan demonios —explicó Isabelle—. De modo que si no nos molestan a nosotros, nosotros no los molestamos a ellos.

«Como dejar vivir a las arañas porque comen mosquitos», pensó Clary.

—Así que ellos son lo bastante buenos para dejarlos vivir, lo bastante buenos para que les preparen la comida, lo bastante buenos para coquetear con ellos... ¿pero no realmente lo bastante buenos? Quiero decir, no tan buenos como las personas.

Isabelle y Alec la miraron como si estuviera hablando en urdu.

—Diferentes de las personas —dijo por fin Alec.

—¿Mejores que los mundanos? —inquirió Simon.

—No —declaró Isabelle con decisión—. Se puede convertir a un mundano en un cazador de sombras. Quiero decir que nosotros provenimos de los mundanos. Pero jamás se puede convertir a un subterráneo en un miembro de la Clave. No soportan las runas.

—Entonces, ¿son débiles? —preguntó Clary.

—Yo no diría eso —respondió Jace, deslizándose de nuevo en su asiento junto a Alec; tenía los cabellos despeinados y había una marca de pintalabios en su mejilla—. Al menos no con un peri, un genio, un efrit y Dios sabe qué más escuchando.

Sonrió ampliamente cuando Kaelie apareció y sirvió la comida. Clary contempló sus tortas con atención. Tenían un aspecto fantástico: de un tostado dorado, y estaban empapadas de miel. Les dió un mordisco mientras Kaelie se alejaba tambaleándose sobre sus altos tacones.

Estaban deliciosas.

—Ya te dije que era el mejor restaurante de Manhattan —dijo Jace, comiendo papas fritas con los dedos.

Ella dirigió una ojeada a Simon, que removía su café, con la cabeza gacha.

—Mmmm —indicó Alec, que tenía la boca llena.

—Bien —dijo Jace, y miró a Clary—. No es algo unilateral —explicó—. Quizá no siempre nos gusten los subterráneos, pero a ellos tampoco les gustamos siempre. Unos cuantos cientos de años de los Acuerdos no pueden borrar mil años de hostilidad.

—Estoy segura de que ella no sabe lo que son los Acuerdos, Jace —intervino Isabelle metiéndose la cuchara en la boca.

—Lo cierto es que lo sé —respondió Clary.

—Yo no —dijo Simon.

—Sí, pero a nadie le importa lo que sepas. —Jace examinó una papa frita antes de morderla—. Disfruto con la compañía de algunos subterráneos en ciertos momentos y lugares. Pero lo cierto es que no se nos invita a las mismas fiestas.

—Espera. —Isabelle se sentó de improviso muy tiesa—. ¿Cómo has dicho que era ese nombre? —inquirió, volviéndose hacia Jace—. El nombre en la cabeza de Clary.

—No lo dije —respondió él—. Al menos, no acabé de decirlo. Es Magnus Bane. —Dedicó una sonrisa burlona a Alec—. Rima con «pelmazo excesivamente prudente».

Alec farfulló una réplica mientras tomaba su café. Rimaba con algo que se parecía mucho más a «esquivo topo de cristal». Clary sonrió interiormente.

—No puede ser..., pero estoy casi totalmente segura...

Isabelle rebuscó en su monedero y sacó un trozo de papel azul doblado, que agitó entre los dedos.

—Miren esto.

Alec alargó la mano para tomar el papel, le echó un vistazo con un encogimiento de hombros, y se lo pasó a Jace.

—Es una invitación a una fiesta. En algún lugar de Brooklyn —dijo—. Odio Brooklyn.

—No seas tan esnob —le reprendió Jace.

Entonces, tal y como había hecho Isabelle, se sentó muy erguido y lo miró fijamente.

—¿Dónde conseguiste esto, Izzy?

Ella agitó la mano con displicencia.

—De aquel kelpie en Pandemónium. Dijo que sería imponente. Tenía un montón de ellas.

—¿Qué es? —exigió Clary con impaciencia—. ¿Nos lo van a mostrar al resto, o no?

Jace le dio la vuelta para que todos pudieran leerlo. Estaba impreso en papel fino, casi pergamino, con una letra delgada, elegante y de trazo alargado. Anunciaba una reunión en el humilde hogar de Magnus el Magnífico Brujo, y prometía a los asistentes «una extática velada de placeres más allá de lo que uno era capaz de imaginar».

—Magnus —dijo Simon—. ¿Magnus como Magnus Bane?

—Dudo que existan muchos brujos que se llamen Magnus en la zona metropolitana de Nueva York —indicó Jace.

Alec miró el papel con un pestañeo.

—¿Significa eso que tenemos que ir a la fiesta? —inquirió sin dirigirse a nadie en concreto.

