—Cuando esto era un hotel —comenzó Jace despacio—, tenían que haber recibido las entregas aquí. Quiero decir que no les habrían entrado las cosas por la puerta principal, y no hay ningún otro lugar para que los camiones se detengan. Así que debe existir una entrada.

Clary pensó en las tienditas y colmados que había cerca de su casa en Brooklyn. Les había visto recibir los suministros, temprano por la mañana mientras ella iba a la escuela; había visto a los propietarios de la charcutería coreana abrir las puertas de metal que estaban frente a las puertas de acceso, para así poder transportar las cajas de servilletas de papel y la comida de gato al interior de los sótanos que les servían de almacén.

—Apuesto a que las puertas están en el suelo. Probablemente enterradas bajo toda esta porquería.

Jace, justo detrás de ella, asintió.

—Eso es lo que estaba yo pensando —Suspiró—. Supongo que será mejor que movamos la basura. Podemos empezar con el contenedor. —Lo señaló con el dedo, con una expresión claramente poco entusiasta.

—Preferirías enfrentarte a una horda de demonios famélicos, ¿verdad? —dijo Clary.

—Al menos, ellos no estarían infestados de gusanos. Bueno —añadió pensativamente—, no la mayoría de ellos, de todos modos. Hubo aquel demonio, una vez, que perseguí y atrapé en las alcantarillas de debajo de Grand Central...

—No sigas —Clary alzó una mano a modo de advertencia—, no estoy realmente de humor en estos instantes.

—Ésta debe de ser la primera vez que una chica me dice eso a reflexionó Jace.

—No te separes de mí y no será la última.

Las comisuras de la boca de Jace se tensaron.

—Éste no es precisamente el momento para bromas. Tenemos basura que acarrear. —Se aproximó con cuidado al contenedor y agarró uno de los lados—. Tú sujeta el otro. Lo volcaremos.

Volcarlo hará demasiado ruido —argumentó ella, colocándose en el otro lado del enorme contenedor.

Era un contenedor de basura corriente de la ciudad, pintado de verde oscuro y salpicado de manchas extrañas. Apestaba, aún más que la mayoría de contenedores, a basura y a algo más, algo espeso y dulzón que le inundó la garganta y le provocó ganas de vomitar.

—Deberíamos empujarlo —indicó ella.

—Oye, mira... —empezó a decir él, cuando una voz habló, de improviso, surgiendo de las sombras detrás de ellos.

—¿Realmente creen que deberían estar haciendo esto? —preguntó.

Clary se quedó paralizada, con la vista fija en las sombras de la entrada del callejón. Por un aterrado instante se preguntó si había imaginado la voz, pero Jace también estaba paralizado, con el asombro pintado en el rostro. Era raro que nada le sorprendiera, más raro aún que nadie se le aproximara sin que se diera cuenta. El muchacho se apartó del contenedor, deslizando la mano hacia el cinturón, la voz apagada.

—¿Hay alguien ahí?

—Dios mío. —La voz era masculina, divertida, y hablaba con acento chicano—. No son de este vecindario, ¿verdad?

Se adelantó, saliendo de las sombras s espesas. Su forma fue revelándose poco a poco: un muchacho, no mucho mayor que Jace y probablemente unos quince centímetros s bajo. Era delgado, con los enormes ojos oscuros y la tez color miel de una pintura de Diego Rivera. Llevaba pantalones deportivos negros y una cadena de oro alrededor del cuello, que centelló débilmente cuando se acercó s a la luz.

—Podrías decirlo así —contestó Jace con cautela y sin apartar la mano del cinturón.

—No deberían estar aquí. —El muchacho se pasó una mano por los gruesos rizos negros que se le derramaban sobre la frente—. Este lugar es peligroso.

«Se refiere a que es un mal vecindario.» A Clary casi le entró la risa, a pesar de que no era en absoluto divertido.

—Lo sabemos repuso ella—. Sólo nos hemos perdido un poco, eso es todo.

El muchacho indicó el contenedor con un gesto.

—¿Qué están haciendo con eso?

«No sirvo para improvisar mentiras», pensó Clary, y miró a Jace, quien, esperó, sería excelente en eso.

Él la decepcionó inmediatamente.

—Intentábamos entrar en el hotel. Pensábamos que podría haber una puerta de un sótano detrás del cubo de la basura.

