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CAZADOR DE SOMBRAS








Para cuando llegaron a Java Jones, Eric ya estaba en el escenario, balanceándose de un lado a otro frente al micrófono, con los ojos bizqueando. Se había teñido las puntas de los cabellos de rosa para la ocasión. Detrás de él, Matt, con aspecto de estar borracho, golpeaba irregularmente un djembé.

—Esto va a ser una auténtica porquería —pronosticó Clary, y agarró a Simon de la manga, tirando de él hacia la puerta—. Si salimos huyendo, todavía podemos escapar.

Él movió negativamente la cabeza con determinación.

—Soy un hombre de palabra. —Cuadró los hombros—. Traeré el café si tú nos consigues un asiento. ¿Qué quieres?

—Café solo. Negro... como mi alma.

Simon se dirigió al mostrador, mascullando por lo bajo algo respecto a que era muchísimo mejor lo que hacía él ahora que lo que había hecho nunca antes. Clary fue en busca de asientos para ambos.

La cafetería estaba atestada para ser un lunes; la mayoría de los desgastados sofás y sillones estaban ocupados por adolescentes que disfrutaban de una noche libre entre semana. El olor a café y a cigarrillos de clavo era abrumador. Por fin, Clary encontró un sofá desocupado en un rincón oscuro del fondo. La única otra persona en las proximidades era una muchacha rubia con una camiseta naranja sin mangas, jugando absorta con su iPod.

«Estupendo —pensó Clary—. Eric no podrá localizarnos aquí atrás después de la actuación para preguntar qué tal nos pareció su poesía.»

La chica rubia se inclinó por encima del lateral de su silla y le dio un golpecito a Clary en el hombro.

—Perdona —Clary alzó la mirada sorprendida—, ¿es ése tu novio? —preguntó la muchacha.

Clary siguió la dirección de la mirada de la chica, preparada ya para decir: «No, no le conozco», cuando reparó en que la chica se refería a Simon, que se dirigía hacia ellas, con el rostro contraído en una expresión concentrada, mientras intentaba no dejar caer ninguno de los vasos de poliestireno.

—Uh, no —respondió Clary—, es un amigo.

La chica sonrió ampliamente.

—Es lindo. ¿Tiene novia?

Clary vaciló ligeramente antes de responder.

—No.

La muchacha adoptó una expresión suspicaz.

—¿Es gay?

El regreso de Simon ahorró a Clary tener que responder. La chica rubia se volvió a sentar apresuradamente mientras él depositaba los vasos en la mesa y se dejaba caer junto a Clary.

—No soporto cuando se quedan sin tazas. Esas cosas están ardiendo.

Se sopló los dedos y puso cara de pocos amigos. Clary intentó ocultar una sonrisa mientras le observaba. Por lo general, no pensaba en si Simon era guapo o no. Tenía unos bonitos ojos oscuros, supuso, y el cuerpo se le había rellenado bien en el transcurso del año anterior y parte del otro. Con el corte de pelo adecuado...

—Me estás mirando fijamente —dijo Simon—. ¿Por qué me estás mirando fijamente? ¿Tengo algo en la cara?

«Debería decírselo —pensó Clary, aunque una parte de ella se mostraba extrañamente reacia a hacerlo—. Sería una mala amiga si no lo hiciera.»

—No mires ahora, pero esa chica rubia de ahí cree que eres mono —susurró.

Los ojos de Simon se movieron lateralmente para contemplar con atención a la muchacha, que estudiaba con aplicación un ejemplar de Shonen Jump.

—¿La chica del top naranja?

Clary asintió.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Simon, desconfiado.

«Díselo. Va, díselo.»

Clary abrió la boca para responder, y fue interrumpida por un fuerte pitazo de los bafles. Hizo una mueca de dolor y se tapó los oídos, mientras Eric, en el escenario, forcejeaba con el micrófono.