—No tenemos que hacer nada —contestó Jace, que estaba leyendo la letra menuda de la invitación—. Pero según esto, Magnus Bane es el Gran Brujo de Brooklyn. —Miró a Clary—. Yo, por mi parte, siento una cierta curiosidad sobre qué hace el nombre del Gran Brujo de Brooklyn dentro de tu cabeza.



La fiesta no empezaba hasta medianoche, así que con todo un día por delante, Jace y Alec desaparecieron en la habitación de las armas, e Isabelle y Simon anunciaron su intención de ir a dar un paseo por Central Park para que ella pudiera mostrarle los círculos de hadas. Simon preguntó a Clary si deseaba acompañarlos, y ella, sofocando una cólera asesina, se negó alegando agotamiento.

No era exactamente una mentira; realmente estaba agotada, sentía el cuerpo todavía debilitado por los efectos secundarios aún del veneno de aquella criatura que la atacó y el madrugón que se había pegado para hablar con los Hermanos Silenciosos. Se tumbó en su cama del Instituto, dejando caer los zapatos y deseando dormirse, pero el sueño no acudía. La cafeína le burbujeaba en las venas igual que refresco, y su mente estaba llena de imágenes que pasaban como una exhalación. No dejaba de ver el rostro de su madre mirándola desde arriba, con expresión de pánico. No dejaba de ver las Estrellas Parlantes, de oír las voces de los Hermanos Silenciosos en su cabeza. ¿Por qué tenía que haber un bloqueo en su mente? ¿Por qué lo habría puesto allí un brujo poderoso, y con qué propósito? Se preguntó qué recuerdos podría haber perdido, qué experiencias había tenido que ahora no podía recordar. ¿O quizá todo lo que pensaba que sí recordaba era una mentira...?

Se sentó en la cama, incapaz de soportar la dirección que tomaban sus pensamientos. Descalza, salió al pasillo sin hacer ruido y fue hacia la biblioteca. A lo mejor Hodge podría ayudarla.

Pero la biblioteca estaba vacía. La luz de la tarde entraba oblicuamente a través de las cortinas descorridas, proyectando barras doradas sobre el suelo. Sobre el escritorio descansaba el libro que Hodge había leído en voz alta, con la desgastada tapa de cuero reluciendo. A su lado, Hugo dormía sobre su percha, con el pico metido bajo el ala.

«Mi madre conocía ese libro —pensó Clary—. Lo tocó, leyó de él.»

El ansia de sostener algo que era una parte de la vida de su madre fue un retortijón en la boca del estómago. Cruzó rápidamente la habitación y posó las manos sobre el libro. Tenía un tacto cálido, por el cuero expuesto a la luz solar. Alzó la tapa.

Algo doblado resbaló de entre las páginas y revoloteó hasta el suelo a sus pies. Se inclinó para recogerlo, alisándolo al tiempo que lo abría sin pensar.

Era una fotografía de un grupo de personas jóvenes, ninguna mucho mayor que la misma Clary. Supo que se había tomado al menos hacía veinte años, no debido a la ropa que vestían, que, como casi todo el vestuario de un cazador de sombras, eran anodinas y negras, sino porque reconoció a su madre al instante: Jocelyn, con no más de diecisiete o dieciocho años. Los cabellos le caían hasta la mitad de la espalda y tenía el rostro un poco más redondeado, la barbilla y la boca menos definidas.

«Se parece a mí», pensó ella, aturdida.

Jocelyn rodeaba con el brazo a un muchacho que Clary no reconoció. Se sobresaltó. Jamás había pensado en que su madre tuviera nada que ver con nadie que no fuera su padre, ya que jamás había tenido citas ni parecía interesada en los hombres. No era como la mayoría de madres solteras, que circulaban por las reuniones de la asociación femenina de padres y maestros en busca de posibles divorciados, o la madre de Simon, que siempre revisaba su perfil en la Web de contactos Meetic. El chico era apuesto, con cabellos tan claros que parecían casi blancos, y ojos negros.

—Ése es Valentine —dijo una voz muy cerca de ella—. Cuando tenía diecisiete años.

Clary dio un salto atrás y casi dejó caer la foto. Hugo lanzó un graznido sobresaltado y descontento antes de volver a acomodarse en la percha, con las plumas erizadas.

Era Hodge, que la miraba con ojos curiosos.

—Lo siento mucho —se disculpó Clary, depositando la fotografía sobre el escritorio, y retrocediendo apresuradamente—, no era mi intención husmear en sus cosas.

—No pasa nada.

El hombre tocó la fotografía con una mano curtida y llena de cicatrices; un extraño contraste con el aspecto inmaculado de los puños de su traje de tweed.

