Los lobos se agacharon, pegados al suelo y gruñendo, y los vampiros, atónitos, retrocedieron. Únicamente Raphael se mantuvo firme. Seguía sujetándose el brazo herido, y su camisa estaba totalmente manchada de sangre y mugre.
—Los hijos de la Luna —siseó.
Incluso Clary, que no estaba muy familiarizada con la jerga del Submundo, supo que se había referido a los hombres lobo.
—Pensaba que se odiaban unos a otros —susurró a Jace—. Los vampiros y los hombres lobo.
—Así es. Jamás se visitan en sus respectivas guaridas. Jamás. La Alianza lo prohíbe —Sonó casi indignado—. Algo debe de haber sucedido. Esto es malo. Muy malo.
—¿Cómo puede ser peor de lo que era antes?
—Porque —repuso él— estamos a punto de encontrarnos en medio de una guerra.
—¿CÓMO SE ATREVEN A ENTRAR EN NUESTRO TERRENO? —chilló Raphael, que tenía la cara escarlata, con la sangre fluyéndole a las mejillas.
El lobo de mayor tamaño, un monstruo manchado de color gris con dientes como los de un tiburón, lanzó una jadeante risita perruna. Mientras se adelantaba, entre un paso y el siguiente pareció ondular y cambiar, como una ola que se alzara y enroscara. Se convirtió entonces en un hombre alto, de poderosa musculatura, con largos cabellos que le colgaban en grises marañas gruesas como cuerdas. Llevaba mezclilla y una gruesa chamarra de cuero, y seguía existiendo algo lobuno en su rostro enjuto y curtido.
—No hemos venido a derramar sangre —dijo—. Hemos venido por la chica.
Raphael se las arregló para mostrarse enfurecido y atónito al mismo tiempo.
—¿Quién?
—La chica humana.
El hombre lobo alargó un brazo para señalar a Clary.
Ésta estaba demasiado atónita para moverse. Simon, que se había estado retorciendo en sus manos, se quedó quieto. Detrás de ella, Jace masculló algo que sonó claramente blasfemo.
—No me has dicho que conocieras a ningún hombre lobo.
Ella percibió el leve temblor bajo el tono inexpresivo..., estaba tan sorprendido como ella.
—No conozco a ninguno —contestó ella.
—Esto es malo —indicó Jace.
—Eso lo has dicho antes.
—Parecía que valía la pena repetirlo.
—Bueno, pues no es así. —Clary se encogió contra él—. Jace. Todos me miran.
Todos y cada uno de los rostros estaban vueltos hacia ella; la mayoría parecían atónitos. Raphael tenía los ojos entrecerrados. Se volvió otra vez hacia el hombre lobo, lentamente.
—No podrán tenerla —dijo—. Entró sin permiso en nuestro terreno; por lo tanto es nuestra.
El hombre lobo lanzó una carcajada.
—Cómo me alegro de que hayas dicho esto —exclamó, y saltó hacia adelante.
En pleno vuelo, su cuerpo onduló, y volvió a ser un lobo, con el pelaje erizado, las fauces bien abiertas, listas para desgarrar.
Alcanzó a Raphael en pleno pecho, y ambos cayeron al suelo en una masa confusa que se retorcía y gruñía. Respondiendo con alaridos coléricos, los vampiros atacaron a los hombres lobo, que los recibieron de frente en el centro del salón de baile.
El ruido no se parecía a nada que Clary hubiese oído nunca. Si los cuadros del infierno del Bosco hubiesen ido acompañados de una banda sonora, habrían sonado como aquello.
—Realmente Raphael está teniendo una noche excepcionalmente mala —comentó Jace con un silbido.
—¿Y qué? —Clary no sentía la menor lástima por el vampiro—. ¿Qué vamos a hacer?
Él echó una ojeada a su alrededor. Estaban inmovilizados en un rincón por la masa arremolinada de cuerpos; aunque por el momento nadie les prestaba atención, eso no duraría. Antes de que Clary pudiera decir nada, Simon se soltó de sus manos con una violenta sacudida y saltó al suelo.
—¡Simon! —chilló ella mientras él corría veloz hacia la esquina, donde había un montón mohoso de colgaduras de terciopelo podridas—. ¡Simon, detente!
Las cejas de Jace se enarcaron en burlones ángulos agudos.
—¿Qué es lo que...? —La sujetó del brazo, tirando de ella—. Clary, no persigas a la rata. Está huyendo. Eso es lo que hacen las ratas.
—Él no es una rata. —Clary le lanzó una mirada furiosa—. Es Simon. Y mordió a Raphael para ayudarte, cretino desagradecido.
Se soltó violentamente el brazo y se lanzó tras Simon, que estaba sobre los pliegues de las colgaduras, chirriando nerviosamente a la vez que las toqueteaba. Clary tardó un momento en comprender lo que Simon intentaba decirle, apartó las colgaduras de un tirón. Estaban viscosas debido al moho, pero detrás de ellas había...
—Una puerta —musitó—. Rata genial.
Simon chilló modestamente cuando ella le levantó del suelo. Jace estaba justo detrás de ella.
—Una puerta, ¿eh? Bueno, ¿se abre?
La muchacha agarró el pomo y se volvió hacia él, alicaída.
—Está cerrada con llave. O atascada.
Jace se lanzó contra la puerta. Ésta no se movió, y él lanzó una imprecación.
—Mi hombro no volverá a ser nunca el mismo. Espero que me cuides hasta que me reponga.
—Limítate a romper la puerta, ¿quieres?
Él miró más allá de ella con los ojos muy abiertos.
—Clary...