—¡Lo siento, chicos! —chilló éste—. Muy bien. Soy Eric, y éste es mi colega Matt a la batería. Mi primer poema se llama «Sin título». —Crispó la cara como si sintiera dolor, y gimió al micrófono—: ¡Ven mi falso gigante, mi nefando bajo vientre! ¡Unta toda protuberancia con árido celo!

Simon se deslizó hacia abajo en su asiento.

—Por favor no le digas a nadie que lo conozco.

Clary lanzó una risita.

—¿Quién usa la palabra «bajo vientre»?

—Eric —respondió Simon, sombrío—. Todos sus poemas tienen bajos vientres en ellos.

¡Turgente es mi tormento! —gimió Eric—. ¡La zozobra crece en el interior!

—Puedes apostar a que sí —repuso Clary, y se deslizó hacia abajo en el asiento junto a Simon—. De todos modos, sobre la chica que piensa que eres lindo...

—No te preocupes por eso ni un segundo —le cortó él, y Clary lo miró con un pestañeo sorprendido—. Hay algo de lo que quería hablarte.

—Topo Furioso no es un buen nombre para un grupo —dijo inmediatamente ella.

—No es eso —repuso Simon—. Es sobre lo que estábamos hablando antes. Sobre lo de que no tengo novia.

—Ah. —Clary alzó un hombro en un gesto de indiferencia—. Pues, no sé. Pídele a Jaida Jones que salga contigo —sugirió, nombrando a una de las pocas chicas de San Javier que de verdad le caían bien—. Es agradable, y le gustas.

—No quiero pedirle a Jaida Jones que salga conmigo.

—¿Por qué no? —Clary se encontró atenazada por un repentino e indeterminado rencor—. ¿No te gustan las chicas listas? ¿Todavía buscas un cuerpo rocanroleante?

—Ninguna de las dos cosas —respondió él, que parecía agitado—. No quiero pedirle que salgamos porque en realidad no sería justo para ella que lo hiciera...

Sus palabras se apagaron. Clary se inclinó al frente. Por el rabillo del ojo pudo ver cómo la chica rubia se inclinaba también al frente, escuchando, sin lugar a dudas.

—¿Por qué no?

—Porque me gusta otra persona —contestó Simon.

—De acuerdo.

Simon estaba ligeramente verdoso, igual que lo había estado en una ocasión cuando se rompió el tobillo jugando futbol en el parque y tuvo que regresar a casa cojeando sobre él. Clary se preguntó qué demonios había en el hecho de que le gustara alguien para colocarle en al insoportable estado de ansiedad.

—No eres gay, ¿verdad?

El color verdoso de Simon se intensificó.

—Si lo fuera, vestiría mejor.

—En ese caso, ¿quién es? —preguntó Clary.

Estaba a punto de añadir que si estaba enamorado de Sheila Barbarino, Eric le patearía el culo, cuando oyó que alguien tosía sonoramente a su espalda. Era una clase de tos burlona, la clase de sonido que alguien emitiría si intentaba no reír en voz alta.

Volvió la cabeza.

Sentado en un descolorido sofá verde, a unos pocos centímetros de ella, estaba Jace. Llevaba puestas las mismas ropas oscuras que lucía la noche anterior en el club. Los brazos estaban desnudos y cubiertos de tenues líneas blancas, como si fueran viejas cicatrices. En las muñecas llevaba amplias pulseras de metal; Clary distinguió el mango de hueso de un cuchillo sobresaliendo de la izquierda. Él la miraba directamente, con un lado de la estrecha boca curvado en una expresión divertida. Peor que la sensación de que se rieran de ella, era la absoluta convicción de Clary de que él no había estado sentado allí cinco minutos atrás.

—¿Qué sucede?

Simon había seguido la dirección de su mirada, pero era evidente, por su rostro inexpresivo, que no podía ver a Jace.

«Pero yo te veo.»

Clary clavó la mirada en Jace mientras lo pensaba, y éste alzó la mano izquierda para saludarla. Un anillo centelleó en un delgado dedo. El joven se puso en pie y empezó a caminar, pausadamente, hacia la puerta. Los labios de Clary se separaron con expresión sorprendida. Se marchaba, tan tranquilo.

