18




LA COPA MORTAL








Jace estaba tumbado en su cama fingiendo estar dormido —por su propio bien, no el de nadie más— cuando los golpes en la puerta finalmente fueron demasiado para él. Se arrastró fuera de la cama, haciendo una mueca de dolor. No obstante lo mucho que había fingido encontrarse perfectamente arriba en el invernadero, todo el cuerpo le seguía doliendo debido a los golpes recibidos la noche anterior.

Sabía quién iba a ser antes de abrir la puerta. A lo mejor Simon se las había arreglado para que volvieran a convertirle en rata. En esta ocasión, Simon podría seguir siendo una maldita rata para siempre, si ello dependía de lo que él, Jace Wayland, pensaba hacer al respecto.

Ella aferraba su bloc de bocetos, con los cabellos brillantes escapándole de las trenzas. Se apoyó en el marco de la puerta, haciendo caso omiso del subidón de adrenalina que la visión de la joven le produjo. Se preguntó por qué, y no por primera vez. Isabelle usaba su belleza como usaba su látigo, pero Clary no sabía que era hermosa. A lo mejor ése era el motivo.

No se le ocurrió más que una razón para que ella estuviera allí, aunque no tenía sentido después de lo que le había dicho. Las palabras eran armas, su padre se lo había enseñado, y él había querido herir a Clary más de lo que nunca había querido herir a ninguna chica. De hecho, no estaba seguro de que hubiera querido hacer daño a una chica antes. Por lo general se limitaba a desearlas, y luego a desear que lo dejaran tranquilo.

—No me digas —empezó, arrastrando las palabras de aquel modo que ella odiaba—. Simon se ha convertido en un ocelote, y tú quieres que yo haga algo antes de que Isabelle lo convierta en una estola. Bueno, pues tendrás que esperar a mañana. Estoy fuera de servicio. —Se señaló a sí mismo; llevaba un pijama azul con un agujero en la manga—. Mira. Pijama.

Clary apenas pareció haberle oído. Reparó en que sujetaba con fuerza algo en las manos: su cuaderno de dibujo.

—Jace —dijo ella—, esto es importante.

—No me digas —replicó—. Tienes una emergencia relacionada con dibujos. Necesitas un modelo que pose desnudo. Bien, no estoy de humor. Podrías preguntarle a Hodge —añadió, como si se le acabara de ocurrir—. He oído que haría cualquier cosa por...

—¡JACE! —le interrumpió ella, la voz elevándose hasta convertirse en un grito—. LIMÍTATE A CALLAR POR UN SEGUNDO Y A ESCUCHAR, ¿QUIERES?

Él pestañeó.

Clary aspiró profundamente y alzó los ojos hacia él, ojos que estaban llenos de incertidumbre. Un impulso desconocido se alzó dentro de él: el impulso de rodearla con los brazos y decirle que todo iba bien. No lo hizo. Por lo que él sabía, las cosas raras veces iban bien.

—Jace —insistió ella, en voz tan queda que él tuvo que inclinarse para captar las palabras—. Creo que sé dónde escondió mi madre la Copa Mortal. Está dentro de un cuadro.



—¿Qué?

Jace seguía mirándola atónito como si le hubiese dicho que había encontrado a uno de los Hermanos Silenciosos haciendo volatines desnudo en el pasillo.

—¿Quieres decir que la ocultó detrás de un cuadro? Todas las pinturas de tu apartamento las arrancaron de los marcos.

—Lo sé.

Clary echó una mirada más allá de él al interior del dormitorio. No parecía que hubiera nadie más allí dentro, observó con gran alivio por su parte.

—Oye, ¿puedo entrar? Quiero mostrarte algo.

Él se despegó de la puerta.

—Si es necesario.

