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LA FIESTA DEL HOMBRE MUERTO








Las indicaciones de la invitación los condujeron a un vecindario industrial de Brooklyn, cuyas calles estaban bordeadas de fábricas y almacenes. Algunos, Clary pudo advertir, habían sido convertidos en lofts y galerías de arte, pero aún había algo intimidatorio en sus imponentes formas cuadradas, que mostraban sólo unas pocas ventanas cubiertas de rejas de hierro.

Se encaminaron hacia allí desde la estación de metro, con Isabelle navegando con el sensor, que parecía disponer de una especie de sistema cartográfico incorporado. Simon, que adoraba los chismes, estaba fascinado..., o al menos fingía que era el sensor lo que le fascinaba. Con la esperanza de evitarlos, Clary se rezagó cuando cruzaron un parque cubierto de maleza, cuyo pasto mal cuidado estaba requemado por el calor del verano. A su derecha, las agujas de una iglesia relucían grises y negras recortadas en un cielo nocturno sin estrellas.

—No te quedes atrás —dijo una voz irritada en su oreja; era Jace, que se había rezagado para andar junto a ella—, no quiero tener que estar mirando todo el rato atrás para asegurarme de que no te ha sucedido nada.

—Pues entonces no lo hagas.

—La última vez que te dejé sola, un demonio te atacó —indicó él.

—Bueno, desde luego odiaría interrumpir su agradable paseo nocturno con mi muerte repentina.

Él pestañeó.

—Existe una fina línea entre el sarcasmo y la franca hostilidad, y parece que la has cruzado. ¿Qué sucede?

—Esta mañana —replicó ella, mordiéndose el labio—, unos tipos extraños y repulsivos han estado hurgando en mi cerebro. Ahora voy a conocer al tipo extraño y repulsivo que originalmente hurgó en mi cerebro. ¿Qué sucede si no me gusta lo que él encuentre?

—¿Qué te hace creer que no te gustará?

Clary se apartó los cabellos de su piel pegajosa.

—Odio cuando respondes a una pregunta con otra pregunta.

—Mentira, te parece encantador. De todos modos, ¿no preferirías conocer la verdad?

—No, quiero decir, tal vez. No lo sé. —Suspiró—. ¿Querrías tú?

—¡Ésta es la calle correcta! —gritó Isabelle, un cuarto de manzana por delante de ellos.

Estaban en una avenida estrecha bordeada de viejos almacenes, aunque la mayoría mostraban señales de estar habitados: jardineras llenas de flores, cortinas de encaje ondeando en la bochornosa brisa nocturna, botes de basura de plástico numerados y apilados en la acera. Clary entrecerró con fuerza los ojos, pero no había modo de saber si se trataba de la calle que había visto en la Ciudad de Hueso..., en su visión había estado casi desdibujada por la nieve.

Notó que los dedos de Jace le rozaban el hombro.

—Rotundamente. Siempre —murmuró él.

Clary le miró de soslayo, sin comprender.

—¿Qué?

—La verdad —contestó Jace—. Querría...

—¡Jace!

Era Alec. Estaba de pie en la acera, no muy lejos; Clary se preguntó por qué su voz había sonado tan fuerte.

Jace volvió la cabeza, retirándole la mano del hombro.

—¿Sí?

—¿Crees que estamos en el lugar correcto?

Alec señalaba algo que Clary no podía ver; estaba oculto tras la mole de un enorme coche negro.

—¿Qué es eso?

Jace se reunió con Alec; Clary le oyó reír. Rodeando el coche, la muchacha vio qué era lo que miraban: varias motocicletas, elegantes y plateadas, con un bastidor bajo negro. Tubos de aspecto oleaginoso culebreaban ascendiendo y rodeando los vehículos, hinchados como venas. Las motos ofrecían una nauseabunda sensación de ser algo orgánico, como las biocriaturas en un cuadro de Giger.

—Vampiros —dijo Jace.

—A mí me parecen motocicletas —indicó Simon, uniéndose a ellos con Isabelle a su lado.

La muchacha miró las motos con el entrecejo fruncido.

—Lo son, pero las han alterado para que funcionen con energía demoniaca —explicó—. Los vampiros las utilizan..., les permiten moverse con rapidez de noche. No es estrictamente Alianza, pero...

—He oído decir que algunas de las motos pueden volar —comentó Alec con entusiasmo; sonaba como Simon con un nuevo videojuego—. O volverse invisibles con sólo pulsar un interruptor. O funcionar bajo el agua.

