—¿Mi madre me hizo esto? —inquirió Clary, pero su sorprendida indignación no sonó convincente, ni siquiera a sus propios oídos.
Mirando a su alrededor, vio compasión en los ojos de Jace, y en los de Alec..., incluso Alec lo había adivinado y sentía lástima por ella.
—¿Por qué?
—No lo sé. —Magnus extendió las largas manos blancas—. No es mi trabajo hacer preguntas. Hago aquello por lo que me pagan.
—Dentro de los límites de la Alianza —le recordó Jace, la voz suave como el ronroneo de un gato.
Magnus asintió con la cabeza.
—Dentro de los límites de la Alianza, por supuesto.
—¿De modo que a la Alianza le parece bien esto..., esta violación de la mente? —preguntó Clary con amargura.
Al ver que nadie respondía, se dejó caer sobre el borde de la cama de Magnus.
—¿Fue sólo una vez? ¿Hubo algo específico que ella quiso que yo olvidara? ¿Sabes lo que fue?
Magnus paseó nerviosamente hasta la ventana.
—No creo que lo comprendas. La primera vez que te vi, debías de tener unos dos años. Yo observaba por esta ventana —dio un golpecito al cristal, liberando una lluvia de polvo y pedacitos de pintura—, y la vi a ella viniendo a toda prisa por la calle, sosteniendo algo envuelto en una manta. Me sorprendí cuando se detuvo ante mi puerta. Parecía tan corriente, tan joven.
La luz de la luna pintó de plata su perfil aguileño.
—Desenvolvió la manta cuando atravesó mi puerta. Tú estabas dentro. Te depositó en el suelo y empezaste a deambular por todas partes, tomando cosas, tirándole de la cola a mi gato; chillaste como una banshee cuando el gato te arañó, así que le pregunté a tu madre si tenías una parte de banshee. No se rió.
Hizo una pausa. En aquellos instantes todos le contemplaban con atención, incluso Alec.
—Me contó que era una cazadora de sombras. No valía la pena que mintiera sobre eso; las Marcas de la Alianza salen a la luz, incluso cuando se han desvanecido con el paso del tiempo, en forma de tenues cicatrices plateadas sobre la piel. Titilaban cuando se movía. —Se frotó el maquillaje de sombra que le rodeaba los ojos—. Me dijo que había esperado que nacieras con un Ojo Interior ciego..., a algunos cazadores de sombras hay que enseñarles a ver el Mundo de las Sombras. Pero te había pescado aquella tarde martirizando a una hadita atrapada en un seto. Sabía que podías ver. Así que me preguntó si era posible cegarte la Visión.
Clary emitió un ruidito, una dolorida exhalación de aire, pero Magnus siguió adelante sin piedad.
—Le dije que inutilizar esa parte de tu mente podría dañarte, incluso volverte loca. Ella no lloró. No era la clase de mujer que llora con facilidad, tu madre. Me preguntó si había otro modo, y le dije que se te podía hacer olvidar aquellas partes del Mundo de las Sombras que podías ver, incluso mientras las veías. La única salvedad era que ella tendría que venir a verme cada dos años, que es cuando los resultados del hechizo empiezan a desvanecerse.
—¿Y lo hizo? —inquirió ella.
Magnus asintió.
—Te he visto cada dos años desde esa primera vez... te he observado crecer. Eres la única criatura que he visto crecer, ya sabes. En mi negocio uno no es generalmente tan bien recibido cerca de niños humanos.
—Así que reconociste a Clary cuando entró —dijo Jace—. Debes de haberlo hecho.
—Claro que lo hice. —Magnus sonó exasperado—. Y fue todo un sobresalto, también. Pero ¿qué habrían hecho ustedes? Ella no me conocía. Se suponía que no me conocía. Sólo el hecho de que estuviera aquí significaba que el hechizo había empezado a desvanecerse... y de hecho, debíamos habernos visto hará aproximadamente un mes. Incluso pasé por tu casa cuando regresé de Tanzania, pero Jocelyn dijo que se habían peleado y te habías ido de casa. Dijo que iría a verme cuando regresaras, pero —se encogió de hombros elegantemente— jamás lo hizo.
Un frío flujo de recuerdos le puso la carne de gallina a Clary. Recordaba estar de pie en el vestíbulo junto a Simon, esforzándose por recordar algo que danzaba justo en el límite de su visión... «Me ha parecido ver el gato de Dorothea, pero sólo ha sido la luz.»
Pero Dorothea no tenía un gato.
—Tú estabas allí, ese día —afirmó Clary—. Te vi salir del departamento de Dorothea. Recuerdo tus ojos.
Magnus la miró como si fuera a ponerse a ronronear.
—Soy memorable, es cierto —presumió; luego meneó la cabeza—. No deberías recordarme —dijo—. Alcé un glamour tan fuerte como un muro en cuanto te vi. Deberías haberte dado de bruces contra él... psíquicamente hablando.
«¿Si te das de bruces contra una pared psíquica, acabas con moretones psíquicos?», pensó ella.
—Si me quitas el hechizo —dijo Clary—, ¿podré recordar todas las cosas que he olvidado? ¿Todos los recuerdos que me robaste?
—No te lo puedo quitar. —Magnus parecía sentirse violento.
—¿Qué? —Jace sonó furioso—. ¿Por qué no? La Clave te exige...
El brujo le miró con frialdad.
—No me gusta que me digan lo que debo hacer, pequeño cazador de sombras.
Clary se dio cuenta de lo mucho que le disgustaba a Jace que se refirieran a él como «pequeño», pero antes de que éste pudiera espetar una respuesta, Alec habló. Su voz era suave y meditabunda.
—¿No sabes cómo invertirlo? —preguntó—. El hechizo, quiero decir.
Magnus suspiró.