Clary se sentó en la cama, sosteniendo en equilibrio el cuaderno de dibujo sobre las rodillas. La ropa que él había llevado antes estaba tirada sobre el cobertor, pero el resto de la habitación estaba ordenado y pulcro como la celda de un monje. No había cuadros en las paredes, ni pósters, ni fotos de amigos o familia. Las mantas eran blancas y colocadas muy tirantes y planas sobre la cama. No era exactamente el típico dormitorio de un adolescente.

—Aquí —dijo, pasando las hojas hasta que encontró el dibujo de la taza de café—. Mira esto.

Jace se sentó a su lado, arrojando la camiseta sucia fuera de la cama.

—Es una taza de café.

Clary notó la irritación de su propia voz.

—Ya sé que es una taza de café.

—Me muero de ganas por que dibujes algo realmente complicado, como el puente de Brooklyn o una langosta. Probablemente me enviarás un telegrama cantado.

Ella hizo como si no le oyera.

—Mira. Esto es lo que quería que vieras.

Pasó la mano sobre el dibujo; luego, con un rápido movimiento, la introdujo dentro del papel. Cuando sacó la mano al cabo de un momento, allí estaba la taza de café, balanceándose en sus dedos.

Había imaginado a Jace saltando de la cama asombrado y jadeando algo parecido a «¡Pardiez!». Pero eso no sucedió, en buena parte, sospechó, porque Jace había visto cosas mucho más extrañas en su vida, y también porque nadie usaba ya la palabra «¡Pardiez!». Con todo, los ojos del joven se abrieron de par en par.

—¿Tú has hecho eso?

Clary asintió.

—¿Cuándo?

—Justo ahora, en mi dormitorio, después... después de que Simon se marchara.

La mirada de Jace se agudizó, pero no siguió con el tema.

—¿Has usado runas? ¿Cuáles?

Ella sacudió la cabeza negativamente, toqueteando la página ahora en blanco.

—No lo sé. Me vinieron a la cabeza y las dibujé exactamente como las vi.

—¿Unas que viste antes en el Libro Gris?

—No lo sé. —Seguía negando con la cabeza—. No podría decirte.

—¿Y nadie te enseñó nunca cómo hacer esto? ¿Tu madre, por ejemplo?

—No. Ya te lo dije antes, mi madre siempre me dijo que no existía algo como la magia...

—Apuesto a que sí te enseñó —interrumpió él—. E hizo que lo olvidaras luego. Magnus sí dijo que tus recuerdos regresarían poco a poco.

—Tal vez.

—Por supuesto —Jace se puso en pie y empezó a pasear—, probablemente sea en contra de la Ley usar runas así a menos que estés autorizado. Pero eso no importa ahora. ¿Piensas que tu madre colocó la Copa en un cuadro? ¿Igual que tú has hecho con esa taza?

Clary asintió.

—Pero no en uno de los cuadros del apartamento.

—¿En qué otro lugar? ¿Una galería de arte? Podría estar en cualquier parte...

—No en un cuadro —insistió Clary—. En un naipe.

Jace se detuvo, volviéndose hacia ella.

—¿Un naipe?

—¿Recuerdas aquella baraja del tarot en casa de madame Dorothea? ¿La que mi madre pintó para ella?

Él asintió.

—¿Y recuerdas cuando yo saqué el as de copas? Más tarde cuando vi la estatua del ángel, la copa me resultó familiar. Fue porque la había visto antes, en el as. Mi madre pintó la Copa Mortal dentro de la baraja del tarot de madame Dorothea.

Jace iba un paso por detrás de ella.

—Porque sabía que estaría a salvo con un Control, y era un modo de que pudiera dársela a Dorothea sin decirle en realidad lo que era o por qué tenía que mantenerla oculta.

—O incluso que tenía que mantenerla oculta. Dorothea jamás sale, ella jamás la regalaría...

—Y tu madre estaba en un lugar ideal para no perder de vista a ambas: a la Copa y a ella. —Jace sonó casi impresionado—. No es una mala medida.

—Eso supongo. —Clary luchó por controlar el temblor de su voz—. Ojalá no hubiese sido tan buena escondiéndola.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que si la hubiesen encontrado, a lo mejor la habrían dejado tranquila. Si todo lo que querían era la Copa...