—Es una parte de tu pasado, al fin y al cabo.

Clary volvió a aproximarse lentamente al escritorio como si la foto ejerciera una atracción magnética. El muchacho de cabellos blancos sonreía a Jocelyn, y sus ojos formaban esas arruguitas que se forman en los ojos de los chicos cuando realmente les gustas. Nadie, se dijo Clary, la había mirado nunca de aquel modo. Valentine, con su rostro frío de facciones delicadas, no se parecía absolutamente en nada a su padre, con su sonrisa franca y los brillantes cabellos que ella había heredado.

—Valentine tiene un aspecto... como de buena persona.

—Buena persona no era —repuso Hodge con una sonrisa crispada—, pero era encantador, listo y muy persuasivo. ¿Reconoces a alguien más?

Ella volvió a mirar. De pie detrás de Valentine, un poco a la izquierda, había un muchacho delgado con una mata de pelo castaño claro. Mostraba las espaldas anchas y muñecas desgarbadas de quien no ha alcanzado aún su altura definitiva.

—¿Es usted?

Hodge asintió.

—¿Y...?

Ella tuvo que mirar dos veces antes de identificar a alguien más: estaba tan joven que resultaba casi irreconocible. Al final, los lentes lo delataron, además de los ojos que había detrás de ellas, azul claro como el agua del mar.

—Luke —dijo.

—Lucian. Y aquí.

Inclinándose sobre la foto, Hodge señaló una pareja de elegantes adolescentes, los dos de cabellos oscuros, la muchacha media cabeza más alta que el chico. Las facciones de ella eran afiladas y rapaces, casi crueles.

—Los Lightwood —indicó él—. Y aquí —señaló a un muchacho muy apuesto de rizados cabellos oscuros, con el rostro de mandíbula cuadrada ruborizado— está Michael Wayland.

—No se parece nada a Jace.

—Jace se parece a su madre.

—¿Es esto, como si dijéramos, una foto escolar? —preguntó Clary.

—No exactamente. Esto es una fotografía del Círculo, tomada el año en que se formó. Es por eso que Valentine, el líder, aparece delante, y Luke está a su derecha; él era el segundo de Valentine.

Clary desvió la mirada.

Todavía no comprendo por qué mi madre se uniría a algo como eso.

—Debes comprender que...

—No hace más que decirme eso —replicó ella enfadada—. No veo por qué debo comprender nada. Cuénteme la verdad, y yo o bien lo comprenderé o no lo haré.

Las comisuras de la boca de Hodge se crisparon.

—Lo que tú digas.

Hizo una pausa para alargar una mano y acariciar a Hugo, que paseaba ufano por el borde del escritorio, dándose importancia.

—Los Acuerdos nunca han tenido el apoyo de toda la Clave. Sobre todo las familias más venerables se aferran a los viejos tiempos, en los que a los subterráneos había que matarlos. No sólo por odio sino porque los hacía sentirse más a salvo. Es más fácil enfrentarse a una amenaza vista como una masa, un grupo, no como individuos que hay que evaluar uno a uno..., y la mayoría de nosotros conocía a alguien que había sido herido o asesinado por un subterráneo. No existe nada —añadió— que se parezca al absolutismo moral de los jóvenes. Es fácil, siendo un niño, creer en el bien y el mal, en la luz y la oscuridad. Valentine jamás perdió eso; ni tampoco su idealismo destructivo ni su apasionada aversión a cualquier cosa que considerara «no humana».

—Pero amaba a mi madre —dijo Clary.

—Sí —respondió Hodge—, amaba a tu madre. Y amaba Idris...

—¿Qué había de tan fantástico en Idris? —preguntó ella, notando la aspereza de su propia voz.

—Era —empezó él, y se corrigió—, es, el hogar..., para los nefilim, donde pueden ser ellos mismos, un lugar donde no hay necesidad de ocultarse ni de disfrazar las cosas con un encantamiento o glamour. Un lugar bendecido por el Ángel. No has visto nunca una ciudad hasta que hayas visto Alacante, la de las torres de cristal. Es más hermosa de lo que puedes imaginar. —Había un dolor descarnado en su voz.

De repente, Clary pensó en su sueño.

—¿Hubo alguna vez... bailes en la Ciudad de Cristal?

Hodge la miró pestañeando como si despertara de un sueño.

—Todas las semanas. Yo nunca asistí, pero tu madre sí lo hizo. Y Valentine. —Rió entre dientes en voz baja—. Yo era más bien un estudioso. Pasaba los días en la biblioteca de Alacante. Los libros que ves aquí son sólo una mínima parte de los tesoros que ésta contiene. Pensaba que quizá pudiera unirme a la Hermandad algún día, pero tras lo que hice, por supuesto, no me quisieron.