—Deshacer un hechizo es mucho más difícil que crearlo en primer lugar. La complejidad de éste en particular, el cuidado que puse al entretejerlo..., si cometiera aunque fuera el más mínimo error al desentrañarlo, su mente podría quedar dañada para siempre. Además —añadió—, ya ha empezado a desvanecerse. Los efectos desaparecerán por sí solos con el tiempo.
Clary le miró con severidad.
—¿Recuperaré todos mis recuerdos entonces? ¿Lo que fuera que sacó de mi cabeza?
—No lo sé. Podrían regresar todos de golpe, o por etapas. O podrías no recordar nunca lo que has olvidado a lo largo de los años. Lo que tu madre me pidió que hiciera fue algo excepcional, en mi experiencia. No tengo ni idea de qué sucederá.
—Pero no quiero esperar. —Clary entrelazó las manos con fuerza sobre el regazo, los dedos sujetos con tanta energía que las yemas se tornaron blancas—. Toda mi vida he sentido como si hubiera algo que estaba mal en mí. Que algo faltaba o no funcionaba bien. Ahora sé...
—Yo no te hice daño. —La interrumpió Magnus, con los labios hacia atrás con enojo para mostrar unos dientes afilados y blancos—. Cualquier adolescente se siente así, se siente roto o fuera de lugar, diferente de algún modo, un miembro de la realeza nacido por equivocación en una familia de campesinos. La diferencia en tu caso es que es cierto. Tú sí eres diferente. Quizá no mejor..., pero diferente. Y no es ninguna broma ser diferente. ¿Quieres saber qué se siente cuando tus padres son unas buenas personas devotas y resulta que tú naces con la marca del diablo? —Señaló sus ojos, con los dedos abiertos—. ¿Cuándo tu padre se estremece al verte y tu madre se cuelga en el granero, enloquecida por lo que ha hecho? Cuando tenía diez años, mi padre intentó ahogarme en el arroyo. Arremetí contra él con todo lo que tenía..., lo incineré allí mismo. Acudí a los padres de la iglesia finalmente, en busca de refugio. Ellos me escondieron. Dicen que la compasión es algo amargo, pero es mejor que el odio. Cuando descubrí lo que era en realidad, un ser sólo humano a medias, me odié a mí mismo. Cualquier cosa es mejor que eso.
Hubo un silencio cuando Magnus dejó de hablar. Ante la sorpresa de Clary, fue Alec quien lo rompió.
—No fue culpa tuya —dijo—. No puedes evitar cómo naciste.
La expresión del brujo era dura.
—Lo he superado —replicó—. Creo que comprendes lo que quiero decir. Ser diferente no es mejor, Clary. Tu madre intentaba protegerte. No se lo eches en cara.
Las manos de Clary relajaron la presión entre ellas.
—No me importa si soy diferente —indicó—. Sólo quiero saber quién soy en realidad.
Magnus lanzó una imprecación, en una lengua que ella desconocía, pero que sonó a llamas chisporroteando.
—De acuerdo. Escucha. No puedo deshacer lo que he hecho, pero te puedo dar otra cosa. Un pedazo de lo que habría sido tuyo de haber sido criada como una auténtica hija de los nefilim. —Cruzó majestuoso la habitación hasta la librería y extrajo con cierta dificultad un pesado tomo encuadernado en deteriorado terciopelo verde. Pasó rápidamente las hojas, derramando polvo y pedacitos de tela ennegrecida. Las páginas eran finas, de un pergamino semimate y casi traslúcido, cada una marcada con una austera runa negra.
—¿Es eso una copia del «Libro Gris»? —inquirió Jace, enarcando las cejas.
Magnus, que pasaba febrilmente las hojas, no dijo nada.
—Hodge tiene una —comentó Alec—. Me la mostró una vez.
—No es gris. —Clary se sintió obligada a señalar—. Es verde.
—Qué poco sentido del humor... —replicó Jace, limpiando el polvo del alféizar y contemplándolo con atención, como considerando si estaba lo bastante limpio para sentarse encima—. En inglés antiguo su nombre es «Gramarye», que significa «magia, conocimientos ocultos», pero, para acortar, se acostumbraba a denominarle «Gray». Lo que sucede es que, en inglés, «gray» significa «gris» y al final en todas partes se le ha acabado llamando así. En él están copiadas todas y cada una de las runas que el ángel Raziel escribió en el Libro de la Alianza. No existen muchas copias, porque cada una debe hacerse especialmente. Algunas de las runas son tan poderosas que quemarían páginas normales.
Alec se mostró impresionado.
—No sabía todo eso.
Jace se sentó de un salto en el alféizar y balanceó las piernas.
—No todos nosotros nos dormimos durante las clases de historia.
—Yo no me...
—No, qué va, y además babeas sobre el pupitre.
—Cállense —dijo Magnus, pero lo dijo con suavidad.
El hombre curvó un dedo entre dos páginas del libro y fue hacia Clary, depositándolo con cuidado sobre su regazo.
—Ahora, cuando abra el libro, quiero que estudies la página. Mírala hasta que sientas que algo cambia dentro de tu mente.
—¿Dolerá? —preguntó ella nerviosamente.
—Todo conocimiento duele —replicó él, y se irguió, dejando que el libro cayera abierto sobre el regazo de Clary.
Clary bajó la mirada, clavándola en la página blanca con la runa negra de la Marca dibujada sobre ella. Parecía algo similar a una espiral con alas, hasta que ella ladeó la cabeza, y entonces pareció un bastón rodeado de enredaderas. Las esquinas cambiantes del dibujo cosquillearon en su mente como plumas pasadas sobre una piel sensible. Percibió el estremecido parpadeo de una reacción, que hacía que quisiera cerrar los ojos, pero los mantuvo abiertos hasta que le ardieron y se le nublaron. Estaba punto de parpadear cuando lo sintió: un chasquido en la cabeza, como una llave girando en una cerradura.