Jace había bajado del bordillo y se dedicaba a dar vueltas alrededor de las motos, examinándolas. Alargó una mano y acarició una de las motos a lo largo del elegante armazón. Tenía unas palabras pintadas a lo largo del costado: NOX INVICTUS.

—Noche victoriosa —tradujo.

Alec le miraba de un modo extraño.

—¿Qué haces?

A Clary le pareció ver que Jace volvía a meter la mano en el interior de su chamarra.

—Nada.

—Bien, démonos prisa —indicó Isabelle—. No me he arreglado tanto para contemplar cómo se entretienen en la cuneta con un montón de motocicletas.

—Son bonitas —repuso Jace, volviendo a subir a la acera—. Tienes que admitirlo.

—También yo —replicó Isabelle, que no parecía inclinada a admitir nada—. Ahora démonos prisa.

Jace miraba a Clary.

—Este edificio —dijo, señalando el almacén de ladrillo rojo—. ¿Es éste el que viste?

Clary exhaló profundamente.

—Eso creo —respondió con aire vacilante—. Todos se parecen.

—Hay un modo de averiguarlo —anunció Isabelle, ascendiendo los peldaños con paso decidido.

El resto la siguió, amontonándose unos sobre otros en la apestosa entrada. Un foco desnudo colgaba de un cable sobre sus cabezas, iluminando una enorme puerta revestida de metal y una hilera de timbres de apartamentos en la pared izquierda. Sólo uno tenía un nombre escrito encima: BANE.

Isabelle presionó el timbre. No sucedió nada. Volvió a presionarlo. Estaba a punto de presionarlo por tercera vez cuando Alec le sujetó la muñeca.

—No seas maleducada —dijo.

Ella le lanzó una mirada iracunda.

—Alec...

La puerta se abrió de golpe.

Un hombre delgado en el umbral los contempló con curiosidad. Isabelle fue la primera en recuperarse, ofreciéndole una sonrisa radiante.

—¿Magnus? ¿Magnus Bane?

—Ése soy yo.

El hombre que bloqueaba la entrada era tan alto y delgado como un raíl, y los cabellos, una corona de espesas púas negras. Clary supuso, por la curva de sus ojos somnolientos y el tono dorado de su piel uniformemente bronceada, que era en parte asiático. Llevaba mezclilla y una camiseta negra cubierta con docenas de hebillas de metal. Sus ojos estaban cubiertos de una capa de sombra negra, que le daba el aspecto de un mapache, y tenía los labios pintados de azul oscuro. Pasó una mano cargada de anillos por los erizados cabellos y les contempló pensativo.

—Hijos de los nefilim —dijo—. Vaya, vaya. No recuerdo haberlos invitado.

Isabelle sacó la invitación y la agitó como una bandera blanca.

—Tengo una invitación. Éstos —indicó al resto del grupo con un grandilocuente movimiento de su brazo—... son mis amigos.

Magnus le arrancó la invitación de la mano y miró el papel con desagrado.

—Sin duda estaba borracho —declaró, y abrió la puerta de par en par—. Entren. E intenten no asesinar a ninguno de mis invitados.

Jace se metió en el umbral, evaluando a Magnus con la mirada.

—¿Incluso si uno de ellos derrama una bebida en mis zapatos nuevos?

—Incluso así.

La mano de Magnus salió disparada, tan veloz que resultó apenas una visión borrosa, y le arrancó la estela de la mano a Jace —Clary ni siquiera había advertido que él la sostuviera— y la alzó. Jace se mostró ligeramente avergonzado.

—Y en cuanto a esto —siguió Magnus, metiéndola dentro del bolsillo de los pantalones de Jace—, mantenlo en tus pantalones, cazador de sombras.

Magnus sonrió burlón e inició la ascensión por la escalera, dejando a un Jace de expresión sorprendida sujetando la puerta.

—Vamos —dijo éste, haciendo una seña al resto para que entraran—. Antes de que alguien piense que es mi fiesta.

Se abrieron paso junto a Jace, riendo nerviosamente. Únicamente Isabelle se detuvo para menear la cabeza.

—Intenta no molestarlo, por favor. De lo contrario no nos ayudará.

Jace adoptó una expresión aburrida.

—Sé lo que hago.

—Eso espero.

Isabelle pasó junto a él, muy digna, en medio de un remolino de faldas.

