La planta más baja del hotel era un conjunto de pasillos laberínticos que daban a cuartos de almacenaje vacíos, una lavandería abandonada con montones mohosos de toallas de hilo colocadas en grandes pilas en el interior de cestos de mimbre podrido, e incluso una cocina fantasmal, con hileras de mostradores de acero, que se perdían a lo lejos en las sombras. La mayoría de las escaleras que conducían arriba habían desaparecido; no se habían podrido sino que las habían hecho pedazos deliberadamente, reducidas a montones de leña apilados contra las paredes, con pedazos de la que había sido una lujosa alfombra persa pegados a la madera como flores de moho peludo.
La desaparición de las escaleras desconcertó a Clary. ¿Qué tenían los vampiros contra las escaleras? Finalmente localizaron unas que estaban intactas, situadas detrás de la lavandería. Las doncellas debían de haberlas utilizado para transportar la ropa blanca arriba y abajo antes de que hubiera ascensores. En los peldaños había ahora una gruesa capa de polvo, como una capa de polvorienta nieve gris, que hizo toser a Clary.
—Chisst —siseó Raphael—. Te oirán. Estamos cerca de donde duermen.
—¿Cómo lo sabes? —le susurró ella a su vez.
Se suponía que él no debía estar allí. ¿Qué le daba a él derecho a sermonearla sobre ruido?
—Puedo sentirlo. —El rabillo del ojo se le crispó, y Clary reparó en que estaba tan asustado como ella—. ¿Tú no puedes?
Ella negó con la cabeza. No notaba nada, aparte de sentirse extrañamente helada; tras el sofocante calor de la noche en el exterior, el frío dentro del hotel era intenso.
En lo alto de la escalera había una puerta en la que la palabra pintada «vestíbulo» resultaba apenas legible bajo años de mugre acumulada. La puerta lanzó una rociada de herrumbre cuando Jace la empujó para abrirla. Clary se preparó para...
Pero la habitación del otro lado estaba vacía. Se hallaron en un gran vestíbulo, con la moqueta podrida arrancada hacia atrás para mostrar las tablas astilladas del suelo. En el pasado, el punto central de aquella habitación había sido una escalinata magnífica, que describía una elegante curva, bordeada por una barandilla dorada y lujosamente enmoquetada en oro y escarlata. En aquellos momentos, todo lo que quedaba eran los peldaños superiores, que ascendían al interior de la oscuridad. Lo que quedaba de la escalinata finalizaba justo por encima de su cabeza, en el aire. La visión resultaba tan surrealista como una de aquellas pinturas abstractas de Magritte que Jocelyn adoraba. Aquélla, se dijo Clary, podría llamarse La escalera a ninguna parte.
Su voz sonó tan seca como el polvo que lo recubría todo.
—¿Qué tienen los vampiros contra las escaleras?
—Nada —contestó Jace—. Simplemente no necesitan usarlas.
—Es un modo de mostrar que este lugar es uno de los suyos.
Los ojos de Raphael brillaban. Parecía casi entusiasmado. Jace le dirigió una ojeada de soslayo.
—¿Has visto realmente un vampiro alguna vez, Raphael? —preguntó.
Él le miró casi como si estuviera ausente.
—Sé que aspecto tienen. Son más pálidos y más delgados que los seres humanos, pero muy fuertes. Andan como gatos y saltan con la velocidad de las serpientes. Son hermosos y terribles. Como este hotel.
—¿Te parece hermoso? —preguntó Clary, sorprendida.
—Puedes ver cómo era, hace años. Como una mujer anciana que en un tiempo fue hermosa, pero a la que la vida le ha arrebatado la belleza. Debes imaginar esta escalinata como fue, con las lámparas de gas ardiendo a lo largo de todos los peldaños, como luciérnagas en la oscuridad, y las galerías llenas de gente. No como es ahora, tan... —Se interrumpió, buscando una palabra.
—¿Truncada? —sugirió Jace en tono seco.
Raphael pareció casi sobresaltado, como si Jace lo hubiese arrancado de su ensoñación. Rió trémulamente y se dio la vuelta.
Clary se volvió hacia Jace.
—¿Dónde están, de todos modos? Los vampiros, quiero decir.
—Arriba, probablemente. Les gusta estar altos cuando duermen, como murciélagos. Y es casi el amanecer.
Igual que marionetas sujetas a hilos, Clary y Raphael alzaron los dos la cabeza al mismo tiempo. No había nada por encima de ellos aparte del techo cubierto de frescos, agrietado y ennegrecido a trechos, como si se hubiera quemado en un incendio. Una arcada a su izquierda conducía más al interior de la oscuridad; las columnas a ambos lados estaban esculpidas con un motivo de hojas y flores. Cuando Raphael volvió a mirar abajo, una cicatriz en la base de su garganta, muy blanca sobre la piel morena, centelleó como el guiño de un ojo. Clary se preguntó cómo se la habría hecho.