La runa de la página pareció destacar nítidamente de improviso, y ella pensó, involuntariamente: «Recuerda». De haber sido la runa una palabra, habría sido ésa, pero había más significado en ella que en cualquier palabra que pudiese imaginar. Era el primer recuerdo de una criatura de luz cayendo a través de los barrotes de la cuna, el aroma rememorado de la lluvia y las calles de una ciudad, el dolor de una pérdida no olvidada, el aguijonazo de una humillación recordada y el cruel olvido de la vejez, cuando los recuerdos más antiguos destacan con una precisión angustiosamente nítida y los incidentes más inmediatos se pierden sin posibilidad de recuperación.
Con un leve suspiro pasó a la página siguiente, y a la siguiente, dejando que las imágenes y las sensaciones fluyeran por ella. «Pesar. Pensamiento. Fuerza. Protección. Gracia...» y a continuación lanzó un sorprendido grito de reproche cuando Magnus le arrebató el libro del regazo.
—Es suficiente —dijo él y metió el libro de vuelta en su estante; se sacudió el polvo de las manos sobre los coloridos pantalones, dejando rastros grises—. Si lees todas las runas de una vez, acabarás con dolor de cabeza.
—Pero...
—La mayoría de los niños cazadores de sombras crecen aprendiendo las runas de una en una a lo largo de un periodo de años —explicó Jace—. El Libro Gris contiene runas que ni siquiera yo conozco.
—Figúrate —comentó Magnus.
Jace hizo como si no existiera
—Magnus te mostró la runa de la comprensión y el recuerdo. Ésta abre tu mente para que leas y reconozcas el resto de las Marcas.
—También puede servir como detonante para activar recuerdos dormidos —indicó Magnus—. Podrían regresar a ti más de prisa de lo que lo harían de otro modo. Es lo mejor que puedo hacer.
Clary bajó la mirada hacia su regazo.
—Todavía sigo sin recordar nada sobre la Copa Mortal.
—¿Es de eso de lo que se trata? —Magnus parecía realmente estupefacto—. ¿Buscan la Copa del Ángel? Mira, yo he recorrido tus recuerdos. No había nada en ellos sobre los Instrumentos Mortales.
—¿Instrumentos Mortales? —repitió Clary, desconcertada—. Pensaba que...
—El Ángel entregó tres objetos a los primeros cazadores de sombras. Una copa, una espada y un espejo. Los Hermanos Silenciosos tienen la espada; la copa y el espejo estaban en Idris, al menos hasta que llegó Valentine.
—Nadie sabe dónde está el espejo —dijo Alec—. Nadie lo ha sabido desde hace una eternidad.
—Es la Copa lo que nos interesa —indicó Jace—. Valentine la está buscando.
—¿Y ustedes quieren conseguirla antes de que lo haga él? —inquirió Magnus, alzando mucho las cejas.
—¿Pensaba que habías dicho que no sabías quién era Valentine? —señaló Clary.
—Mentí —admitió él con candidez—. Yo no pertenezco a la raza de las hadas, ya sabes. A mí no se me exige ser sincero. Y sólo un loco se interpondría entre Valentine y su venganza.
—¿Es eso lo que crees que él busca? ¿Venganza? —preguntó Jace.
—Yo diría que sí. Sufrió una grave derrota, y no parecía precisamente..., no parece la clase de hombre que acepta la derrota con elegancia.
Alec miró a Magnus con más intensidad.
—¿Estuviste en el Levantamiento?
Magnus mantuvo la mirada de Alec.
—Estuve. Maté a varios de los suyos.
—Miembros del Círculo —corrigió Jace rápidamente—. No de nuestro...
—Si insisten en repudiar aquello que es desagradable en lo que hacen —dijo Magnus, mirando aún a Alec—, jamás aprenderán de sus errores.
Alec, dando tirones a la colcha con una mano, se sonrojó violentamente.
—No parece sorprenderte el averiguar que Valentine sigue vivo —dijo, evitando la mirada del brujo.
Magnus extendió las manos a ambos lados.
—¿Lo están ustedes?
Jace abrió la boca, luego volvió a cerrarla. Parecía realmente desconcertado.
—¿Así que no nos ayudarás a encontrar la Copa Mortal? —dijo finalmente.
—No lo haría aunque pudiera —respondió él—. Pero la verdad es que no puedo. No tengo ni idea de dónde está, y no me interesa saberlo. Únicamente a un loco, como ya les dije.
Alec se sentó más erguido.
—Pero sin la Copa, no podemos...
—Crear más de ustedes. Lo sé —repuso Magnus—. Tal vez no todo el mundo considera eso algo tan desastroso como lo hacen ustedes. Aunque claro —añadió—, si tuviera que escoger entre la Clave y Valentine, elegiría la Clave. Al menos ellos no han jurado eliminar a los de mi especie. Pero nada de lo que la Clave ha hecho se ha ganado mi lealtad inquebrantable tampoco. Así que no, me quedaré sentado tranquilamente. Ahora, si hemos terminado aquí, me gustaría regresar a mi fiesta antes de que algunos de mis invitados se coman entre sí.
Jace, que había estado abriendo y cerrando las manos, dio la impresión de estar a punto de decir algo furibundo, pero Alec, poniéndose en pie, le puso una mano sobre el hombro. Clary no pudo estar segura en la penumbra, pero pareció como si Alec apretara con bastante fuerza.
—¿Que se coman? —preguntó el muchacho.
Magnus lo contemplaba con cierta expresión divertida.
—No sería la primera vez.
Jace masculló algo a Alec, que le soltó. Separándose, se acercó a Clary.
—¿Estás bien? —preguntó en voz baja.
—Eso creo. No me siento nada diferente...
Magnus, de pie junto a la puerta, tronó los dedos con impaciencia.
—Vayan desfilando, adolescentes. La única persona que puede achucharse lote en mi dormitorio es mi magnífica persona.
—¿Achucharse? —repitió Clary, que jamás había oído la expresión antes.
—¿Magnífica? —repitió Jace, que se limitaba a mostrarse desagradable.
Magnus gruñó, y el gruñido sonó a algo parecido a «fuera de aquí».