El apartamento de Magnus estaba en lo alto de un largo tramo de destartalados escalones. Simon apresuró el paso para alcanzar a Clary, que lamentaba haber puesto la mano en la barandilla para mantener el equilibrio. Estaba pegajosa con algo que tenía un tenue y enfermizo brillo verdoso.

—Ecs —exclamó Simon, y le ofreció una esquina de su camiseta para que se limpiara la mano, lo que ella hizo—. ¿Va todo bien? Pareces... angustiada.

—Es que me resulta tan familiar. Magnus, quiero decir.

—¿Crees que va a San Javier?

—Muy divertido. —Le miró con expresión agria.

—Tienes razón. Es demasiado mayor para ser un alumno. Creo que lo tuve en química el año pasado.

Clary lanzó una fuerte carcajada. Isabelle fue a colocarse inmediatamente junto a ella, respirándole en la nuca.

—¿Me estoy perdiendo algo? ¿Simon?

Simon tuvo la gentileza de mostrarse turbado, pero no dijo nada. Clary masculló: «No te estás perdiendo nada», y se quedó un poco atrás. Las botas de suela gruesa de Isabelle empezaban a hacerle daño en los pies, y para cuando llegó a lo alto de la escalera cojeaba, aunque se olvidó del dolor en cuanto cruzó la puerta del piso de Magnus.

El loft era enorme y casi totalmente desprovisto de mobiliario. Ventanas que iban del suelo al techo estaban embadurnadas de una gruesa película de suciedad y pintura, que cerraba el paso a la mayor parte de la luz ambiental proveniente de la calle. Grandes columnas de metal rodeadas de luces de colores sostenían un techo abovedado y cubierto de hollín. Puertas arrancadas de sus goznes y colocadas sobre abollados botes de basura de metal hacían de improvisado bar en un extremo de la habitación. Una mujer de piel de color lila vestida con un bustier metálico se dedicaba a alinear bebidas a lo largo de la barra en vasos altos de fuertes colores que teñían los líquidos de su interior: rojo sangre, azul cianosis, verde ponzoñoso. Incluso comparada con un barman de Nueva York, la mujer trabajaba con una sorprendente y rápida eficiencia..., probablemente ayudada por el hecho de tener un segundo par de largos y gráciles brazos para complementar al primero. A Clary le recordó la estatua de la diosa hindú de Luke.

El resto de la gente era igual de extraña. Un chico apuesto, de cabellos mojados de un verde negruzco, le sonrió ampliamente por encima de un plato de lo que parecía ser pescado crudo. Tenía los dientes afilados, como los de un tiburón. Junto a él había una chica de largos cabellos de un rubio sucio, trenzados con flores. Bajo la falda de su corto vestido verde, los pies eran palmeados como los de una rana. Un grupo de mujeres jóvenes, tan pálidas que Clary se preguntó si no llevarían maquillaje teatral blanco, sorbían un líquido escarlata demasiado espeso para ser vino en unas copas aflautadas de cristal. El centro de la habitación estaba atestado de cuerpos que bailaban siguiendo el ritmo machacante que rebotaba en las paredes, aunque Clary no consiguió ver a una banda por ninguna parte.

—¿Te gusta la fiesta?

Se volvió y vio a Magnus apoyado contra uno de los pilares. Los ojos le brillaban en la oscuridad. Echando una ojeada a su alrededor, vio que Jace y los demás habían desaparecido, engullidos por la multitud.

Intentó sonreír.

—¿Es en honor de alguien?

—El cumpleaños de mi gato.

—Ah. —Paseó la mirada por la estancia—. ¿Dónde está tu gato?

El brujo se despegó del pilar, con expresión solemne.

—No lo sé. Se escapó.

La aparición de Jace y Alec ahorró a Clary tener que responder a aquello. Alec se mostraba huraño, como de costumbre. Jace lucía una sarta de diminutas flores relucientes alrededor del cuello y parecía satisfecho consigo mismo.

—¿Dónde están Simon e Isabelle? —preguntó Clary.

—En la pista de baile. —Señaló con el dedo.

Ella les vislumbró apenas en el borde del atestado cuadrado de cuerpos. Simon hacía lo que acostumbraba a hacer en lugar de bailar, que era brincar sobre las puntas de los pies, y parecía sentirse incómodo. Isabelle se cimbreaba describiendo un círculo a su alrededor, sinuosa como una serpiente, arrastrando los dedos sobre el pecho de su pareja. Le contemplaba como si estuviera planeando arrastrarlo fuera a un rincón y hacer el amor con él. Clary se abrazó, haciendo que sus pulseras tintinearan entre sí.