—La habrían matado, Clary —dijo Jace, y ella supo que decía laverdad—. Éstos son los mismos hombres que mataron a mi padre. La única razón de que pueda seguir viva ahora es que no encuentran la Copa. Alégrate de que la ocultara tan bien.



—Realmente no veo qué tiene que ver nada de esto con nosotros —dijo Alec, mirando adormilado por entre sus cabellos.

Jace había despertado al resto de los residentes del Instituto al despuntar el día y los había arrastrado a la biblioteca para, como dijo, «planear estrategias de combate». Alec iba aún en pijama, Isabelle con un salto de cama rosa. Hodge en su acostumbrado severo traje de tweed, bebía café en una despostillada taza de cerámica azul. Únicamente Jace, con los ojos brillantes a pesar de los moretones, que empezaban a borrarse, parecía realmente despierto.

—Pensaba que la búsqueda de la Copa estaba ahora en manos de la Clave —siguió Alec.

—Simplemente es mejor si hacemos esto nosotros —repuso Jace en tono impaciente—. Hodge y yo ya lo hemos discutido y está decidido.

—Bien —Isabelle se puso una trenza sujeta con una cinta rosa tras la oreja—, estoy dispuesta.

Yo no. —dijo Alec—. En estos momentos hay agentes de la Clave en la ciudad buscando la Copa. Pásenle la información a ellos y dejen que se hagan con ella.

—No es tan sencillo —replicó Jace.

—Es sencillo. —Alec se inclinó hacia adelante en su asiento, frunciendo el entrecejo—. Esto no tiene nada que ver con nosotros y con tu... tu adicción al peligro.

Jace sacudió la cabeza, claramente exasperado.

—No comprendo por qué te enfrentas a mí en esto.

«Porque no quiere que resultes herido», pensó Clary, y se asombró de la total incapacidad del muchacho para ver lo que realmente sucedía con Alec. Pero claro, ella tampoco lo había visto en el caso de Simon. ¿Quién era ella para hablar?

—Miren, Dorothea, la propietaria del Santuario, no confía en la Clave. Los odia, de hecho. Pero sí que confía en nosotros.

—Confía en mí —puntualizó Clary—. No sé en lo referente a ti. No estoy segura de que le agrades nada.

Jace no le hizo el menor caso.

—Vamos, Alec. Será divertido. ¡Y piensa en la gloria si llevamos la Copa Mortal de vuelta a Idris! Jamás se olvidarán nuestros nombres.

—No me importa la gloria —repuso él, sin apartar los ojos ni un momento de Jace—. Me preocupa no cometer ninguna estupidez.

—En este caso, no obstante, Jace tiene razón —intervino Hodge—. Si la Clave se presentara en el Santuario, sería un desastre. Dorothea huiría con la Copa y probablemente nunca la encontrarían. No, está claro que Jocelyn sólo quería que una persona fuese capaz de encontrar la Copa, y ésa es Clary, y sólo Clary.

—Entonces que vaya ella sola —dijo Alec.

Incluso Isabelle lanzó una leve exclamación de sorpresa ante aquello. Jace, que había estado inclinado con las manos planas sobre el escritorio, se incorporó muy tieso y miró a Alec con frialdad. Únicamente Jace, se dijo Clary, podía mostrarse glacial vestido con el pantalón de un pijama y una camiseta vieja.

—Si tienes miedo de unos cuantos repudiados, quédate en casa, por supuesto —dijo con suavidad.

Alec palideció.

—No tengo miedo —afirmó.

—Bien —repuso Jace—. Entonces no hay problema, ¿verdad? —Paseó la mirada por la habitación—. Estamos todos juntos en esto.

Alec farfulló una afirmación, mientras que Isabelle movía la cabeza con un enérgico asentimiento.

—Desde luego —dijo—; suena divertido.

—No sé si será divertido —dijo Clary—. Pero yo me apunto, desde luego.