Salieron. Magnus cerró la marcha y se detuvo para cerrar con llave la puerta del dormitorio. El carácter de la fiesta le pareció sutilmente distinto a Clary. Tal vez fuera tan sólo su visión levemente alterada: todo parecía más claro, con bordes cristalinos claramente definidos. Contempló cómo un grupo de músicos ocupaba el pequeño escenario situado en el centro de la habitación. Llevaban prendas largas y sueltas de intensos colores dorados, morado y verde, y sus voces agudas eran penetrantes y etéreas.
—Odio las bandas de hadas —masculló Magnus mientras los músicos efectuaban la transición a otra perturbadora canción, la melodía tan delicada y traslúcida como el cristal de roca—. Todo lo que saben interpretar son baladas deprimentes.
Jace, paseando la mirada por la habitación, lanzó una carcajada.
—¿Dónde está Isabelle?
Un torrente de inquietud culpable golpeó a Clary. Se había olvidado de Simon. Se volvió en redondo, buscando los familiares hombros flacuchos y la mata de pelo oscuro.
—No lo veo. Los veo, quiero decir.
—Ahí está ella. —Alec distinguió a su hermana y la llamó con la mano, mostrando una expresión de alivio—. Estamos aquí. Y ten cuidado con el pooka.
—¿Cuidado con el pooka? —repitió Jace, echando una ojeada en dirección a un hombre delgado de piel morena y con un chaleco verde con estampado de cachemira, que miró a Isabelle pensativo cuando ésta pasó por su lado.
—Me pellizcó cuando pasé antes por su lado —explicó Alec muy estirado—. En una zona sumamente personal.
—Odio darte la noticia, pero si está interesado en tus zonas sumamente personales, probablemente no esté interesado en las de tu hermana.
—No necesariamente —indicó Magnus—. Los seres mágicos no tienen preferencias.
Jace frunció el labio con desdén en dirección al brujo.
—¿Sigues aquí?
Antes de que Magnus pudiera responder, Isabelle cayó sobre ellos, con el rostro arrebolado y con manchas rojas, y oliendo fuertemente a alcohol.
—¡Jace! ¡Alec! ¿Dónde han estado? Los estuve buscando por todas...
—¿Dónde está Simon? —interrumpió Clary.
Isabelle se tambaleó.
—Es una rata —respondió en tono misterioso.
—¿Te ha hecho algo? —Alec estaba lleno de fraternal preocupación—. ¿Te ha tocado? Si ha intentado algo...
—No, Alec —respondió ella con irritación—. No es eso. Es una rata.
—Está borracha —espetó Jace, empezando a alejarse con repugnancia.
—No lo estoy —replicó ella indignada—. Bueno, a lo mejor un poco, pero ésa no es la cuestión. La cuestión es que Simon bebió una de esas bebidas azules..., le dije que no lo hiciera, pero no me escuchó..., y se ha convertido en una rata.
—¿Una rata? —repitió Clary con incredulidad—. No te refieres a...
—Me refiero a una rata —insistió Isabelle—. Pequeña. Marrón. Cola escamosa.
—A la Clave no le va a gustar —indicó Alec en tono receloso—. Estoy más que seguro de que convertir a mundanos en ratas va en contra de la Ley.
—Técnicamente ella no le convirtió en una rata —indicó Jace—. De lo peor que podrían acusarla es de negligencia.
—¿A quién le importa la estúpida Ley? —chilló Clary, agarrando la muñeca de Isabelle—. ¡Mi mejor amigo es una rata!
—¡Ay! —Isabelle intentó desasir su muñeca—. ¡Suéltame!
—No hasta que me digas dónde está. —Jamás había deseado tanto abofetear a alguien como deseaba abofetear a Isabelle justo en ese momento—. No puedo creer que lo hayas abandonado; probablemente esté aterrado...
—Si es que no lo han pisado —indicó Jace, no ayudando precisamente con el comentario.
—No lo abandoné. Corrió a meterse bajo el bar —protestó Isabelle, señalando—. ¡Suéltame! Me estás abollando la pulsera.
—Zorra —le espetó Clary, rabiosa, y soltó la mano de una sorprendida Isabelle lanzándosela hacia ella, con furia.
No aguardó una reacción; salió corriendo hacia el bar y, dejándose caer de rodillas, miró en el oscuro espacio que había debajo. En la penumbra, que olía a moho, le pareció detectar un par de ojillos relucientes.
—¿Simon? —llamó con voz estrangulada—. ¿Eres tú?
La rata Simon se arrastró ligeramente hacia adelante, con los bigotes estremecidos. Clary pudo distinguir la forma de sus pequeñas orejas redondeadas, pegadas a la cabeza, y la afilada punta del hocico. Reprimió un sentimiento de repugnancia: jamás le habían gustado las ratas, con sus dientes cuadrados y amarillentos siempre listos para morder. Deseó que lo hubieran convertido en un hámster.
—Soy yo, Clary —dijo lentamente—. ¿Estás bien?
Jace y el resto llegaron y se colocaron detrás de ella, Isabelle estaba ahora más enojada que llorosa.
—¿Está ahí debajo? —preguntó Jace con curiosidad.
Clary, todavía a cuatro gatas, asintió.
—Chisst. Le harás huir. —Introdujo los dedos con delicadeza bajo el borde de la barra y los meneó—. Por favor sal, Simon. Haremos que Magnus invierta el hechizo. Todo irá bien.
Escuchó un chillido agudo, y el hocico rosado de la rata asomó por debajo de la barra. Con una exclamación de alivio, Clary cogió al animal en sus manos.
—¡Simon! ¡Me has entendido!
La rata, acurrucada en el hueco de sus palmas, chilló entristecida. Clary la apretó contra su pecho.
—Ah, pobrecito mío —arrulló, casi como si se tratara de una mascota—. Pobre Simon, todo irá bien, te prometo...
—Yo no sentiría lástima por él —se burló Jace—. Eso es probablemente lo más cerca que llegará a estar de la segunda base.