«Si empiezan a bailar más pegados, no necesitarán irse a un rincón para hacer el amor.»

—Oye —dijo Jace, volviéndose hacia Magnus—, lo cierto es que tenemos que hablar de...

—¡MAGNUS BANE!

La profunda voz retumbante pertenecía a un hombre sorprendentemente bajo que parecía haber superado apenas los treinta. Poseía una musculatura compacta, con una cabeza calva afeitada por completo y una perilla puntiaguda. Apuntó con un dedo tembloroso a Magnus.

—Alguien vertió agua bendita dentro del depósito de gasolina de mi moto. Está estropeada. Destrozada. Todos los conductos se han derretido.

—¿Derretido? —murmuró Magnus—. ¡Qué horror!

—Quiero saber quién lo hizo.

El hombre mostró los dientes, exhibiendo largos caninos afilados. Clary le miró fijamente, fascinada. No se parecían en nada a como había imaginado los colmillos de los vampiros: éstos era tan finos y afilados como agujas.

—Pensaba que habías jurado que no habría hombres lobo aquí esta noche, Bane.

—No invité a ninguno de los Hijos de la Luna —repuso Magnus, examinando sus relucientes uñas—. Precisamente debido a su estupida enemistad. Si alguno de ellos decidió sabotear tu moto, no era mi invitado, y por lo tanto no es... —Le dedicó una sonrisa encantadora— mi responsabilidad.

El vampiro rugió de rabia, señalando a Magnus con el dedo.

—Intentas decirme que...

El dedo índice cubierto de una capa de sombra de Magnus se movió apenas un milímetro, tan levemente que Clary casi pensó que no se había movido en absoluto. En mitad de su rugido, el vampiro boqueó y se llevó las manos a la garganta. Su boca se movió, pero no surgió ningún sonido.

—Has abusado de mi hospitalidad —dijo Magnus con indolencia, abriendo mucho los ojos.

Clary vio, con un sobresalto de sorpresa, que sus pupilas eran rendijas verticales, como las de un gato.

—Ahora vete —añadió.

Magnus separó los dedos de la mano, y el vampiro se dio la vuelta con la misma rapidez que si alguien lo hubiese agarrado por los hombros y le hubiese hecho girar. Volvió a marchar al interior de la multitud, dirigiéndose a la puerta.

Jace silbó en voz baja.

—Eso fue impresionante.

—¿Te refieres a esta pequeña rabieta? —Magnus alzó los ojos hacia el techo—. Lo sé. ¿Qué problema tiene ella?

Alec profirió un sonido estrangulado y, al cabo de un instante, Clary lo reconoció como una carcajada.

«Debería hacer eso más a menudo.»

—Nosotros pusimos el agua bendita en su depósito de gasolina, ya sabes —dijo.

—ALEC —intervino Jace—. Cállate.

—Lo supuse —repuso Magnus con expresión divertida—. Son unos bastardos vengativos, ¿no es cierto? Saben que sus motos funcionan con energías demoniacas. Dudo que vaya a poder repararla.

—Una sanguijuela menos dando un paseíto por ahí —se burló Jace—. Mi corazón sangra.

—Oí que algunos de ellos pueden hacer que sus motos vuelen —intervino Alec, que por una vez parecía animado y casi sonreía.

—No es más que un viejo cuento de brujas —respondió Magnus, y sus ojos de gato centellearon—. Así que ¿por eso se querían colar en mi fiesta? ¿Sólo para destrozar las motos de unos cuantos chupasangres?

—No. —Jace volvía a establecer la labor—. Necesitamos hablar contigo. Preferiblemente en un lugar privado.

Magnus enarcó una ceja.

«Maldita sea —pensó Clary—, otro que sabe hacerlo.»

—¿Tengo problemas con la Clave?

—No —respondió Jace.

—Probablemente no —corrigió Alec—. ¡Uy!

Dedicó una mirada furiosa a Jace, que le había asestado una fuerte patada en el tobillo.

—No —repitió Jace—. Podemos hablar contigo bajo el sello de la Alianza. Si nos ayudas, cualquier cosa que digas será confidencial.

—¿Y si no os ayudo?