—Lo siento —atinó sólo a decir Clary.

Su mente seguía ocupada con el recuerdo de su sueño.

«¿Había una fuente con una sirena donde bailaban? ¿Iba Valentine vestido de blanco, de modo que mi madre pudiera ver las Marcas en su piel incluso a través de la camisa?»

—¿Puedo quedarme esto? —preguntó, indicando la fotografía.

Una momentánea vacilación apareció en el rostro de Hodge.

—Preferiría que no se la mostrases a Jace —dijo—. Ya tiene bastante con lo que tiene que lidiar, sin que aparezcan fotos de su difunto padre.

—Desde luego. —Clary la apretó contra su pecho—. Gracias.

—De nada. —Él la miró con curiosidad—. ¿Viniste a la biblioteca a verme, o por algún otro motivo?

—Me preguntaba si habría recibido noticias de la Clave. Sobre la Copa. Y... mi madre.

—Recibí una corta respuesta esta mañana.

Clary fue consciente de la ansiedad de su propia voz.

—¿Han enviado a gente? ¿Cazadores de sombras? Hodge apartó la mirada de ella.

—Sí.

—¿Por qué no están aquí? —preguntó ella.

—Existe cierta inquietud de que Valentine pueda estar vigilando el Instituto. Cuanto menos sepa, mejor. —Hodge vio la expresión desdichada de Clary, y suspiró—. Lo siento, pero no puedo contarte más, Clarissa. La Clave no confía demasiado en mí, ni siquiera ahora. Me contaron muy poco. Ojalá pudiera ayudarte.

Había algo en la tristeza de su voz que hizo que Clary se sintiera reacia a presionarle en busca de más información.

—Puede hacerlo —dijo—. No consigo dormir. Pienso demasiado. Podría...

—Ah, ten la mente intranquila. —La voz de Hodge estaba llena de conmiseración—. Puedo darte algo para eso. Aguarda aquí.



La poción que Hodge le dio olía agradablemente a enebro y otras hierbas. Clary no paraba de abrir el frasco y olerlo en su camino de regreso por el pasillo. Por desgracia seguía abierto cuando entró en su dormitorio y encontró a Jace tumbado sobre la cama, mirando su cuaderno de bocetos. Con un gritito de estupefacción, dejó caer el frasco; éste rebotó por el suelo, derramando un líquido verde pálido sobre la madera.

—¡Vaya! —exclamó Jace, incorporándose y dejando el cuaderno—, espero que eso no fuera nada importante.

—Era una poción para dormir —respondió ella enfurecida, dando un golpecito al frasco con la punta de un tenis—. Ahora ya no.

—Si al menos Simon estuviera aquí... Probablemente te dormiría con su aburrida charla.

Clary no estaba de humor para defender a Simon. En vez de eso se sentó en la cama y tomó su cuaderno de bocetos.

—No acostumbro dejar que la gente mire esto.

—¿Por qué no? —Jace estaba despeinado, como si hubiese estado durmiendo—. Eres una artista muy buena. A veces incluso excelente.

—Bueno, porque... es como un diario. Excepto que no pienso en palabras, pienso en imágenes, de modo que son todo dibujos. Pero sigue siendo algo privado. —Se preguntó si sonaba tan chiflada como sospechaba.

Jace pareció sentirse herido.

—¿Un diario sin dibujos míos en él? ¿Dónde están las tórridas fantasías? ¿Las cubiertas de novelas románticas? El...

—¿Realmente todas las chicas que conoces se enamoran de ti? —preguntó ella en voz baja.

La pregunta pareció bajarle los humos, como un alfiler pinchando un globo.

—No es amor —contestó él, tras una pausa—. Al menos...

—Podrías intentar no ser tan encantador todo el tiempo —indicó Clary—. Sería un alivio para todos.

Jace bajó los ojos hacia las manos. Se parecían ya a las manos de Hodge, cubiertas de diminutas cicatrices blancas, aunque la piel era joven y sin arrugas.

—Si estás realmente cansada, podría hacerte dormir —propuso él—. Contarte un cuento para dormir.

—¿Hablas en serio? —inquirió ella, mirándole.

—Siempre hablo en serio.

Clary se preguntó si estar cansados no les había enloquecido un poco a ambos. Pero Jace no parecía cansado. Parecía casi triste. Clary dejó el cuaderno de dibujo sobre la mesilla de noche, y se tumbó, encogiéndose de lado sobre la almohada.

—De acuerdo.

—Cierra los ojos.

Ella los cerró. Podía ver la imagen residual de la luz de la lámpara reflejada en el interior de los párpados, igual que diminutas estrellas estallando.

—Había una vez un niño —comenzó Jace.

Clary le interrumpió inmediatamente.