—¡Cállate!
Clary dedicó una mirada furibunda al muchacho, pero no aflojó las manos que sujetaban a la rata. Los bigotes del animal temblaban, si era de cólera, agitación o simple terror, ella no lo sabía.
—Trae a Magnus —ordenó tajante—. Tenemos que hacer que Simon regrese.
—No nos precipitemos. —Jace sonreía de oreja a oreja en aquel momento, el muy burro, mientras alargaba una mano hacia Simon como si quisiera hacerle mimos—. Está mono así. Mira su naricilla rosa.
Simon le mostró unos largos dientes amarillentos e hizo un amago de morderle. Jace retiró apresuradamente la mano.
—Izzy, ve en busca de nuestro magnífico anfitrión.
—¿Por qué yo? —Isabelle adoptó una expresión petulante.
—Porque es culpa tuya que el mundano sea una rata, idiota —replicó él, y Clary se sorprendió al darse cuenta de que raramente ninguno de ellos, aparte de Isabelle, pronunciaba el nombre de Simon—. Y no podemos dejarlo aquí.
—Estarías encantado de dejarlo aquí si no fuera por ella —replicó Isabelle, consiguiendo inyectar la palabra con el veneno suficiente para matar a un elefante.
La muchacha se alejó muy ofendida, con la falda bamboleándose alrededor de las caderas.
—No puedo creer que te dejara beber esa bebida azul —dijo Clary a la rata que era Simon—. Ahora mira lo que has conseguido por ser tan tonto.
Simon lanzó unos chillidos irritados. Clary oyó que alguien reía por lo bajo y al alzar la mirada se encontró con Magnus, que se inclinaba sobre ella. Isabelle estaba detrás de él, con expresión furiosa.
—Rattus norvegicus —dijo Magnus, mirando con atención a Simon—. Una rata común marrón, nada exótico.
—No me importa qué clase de rata sea —replicó Clary enfadada—. Lo quiero de vuelta a su forma.
Magnus se rascó la cabeza pensativo, esparciendo maquillaje.
—No tiene sentido hacerlo —repuso.
—Eso es lo que yo dije. —Jace pareció complacido.
—¿NO TIENE SENTIDO? —chilló Clary, tan fuerte que Simon ocultó la cabeza bajo su pulgar—. ¿CÓMO PUEDES DECIR QUE NO TIENE SENTIDO HACERLO?
—Porque volverá a ser él por sí mismo en unas pocas horas —respondió Magnus—. El efecto de los cócteles es temporal. No tiene sentido elaborar un hechizo de transformación; simplemente lo traumatizaría. Demasiada magia resulta dura para los mundanos, sus sistemas no están acostumbrados a ella.
—Dudo también de que su sistema esté acostumbrado a ser una rata —indicó Clary—. Eres un brujo, ¿no puedes simplemente invertir el hechizo?
Magnus lo meditó.
—No —dijo.
—¿Quieres decir que no quieres hacerlo?
—No gratis, cariño, y tú no puedes pagar mis honorarios.
—No puedo llevarme a una rata a casa en el metro, tampoco —repuso ella, quejumbrosa—. Se me caerá, o uno de los de seguridad del metro me arrestará por llevar animales dañinos en el sistema de transporte. —Simon chirrió su fastidio—. No es que tú seas un animal dañino, desde luego.
A una chica que había estado gritando junto a la puerta se le unieron entonces otras seis o siete. El sonido de las voces enojadas se alzó por encima del zumbido de la fiesta y los sones de la música. Magnus puso los ojos en blanco.
—Perdónenme —dijo, retrocediendo al interior de la multitud, que se cerró tras él al instante.
Isabelle, balanceándose sobre sus sandalias, profirió un explosivo suspiro.
—Pues sí que nos ha ayudado.
—Sabes —dijo Alec—, siempre podrías meter a la rata en tu mochila.
Clary le miró con dureza, pero no encontró nada de malo en la idea, ya que ella no tenía ningún bolsillo donde poder meterla. La ropa de Isabelle no permitía bolsillos; era demasiado ajustada. A Clary le sorprendía que Isabelle pudiera caber en ella.
Quitándose la mochila de la espalda, encontró un escondite para la pequeña rata marrón que antes había sido Simon, entre el suéter enrollado y el cuaderno de bocetos. El roedor se enroscó encima del billetero, con una expresión llena de reproche.
—Lo siento —dijo ella, afligida.
—No te preocupes —indicó Jace—. Es un misterio para mí por qué los mundanos insisten siempre en hacerse responsables de cosas que no son su culpa. Tú no obligaste a ese idiota a beberse el cóctel.
—De no ser por mí, él ni siquiera habría estado aquí —repuso Clary con voz débil.
—No te hagas ilusiones. Ha venido por Isabelle.
Enojada, Clary cerró de un tirón la parte superior de la bolsa y se puso en pie.
—Salgamos de aquí. Estoy harta de este lugar.
El apretado corrillo de gente que gritaba junto a la puerta resultó ser más vampiros, fácilmente reconocibles por la palidez de su tez y la intensa negrura de sus cabellos.
«Se lo deben de teñir», pensó Clary, no era posible que todos fueran morenos naturales, y además, algunos tenían las cejas rubias.
Se quejaban a voz en grito por sus motocicletas estropeadas y el hecho de que algunos de sus amigos estuvieran ausentes y no se les encontrara.
—Probablemente estén borrachos y desvanecidos en alguna parte —dijo Magnus, agitando los largos dedos blancos en actitud aburrida—. Ya saben el modo en que todos ustedes acostumbran convertirse en murciélagos y en montones de polvo cuando se han tomado demasiados bloody marys.
—Mezclan su vodka con sangre auténtica —explicó Jace al oído de Clary.
La presión de su aliento le produjo un escalofrío.
—Sí, ya lo he entendido, gracias.