Notó la mano de Simon en el brazo. Pronunciaba su nombre, le preguntaba si sucedía algo. La voz del chico sonaba ajena.

—Volveré enseguida —se oyó decir, mientras se levantaba del sofá de un salto, casi olvidando dejar la taza de café en la mesa.

Salió corriendo hacia la puerta, mientras Simon la seguía atónito con la mirada.



Clary atravesó precipitadamente las puertas, aterrada por la idea de que Jace pudiera haberse desvanecido entre las sombras del callejón, como un fantasma. Pero estaba allí, repantingado contra la pred. Había sacado algo del bolsillo y pulsaba botones en ello. Alzó la mirada sorprendido cuando la puerta de la cafetería se cerró violentamente tras ella.

A la luz cada vez más crepuscular, su cabello parecía de un dorado cobrizo.

—La poesía de tu amigo es terrible —dijo.

Clary pestañeó, momentáneamente tomada por sorpresa.

—¿Cómo?

—He dicho que su poesía es terrible. Suena como si se hubiera comido un diccionario y empezado a vomitar palabras al azar.

—No me importa la poesía de Eric. —Clary estaba furiosa—. Quiero saber por qué me estás siguiendo.

—¿Quién ha dicho que te esté siguiendo?

—Buen intento. Y estabas escuchando disimuladamente, además. ¿Quieres contarme de qué trata todo esto, o debería simplemente llamar a la policía?

—¿Y decirles qué? —replicó Jace en tono mordaz—. ¿Que gente invisible te está molestando? Confía en mí, pequeña, la policía no arrestará a alguien que no puede ver.

—Ya te dije antes que mi nombre no es pequeña —masculló ella entre dientes—. Es Clary.

—Lo sé —repuso él—. Un nombre bonito. Como la hierba, la salvia sclarea o clary. En los viejos tiempos, la gente pensaba que comerse las semillas permitía ver a los seres mágicos. ¿Sabías eso?

—No tengo ni idea de qué estás hablando.

—No sabes gran cosa, ¿verdad? —preguntó él, y había un perezoso desdén en sus ojos dorados—. Pareces ser un mundano como cualquier otro mundano, sin embargo puedes verme. Parece un acertijo.

—¿Qué es un mundano?

—Alguien del mundo humano. Alguien como tú.

—Pero tú eres humano —afirmó Clary.

—Lo soy —repuso él—. Pero no soy como tú.

No había ningún dejo defensivo en su voz. Sonó como si no le importara si le creía o no.

—Te crees que eres mejor. Es por eso que te estabas riendo de nosotros.

—Me reía de ustedes porque las declaraciones de amor me divierten, en especial cuando no son correspondidas —explicó él—. Y porque tu Simon es uno de los mundanos más mundanos con los que me he tropezado jamás. Y porque Hodge pensó que podrías ser peligrosa, pero si lo eres, desde luego no lo sabes.

—¿Yo, peligrosa? —repitió Clary, estupefacta—. Te vi matar a alguien anoche. Te vi hundirle un cuchillo bajo las costillas, y...

«Y vi cómo él te hería con dedos que eran como cuchillas. Te vi sangrando, y ahora parece como si nada te hubiera tocado.»

—Quizá sea un asesino —dijo Jace—, pero sé lo que soy. ¿Puedes tú decir lo mismo?

—Soy un ser humano corriente, tal y como dijiste. ¿Quién es Hodge?

—Mi tutor. Y yo no me tildaría tan rápidamente de corriente, si fuera tú. —Se inclinó al frente—. Deja que te vea la mano derecha.

—¿Mi mano derecha? —repitió ella, y él asintió—. ¿Si te enseño la mano, me dejarás tranquila?

—Desde luego.

Su voz dejó traslucir un deje divertido.