—¿Un niño cazador de sombras?

—Por supuesto. —Por un momento, un sombrío tono divertido coloreó su voz; luego desapareció—. Cuando el niño tenía seis años, su padre le dio un halcón para que lo adiestrara. Los halcones son aves rapaces... que matan pájaros, le dijo su padre, son los cazadores de sombras del cielo.

»Al halcón no le gustaba el niño, y al niño tampoco le gustaba él. Su pico afilado lo ponía nervioso, y sus ojos brillantes siempre parecían estarlo vigilando. El ave le atacaba con el pico y las garras cada vez que se acercaba a él. Durante semanas, no dejaron de sangrarle las muñecas y las manos. Él no lo sabía, pero su padre había seleccionado un halcón que había vivido salvaje durante más de un año, y por lo tanto era casi imposible de domesticar. Pero el niño lo intentó, porque su padre le había dicho que hiciera que el halcón le obedeciera, y él quería complacer a su padre.

»Permanecía junto al ave constantemente, hablándole para mantenerla despierta e incluso poniéndole música, porque se suponía que una ave cansada es más fácil de domar. Aprendió a manejar el equipo: las pihuelas, el capuchón, la caperuza, la lonja, la correa que sujetaba el halcón a su muñeca. Se suponía que debía mantener ciego al halcón, pero no tenía valor para hacerlo; en vez de eso intentó sentarse donde el pájaro pudiera verlo mientras le tocaba y le acariciaba las alas, deseando con todas sus fuerzas que aprendiera a confiar en él. Le daba de comer con la mano, y al principio el halcón se negó a comer. Más tarde comió con tanta ferocidad que el pico hirió al niño en la palma de la mano. Pero el niño estaba contento, porque era un progreso, y porque quería que el pájaro le conociese, incluso aunque el ave le dejara sin sangre para conseguirlo.

»Empezó a ver que el halcón era hermoso, que sus alas delgadas estaban pensadas para la velocidad en el vuelo, que era fuerte y rápido, feroz y delicado. Cuando descendía hacia el suelo, se movía como la luz. Cuando aprendió a describir un círculo y posársele en la muñeca, él casi gritó de júbilo. A veces el ave saltaba a su hombro y ponía el pico en sus cabellos. Sabía que su halcón le quería, y cuando estuvo seguro de que no sólo estaba domesticado sino perfectamente domesticado, fue a su padre y le mostró lo que había hecho, esperando que se sentiría orgulloso.

»Pero en vez de eso, su padre tomó al ave, ahora domesticada y confiada, en sus manos y le rompió el cuello. Te dije que hicieras que fuese obediente —le dijo su padre, y dejó caer el cuerpo sin vida del halcón al suelo—. Pero tú le has enseñado a quererte. Los halcones no existen para ser mascotas cariñosas: son feroces y salvajes, despiadados y crueles. Este pájaro no estaba domado; había perdido su identidad.

»Más tarde, cuando su padre le dejó, el niño lloró sobre su mascota, hasta que finalmente el padre envió a un criado para que se llevara el cuerpo del ave y lo enterrara. El niño no volvió a llorar, y nunca olvidó lo que había aprendido: que amar es destruir, y que ser amado es ser destruido.

Clary, que había permanecido tumbada sin moverse, sin apenas respirar, rodó sobre la espalda y abrió los ojos.

—Es una historia horrible —exclamó, indignada.

Jace tenía las piernas dobladas hacia arriba, con la barbilla sobre las rodillas.

—¿Lo es? —inquirió meditabundo.

—El padre del niño es un ser horrible. Es una historia sobre maltrato infantil. Debería de haber previsto que sería algo así lo que los cazadores de sombras consideran que es un cuento para dormir. Cualquier cosa que te proporcione pesadillas aterradoras...

—A veces las Marcas pueden proporcionarte pesadillas aterradoras —dijo Jace—. Si te las hacen cuando eres demasiado joven.

La miró pensativo. La luz de media tarde penetraba a través de las cortinas y convertía el rostro del joven en un estudio de contrastes.

«Claroscuro», pensó ella. El arte de las sombras y la luz.

—Es una buena historia si lo piensas bien —repuso él—. El padre del niño sólo intenta hacerlo más fuerte. Inflexible.

—Pero se debe aprender a ceder un poco —indicó Clary con un bostezo; a pesar del contenido del relato, la cadencia de la voz de Jace la había adormilado—. O se te rompe el corazón.

—No si eres lo bastante fuerte —replicó Jace con firmeza.