Los ojos del muchacho se abrieron de par en par, incrédulos.

—Puta madre... ¿por qué quieren hacer algo así?

—Para hacer una travesura, ya sabes respondió Jace, encogiéndose de hombros—. Un poco de diversión.

—No lo entienden. Este lugar está encantado, maldito. Mala suerte.

Meneó la cabeza enérgicamente y dijo varias cosas en castellano que Clary sospechó tenían que ver con la estupidez de los malcriados chicos blancos en general y la estupidez de ellos dos en particular.

Vengan conmigo, los llevaré al metro.

—Sabemos dónde está el metro —replicó Jace. El muchacho rió con una suave risa vibrante.

—Claro. Por supuesto que lo saben, pero si van conmigo, nadie los molestará. No quieren problemas, ¿verdad?

—Eso depende —contestó Jace, y se movió de modo que su chamarra se abriera ligeramente, mostrando el destello de las armas metidas en su cinturón—. ¿Cuánto te están pagando para mantener a la gente alejada del hotel?

El muchacho echó una ojeada a su espalda, y los nervios de Clary vibraron mientras imaginaba la entrada del estrecho callejón llenándose con otras figuras sombrías, de rostros blancos, bocas rojas y con el destello de colmillos tan repentino como metal arrancando chispas de la acera. Cuando volvió a mirar a Jace, la boca de éste era una fina línea.

—¿Cuánto me está pagando quién, chico?

—Los vampiros. ¿Cuánto te están pagando? O es algo diferente... ¿te dijeron acaso que te convertirían en uno de ellos, te ofrecieron vida eterna, sin dolor, sin enfermedades, vivir para siempre? Porque no vale la pena. La vida se hace muy larga cuando uno no ve nunca la luz del sol, chico —dijo Jace.

El muchacho ni se inmutó.

—Mi nombre es Raphael. No chico.

—Pero sabes de qué te estamos hablando. ¿Sabes que hay vampiros? —preguntó Clary.

Raphael volvió la cabeza a un lado y escupió. Cuando los volvió a mirar, sus ojos estaban repletos de reluciente odio.

—Los vampiros, sí, esos animales bebedores de sangre. Ya antes de que tapiaran el hotel corrían historias, las carcajadas a altas horas de la noche, los animales pequeños que desaparecían, los sonidos... —Se detuvo, sacudiendo la cabeza—. Todo el mundo en el vecindario sabe que es mejor mantenerse apartado, pero ¿qué se puede hacer? No se puede llamar a la policía y decirle que tu problema son vampiros.

—¿Los has visto alguna vez? —preguntó Jace—. ¿O conoces a alguien que lo haya hecho?

El otro respondió lentamente.

—Hubo unos chicos una vez, un grupo de amigos. Pensaron que tenían una buena idea: entrar en el hotel y matar a los monstruos del interior. Llevaron pistolas, también cuchillos, todo bendecido por un sacerdote. Jamás salieron. Mi tía, ella encontró sus ropas más tarde, frente a la casa.

—¿La casa de tu tía? —inquirió Jace.

—Sí. Uno de los muchachos era mi hermano —explicó Raphael en tono cansino—. Así que ahora ya sabes por qué, a veces, paso por aquí en plena noche, de camino a casa desde la casa de mi tía, y por qué les advertí que se marcharan. Si entran ahí, no volverán a salir.

—Mi amigo está ahí dentro —declaró Clary—. Hemos venido a buscarlo.

—Ah —exclamó Raphael—, entonces tal vez no pueda hacer que se marchen.

—No repuso Jace—, pero no te preocupes. Lo que les pasó a tus amigos no nos pasará a nosotros.

Sacó uno de los cuchillos de ángel de su cinturón y lo sostuvo en alto, la tenue luz que emanaba de él iluminó los huecos bajo sus pómulos y le ensombreció los ojos.

—He matado a gran cantidad de vampiros antes. Sus corazones no laten, pero pueden morir de todos modos.

Raphael aspiró con fuerza y dijo algo en castellano en voz demasiado baja y veloz para que Clary lo entendiera. Fue hacia ellos, casi dando un traspié en un montón de envoltorios arrugados de plástico en su precipitación.

—Sé lo que son..., he oído historias sobre los de su clase, del anciano padre de Santa Cecilia. Pensaba que no era s que un cuento.

