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ÁNGELES CAÍDOS








Hodge estaba enfurecido. Los esperaba en el vestíbulo, con Isabelle y Alec detrás de él, cuando Clary y los chicos entraron cojeando, sucios y cubiertos de sangre, e inmediatamente se embarcó en un sermón del que la misma madre de Clary se habría sentido orgullosa. No olvidó incluir la parte sobre haberle mentido respecto al lugar al que iban —lo que Jace, al parecer, había hecho— o la parte sobre nunca volver a confiar en Jace, e incluso añadió adornos extra, como algunas partes sobre violar la Ley, ser expulsado de la Clave y traer el deshonor al antiguo y orgulloso nombre de Wayland. Relajándose, clavó en Jace una mirada iracunda.

—Has puesto en peligro a otras personas con tu terquedad. ¡Éste es un incidente ante el que no permitiré que te limites a encogerte de hombros!

—No planeaba hacerlo replicó Jace—. No puedo encogerme de hombros ante nada. Tengo el hombro dislocado.

—Ojalá pudiera creer que el dolor físico realmente te iba a cambiar —siguió Hodge con sombría furia—. Pero pasarás los próximos días en la enfermería con Alec e Isabelle desviviéndose por ti. Probablemente incluso te gustará.

Hodge había estado en lo cierto en dos terceras partes: Jace y Simon fueron a parar a la enfermería, pero sólo Isabelle estaba desviviéndose por ellos cuando Clary, que había ido a lavarse, entró unas cuantas horas s tarde. Hodge se había ocupado de la magulladura, cada vez s hinchada, de su brazo, y veinte minutos en la ducha habían eliminado la mayor parte del asfalto incrustado en su piel, pero todavía se sentía en carne viva y adolorida.

Alec, sentado en el alféizar y con mirada tormentosa, puso mala cara cuando la puerta se cerró tras ella.

—Ah, eres tú.

Ella no le hizo el menor caso.

—Hodge dice que viene hacia aquí y que espera que ambos puedan aferrarse a sus trémulas chispas de vida hasta que llegue —dijo a Simon y a Jace—. O algo por el estilo.

—Ojalá se dé prisa —replicó Jace enojado.

Estaba sentado en la cama, recostado en un par de mullidas almohadas blancas, vestido aún con su ropa mugrienta.

—¿Por qué? ¿Te duele? —preguntó Clary.

—No; mi umbral de dolor es muy alto. De hecho, no es tanto un umbral como un vestíbulo enorme y decorado con sumo gusto. Pero sí me aburro con facilidad. —La miró con ojos entrecerrados—. ¿Recuerdas allá en el hotel cuando prometiste que si vivíamos, te vestirías de enfermera y me darías un baño con esponja?

—En realidad, creo que lo oíste mal —repuso ella—. Fue Simon quien te prometió el baño con esponja.

Jace dirigió involuntariamente la mirada a Simon, que le sonrióampliamente.

—En cuanto vuelva a estar en pie, guapo.

Ya sabía yo que deberíamos haberte dejado convertido en rata —bromeó Jace.

Clary rió y fue hacia Simon, que parecía terriblemente incómodo rodeado por docenas de almohadas y con mantas apiladas sobre las piernas.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Clary, sentándose en el borde de la cama.

—Como alguien al que han dado un masaje con un rallador de queso respondió Simon, haciendo una mueca de dolor al subir las piernas—. Me rompí un hueso del pie. Estaba tan hinchado, que Isabelle me tuvo que cortar el zapato para quitármelo.

—Me alegro de que se ocupe tan bien de ti. —Clary dejó que una pequeña cantidad de ácido se deslizara al interior de su voz.

Simon se inclinó hacia adelante, sin apartar los ojos de Clary.

—Quiero hablar contigo. Clary asintió un poco reacia.

Voy a mi habitación. Ven a verme después de que Hodge te arregle, ¿de acuerdo?

—Claro.

Ante su sorpresa, él se inclinó y la besó en la mejilla. Fue un beso que apenas la rozó, un veloz contacto de labios sobre la piel, pero mientras se apartaba, supo que estaba ruborizada. Probablemente, se dijo poniéndose en pie, por el modo en que todos los demás les miraban fijamente.

En el pasillo, se tocó la mejilla, perpleja. Un beso en la mejilla no significaba gran cosa, pero era tan poco típico de Simon. ¿Tal vez intentaba dejarle algo claro a Isabelle? Hombres, se dijo Clary, resultaban tan desconcertantes. Y Jace, montando su numerito del príncipe herido. Ella se había marchado antes de que él pudiera empezar a quejarse del número de hilos de las sábanas.