—No podemos ir por ahí recogiendo cada montón de polvo del lugar por si acaso resulta que por la mañana es Gregor —dijo una chica con un mohín en la boca y unas cejas pintadas.
—Gregor estará perfectamente. Yo raras veces barro —la tranquilizó Magnus—. No me importa enviar a cualquier rezagado de vuelta al hotel mañana... en un coche con los cristales pintados de negro, desde luego.
—Pero ¿qué pasa con nuestras motos? —preguntó un muchacho delgado, cuyas raíces rubias aparecían por debajo de su teñido de poca calidad; un pendiente de oro en forma de estaca colgaba de su lóbulo izquierdo—. Nos llevará horas arreglarlas.
—Tienen hasta el amanecer —respondió Magnus, que empezaba a perder los nervios—. Sugiero que se aboquen a ello. —Alzó la voz—. ¡Muy bien, SE ACABÓ! ¡La fiesta ha terminado! ¡Todo el mundo fuera! —Agitó las manos derramando una lluvia de maquillaje.
Con un único y sonoro tañido, la banda dejó de tocar. Un zumbido de sonoras quejas se alzó entre los asistentes a la fiesta, pero se movieron obedientemente hacia la puerta. Ninguno de ellos se detuvo para dar las gracias a Magnus por la fiesta.
—Vamos. —Jace empujó a Clary en dirección a la salida.
La multitud era compacta, y ella sostuvo la mochila al frente, rodeándola protectora con las manos. Alguien chocó con fuerza contra su hombro, y ella lanzó un chillido y se hizo a un lado, alejándose de Jace. Una mano rozó la mochila. Alzó los ojos y vio al vampiro del pendiente con la estaca, que le sonreía de oreja a oreja.
—Hola, bonita —dijo—. ¿Qué hay en la bolsa?
—Agua bendita —respondió Jace, reapareciendo junto a ella como si lo hubiesen invocado igual que a un genio.
Un genio rubio y sarcástico con mala baba.
—Aaah, un cazador de sombras —exclamó el vampiro—. ¡Qué miedo!
Guiñando un ojo, se fundió de nuevo entre la multitud.
—Los vampiros son tan prima donna —suspiró Magnus desde el umbral—. Francamente, no sé por qué doy estas fiestas.
—Por tu gato —le recordó Clary.
Magnus se animó.
—Es cierto. Presidente Miau se merece todos mis esfuerzos. —Le dirigió una mirada a ella y al apretado grupo de cazadores de sombras, que iba justo detrás de Clary—. ¿Se van ya?
Jace asintió.
—No queremos abusar de tu hospitalidad.
—¿Qué hospitalidad? —inquirió el brujo—. Diría que ha sido un placer conocerlos, pero no es cierto. Aunque no es que no sean todos absolutamente encantadores, y en cuanto a ti... —Dedicó un reluciente guiño a Alec, que se mostró estupefacto—. ¿Me llamarás?
Alec se ruborizó, tartamudeó y probablemente se habría quedado allí parado toda la noche si Jace no le hubiese agarrado por el codo y arrastrado hacia la puerta, con Isabelle pegada a sus talones. Clary estaba a punto de ir detrás cuando sintió un leve golpecito en el brazo; era Magnus.
—Tengo un mensaje para ti —dijo—. De tu madre.
Clary se sorprendió tanto que casi dejó caer la mochila.
—¿De mi madre? ¿Quieres decir que te pidió que me dijeras algo?
—No exactamente —respondió él.
Sus ojos felinos, hendidos por las pupilas verticales como fisuras en una pared de un verde dorado, estaban serios por una vez.
—Pero la conocí en un modo en el que tú no la conociste. Hizo lo que hizo para mantenerte fuera de un mundo que odiaba. Toda su existencia, la huida, el ocultarse..., las mentiras, como tu las llamaste..., tenían la intención de mantenerte a salvo. No desperdicies sus sacrificios arriesgando tu vida. Ella no lo querría.
—¿No querría que la salvase?
—No si significaba ponerte a ti en peligro.
—Pero soy la única persona a la que le importa lo que le suceda...
—No —dijo Magnus—. No lo eres.
Clary pestañeó.
—No comprendo. Hay..., Magnus, si sabes algo...
Él la interrumpió con brutal precisión.
—Y una última cosa. —Sus ojos se desviaron veloces hacia la puerta, a través de la cual habían desaparecido Jace, Alec e Isabelle—. Ten en cuenta que cuando tu madre huyó del Mundo de las Sombras, no era de los monstruos de quienes se ocultaba. Ni de los brujos, los hombres lobo, los seres fantásticos, ni siquiera de los mismos demonios. Era de ellos. Era de los cazadores de sombras.
La estaban esperando fuera del almacén. Jace, con las manos en los bolsillos, estaba apoyado contra la barandilla de la escalera y observaba cómo los vampiros daban cautelosas vueltas alrededor de sus estropeadas motos, maldiciendo y lanzando palabrotas. Su rostro mostraba una tenue sonrisa. Alec e Isabelle estaban algo más allá. Isabelle se secaba los ojos, y Clary sintió una oleada de rabia irracional; Isabelle apenas conocía a Simon. Aquello no era su desastre. Clary era quien tenía derecho a montar un número, no la cazadora de sombras.
Jace se separó de la barandilla cuando Clary emergió, y empezó a andar a su lado, sin hablar. Parecía absorto en sus pensamientos. Isabelle y Alec, que avanzaban a buen paso por delante, daban la impresión de estar discutiendo entre ellos. Clary aceleró un poco el paso, estirando el cuello para oírles mejor.
—No es tu culpa —decía Alec.
El muchacho sonaba cansado, como si ya hubiera pasado por aquella clase de cosa con su hermana antes. Clary se preguntó cuántos novios había convertido ella en ratas accidentalmente.
—Pero eso debería enseñarte a no ir a tantas fiestas del Submundo —añadió—. No valen la pena.
Isabelle sorbió sonoramente.
—Si le hubiese sucedido algo, no... no sé qué habría hecho.