Alargó la mano, y ella sintió que le acariciaba la mejilla con el dorso; comprendió que se le cerraban los ojos. El agotamiento le convirtió en líquidos los huesos; sintió como si fuera a ser arrastrada lejos y desaparecer. Mientras se sumía en el sueño, oyó el eco de unas palabras en su mente. «Me daba cualquier cosa que deseara. Caballos, armas, libros, incluso un halcón de caza.»

—Jace —intentó decir.

Pero el sueño la tenía en sus garras; la arrastró hacia abajo, y ella se quedó en silencio.



La despertó una voz apremiante.

—¡Levántate!

Clary abrió los ojos despacio. Parecían pegajosos, enganchados. Algo le hacía cosquillas en el rostro. Era el cabello de alguien. Se incorporó rápidamente, y su cabeza chocó con algo duro.

—¡Ay! ¡Me has golpeado en la cabeza!

Era una voz de chica. Isabelle. Ésta encendió la luz situada junto a la cama y contempló a Clary con resentimiento mientras se frotaba el cuero cabelludo. Parecía refulgir a la luz de la lámpara; llevaba puestos una falda larga plateada y un top de lentejuelas, y las uñas estaban pintadas igual que monedas relucientes. Ristras de cuentas plateadas estaban sujetas a sus cabellos oscuros. Parecía una diosa de la luna. Clary la odió.

—Bueno, nadie te dijo que te inclinaras sobre mí de ese modo. Prácticamente me diste un susto de muerte. —Clary se frotó su propia cabeza; había un punto dolorido justo por encima de la ceja—. ¿Qué quieres, de todos modos?

Isabelle indicó el cielo oscuro del exterior.

—Es casi medianoche. Tenemos que ir a la fiesta, y tú ni siquiera estás vestida aún.

—Me iba a poner esto —respondió Clary, señalando su conjunto de jeans y camiseta—. ¿Algún problema?

—¿Algún problema? —Isabelle pareció estar a punto de desmayarse—. ¡Claro que es un problema! Ningún subterráneo llevaría esas ropas. Y es una fiesta. No pegarías ni con cola si te vistes tan... informalmente —terminó, dando la impresión de que la palabra que había querido usar era mucho peor que «informalmente».

—No sabía que teníamos que ponernos elegantes —repuso Clary en tono agrio—. No tengo ropa de fiesta aquí.

—Pues tendrás que usar la mía.

—No. —Clary pensó en los pantalones y la camiseta excesivamente grandes—. Quiero decir, no podría. De veras.

La sonrisa de Isabelle fue tan rutilante como sus uñas.

—Insisto.



—Realmente preferiría llevar mi propia ropa —protestó Clary, contorsionándose incómoda mientras Isabelle la situaba frente al espejo de cuerpo entero de su dormitorio.

—Bueno, no puedes —replicó Isabelle—. Parece que tienes ocho años, y lo que es peor, pareces una mundana.

Clary apretó la boca con rebeldía.

—Ninguna de tus prendas me va a ir bien.

—Ya lo veremos.

Clary observó a Isabelle por el espejo mientras ésta revolvía en su armario. Parecía como si una bola de discoteca hubiese estallado en el interior de aquella habitación. Las paredes eran negras y relucían con volutas de pintura dorada. Había ropa esparcida por todas partes: en la arrugada cama negra, colgada de los respaldos de las sillas de madera, derramándose fuera del armario empotrado y del alto ropero apoyado contra una pared. El tocador, con el espejo bordeado por una piel rosa adornada con lentejuelas, estaba cubierto de rubor, lentejuelas y tarros de colorete y polvos.

—Bonita habitación —dijo Clary, pensando con nostalgia en las paredes naranja que tenía en su hogar.

—Gracias. La pinté yo misma.

Isabelle emergió del armario empotrado, sosteniendo algo negro y ceñido que arrojó a Clary.

Clary sostuvo la pieza en alto, dejando que se desdoblara.

—Parece terriblemente pequeño.

—Es elástico —dijo Isabelle—. Ahora póntelo.

Clary se retiró apresuradamente al pequeño cuarto de baño, que estaba pintado de un azul intenso. Se embutió el vestido pasándolo por la cabeza: era ajustado, con unos tirantes finísimos. Intentando no inhalar muy profundamente, regresó al dormitorio, donde Isabelle estaba sentada sobre la cama, colocándose unos anillos enjoyados en los dedos de sus pies calzados con sandalias.

—Tienes tanta suerte de tener el pecho plano —comentó Isabelle—. Yo jamás he podido ponerme eso sin un sujetador.

Clary hizo una mueca.

—Es demasiado corto.

—No es corto. Es magnífico —afirmó Isabelle, hurgando con la punta del pie bajo la cama hasta que consiguió sacar un par de botas y unas medias de malla negras—. Toma, puedes llevar éstas con eso. Harán que parezcas más alta.

