Por la noche, la iglesia de la calle Diamond resultaba espectral, con sus ventanales góticos reflejando la luz de la luna como espejos plateados. Una reja de hierro forjado rodeaba el edificio y estaba pintada de un negro mate. Clary sacudió la reja delantera, pero un sólido candado la mantenía bloqueada.
—Está cerrada con llave —dijo, echando una ojeada a Jace por encima del hombro.
Éste blandió su estela.
—Déjame a mí.
Clary le observó mientras trabajaba con el candado, observó la delgada curva de su espalda, el ondular de los músculos bajo las mangas cortas de su camiseta. La luz de la luna le eliminaba el color de los cabellos, volviéndolos más plateados que dorados.
El candado golpeó contra el suelo con un sonido metálico, convertido en un retorcido pedazo de metal. Jace pareció complacido consigo mismo.
—Como de costumbre —declaró—. Soy sorprendentemente bueno en eso.
Clary se sintió repentinamente enojada.
—Cuando la parte de autofelicitación de la noche haya concluido, ¿podríamos regresar a la tarea de salvar a mi amigo de ser desangrado hasta la muerte?
—Desangrado —repitió Jace, impresionado—. Ésa es una gran palabra.
—Y tú eres un gran...
—Chist, chist —la interrumpió él—. No se deben decir palabrotas en la iglesia.
—Aún no estamos en la iglesia —masculló Clary, siguiéndole por el sendero de piedra hasta las dobles puertas delanteras.
El arco de piedra sobre la entrada estaba bellamente esculpido, con un ángel mirando al suelo desde su punto más alto. Agujas sumamente afiladas se recortaban negras en el cielo nocturno, y Clary comprendió que era la iglesia que ya había vislumbrado aquella noche desde el McCarren Park. Se mordió el labio.
—En cierto modo, no parece correcto forzar la cerradura de la puerta de una iglesia.
El perfil de Jace parecía sereno bajo la luz de la luna.
—No vamos a hacerlo —contestó, deslizando su estela al interior del bolsillo.
Posó una delgada mano morena, marcada toda ella con delicadas cicatrices blancas como un velo de encaje, sobre la madera de la puerta, justo por encima del pestillo.
—En el nombre de la Clave —recitó—, solicito entrada a este lugar sagrado. En el nombre de la Batalla Que Nunca Termina, solicito el uso de tus armas. Y en el nombre del ángel Raziel, solicito tu bendición en mi misión contra las tinieblas.
Clary le miró con asombro. Él no se movió, aunque el viento nocturno le arrojó los cabellos a los ojos; parpadeó, y justo cuando ella estaba a punto de hablar, la puerta se abrió con un chasquido y un crujido de goznes. Giró hacia dentro con suavidad ante ellos, dando paso a un lugar vacío y fresco, iluminado por puntos llameantes.
Jace dio un paso atrás.
—Después de ti.
Cuando Clary pasó al interior, una oleada de aire fresco la envolvió, junto con el olor a piedra y a cera. Hileras de bancos de iglesia, tenuemente iluminados, se extendían en dirección al altar, y un montículo de velas brillaba como un lecho de chispas sobre la pared opuesta. Se dio cuenta de que, aparte del Instituto, que en realidad no contaba nunca antes había estado dentro de una iglesia. Había visto cuadros, y visto el interior de iglesias en películas y en programas anime, donde aparecían regularmente. Una escena en una de sus series anime favoritas tenía lugar en una iglesia con un monstruoso sacerdote vampiro. Se suponía que uno debía sentirse a salvo dentro de una iglesia, pero ella no se sentía así. Formas extrañas parecían erguirse ante ella surgiendo de la oscuridad. Se estremeció.
—Las paredes de piedra mantienen fuera el calor —explicó Jace al advertirlo.
—No es eso —replicó ella—. ¿Sabes que nunca he estado en una iglesia antes?
—Has estado en el Instituto.
—Quiero decir en una iglesia auténtica. Para asistir a misa. Esa clase de cosa.
—¿De veras? Bueno, esto es la nave, donde están los bancos. Es donde se sienta la gente durante la misa. —Avanzaron, sus voces resonando en las paredes de piedra—. Aquí arriba está el ábside. Aquí es donde estábamos nosotros. Y esto es el altar, donde el sacerdote celebra la Eucaristía, siempre en el lado este de la iglesia.
Se arrodilló frente al altar, y ella pensó por un momento que rezaba. El altar era alto, construido en granito oscuro y adornado con una tela roja. Detrás de él, se alzaba un ornamentado retablo dorado, grabada con figuras de santos y mártires, cada uno con un disco plano dorado tras la cabeza representando un halo.
—Jace —murmuró—, ¿qué estás haciendo?
Él había posado las manos sobre el suelo de piedra y las movía de un lado a otro con rapidez, como si buscara algo, removiendo el polvo con las yemas de los dedos.