—Probablemente lo que fuera que hacías antes —repuso Alec en tono aburrido—. Tampoco es que le conocieras tan bien.
—Eso no significa que no..
—¿Qué? ¿Que le amas? —Alec se mofó, alzando la voz—. Tienes que conocer a alguien para amarle.
—Pero eso no es todo. —Isabelle sonaba casi triste—. ¿No te divertiste en la fiesta, Alec?
—No.
—Pensé que podría gustarte Magnus. Es simpático, ¿verdad?
—¿Simpático? —Alec la miró como si estuviera loca—. Los gatitos son simpáticos. Los brujos son... —Vaciló—. No —finalizó, sin convicción.
—Pensé que podrían congeniar. —El maquillaje de ojos de Isabelle centelleó tan brillante como las lágrimas cuando echó una rápida mirada a su hermano—. Que se harían amigos.
—Tengo amigos —afirmó Alec, y miró por encima del hombro, casi como si no pudiera evitarlo, a Jace.
Pero Jace, con la dorada cabeza gacha, inmerso en sus pensamientos, no se dio cuenta.
Siguiendo un impulso, Clary alargó la mano para abrir la mochila y echar una ojeada a su interior... y frunció el entrecejo. La bolsa estaba abierta. Rememoró rápidamente la fiesta: había levantado la mochila, cerrado el cierre. Estaba segura de ello. Abrió de un tirón la bolsa, con el corazón latiendole violentamente.
Recordó la vez que le habían robado la billetera en el metro. Recordó haber abierto el bolso y no haberlo visto en su interior, haber sentido la boca seca por la sorpresa: «¿Se me ha caído? ¿Lo he perdido?». Y haber comprendido: «Ha desaparecido». Aquello era parecido, sólo que mil veces peor. Con la boca seca como un hueso, Clary toqueteó el interior de la mochila, apartando ropa y cuaderno de bocetos, llenándose las uñas de mugre. Nada.
Había dejado de andar. Jace permanecía inmóvil justo delante de ella, con expresión impaciente. Alec e Isabelle estaban ya una manzana más allá.
—¿Qué sucede? —preguntó Jace, y ella se dio cuenta de que estaba a punto de añadir algo sarcástico; pero sin duda advirtió la expresión de su rostro, porque no lo hizo—. ¿Clary?
—Se ha ido —musitó ella—. Simon. Estaba en mi mochila...
—¿Ha trepado fuera?
No era una pregunta tonta, pero Clary, agotada y aterrorizada, reaccionó de un modo poco razonable.
—¡Desde luego que no! —le chilló—. ¿Es que crees que quiere acabar aplastado bajo el coche de alguien, asesinado por un gato...?
—Clary...
—¡Cállate! —le gritó, blandiendo la mochila contra él—. Tú fuiste quien dijo que no nos molestáramos en devolverle su aspecto...
Jace atrapó la mochila hábilmente cuando ella la balanceó. Quitándosela de la mano, la examinó.
—El cierre está roto —dijo—. Por fuera. Alguien ha desgarrado la bolsa.
Sacudiendo la cabeza como atontada, Clary sólo pudo musitar.
—Yo no...
—Lo sé.
La voz del muchacho era dulce.
—¡Alec! ¡Isabelle! ¡Adelántense! Los alcanzaremos. —Gritó haciendo bocina con las manos.
Las dos figuras, ya muy por delante, se detuvieron; Alec vaciló, pero su hermana lo agarró del brazo y lo arrastró con firmeza hacia la entrada del metro. Algo presionó contra la espalda de Clary: era la mano de Jace, que la hizo girar con suavidad. Ella le dejó que la condujera hacia adelante, dando traspiés en las grietas de la acera, hasta que volvieron a estar en la entrada del edificio de Magnus. El hedor a alcohol rancio y el olor dulzón y extraño que Clary había acabado por asociar con los subterráneos inundaba el diminuto espacio. Retirando la mano de la mochila de la joven, Jace oprimió el timbre que había sobre el nombre de Magnus.
—Jace —dijo ella.
El bajó los ojos para mirarla.
—¿Qué?
Clary buscó las palabras.
—¿Crees que está bien?
—¿Simon?
El joven vaciló, y ella pensó en las palabras de Isabelle: «No le hagas una pregunta a menos que sepas que puedes soportar la respuesta». En lugar de decir nada, él volvió a presionar el timbre, con más fuerza esta vez.
En esta ocasión, Magnus respondió, su voz retumbando a través de la diminuta entrada.
—¿Quién osa molestar mi descanso? Jace pareció casi nervioso.
—Jace Wayland. ¿Recuerdas? Soy de la Clave.
—Ah, sí. —Magnus pareció haberse animado—. ¿Eres el de los ojos azules?
—Se refiere a Alec —dijo Clary amablemente.
—No. Mis ojos se acostumbran a describir como dorados —indicó Jace al intercomunicador—. Y luminosos.
—Ah, eres ése. —Magnus pareció decepcionado; de no haber estado tan trastornada, Clary habría lanzado una carcajada—. Supongo que será mejor que subas.
El brujo abrió la puerta vestido con un kimono de seda estampado con dragones, un turbante dorado y una expresión de irritación apenas contenida.
—Estaba durmiendo —dijo con altivez.
Jace pareció a punto de ir a decir algo desagradable, posiblemente respecto al turbante, así que Clary le interrumpió.
—Lamentamos molestarte, pero...
Algo pequeño y blanco sacó el morro desde detrás de los tobillos del brujo. Tenía unas rayas grises en zigzag y orejas rosadas terminadas en unos mechones de pelo que le daban más el aspecto de un ratón grande que el de un gato pequeño.
—¿Presidente Miau? —adivinó Clary.
Magnus asintió.
—Ha regresado.
Jace contempló al pequeño gato atigrado con cierto desdén.
—Eso no es un gato —observó—. Tiene el tamaño de un hámster.