—Bien, porque tengo el pecho plano y soy una enana.

Clary tiró hacia abajo del dobladillo del vestido, que le llegaba justo a la parte superior de los muslos. Ella casi nunca llevaba faldas y mucho menos minifaldas, de modo que verse tanta pierna le resultaba alarmante.

—Si esto me queda corto a mí, ¿cuán corto te debe quedar a ti? —reflexionó en voz alta dirigiéndose a Isabelle.

La joven sonrió burlona.

—Yo lo llevo como camiseta.

Clary se dejó caer sobre la cama, y se puso las medias y las botas. El calzado le quedaba un poco holgado en las pantorrillas, pero no le resbalaba hasta los pies. Las acordonó hasta arriba y se puso en pie, mirándose en el espejo. Tuvo que admitir que la combinación del vestido negro corto, las medias de malla y las botas altas resultaba muy llamativa. Lo único que lo estropeaba era...

—Tu cabello —dijo Isabelle—. Necesita un arreglo. Desesperadamente. Siéntate.

Señaló imperiosamente el tocador. Clary se sentó, y bizqueó con fuerza mientras Isabelle le deshacía las trenzas, sin demasiados miramientos, le cepillaba el pelo e introducía lo que parecían pasadores. Clary abrió los ojos justo cuando una borla de empolvar le daba en el rostro, soltando una espesa nube de rubor. Clary tosió y dirigió una feroz mirada acusadora a Isabelle.

La otra joven se echó a reír.

—No me mires a mí. Mírate a ti.

Clary echó una ojeada al espejo y vio que Isabelle le había recogido el cabello en un elegante remolino en lo alto de la cabeza, sujetándolo con pasadores centelleantes. Aquello recordó repentinamente a Clary su sueño, los pesados cabellos que le inclinaban la cabeza, el baile con Simon... Se removió incómoda.

—No te levantes todavía —indicó Isabelle—. No hemos acabado aún. —Agarró un delineador de ojos—. Abre los ojos.

Clary abrió los ojos de par en par, lo que le sirvió para no echarse a llorar.

—Isabelle, ¿puedo preguntarte algo?

—Claro —respondió ella, empuñando el delineador con mano experta.

—¿Alec es gay?

La muñeca de Isabelle dio una sacudida. El delineador resbaló, dibujando una larga línea negra desde el rabillo del ojo de Clary hasta el nacimiento del pelo.

—Demonios —dijo ésta, bajando el lápiz.

—No pasa nada —empezó a decir Clary, alzando la mano hacia el ojo.

—Sí, sí pasa.

Isabelle parecía al borde de las lágrimas mientras buscaba entre los montones de cachivaches de la parte superior del tocador. Finalmente localizó una bola de algodón, que entregó a Clary.

—Toma. Usa esto.

Se sentó en el borde de la cama, con las pulseras de tobillo tintineando, y miró a Clary por entre sus cabellos.

—¿Cómo lo has adivinado? —preguntó por fin.

—¿Yo...?

—No puedes contárselo a nadie —dijo Isabelle.

—¿Ni siquiera a Jace?

—¡Especialmente a Jace no!

—De acuerdo. —Clary percibió la rigidez de su propia voz—. Supongo que no me di cuenta de que era algo tan gordo.

—Lo sería para mis padres —repuso Isabelle en voz baja—. Lo repudiarían y lo arrojarían fuera de la Clave...

—¿Qué, no puedes ser homosexual y ser un cazador de sombras?

—No existe una norma oficial al respecto. Pero a la gente no le gusta. Quiero decir, sucede menos con la gente de nuestra edad..., creo —añadió, no muy segura, y Clary recordó las pocas otras personas de su edad que Isabelle había conocido realmente—. Pero no con las generaciones mayores. Si sucede, no hablas sobre ello.

—Vaya —dijo Clary, deseando no haberlo mencionado nunca.

—Amo a mi hermano —siguió Isabelle—. Haría cualquier cosa por él. Pero no hay nada que pueda hacer.

—Al menos te tiene a ti —repuso Clary con cierta incomodidad, mientras pensaba por un momento en Jace, que consideraba el amor como algo que te hacía pedazos—. ¿Realmente crees que a Jace le... importaría?

—No lo sé —respondió Isabelle, en un tono que indicaba que ya había tenido suficiente de aquel tema—. Pero no soy yo quien debe decidirlo.

—Imagino que no —repuso Clary.

Se inclinó hacia el espejo y usó el algodón que Isabelle le había dado para eliminar el exceso de maquillaje de ojos. Cuando se recostó hacia atrás, estuvo a punto de soltar el algodón debido a la sorpresa. ¿Qué le había hecho Isabelle? Sus pómulos aparecían marcados y angulosos, los ojos hundidos, misteriosos y de un verde luminoso.