Volvió la cabeza. Un lobo enorme se había separado de la refriega y corría veloz hacia ellos, con las orejas pegadas a la estrecha cabeza. Era imponente, gris negro y leonado, con una larga lengua roja colgando. Clary chilló con todas sus fuerzas. Jace volvió a arrojarse contra la puerta, sin dejar de maldecir. Ella se llevó la mano al cinturón, sacó la daga y la lanzó.
Nunca antes había arrojado una arma, nunca se le había ocurrido siquiera lanzar una. Lo más cerca que había estado de las armas antes de esa semana había sido dibujándolas, así que Clary se sorprendió más que nadie cuando la daga voló, bamboleante pero certera, y se hundió en el costado del hombre lobo.
Éste lanzó un gañido, aminorando el paso, pero tres de sus camaradas corrían ya hacia ellos. Uno se detuvo junto al lobo herido, pero los otros cargaron hacia la puerta. Clary volvió a chillar al mismo tiempo que Jace lanzaba todo el peso de su cuerpo contra la puerta por tercera vez. Ésta cedió con una explosiva combinación de chirrido de óxido y madera haciéndose pedazos.
—Funciona a la tercera —jadeó él, sujetándose el hombro.
Se agachó para penetrar en la oscura abertura del otro lado de la puerta rota, y se volvió para tender a Clary una mano impaciente.
—Clary, vamos.
Con un grito ahogado, ella fue rauda tras él y cerró la puerta de golpe, justo cuando dos cuerpos pesados chocaban contra ella. Buscó a tientas el pestillo, pero había desaparecido, arrancado cuando Jace había hecho saltar la puerta.
—Agáchate —ordenó él, y mientras ella lo hacía, la estela se agitó veloz sobre su cabeza, tallando oscuras líneas en la enmohecida madera de la puerta.
Clary alargó el cuello para ver qué había grabado: una curva en forma de hoz, tres líneas paralelas, una estrella con rayos: «Para impedir persecución».
—He perdido tu daga —confesó ella—. Lo siento.
—Eso sucede a veces.
Jace guardó la estela en el bolsillo. Ella oyó golpes débiles mientras los lobos se arrojaban contra la puerta una y otra vez, pero ésta aguantó.
—La runa los contendrá, pero no por mucho tiempo. Será mejor que nos demos prisa.
Clary alzó los ojos. Estaban en un corredor frío y húmedo; un estrecho tramo de escaleras ascendía perdiéndose en la oscuridad. Los peldaños eran de madera; las barandillas estaban recubiertas de polvo. Simon sacó el hocico fuera del bolsillo de la chaqueta de Clary, los redondos ojillos negros centelleando en la escasa luz.
—De acuerdo. —Hizo una seña a Jace con la cabeza—. Ve tú primero.
Jace dio la impresión de querer sonreír, pero estaba demasiado cansado.
—Ya sabes cómo me gusta ser el primero. Pero despacio —añadió—. No estoy seguro de que los escalones puedan soportar nuestro peso.
Clary tampoco lo estaba. Los escalones crujieron y gimieron mientras ascendían, igual que una anciana quejándose de sus achaques y dolores. Se sujetó con fuerza a la barandilla para no caer, y un pedazo se le partió en la mano, provocando que lanzara un chillido agudo y arrancando una risita agotada a Jace. Él la tomó de la mano.
—Ya está. Tranquila.
Simon emitió un sonido que, para ser una rata, sonó muy parecido a un resoplido. Jace no pareció oírlo. Empezaron a subir a trompicones por los peldaños tan rápido como se atrevieron a hacerlo. Los escalones formaban una alta escalera de caracol que atravesaba el edificio. Dejaron atrás un rellano tras otro, pero no vieron ninguna puerta. Habían alcanzado la cuarta curva, idéntica a las anteriores, cuando una explosión ahogada estremeció la escalera, y una nube de polvo ascendió hasta ellos.
—Han conseguido franquear la puerta —exclamó Jace, sombrío—. Maldita sea..., pensé que resistiría más tiempo.
—¿Corremos ahora? —inquirió Clary.
—Ahora corremos —contestó él, y subieron ruidosamente las escaleras, que chirriaron y gimieron bajo su peso, con los clavos saltando como disparos.
Ya estaban en el quinto rellano..., Clary podía oír el golpeteo sordo de las patas de los lobos en los escalones, mucho más abajo, o tal vez fuera sólo su imaginación. Sabía que, en realidad, no había ningún aliento caliente en su nuca, pero los gruñidos y aullidos, que eran cada vez más fuertes a medida que se acercaban, eran reales y aterradores.
El sexto rellano se alzó frente a ellos y medio se arrojaron a él. Clary jadeaba, la respiración chirriándole dolorosamente en los pulmones, pero consiguió soltar un débil gritito de alegría cuando vio la puerta. Era de grueso acero, remachada con clavos, y un ladrillo impedía que se cerrara. Apenas tuvo tiempo de preguntarse el motivo antes de que Jace la abriera de una patada, la hiciera pasar por ella y, siguiéndola, la cerrara de golpe. La muchacha oyó un claro clic cuando se cerró tras ellos. «Gracias a Dios», pensó.
Entonces se volvió en redondo.
El cielo nocturno describía un círculo sobre su cabeza, sembrado de estrellas desparramadas, como si fueran un puñado de diamantes sueltos. No era negro sino de un nítido azul oscuro, el color del amanecer que se acercaba. Estaban de pie en un tejado de pizarra guarnecido con torres de chimeneas de ladrillos. Un antiguo depósito de agua, ennegrecido por el abandono, se alzaba sobre una plataforma elevada en un extremo; una lona gruesa ocultaba una desigual pila de trastos en el otro.
—Por aquí deben de entrar y salir —supuso Jace, volviendo la cabeza para mirar la puerta.