—¡Clary!

Se dio la vuelta sorprendida. Alec corría a pasos largos por el pasillo hacia ella, apresurándose para alcanzarla. Se detuvo cuando ella lo hizo.

—Necesito hablar contigo. Le miró sorprendida.

—¿Sobre qué?

Él vaciló. Con la tez pálida y los ojos azul oscuro resultaba tan atractivo como su hermana, pero a diferencia de Isabelle, hacía todo lo posible por quitar importancia a su aspecto. Los suéteres deshilachados y los cabellos, que parecía como si se los hubiera cortado él mismo a oscuras, eran sólo parte de ello. Parecía incómodo en su propia piel.

—Creo que deberías irte. Irte a casa —soltó.

Había sabido que ella no le gustaba, pero con todo, le sentó como un bofetón.

—Alec, la última vez que estuve en mi casa, estaba infestada de repudiados. Y rapiñadores. Con colmillos. Nadie quiere irse a casa más que yo, pero...

—¿Debes tener parientes con los que puedas quedarte? —Había un deje de desesperación en su voz.

—No, además Hodge quiere que me quede —contestó ella en tono cortante.

—No es posible que lo quiera. Quiero decir, no después de lo que has hecho...

—¿Qué he hecho?

Alec tragó saliva con fuerza.

—Casi haces que maten a Jace.

—¡Que yo casi...! ¿De qué estás hablando?

—Salir corriendo detrás de tu amigo de ese modo... ¿Sabes en cuánto peligro le pusiste? ¿Sabes...?

—¿A él? ¿Te refieres a Jace? —Clary le interrumpió en mitad de la frase—. Para tu información todo eso fue idea suya. Fue él quien preguntó a Magnus dónde estaba la guarida. Él fue a la iglesia en busca de armas. Si yo no hubiese ido con él, él habría ido igualmente.

—No lo comprendes —insistió Alec—. no lo conoces. Yo sí. Cree que tiene que salvar el mundo; estaría encantado de morir intentándolo. A veces pienso que incluso quiere morir, pero eso no significa que debas animarle a hacerlo.

—No lo entiendo replicó ella—. Jace es un nefilim. Esto es lo que ustedes hacen, rescatan a la gente, matan demonios, se ponen en peligro. ¿En qué fue diferente anoche?

El control de Alec se hizo añicos.

—¡Porque me dejó atrás! —gritó—. Normalmente yo estaría con él, vigilándole, cubriéndole la espalda, manteniéndolo a salvo. Pero tú..., tú eres un peso muerto, una mundana.

Escupió la palabra como si fuera una obscenidad.

—No —corrigió Clary—. No lo soy. Soy nefilim... igual que tú.

El labio del muchacho se crispó en las comisuras.

—Quizá —repuso—. Pero sin preparación, sin nada, sigues sin servir de demasiado, ¿no es cierto? Tu madre te crió en el mundo de los mundanos, y ahí es donde perteneces. No aquí, haciendo que Jace actúe como..., como si no fuera uno de nosotros. Haciendo que viole su juramento a la Clave, haciendo que infrinja la Ley...

—Noticia de última hora —le espetó Clary—. Yo no obligo a Jace a hacer nada. Él hace lo que quiere. Deberías saberlo.

La miró como si ella fuese una clase de demonio especialmente repulsivo que no había visto nunca antes.

—Ustedes los mundanos son totalmente egoístas, ¿verdad? ¿Es que no tienes ni idea de lo que ha hecho por ti, qué clase de riesgos personales ha corrido? No hablo simplemente de su seguridad. Podría perderlo todo. Ya perdió a su padre y a su madre; ¿quieres asegurarte de que también pierda la familia que le queda?

Clary retrocedió y la rabia se alzó en su interior igual que una negra ola; rabia contra Alec, porque en parte tenía razón, y rabia contra todo y todos los demás: contra la carretera helada que le había arrebatado a su padre antes de que ella naciera, contra Simon por conseguir que casi lo mataran, contra Jace por ser un mártir y no importarle vivir o morir. Contra Luke por fingir que ella le importaba cuando todo era una mentira. Y contra su madre por no ser la madre aburrida, normal e incoherente que siempre fingió ser, sino otra persona totalmente distinta: alguien heroico, espectacular y valeroso a quien Clary no conocía en absoluto. Alguien que no estaba allí en aquel momento, cuando Clary la necesitaba desesperadamente.