—Me parezco a mi madre —exclamó, sorprendida.

Isabelle enarcó las cejas.

—¿Qué? ¿Demasiado mayor? Tal vez necesite un poco más de rubor...

—Más rubor no —se apresuró a responder Clary—. No, está bien. Me gusta.

—Estupendo. —Isabelle saltó de la cama, con las pulseras de tobillo tintineando—. En marcha.

—Tengo que pasar por mi habitación y tomar algo —indicó Clary, levantándose—. Además... ¿necesito algún arma? ¿La necesitas tú?

—Llevo un montón. —Isabelle sonrió, alzando los pies de modo que las pulseras tintinearon como campanillas navideñas—. Éstas, por ejemplo. La izquierda es de oro, que es venenoso para los demonios, y la derecha es de hierro bendecido, por si me tropiezo con algún vampiro poco amistoso o incluso hadas..., las hadas odian el hierro. Ambas tienen runas de poder grabadas, así que puedo asestar una patada tremenda.

—Caza de demonios y moda —comentó Clary—. Jamás hubiera pensado que se pudieran combinar ambas cosas.

Isabelle lanzó una sonora carcajada.

—Hay muchas cosas que te sorprenderían.



Los chicos las aguardaban en la entrada. Iban vestidos de negro, incluso Simon, con un par de pantalones ligeramente grandes y su propia camiseta puesta al revés para ocultar el logotipo de la banda. Permanecía incómodamente a un lado mientras Jace y Alec estaban repantigados juntos contra la pared, con expresión aburrida. Simon alzó la vista justo cuando Isabelle atravesó majestuosamente la entrada, con el látigo de oro enroscado en la muñeca y las pulseras de los tobillos repiqueteando como campanillas. Clary esperó que el chico se quedara pasmado, porque Isabelle realmente estaba asombrosa, pero sus ojos se deslizaron más allá de ella hasta Clary, donde se detuvieron con expresión estupefacta.

—¿Qué es eso? —inquirió, irguiéndose—. Eso que llevas, quiero decir.

Clary bajó los ojos para mirarse. Se había echado una chamarra fina por encima para no sentirse tan desnuda y había tomado la mochila de la habitación. La llevaba colgada sobre los hombros, para sentir sus familiares golpecitos entre los omóplatos. Pero Simon no miraba la mochila; le miraba las piernas como si no se las hubiera visto nunca antes.

—Es un vestido, Simon —respondió ella en tono seco—. Ya sé que no los llevo a menudo, pero la verdad...

—Es tan corto —repuso él, confuso.

Incluso medio vestido de cazador de demonios, se dijo Clary, Simon parecía la clase de chico que iría a recogerte a casa para salir y sería educado con tus padres y simpático con tus mascotas.

Jace, por otra parte, parecía la clase de chico que pasaría por tu casa y la quemaría hasta los cimientos por diversión.

—Me gusta el vestido —dijo éste, desenganchándose de la pared. Sus ojos la recorrieron de arriba abajo perezosamente, como las garras acariciadoras de un gato—. Pero necesita algo extra.

—¿Así que ahora eres un experto en moda? —replicó Clary.

Su voz brotó irregular; él estaba de pie muy cerca de ella, lo bastante cerca como para sentir su calidez y oler el tenue aroma a quemado de Marcas recién aplicadas.

Jace se sacó algo de la chamarra y se lo entregó. Era una daga larga y fina en una funda de cuero. En la empuñadura de la daga había incrustada una única piedra roja tallada con la forma de una rosa.

Ella negó con la cabeza.

—Ni siquiera sabría cómo usar eso...

Él se la puso en la mano y le hizo curvar los dedos a su alrededor.

—Aprenderás. —Bajó la voz—. Lo llevas en la sangre. Ella apartó la mano lentamente.

—De acuerdo.

—Podría darte una funda de muslo para guardarla —ofreció Isabelle—. Tengo toneladas.

—Ni hablar —soltó Simon.

Clary le lanzó una mirada irritada.

—Gracias, pero no soy realmente la clase de chica que lleva un cuchillo en el muslo —declaró y metió la daga en el bolsillo exterior de la mochila.

Alzó la mirada después de cerrarlo y se encontró con Jace que la observaba con ojos entrecerrados.

—Y una última cosa —dijo él.

Alargó la mano y le retiró los centelleantes pasadores de los cabellos, de modo que estos le cayeron en cálidos y gruesos rizos por el cuello. La sensación de los cabellos haciéndole cosquillas en la piel desnuda le resultó desconocida y curiosamente agradable.

—Mucho mejor —dijo Jace, y esa vez a ella le pareció que tal vez su voz sonaba también ligeramente irregular.