—Creo que deberíamos regresar a la escalera de servicio —murmuró—. Me siento demasiado desprotegida aquí.
Jace asintió.
—¿Te das cuenta de que, una vez estemos allí, tendrás que llamar a Simon y esperar que te pueda oír?
La muchacha se preguntó si el miedo que sentía se le reflejaba en el rostro.
—Yo...
Sus palabras quedaron bruscamente interrumpidas por un alarido espeluznante. Clary se volvió en redondo.
Raphael. Había desaparecido, no había marcas en el polvo que mostraran adónde podía haber ido... o sido arrastrado. Clary alargó la mano hacia Jace, de un modo reflejo, pero él ya estaba en movimiento, corriendo hacia el arco abierto en la pared opuesta y las sombras situadas más allá. Ella no le veía, pero siguió la veloz luz mágica que él transportaba, como un viajero siendo conducido a una ciénaga por un traicionero fuego fatuo.
Al otro lado de la arcada había lo que en el pasado había sido un gran salón de baile. El suelo de mármol blanco estaba tan resquebrajado que parecía un mar de flotante hielo ártico. Galerías curvas discurrían a lo largo de las paredes; las barandillas estaban cubiertas con un velo de óxido. Espejos con marcos dorados colgaban a intervalos entre ellas, cada uno coronado por la cabeza dorada de un cupido. Telarañas flotaban en el aire bochornoso igual que antiguos velos nupciales.
Raphael estaba de pie en el centro de la habitación, con los brazos a los costados. Clary corrió hacia él, seguida más despacio por Jace.
—¿Estás bien? —preguntó ella sin aliento. El muchacho asintió despacio.
—Creí ver un movimiento en las sombras. No era nada.
—Hemos decidido encaminarnos otra vez a la escalera de servicio —indicó Jace—. No hay nada en este piso.
—Buena idea —dijo él, asintiendo.
Marchó hacia la puerta, sin mirar para comprobar si le seguían. Sólo había dado unos pocos pasos cuando Jace le llamó.
—¿Raphael?
El muchacho se volvió, los ojos abriéndose inquisitivos, y Jace lanzó el cuchillo.
Los reflejos de Raphael fueron rápidos, pero no lo bastante. La hoja dio en el blanco, y la fuerza del impacto lo derribó. Los pies perdieron el contacto con el suelo y cayó pesadamente sobre el suelo de mármol agrietado. Bajo la tenue luz mágica su sangre pareció negra.
—Jace —siseó Clary, incrédula, conmocionada.
Él había dicho que odiaba a los mundanos, pero jamás habría... Cuando volvía para ir hacia Raphael, Jace la apartó de un violento empujón y se abalanzó sobre el otro muchacho, intentando agarrar el cuchillo que sobresalía del pecho del caído.
Pero Raphael fue más veloz. Agarró el cuchillo, y luego chilló cuando su mano entró en contacto con la empuñadura en forma de cruz. El arma cayó al suelo con un tintineo, la hoja manchada de negro. Jace tenía una mano cerrada sobre el tejido de la camisa de Raphael y a Sanvi en la otra. El arma refulgía con una luz tan brillante que Clary volvió a ver los colores: el despegado empapelado azul cobalto, las manchas doradas en el suelo de mármol, la mancha roja que se extendía por el pecho de Raphael.
Pero Raphael reía.
—Fallaste —dijo, y sonrió por primera vez, mostrando afilados incisivos blancos—. No me alcanzaste el corazón.
Jace le sujetó con más fuerza.
—Te moviste en el último minuto —dijo—. Eso ha sido muy desconsiderado.
Raphael frunció el entrecejo y escupió sangre. Clary retrocedió, contemplándole de hito en hito mientras comprendía horrorizada.
—¿Cuándo lo averiguaste? —contestó él; su acento había desaparecido, sus palabras eran más precisas y cortantes.
—Lo adiviné en el callejón —dijo Jace—. Pero imaginé que nos llevarías al interior del hotel y luego te volverías contra nosotros. Una vez que hubiésemos entrado sin autorización, habríamos estado fuera de la protección de la Alianza. Blancos legítimos. Cuando no lo hiciste, pensé que podría haberme equivocado. Entonces vi esa cicatriz de tu garganta. —Se sentó hacia atrás un poco, sin dejar de mantener el cuchillo sobre la garganta del caído—. Al ver esa cadena por primera vez, pensé que se parecía a la clase de cadenas de las que uno cuelga una cruz. ¿Y la llevabas colgada, no es cierto, cuando salías a visitar a tu familia? ¿Qué importa la cicatriz de una leve quemadura cuando los de tu especie curan tan de prisa?