—Buscar armas.
—¿Aquí?
—Se supone que están ocultas, por lo general alrededor del altar. Guardadas para nuestro uso en caso de emergencias.
—¿Y esto es alguna clase de trato que tienen con la Iglesia católica?
—No específicamente. Los demonios llevan en la Tierra tanto tiempo como nosotros. Están por todo el mundo, en sus distintas formas: demonios griegos, daevas persas, asuras hindúes, oni japoneses. La mayoría de creencias tienen algún método para incorporar tanto su existencia como la lucha contra ellos. Los cazadores de sombras no se adhieren a ninguna religión única, y por su parte todas las religiones nos ayudan en nuestra batalla. Podría haber ido igualmente en busca de ayuda a una sinagoga judía o a un templo sintoísta o... Ah. Aquí está.
Quitó el polvo con la mano mientras ella se arrodillaba a su lado. Esculpida en una de las piedras octogonales situadas ante el altar, había una runa. Clary la reconoció, casi con la misma facilidad que si estuviera leyendo la palabra en su idioma. Era la runa que significaba «nefilim».
Jace sacó su estela y tocó la piedra con ella. Con un chirrido, ésta se movió hacia atrás, mostrando un compartimiento oscuro debajo. Dentro del compartimiento había una caja alargada de madera; Jace alzó la tapa y contempló con satisfacción los objetos pulcramente dispuestos en el interior.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Clary.
—Frascos de agua bendita, cuchillos bendecidos, hojas de acero y plata —explicó él, amontonando las armas sobre el suelo a su lado—. Cable de oro argentífero..., aunque no nos sirve de gran cosa en este momento, pero siempre es bueno tener una reserva..., balas de plata, amuletos de protección, crucifijos, estrellas de David.
—Jesús —exclamó Clary.
—Dudo que él cupiera aquí.
—Jace. —Clary estaba consternada.
—¿Qué?
—No sé, no parece que esté bien hacer chistes como ése en una iglesia.
—En realidad no soy creyente —explicó él, encogiéndose de hombros.
Clary le miró sorprendida.
—¿No?
Él negó con la cabeza. Le cayeron cabellos sobre el rostro, pero estaba examinando un frasco de líquido transparente y no alzó la mano para echarlos atrás. Los dedos de Clary se morían de ganas de hacerlo por él.
—¿Pensabas que yo era religioso? —preguntó él.
—Bueno... —Vaciló—. Si hay demonios, entonces debe de haber...
—Debe de haber ¿qué? —Jace se metió el bote en el bolsillo—. Ah —siguió—. Te refieres a que si hay esto —señaló abajo, al suelo—, debe haber esto. —Señaló arriba, en dirección al techo.
—Es lo lógico. ¿No es cierto?
Jace bajó la mano y levantó un cuchillo, examinando la empuñadura.
—Te diré algo —comenzó—. He estado matando demonios durante un tercio de mi vida. Debo de haber enviado a quinientos de ellos de vuelta a cualquiera que fuera la dimensión demoníaca desde la que reptaron. Y en todo ese tiempo..., en todo ese tiempo..., no he visto nunca un ángel. Jamás he oído hablar siquiera de nadie que lo haya visto.
—Pero fue un ángel quien creó a los cazadores de sombras para empezar —replicó Clary—. Eso es lo que Hodge dijo.
—Es una historia bonita. —Jace la miró a través de unos ojos entrecerrados, como los de un gato—. Mi padre creía en Dios —dijo—. Yo no.
—¿En absoluto?
No estaba segura de por qué le afectaba; ella jamás había pensado en si ella misma creía en Dios y en ángeles y en todo eso, y de habérsele preguntado, habría dicho que no. No obstante, había algo en Jace que la impulsaba a querer presionarle, a quebrar aquel caparazón de cinismo y hacerle confesar que creía en algo, que sentía algo, que le importaba alguna cosa.
—Deja que lo exponga de este modo —continuó él, deslizando un par de cuchillos en su cinturón.
La poca luz que se filtraba a través de los vitrales proyectaba cuadrados de colores sobre su rostro.
—Mi padre creía en un Dios justo. Deus volt, ése era su lema: «Porque Dios lo quiere». Era el lema de los cruzados, y partieron a la batalla y los masacraron, igual que a mi padre. Y cuando lo vi allí, muerto en un charco de su propia sangre, supe entonces que yo no había dejado de creer en Dios. Simplemente había dejado de creer que a Dios le importáramos. Puede que haya un Dios, Clary, y puede que no lo haya, pero no creo que tenga importancia. En cualquier caso, estamos solos.
Eran los únicos pasajeros en el vagón del metro que se dirigía al distrito residencial. Clary permaneció sentada sin hablar, pensando en Simon. De vez en cuando, Jace le dirigía una mirada, como si estuviera a punto de decir algo, antes de volver a sumirse en un desacostumbrado silencio.