Ella extendió la mano derecha de mala gana. Tenía un aspecto pálido bajo la tenue luz que se derramaba desde las ventanas, con los nudillos salpicados por una leve capa de pecas. De algún modo, se sintió tan desprotegida como si se estuviera levantando la camisa y le mostrara el pecho desnudo.

—Nada. —La voz del muchacho sonó decepcionada—. No eres zurda, ¿verdad?

—No. ¿Por qué?

Él le soltó la mano con un encogimiento de hombros.

—A la mayoría de niños cazadores de sombras los marcan en la mano derecha... o en la izquierda, si son zurdos como yo..., cuando aún son pequeños. Es una runa permanente que presta una habilidad extra con armas.

Le mostró el dorso de su mano izquierda; a ella le pareció totalmente normal.

—No veo nada —dijo.

—Deja que tu mente se relaje —sugirió él—. Aguarda a que venga a ti. Como si aguardases a que algo se elevara a la superficie del agua.

—Estás loco.

Pero se relajó, fijando la mirada en la mano, contemplando las diminutas líneas sobre los nudillos, las largas articulaciones de los dedos...

Le saltó a la vista de improviso, centelleando como una señal de NO CRUZAR. Un dibujo negro parecido a un ojo. Parpadeó, y el dibujo se desvaneció.

—¿Un tatuaje?

Él sonrió con aire de suficiencia y bajó la mano.

—Estaba seguro de que podrías hacerlo. Y no es un tatuaje... es una Marca. Son runas, marcadas con fuego en nuestra carne.

—¿Hacen que manejes mejor las armas?

A Clary le resultó difícil de creer, aunque quizá no más difícil que creer en la existencia de zombies.

—Marcas distintas hacen cosas distintas. Algunas son permanentes, pero la mayoría se desvanece cuando han sido usadas.

—¿Es por eso que hoy no tienes los brazos pintados? —preguntó ella—. ¿Incluso cuando me concentro?

—Ése es exactamente el motivo. —Sonó satisfecho consigo mismo—. Sabía que poseías la Visión, al menos. —Echó una ojeada al cielo—. Casi ha oscurecido por completo. Deberíamos irnos.

—¿Deberíamos? Creía que ibas a dejarme tranquila.

Te he mentido —respondió Jace sin una pizca de vergüenza—. Hodge dijo que debo llevarte al Instituto. Quiere hablar contigo.

—¿Por qué iba a querer hablar conmigo?

—Porque ahora sabes la verdad —respondió Jace—. No ha existido un mundano que conociera nuestra existencia durante al menos cien años.

—¿Nuestra existencia? —repitió ella—. Te refieres a la de gente como tú. A gente que cree en demonios.

—A gente que los mata —corrigió Jace—. Somos los cazadores de sombras. Al menos, así es como nos llamamos a nosotros mismos. Los subterráneos tienen nombres menos halagüeños para nosotros.

—¿Subterráneos?

—Los Hijos de la Noche. Los brujos. Los duendes. Los seres mágicos de esta dimensión.

Clary sacudió la cabeza.

—No te detengas ahí. Supongo que también hay, digamos: ¿vampiros, hombres lobo y zombies?

—Desde luego que los hay —le informó Jace—. Aunque los zombies los encuentras en su mayoría más al sur, donde están los sacerdotes del voudun.

—¿Qué hay de las momias? ¿Sólo andan por Egipto?

—No seas ridícula. Nadie cree en momias.

—¿Nadie cree?

—Por supuesto que no —afirmó Jace—. Mira, Hodge te explicará todo esto cuando lo veas.

Clary cruzó los brazos sobre el pecho.

—¿Qué sucede si no quiero verlo?

—Ése es tu problema. Puedes venir voluntariamente o a la fuerza. Clary no podía creer lo que oía.

—¿Estás amenazando con secuestrarme?

—Si quieres verlo de ese modo —dijo Jace—, sí.

Clary abrió la boca para protestar, pero la interrumpió un estridente zumbido. Su teléfono volvía a sonar.

—Adelante, responde si quieres —indicó Jace con magnanimidad.