El otro lanzó una carcajada.
—¿Fue eso todo? ¿Mi cicatriz?
—Cuando abandonaste el vestíbulo, tus pies no dejaron marcas en el polvo. Entonces lo supe.
—No fue tu hermano quien entró aquí en busca de monstruos y nunca salió, ¿verdad? —dijo Clary, comprendiendo—. Fuiste tú.
—Los dos son muy listos —dijo Raphael—. Aunque no lo bastante listos. Miren arriba —indicó, y alzó una mano para señalar el techo.
Jace apartó la mano de un manotazo sin desviar la mirada de Raphael.
—Clary, ¿qué ves?
Ella alzó la cabeza despacio, con el temor cuajando en la boca del estómago. «Debes imaginar esta escalinata del modo en que fue, con las lámparas de gas ardiendo a lo largo de todos los peldaños, como luciérnagas en la oscuridad, y las galerías llenas de gente.» Estaban llenas de gente ahora, una hilera tras otra de vampiros con los rostros de un blanco lívido y las bocas rojas tensas, mirando hacia abajo perplejos.
Jace seguía mirando a Raphael.
—Tú los has llamado. ¿Verdad?
Raphael seguía sonriendo burlón. La sangre había dejado de extenderse desde la herida de su pecho.
—¿Importa? Hay demasiados, incluso para ti, Wayland.
Jace no dijo nada. Aunque no se había movido, respiraba a base de cortos jadeos rápidos, y Clary casi podía sentir la fuerza de su deseo de matar al muchacho vampiro, de atravesarle el corazón con el cuchillo y borrarle aquella sonrisa de la cara para siempre.
—Jace —dijo ella en tono de advertencia—. No lo mates.
—¿Por qué no?
—A lo mejor podemos usarlo como rehén.
Los ojos de Jace se abrieron de par en par.
—¿Un rehén?
Ella podía verlos, eran cada vez más y llenaban la entrada en forma de arco, avanzando tan silenciosamente como los Hermanos de la Ciudad de Hueso. Pero los Hermanos no tenían una tez tan blanca e incolora, ni manos que se curvaban en zarpas...
Clary se lamió los labios secos.
—Sé lo que hago. Ponlo en pie, Jace.
Jace la miró, luego se encogió de hombros.
—De acuerdo.
—No es divertido —le espetó Raphael.
—Es por eso que nadie se ríe. —Jace se puso en pie, tirando del otro para incorporarlo, a la vez que le colocaba la punta del cuchillo entre los omóplatos.
—Puedo agujerearte el corazón con igual facilidad por la espalda —dijo—. Yo no me movería si fuera tú.
Clary les dio la espalda para colocarse de cara a las figuras oscuras que se aproximaban. Extendió una mano.
—Deténganse aquí mismo —dijo—. O clavará el cuchillo en el corazón de Raphael.
Una especie de murmullo, que podría haber sido de susurros o risas, recorrió la multitud.
—Deténganse —volvió a decir Clary, y esa vez Jace hizo algo, ella no vio qué, que hizo que Raphael lanzara un grito de sorprendido dolor.
Uno de los vampiros extendió un brazo para frenar el avance de sus compañeros. Clary lo reconoció como el delgado muchacho rubio del pendiente que había visto en la fiesta de Magnus.
—Lo dice en serio —dijo el joven—. Son cazadores de sombras.
Otro vampiro se abrió paso por entre la multitud: una linda muchacha asiática de cabellos azules, vestida con una falda de papel de aluminio. Clary se preguntó si existirían vampiros feos, o tal vez alguno que estuviera gordo. Tal vez no convertían en vampiros a gente fea. O quizá la gente fea simplemente no deseaba vivir eternamente.
—Cazadores de sombras entrando en una propiedad privada —observó la chica—. Están fuera de la protección de la Alianza, yo digo que los matemos..., han matado a muchos de nosotros.
—¿Quién de ustedes es el señor del lugar? —preguntó Jace en tono categórico—. Que se adelante.
La muchacha mostró los afilados dientes.
—No uses el lenguaje de la Clave con nosotros, cazador de sombras. Has violado vuestra preciosa Alianza al venir aquí. La Ley no los protegerá.
—Ya es suficiente, Lily —replicó el chico rubio en tono tajante—. Nuestra señora no está aquí. Está en Idris.
—Alguien debe de mandar en su lugar —comentó Jace.
Se produjo un silencio. Los vampiros de las galerías sacaban el cuerpo por encima de las barandillas, inclinándose hacia abajo para oír lo que se decía.
—Raphael nos manda —dijo, finalmente, el vampiro rubio.
La muchacha de cabellos azules, Lily, soltó un siseo de desaprobación.
—Jacob...