Cuando salieron del metro, las calles estaban desiertas; el aire era pesado y con regusto a metal; las tiendas de vinos y licores, las lavanderías automáticas y los centros de cobro de cheques permanecían silenciosos tras sus persianas nocturnas de chapa de acero. Tras una hora de búsqueda finalmente localizaron el hotel, en una calle lateral que salía de la 116. Pasaron dos veces por delante, pensando que no era más que otro edificio de apartamentos abandonado, antes de que Clary viera el letrero. Se había desprendido de un clavo y colgaba oculto tras un árbol achaparrado. HOTEL DUMONT debería haber puesto, pero alguien había pintado encima de la N y la había reemplazado por una R.
—Hotel Dumort —leyó Jace cuando ella se lo señaló—. Encantador.
Clary sólo había hecho dos años de francés, pero fueron suficiente para entender el chiste.
—Du mort —dijo—. De la muerte.
Jace asintió. Todo él se había puesto en alerta, como un gato que ve un ratón escurriéndose tras un sofá.
—Pero no puede ser el hotel —observó Clary—. Las ventanas están tapadas con tablones, y la puerta tapiada... Ah —finalizó, captando su mirada—. De acuerdo. Vampiros. Pero ¿cómo entran?
—Vuelan —respondió Jace, e indicó los pisos superiores del edificio.
Estaba claro que, en otra época, había sido un hotel elegante y lujoso. La fachada de piedra estaba bellamente decorada con esculturas de arabescos y flores de lis, oscuras y erosionadas por años de exposición al aire contaminado y la lluvia ácida.
—Nosotros no volamos —se sintió impelida a indicar ella.
—No —estuvo de acuerdo él—. Nosotros no volamos. Forzaremos una entrada.
Empezó a cruzar la calle en dirección al hotel.
—Lo de volar suena más divertido —bromeó Clary, apresurando el paso para ponerse a su altura.
—Justo ahora todo suena más divertido.
La muchacha se preguntó si lo decía en serio. Había una excitación en él, una expectación ante la caza, que le hizo pensar que no se sentía tan desdichado como afirmaba. «Ha matado más demonios que nadie de su edad.» Uno no mata tantos demonios haciéndose el remolón en una pelea.
Se alzó un viento tórrido, que agitó las ramas del árbol achaparrado situado frente al hotel e hizo rodar la basura de las alcantarillas y la acera por el pavimento. La zona estaba curiosamente desierta; por lo general, en Manhattan, siempre había alguien en la calle, incluso a las cuatro de la mañana. Varias de las farolas que bordeaban la acera estaban apagadas, aunque la más próxima al hotel proyectaba un tenue resplandor amarillo sobre el agrietado camino que conducía hasta lo que, en el pasado, había sido la entrada principal.
—Mantente fuera de la luz —advirtió Jace, tirándole de la manga para acercarla a él—. Podrían estar vigilando desde las ventanas. Y no mires arriba —añadió, aunque ya era demasiado tarde.
Clary ya había echado un vistazo a las ventanas rotas de los pisos superiores. Por un momento pensó que le había parecido ver un leve movimiento en una de las ventanas, un destello blanco, que podría haber sido un rostro o una mano apartando una gruesa colgadura...
—Vamos.
Jace la arrastró con él para que se fundiera con las sombras más próximas al hotel. Clary sintió su desbocado nerviosismo en la columna vertebral, en el pulso de las muñecas, en el fuerte martilleo de la sangre en los oídos. El tenue zumbido de coches distantes parecía muy lejano; el único sonido era el crujir de sus botas sobre la acera repleta de basura desperdigada. Deseó poder andar sin hacer ruido, como un cazador de sombras. Quizá algún día le pediría a Jace que le enseñara.
Doblaron sigilosamente la esquina del hotel y entraron en un callejón, que probablemente había sido una entrada de servicio para las entregas. Era estrecho y estaba lleno de basura: cajas mohosas de cartón; botellas de cristal vacías; plástico hecho trizas; cosas esparcidas que Clary pensó en un principio que eran mondadientes, pero que de más de cerca parecían...
—Huesos —afirmó Jace categórico—. Huesos de perro, huesos de gato. No mires con demasiada atención; revisar la basura de los vampiros raras veces resulta agradable.
Clary se tragó las náuseas.
—Bueno —repuso—, al menos sabemos que estamos en el lugar correcto. —Y se vio recompensada por la chispa de respeto que apareció, brevemente, en los ojos de Jace.
—Desde luego que estamos en el lugar correcto —dijo él—. Ahora sólo tenemos que averiguar cómo entrar.
Era evidente que habían existido ventanas allí en el pasado, pero estaban tapiadas. No había ninguna puerta ni ningún letrero de una salida de emergencia.