—Pero Clary —se apresuró a decir Hodge—. Si estás preocupada por el peligro, no necesitas ir. Podemos notificar a la Clave...

—No —respondió ella, sorprendiéndose a sí misma—, mi madre quería que la encontrara. No Valentine, ni ellos, tampoco —«No era de los monstruos de quienes se escondía», había dicho Magnus—. Si realmente se pasó toda la vida intentando mantener a Valentine lejos de la Copa, esto es lo mínimo que puedo hacer.

Hodge le sonrió.

—Creo que ella sabía que dirías eso —dijo.

—No te preocupes —interpuso Isabelle—. Estarás perfectamente. Podemos manejar a un par de repudiados. Están locos, pero no son muy listos.

—Y es mucho más fácil ocuparse de ellos que de los demonios

—dijo Jace—. No son tan tramposos. Ah, y necesitaremos un coche —añadió—. Preferiblemente uno grande.

—¿Por qué? —inquirió Isabelle—. Nunca antes hemos necesitado un coche.

—Nunca antes hemos tenido que preocuparnos por llevar un objeto inconmensurablemente precioso con nosotros. No quiero transportarlo en la línea L —explicó Jace.

—Hay taxis —indicó ella—. Y camionetas de alquiler. Jace negó con la cabeza.

—Quiero un entorno que controlemos. No quiero tener que tratar con taxistas o compañías mundanas de alquiler de vehículos cuando estamos haciendo algo tan importante.

—¿No tienes permiso de conducir o un coche? —preguntó Alec a Clary, mirándola con velada aversión—. Creía que todos los mundanos tenían.

—No cuando tienes quince años —repuso ella enojada—. Se suponía que conseguiría uno este año, pero aún no.

—Pues sí que sirves de mucho.

—Al menos mis amigos conducen —le replicó—. Simon tiene permiso de conducir.

Lamentó al instante haberlo dicho.

—¿Lo tiene? —inquirió Jace, en un tono incordiantemente pensativo.

—Pero no tiene coche —añadió ella con rapidez.

—¿Así que conduce el coche de sus padres? —preguntó Jace.

Clary suspiró, recostándose hacia atrás contra el escritorio.

—No, por lo general conduce la camioneta de Eric. Para las actuaciones y esas cosas. Y en ocasiones, Eric se la presta. Como cuando tiene una cita.

Jace lanzó un bufido.

—¿Recoge a sus citas en una camioneta? No me sorprende que tenga tanto éxito con las damas.

—Es un coche —replicó Clary—. Simplemente te enfurece que Simon tenga algo que tú no tienes.

—Él tiene muchas cosas que yo no tengo —replicó Jace—. Como miopía, mala postura y una sorprendente falta de coordinación.

—Sabes —indicó Clary—, la mayoría de psicólogos están de acuerdo en que la hostilidad es en realidad simple atracción sexual sublimada.

—Vaya —exclamó Jace con despreocupación—, eso podría explicar por qué me tropiezo tan a menudo con gente a la que parece que le desagrado.

—A mí no me desagradas —soltó Alec con rapidez.

—Eso se debe a que compartimos un afecto fraternal —indicó él, acercándose de una zancada al escritorio.

Tomó el teléfono negro y se lo tendió a Clary.

—Llámale.

—¿Llamar a quién? —preguntó ella, buscando ganar tiempo—. ¿A Eric? Jamás me prestará su coche.

—A Simon —contestó Jace—. Llama a Simon y pregúntale si nos llevaría en coche a tu casa.

Clary hizo un último esfuerzo.

—¿No conocen a ningún cazador de sombras que tenga coche?

—¿En Nueva York? —La mueca burlona de Jace se esfumó—. Oye, todo el mundo está en Idris para los Acuerdos, y de todos modos, insistirían en venir con nosotros. Es esto o nada.

Trabó la mirada con él por un instante. Había un reto en sus ojos, y algo más, como si él la desafiara a explicar su renuencia. Con una mueca de enojo, se acercó al escritorio y le arrancó el teléfono de la mano.