El teléfono dejó de sonar, luego volvió a empezar, fuerte e insistente. Clary frunció el ceño; su madre debía de estar realmente furiosa. Le dio la espalda a medias a Jace y empezó a rebuscar en el bolso. Para cuando consiguió desenterrarlo, el celular iba ya por la tercera tanda de timbrazos. Se lo acercó a la oreja.

—¿Mamá?

—Ah, Clary. Vaya, gracias a Dios. —Una penetrante sensación de alarma recorrió la columna vertebral de la muchacha; su madre parecía presa del pánico—. Escúchame...

—Todo va bien, mamá. Estoy perfectamente. Voy de camino a casa...

—¡No! —El terror hizo chirriar la voz de Jocelyn—. ¡No vengas a casa! ¿Me entiendes, Clary? Ni se te ocurra venir a casa. Ve a casa de Simon. Ve directamente a casa de Simon y quédate ahí hasta que pueda...

Un ruido de fondo la interrumpió: el sonido de algo que caía, que se hacía añicos, algo pesado golpeando el suelo...

—¡Mamá! —gritó Clary en el teléfono—. ¿Mamá, estás bien?

Del teléfono surgió un fuerte zumbido, y la voz de la madre de Clary se abrió paso a través de la estática.

—Sólo prométeme que no vendrás a casa. Ve a casa de Simon y llama a Luke... dile que me ha encontrado...

Sus palabras quedaron ahogadas por un fuerte estrépito parecido al de la madera al astillarse.

—¿Quién te ha encontrado? Mamá, ¿has llamado a la policía? ¿Lo has hecho...?

Su desesperada pregunta quedó interrumpida por un sonido que Clary jamás olvidaría: un discordante sonido deslizante, seguido por un golpe sordo. Oyó cómo su madre aspiraba con fuerza.

—Te quiero, Clary —le oyó decir, con voz inquietantemente tranquila.

El teléfono se desconectó.

—¡Mamá! —aulló Clary al teléfono—. ¿Mamá, estás ahí?

«Fin de la llamada», apareció en la pantalla. Pero ¿por qué habría colgado su madre de aquel modo?

—Clary —dijo Jace, y fue la primera vez que le oyó decir su nombre—. ¿Qué sucede?

Clary hizo caso omiso de él. Oprimió febrilmente el botón que marcaba el número de su casa. No hubo respuesta, aparte del doble tono que indicaba que estaba comunicando.

Las manos de Clary habían empezado a temblar de un modo incontrolable. Cuando intentó volver a marcar, el teléfono se le resbaló de la temblorosa mano y se golpeó violentamente contra la acera. Se dejó caer de rodillas para recuperarlo, pero ya no funcionaba, había una larga raja bien visible sobre la parte frontal.

—¡Maldita sea!

Casi llorando, arrojó el teléfono al suelo.

—Para de una vez. —Jace tiró de ella para incorporarla, agarrándola por la muñeca—. ¿Ha sucedido algo?

—Dame tu teléfono —dijo Clary, extrayendo un objeto oblongo de metal negro del bolsillo de la camisa de Jace—. Tengo que...

—No es un teléfono —repuso Jace, sin hacer el menor intento por recuperarlo—. Es un sensor. No podrás utilizarlo.

—¡Pero necesito llamar a la policía!

—Primero dime lo que ha sucedido. —Ella intentó liberar violentamente la muñeca, pero él la asía con una fuerza increíble—. Puedo ayudarte.

La cólera inundó a Clary, como una marea ardiente recorriéndole las venas. Sin siquiera pensar en lo que hacía, le golpeó en la cara, arañándole la mejilla, y él se echó hacia atrás sorprendido. Clary se soltó y corrió hacia las luces de la Séptima Avenida.

Cuando alcanzó la calle, se volvió en redondo, medio esperando ver a Jace pisándole los talones. Pero el callejón estaba vacío. Por un momento, clavó la mirada, indecisa, en las sombras. Nada se movía en su interior. Se volvió de nuevo y corrió hacia su casa.