—Voy a olvidar muy amablemente lo que has dicho —indicó Magnus, usando el pie para empujar a Presidente Miau detrás de él—. Ahora, exactamente ¿a qué habéis venido aquí?
Clary alargó la mochila rota.
—Es Simon. Ha desaparecido.
—Ah —exclamó Magnus, con delicadeza—, ¿le ha desaparecido qué, exactamente?
—Desaparecido —repitió Jace—, se ha ido, ausente, no está presente, desvanecido.
—Quizá ha ido a esconderse en alguna parte —sugirió Magnus—. No puede resultar fácil acostumbrarse a ser una rata, en especial para alguien tan estúpido para empezar.
—Simon no es estúpido —protestó Clary airadamente.
—Es cierto —coincidió Jace—. Simplemente parece estúpido. En realidad tiene una inteligencia más bien normal. —Su tono era ligero, pero sus hombros estaban tensos cuando se volvió hacia Magnus—. Cuando nos íbamos, uno de tus invitados pasó rozando a Clary. Creo que le desgarró la mochila y tomó a la rata. A Simon, quiero decir.
—¿Y? —inquirió Magnus, mirándole.
—Y necesito averiguar quién era —concluyó Jace sin apartar la vista—. Imagino que lo sabes. Eres el Gran Brujo de Brooklyn. Yo diría que no suceden demasiadas cosas en tu apartamento de las que no estés enterado.
Magnus se inspeccionó una reluciente uña.
—No te equivocas.
—Por favor, dínoslo —rogó la chica.
La mano de Jace se cerró con fuerza sobre la muñeca de Clary. Sabía que él quería que permaneciera callada, pero eso era imposible.
—Por favor.
Magnus dejó caer la mano con un suspiro.
—Está bien. Vi a uno de los vampiros de la guarida de la zona residencial marchar con una rata marrón en las manos. Francamente, imaginé que era uno de los suyos. A veces los Hijos de la Noche se convierten en ratas o murciélagos cuando se emborrachan.
Las manos de Clary temblaban.
—¿Pero ahora crees que era Simon?
—Es sólo una suposición, pero parece probable.
—Hay una cosa más. —Jace hablaba con bastante calma, pero estaba alerta ahora, igual que lo había estado en el departamento antes de que encontraran al repudiado—. ¿Dónde está su guarida?
—¿Su qué?
—La guarida de los vampiros. Ahí es a donde fueron, ¿verdad?
—Eso diría yo. —Magnus daba la impresión de desear estar en cualquier parte menos allí.
—Necesito que me digas dónde está.
Magnus sacudió negativamente la cabeza cubierta con el turbante.
—No voy a enemistarme con los Hijos de la Noche por un mundano que ni siquiera conozco.
—Espera —interrumpió Clary—. ¿Para qué querrían a Simon? Pensaba que no se les permitía hacer daño a la gente...
—¿Sabes lo que creo? —repuso Magnus, sin querer ser cruel—. Dieron por supuesto que era una rata domesticada y pensaron que sería divertido matar la mascota de un cazador de sombras. No les gustan mucho, digan lo que digan los Acuerdos... y no hay nada en la Alianza sobre no matar animales.
—¿Van a matarlo? —inquirió Clary, mirándole fijamente.
—No necesariamente —se apresuró a decir él—. Podrían haber pensado que era uno de los suyos.
—En cuyo caso, ¿qué le sucederá? —quiso saber ella.
—Bueno, cuando recupere la forma humana, le matarán igualmente. Pero podrían tener unas cuantas horas más.
—Entonces tienes que ayudarnos —dijo Clary al brujo—. De lo contrario Simon morirá.
Magnus la miró de arriba abajo con una especie de simpatía aséptica.
—Todos mueren, querida —repuso—. Será mejor que te acostumbres a ello.
Empezó a cerrar la puerta. Jace introdujo un pie, para impedírselo. Magnus suspiró.
—¿Ahora qué?
—Todavía no nos has dicho dónde esta la guarida —insistió el joven.
—No voy a hacerlo. Les dije que...
Fue Clary quien lo interrumpió, abriéndose paso frente a Jace.
—Me revolviste el cerebro —dijo—. Me arrebataste mis recuerdos. ¿No puedes hacer esta única cosa por mí?
Magnus entrecerró sus brillantes ojos felinos. En algún lugar a lo lejos, Presidente Miau chillaba. Lentamente, el brujo bajó la cabeza y se la golpeó una vez, no con demasiada suavidad, contra la pared.
—El viejo hotel Dumort —dijo—. En la zona residencial.
—Sé dónde está. —Jace parecía complacido.
—Necesitamos llegar allí inmediatamente. ¿Tienes un Portal? —inquirió Clary, dirigiéndose a Magnus.
—No. —Pareció molesto—. Los Portales son bastante difíciles de construir y representan un gran riesgo para su propietario. Cosas desagradables pueden pasar por ellos si no están protegidos correctamente. Los únicos que conozco en Nueva York son el que está en casa de Dorothea y el de Renwick, pero ambos están demasiado lejos para que merezca la pena molestarse en ir hasta allí, incluso aunque estuvieran seguros de que sus propietarios los dejaran usarlos, lo que probablemente no harían. ¿Entendido? Ahora marchense.
Magnus miró significativamente el pie de Jace, que seguía bloqueando la puerta. Jace no se movió.
—Una cosa más —dijo Jace—. ¿Hay algún sitio sagrado por aquí?
—Buena idea. Si vas a entrar en una guarida de vampiros tú solito, será mejor que reces antes.
—Necesitamos armas —repuso Jace, lacónico—. Más de las que llevamos con nosotros.
Magnus señaló con el dedo.
—Hay una iglesia católica bajando en la calle Diamond. ¿Servirá eso?
Jace asintió, retrocediendo.
—Eso...
La puerta se les cerró en la cara. Clary, jadeando, la siguió mirando fijamente hasta que Jace la cogió del brazo y la condujo escaleras abajo, de vuelta a la noche.