No tuvo que pensar antes de marcar. El número de Simon le era tan familiar como el suyo propio. Se preparó para tener que vérselas con su madre o su hermana, pero descolgó él el aparato al segundo timbre.

—¿Sí?

—¿Simon?

Silencio.

Jace la miraba. Clary cerró los ojos con fuerza, intentando fingir que él no estaba allí.

—Soy yo —dijo—, Clary.

—Sé perfectamente quién eres. —Sonaba irritado—. Dormía, ¿sabes?

—Lo sé. Es temprano. Lo siento. —Se enroscó el cordón del teléfono en el dedo—. Necesito pedirte un favor.

Se produjo otro silencio antes de que él riera sombrío.

—Estás bromeando.

—No estoy bromeando —dijo ella—. Sabemos dónde está la Copa Mortal, y estamos dispuestos a ir a buscarla. La única cosa es que necesitamos un coche.

Él volvió a reír.

—Lo siento, ¿me estás diciendo que tus colegas matademonios necesitan que mi madre los lleve en coche a su siguiente misión contra las fuerzas de la oscuridad?

—En realidad, pensaba que podrías pedir a Eric que te prestara la camioneta.

—Clary, si piensas que...

—Si conseguimos la Copa Mortal, tendré un modo de recuperar a mi madre. Es la única razón por la que Valentine no la ha matado ni liberado.

Simon lanzó un prolongado y sibilante soplido.

—¿Crees que va a ser tan sencillo hacer un cambio? Clary, no lo sé.

—Yo tampoco lo sé. Sólo sé que es una oportunidad.

—Esta cosa es poderosa, ¿verdad? En Calabozos y dragones por lo general es mejor no tontear con objetos poderosos hasta que uno sabe qué hacen.

—No voy a tontear con ella. Simplemente voy a usarla para recuperar a mi madre.

—Eso no tiene ningún sentido, Clary.

—¡Esto no es Calabozos y dragones, Simon! —medio le chilló—. No es un divertido juego donde lo peor que sucede es que te sale una mala tirada en los dados. Es de mi madre de quien estamos hablando, y Valentine podría estar torturándola. Podría matarla. Debo hacer cualquier cosa que pueda para recuperarla..., igual que hice contigo.

Hubo una pausa.

—Puede que tengas razón. No lo sé, éste no es realmente mi mundo. Mira, ¿adónde vamos a ir con el coche, exactamente? Para que pueda decírselo a Eric.

—No lo traigas —se apresuró a decir ella.

—Ya lo sé —replicó él con exagerada paciencia—. No soy tonto.

—Vamos a ir a mi casa. Está en mi casa.

Se produjo un corto silencio..., su voz mostró desconcierto cuando volvió a hablar.

—¿En tu casa? Pensaba que tu casa estaba llena de zombies.

—Guerreros repudiados. No son zombies. De todos modos, Jace y los demás pueden ocuparse de ellos mientras yo me hago de la Copa.

—¿Por qué tienes que hacerte tú de la Copa? —Sonó alarmado.

—Porque soy la única que puede —respondió ella—. Recógenos en la esquina tan pronto como puedas.

Él masculló algo casi inaudible.

—De acuerdo —dijo luego.

Clary abrió los ojos. El mundo giró a su alrededor difuminado por las lágrimas.

—Gracias, Simon. Eres un...

Pero él había colgado.

—Se me ocurre —dijo Hodge—, que los dilemas del poder son siempre los mismos.

Clary le dirigió una mirada de soslayo.

—¿A qué te refieres?