—Tú no eres quién para hablar de egoísmo —siseó, con tanta ferocidad que él dio un paso atrás—. A ti no te importa nadie en este mundo excepto tú, Alec Lightwood. No me extraña que no hayas matado a un solo demonio, tienes demasiado miedo.

Alec se mostró atónito.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Jace.

Pareció como si le hubiese abofeteado.

—No puede ser. Él no diría eso.

—Pues créetelo.

Clary vio cómo lo hería al decirlo, y eso le produjo satisfacción. Alguien más debería sentir dolor, para variar.

—Puedes despotricar todo lo que quieras sobre honor y honestidad, y sobre cómo los mundanos no tienen ninguna de las dos cosas, pero si realmente fueras honesto, admitirías que este berrinche se debe simplemente a que estás enamorado de él. No tiene nada que ver con...

Alec se movió, a una velocidad cegadora, y un agudo chasquido resonó en la cabeza de Clary. La había empujado con tal fuerza que la parte posterior del cráneo había golpeado contra la pared. El rostro de Alec estaba a centímetros del de ella, los ojos enormes y negros.

—Que no se te ocurra jamás —susurró, con la boca convertida en un línea pálida—, jamás, decirle nada o te mataré. Lo juro por el Ángel, te mataré.

El dolor en sus brazos, donde él los sujetaba, era intenso, y en contra de su voluntad, lanzó una exclamación ahogada. Alec pestañeó como si despertara de un sueño y la soltó, apartando las manos tan violentamente como si su piel le hubiese quemado. Sin una palabra, se volvió y se alejó corriendo de regreso a la enfermería. Daba traspiés al andar, como alguien borracho o mareado.

Clary se frotó los brazos adoloridos, siguiéndole con la mirada, consternada ante lo que había hecho.

«Buen trabajo, Clary. Ahora que has conseguido hacer que te odie.»



Se habría ido inmediatamente a la cama, pero a pesar de su agotamiento, el sueño seguía estando fuera de su alcance. Finalmente sacó su bloc de dibujo de la mochila y empezó a dibujar, apoyando el cuaderno contra las rodillas. Garabatos al principio..., un detalle de la fachada medio desmoronada del hotel de los vampiros: una rgola con colmillos y ojos saltones. Una calle vacía, con una única farola proyectando un charco de luz amarilla y una figura borrosa colocada en el filo de la luz. Dibujó a Raphael con su camisa blanca ensangrentada y con la cicatriz de la cruz en la garganta. Y luego dibujó a Jace de pie en el tejado, contemplando la distancia de diez pisos que lo separaba del suelo. No asustado, sino s bien como si el descenso significara un desafío; como si no existiera un espacio vacío que no pudiera llenar con su confianza en su propia invencibilidad. Como en su sueño, lo dibujó con alas que se curvaban hacia afuera tras los hombros en un arco, como las alas de la estatua del ángel de la Ciudad de Hueso.

Intentó dibujar a su madre, por último. Había dicho a Jace que no se sentía en absoluto diferente tras leer el Libro Gris, y era cierto en su mayor parte. En aquel momento, no obstante, mientras intentaba visualizar el rostro de su madre, comprendió que había una cosa que era diferente en sus recuerdos de Jocelyn: veía las cicatrices de su madre, las diminutas marcas blancas que le cubrían la espalda y los hombros como si hubiese estado de pie bajo una nevada.

Dolía, dolía saber que el modo en que siempre había visto a su madre, toda su vida, había sido una mentira. Deslizó el bloc de dibujo bajo la almohada, con los ojos ardiendo.

Sonó un golpe en la puerta... suave, vacilante. Se restregó los ojos a toda prisa.

—Adelante.

Era Simon. Clary no se había dado cuenta realmente del estado en que estaba su amigo. Éste no se había bañado, y su ropa estaba desgarrada y manchada, y tenía los cabellos enmarañados. El muchacho vaciló en la entrada, curiosamente formal.

Ella se hizo a un lado, dejándole espacio en la cama. No había nada extraño en sentarse en la cama con Simon; habían dormido el uno en casa del otro durante años, habían construido tiendas de campaña y fuertes con mantas cuando eran pequeños, habían permanecido despiertos leyendo cómics cuando eran s mayores.

—Encontraste tus lentes —exclamó ella.

Una lente estaba resquebrajada.

—Estaban en mi bolsillo. Salieron mejor paradas de lo que habría esperado. Tendré que escribir una nota de agradecimiento a la óptica. —Se acomodó junto a ella con cautela.

—¿Te ha curado Hodge?

—Sí —contestó él, asintiendo—. Todavía me siento como si me hubiesen dado una paliza con una llave de ruedas, pero no hay nada roto..., ya no.