Todos los cuentos son ciertos —dijo Clary, pero en un tono tan bajo que él no pareció oírla.

El muchacho miraba a Jace, con los puños apretados.

—Quiero ir con ustedes —dijo. Jace negó con la cabeza.

—No, terminantemente no.

—Puedo enseñarles cómo entrar —indicó Raphael. Jace titubeó, la tentación bien clara en su rostro.

—No podemos llevarte.

—Muy bien.

Raphael pasó majestuosamente por su lado y apartó de una patada un montón de basura apilada contra una pared. Allí había una rejilla de metal con delgados barrotes recubiertos de una fina capa de óxido marrón rojizo. Se arrodilló, sujetó los barrotes y alzó la rejilla, apartándola.

—Así es como mi hermano y sus amigos entraron. Desciende hasta el sótano, creo.

Alzó los ojos cuando Jace y Clary se reunieron con él. Clary contuvo a medias la respiración; el olor de la basura era abrumador, e incluso en la oscuridad podía ver las formas veloces de las cucarachas reptando por los montones.

Una fina sonrisa se había formado justo en las comisuras de los labios de Jace. Sostenía aún en su mano el cuchillo del ángel, y la luz mágica que surgía de él prestaba a su rostro un tinte espectral, recordando a Clary el modo en que Simon había sostenido una linterna bajo su barbilla mientras le contaba historias de terror cuando los dos tenían once años.

—Gracias —dijo Jace a Raphael—. Esto servirá estupendamente.

El rostro del otro muchacho estaba pálido.

—Entren ahí dentro y hagan por su amigo lo que yo no pude hacer por mi hermano.

Jace se volvió a meter el cuchillo serafín en el cinturón y echó una rápida mirada a Clary.

—Sígueme —dijo, y se escurrió a través de la rejilla en un único movimiento uniforme, con los pies por delante. Ella contuvo la respiración, aguardando r un grito de dolor o de sorpresa, pero sólo hubo el suave golpe sordo de pies aterrizando sobre suelo firme.

—Está bien —le indicó él desde abajo con voz amortiguada—. Salta aquí abajo y yo te atraparé.

La muchacha miró a Raphael.

—Gracias por tu ayuda.

Él no dijo nada, se limitó a extender la mano, que ella usó para sujetarse mientras maniobraba en posición. El muchacho tenía los dedos fríos. La soltó cuando ella se dejó caer a través de la rejilla. La caída duró un segundo, y Jace la atrapó. El vestido se le subió por los muslos y las manos de él le rozaron las piernas mientras ella aterrizaba entre sus brazos. El joven la soltó casi inmediatamente.

—¿Estás bien?

Ella tiró hacia abajo del vestido, contenta de que él no pudiera verla en la oscuridad.

—Estoy perfectamente.

Jace extrajo el cuchillo del ángel, levemente incandescente, del cinturón y lo alzó, dejando que su creciente luz cayera sobre lo que los rodeaba. Estaban de pie en un espacio llano, de techo bajo, con un suelo agrietado de hormigón. Se veían recuadros de mugre en los lugares donde el suelo estaba roto, y Clary se fijó en enredaderas negras que habían empezado a enroscarse por las paredes. Una entrada, a la que faltaba la puerta, daba a otra habitación.

Un fuerte golpe sordo le hizo dar un brinco, y al volverse vio a Raphael que aterrizaba, con las rodillas dobladas, justo a pocos centímetros de ella. Los había seguido a través de la rejilla. Se irguió y sonrió como un maniaco.

Jace se puso furioso.

Te dije...

Y te . —Raphael agitó una mano en actitud desdeñosa—. ¿Qué vas a hacer? No puedo regresar por donde entramos, y no puedes simplemente dejarme aquí para que los muertos me encuentren... ¿no es cierto?

—Lo estoy pensando —replicó Jace.

Parecía cansado, advirtió Clary con cierta sorpresa; las sombras bajo sus ojos eran más pronunciadas.

Raphael señaló.

—Debemos ir en esa dirección, hacia las escaleras. Ellos están arriba, en los pisos superiores del hotel. Ya verán.

Se abrió pasó por delante de Jace y atravesó la estrecha entrada. Jace le siguió con la mirada, negando con la cabeza.

—Realmente empiezo a odiar a los mundanos —exclamó.