Estaba sentada en el asiento de la ventana en la biblioteca, y Hodge estaba en su silla con Hugo posado en el brazo del asiento. Los restos del desayuno, mermelada pegajosa, migajas de pan tostado y manchas de mantequilla, estaban adheridos a un montón de platos sobre la mesita baja que nadie había parecido tener ganas de llevarse de allí. Trás el desayuno se habían separado para prepararse, y Clary había sido la primera en regresar. Eso no podía considerarse sorprendente, teniendo en cuenta que todo lo que tuvo que hacer fue ponerse los jeans y una camiseta, y pasarse un cepillo por los cabellos, mientras todos los demás tenían que armarse profusamente. Habiendo perdido la daga de Jace en el hotel, el único objeto remotamente sobrenatural que llevaba encima era la piedra de luz mágica de su bolsillo.

—Pensaba en tu Simon —explicó Hodge—, y en Alec y Jace, entre otros.

La joven echó una ojeada por la ventana. Llovía, con gruesas gotas espesas salpicando los cristales. El cielo era de un gris impenetrable.

—¿Qué tienen que ver unos con otros?

—Donde existe un sentimiento que no es correspondido —respondió Hodge—, existe un desequilibrio de poder. Es un desequilibrio que es fácil de aprovechar, pero no es un modo de actuar sensato. Donde hay amor, también hay a menudo odio. Pueden existir el uno al lado del otro.

—Simon no me odia.

—Puede llegar a hacerlo, con el tiempo, si siente que lo estás utilizando. —Hodge alzó una mano—. Ya sé que tú no tienes intención de hacerlo, y en algunos casos la necesidad pasa por encima de la delicadeza de sentimientos. Pero la situación me ha traído otra a la mente. ¿Todavía tienes esa fotografía que te di?

Clary negó con la cabeza.

—No encima. Está en mi habitación. Podría ir a buscarla...

—No. —Hodge acarició las plumas negras como el ébano de Hugo—. Cuando tu madre era joven, tenía un mejor amigo, igual a como tú tienes a Simon. Estaban tan unidos como hermanos. De hecho, a menudo les confundían por hermanos. A medida que crecieron, resultó claro para todos los que los rodeaban que él estaba enamorado de ella, pero ella nunca se dio cuenta. Siempre le llamó un «amigo».

Clary miró fijamente a Hodge.

—¿Te refieres a Luke?

—Sí —contestó él—, Lucian siempre pensó que él y Jocelyn estarían juntos. Cuando ella conoció a Valentine y se enamoró, no pudo soportarlo. Después de que se casaran, abandonó el Círculo, desapareció... y nos dejó pensar que estaba muerto.

—Él nunca dijo..., jamás insinuó siquiera nada parecido —repuso Clary—. Todos estos años, podría haberle pedido...

—Sabía cuál sería su respuesta —repuso Hodge, mirando más allá de ella en dirección del ventanal salpicado de lluvia—. Lucian no fue nunca la clase de hombre que se habría engañado a sí mismo. No, se contentó con estar cerca de ella... suponiendo, quizá, que con el tiempo sus sentimientos podrían cambiar.

—Pero si la amaba, ¿por qué dijo a aquellos hombres que no le importaba lo que le sucediera? ¿Por qué se negó a permitirles que le dijeran dónde estaba?

—Como dije antes, donde hay amor, también hay odio —respondió Hodge—. Ella le hirió terriblemente hace todos esos años. Le dio la espalda. Y sin embargo él ha actuado como su fiel perrillo faldero desde entonces, sin quejarse nunca, sin hacer acusaciones, sin plantearle nunca sus sentimientos. A lo mejor vio una oportunidad de devolverle las tornas. De lastimarla como había sido lastimado él.

—Luke no haría eso.

Pero Clary recordaba su tono gélido cuando le dijo que no le pidiera favores. Vio la dura mirada de sus ojos al enfrentarse a los hombres de Valentine. Aquél no era el Luke que había conocido, el Luke junto al que había crecido. Ese otro Luke jamás habría querido castigar a su madre por no amarle lo suficiente o del modo correcto.

—Pero ella lo amaba —dijo Clary, hablando en voz alta sin darse cuenta—. Sólo que no del mismo modo en que él la amaba, ¿no es eso suficiente?

—A lo mejor él no lo pensó así.