Jace extendió totalmente las manos. Los tatuajes de las runas de sus palmas resaltaron severos y negros.

—Tal vez nada. Tal vez una visita procedente de la Ciudad Silenciosa.

La voz de Magnus fue miel vertida sobre fragmentos de hielo.

—Es toda una elección la que me ofreces, pequeño cazador de sombras.

—No es ninguna elección —dijo Jace.

—Sí —repuso el brujo—. Eso es exactamente a lo que me refería.

El dormitorio de Magnus era un desmadre de color: sábanas y colchas amarillo canario extendidas sobre un colchón colocado en el suelo, un tocador azul eléctrico con más tarros de pintura y maquillaje revueltos por su superficie que el de Isabelle. Cortinas de terciopelo con los colores del arco iris ocultaban las ventanas, que iban del suelo al techo, y una alfombra de lana enmarañada cubría el suelo.

—Bonito lugar —comentó Jace, apartando a un lado un grueso trozo de cortina—. Imagino que da dinero ser el Gran Brujo de Brooklyn.

—Da dinero —repuso Magnus—. Aunque no conlleva un gran paquete de prestaciones, de todos modos. No hay póliza dental.

Cerró la puerta tras él y se recostó en la cama. Al cruzar los brazos, se le subió la camiseta, mostrando un pedazo de plano estómago dorado que carecía de ombligo.

—Así pues —comenzó—, ¿qué hay en sus pequeñas mentes tortuosas?

—No son ellos en realidad —intervino Clary, encontrando su propia voz antes de que Jace pudiera responder—. Yo soy quien quería hablar contigo.

Magnus volvió sus inhumanos ojos hacia ella.

—Tú no eres uno de ellos —afirmó—. No eres de la Clave. Pero puedes ver el Mundo Invisible.

—Mi madre pertenecía a la Clave —contestó Clary. Era la primera vez que lo decía en voz alta y sabiendo que era verdad—. Pero ella nunca me lo dijo. Lo mantuvo en secreto. No sé por qué.

—Pues pregúntale.

—No puedo. Ella ha... —Clary vaciló—. No está.

—¿Y tu padre?

—Murió antes de que yo naciera. Magnus soltó aire, irritado.

—Como dijo Oscar Wilde en una ocasión: «Perder un progenitor puede considerarse una desgracia. Perder a ambos parece una negligencia».

Clary oyó cómo Jace emitía un pequeño siseo, como aspirando por entre los dientes.

—No perdí a mi madre —siguió—. Me la quitaron. Lo hizo Valentine.

—No conozco a ningún Valentine —repuso Magnus, pero sus ojos pestañearon igual que la llama oscilante de una vela, y Clary supo que mentía—. Lamento tus trágicas circunstancias, pero no consigo ver qué tiene que ver conmigo. Si pudieras decirme...

—No puede decirte, porque no recuerda —le cortó Jace con severidad—. Alguien borró sus recuerdos. Así que fuimos a la Ciudad Silenciosa para ver qué podían sacar los Hermanos de su cabeza. Obtuvieron dos palabras. Creo que puedes imaginar cuáles fueron.

Hubo un corto silencio. Finalmente, Magnus dejó que su boca se alzara en las comisuras. Su sonrisa era amarga.

—Mi firma —dijo—. Sabía que era una locura cuando lo hice. Un acto de arrogancia...

—¿Firmaste mi mente? —inquirió Clary con incredulidad. Magnus alzó la mano, trazando los llameantes contornos de letras en el aire. Cuando bajó la mano, permanecieron allí, ardientes y doradas, haciendo que los contornos pintados de sus ojos y boca ardieran con la luz reflejada. MAGNUS BANE.

—Estaba orgulloso del trabajo realizado contigo —dijo despacio, mirando a Clary—. Tan limpio. Tan perfecto. Lo que vieras lo olvidarías, incluso mientras lo veías. Ninguna imagen de duendecillo o trasgo o animalillo de patas largas permanecería para inquietar tu intachable sueño mortal. Era tal y como lo quería ella.

La voz de Clary sonó apenas audible por la tensión.

—¿Tal y como lo quería quién?

Magnus suspiró, y al contacto de su aliento, las letras de fuego se deshicieron convertidas en relucientes cenizas. Finalmente habló... y aunque Clary no se sorprendió, porque sabía exactamente lo que iba a decir, de todos modos sintió las palabras como un mazazo en su corazón.

—Tu madre —contestó él.