—¿Qué sucederá una vez que tengamos la Copa? —preguntó ella—. ¿Cómo nos pondremos en contacto con Valentine para hacerle saber que la tenemos?

Hugo lo localizará.

La lluvia golpeó contra las ventanas. Clary tiritó.

—Voy a buscar una chamarra —avisó, deslizándose fuera del asiento de la ventana.

Encontró su sudadera con capucha verde y rosa metida en el fondo de su mochila. Cuando la sacó, oyó crujir algo. Era la fotografía del Círculo, su madre y Valentine. La contempló durante un largo momento antes de volverla a meter en la bolsa.

De vuelta a la biblioteca, todos los demás ya estaban reunidos allí: Hodge sentado vigilante en el escritorio con Hugo sobre el hombro, Jace todo de negro, Isabelle con sus botas de pisotear demonios y el látigo de oro y Alec con una aljaba de flechas al hombro y un brazal de cuero cubriendo el brazo derecho desde la muñeca al codo. Todo el mundo excepto Hodge iba cubierto de Marcas recién aplicadas, cada centímetro de piel desnuda pintado con arremolinados dibujos. Jace tenía la manga izquierda arremangada, la barbilla apoyada en el hombro, y fruncía el entrecejo mientras garabateaba una Marca octogonal en la piel del brazo.

Alec le echó una mirada.

—Lo estás haciendo mal —advirtió—. Deja que lo haga.

—Soy zurdo —indicó Jace, pero lo dijo con suavidad y alargó su estela.

Alec pareció aliviado cuando la tomó, como si no hubiera estado seguro hasta aquel momento de que se le había perdonado su anterior comportamiento.

—Es un iratze básico —explicó Jace mientras Alec inclinaba la oscura cabeza sobre el brazo de su amigo, trazando con cuidado las líneas de la runa sanadora.

Jace hizo una mueca de dolor mientras la estela se deslizaba sobre su piel, los ojos medio cerrándose y el puño apretándose hasta que los músculos del brazo izquierdo sobresalieron igual que cordones.

—Por el Ángel, Alec...

—Intento tener cuidado —dijo él.

Soltó el brazo de Jace y retrocedió para admirar su obra.

Ya está.

Jace abrió el puño, bajando el brazo.

—Gracias.

Entonces pareció percibir la presencia de Clary, echando una mirada en su dirección a la vez que entrecerraba los dorados ojos.

—Clary.

—Parecen preparados —dijo ella mientras Alec, repentinamente ruborizado, se apartaba de Jace y se ocupaba de sus flechas.

—Lo estamos —respondió Jace—. ¿Todavía tienes la daga que te di?

—No, la perdí en el Dumort, ¿recuerdas?

—Es cierto. —Jace la miró, complacido—. Casi mató a un hombre lobo con ella. Lo recuerdo.

Isabelle, que había estado de pie junto a la ventana, puso los ojos en blanco.

—Olvidé que eso es lo que tanto te impresiona, Jace. Chicas que maten cosas.

—Me gusta cualquiera que mate cosas —repuso él con ecuanimidad—. Especialmente yo.

Clary dirigió una mirada ansiosa al reloj del escritorio.

—Deberíamos bajar. Simon estará aquí en cualquier momento.

Hodge se levantó de su asiento. Parecía muy cansado, se dijo Clary, como si no hubiera dormido en días.

—Qué el Ángel los guarde a todos —dijo, y Hugo se alzó de su hombro y revoloteó graznando sonoramente, justo cuando empezaban a sonar las campanadas de las doce.



Seguía lloviznando cuando Simon detuvo la camioneta en la esquina e hizo sonar la bocina dos veces. A Clary le dio un vuelco el corazón; alguna parte de ella había temido que no fuera a aparecer.

Jace bizqueó a través de la empapadora lluvia. Los cuatro se habían refugiado bajo una cornisa de piedra esculpida.

—¿Esa cosa es la camioneta? Parece un plátano podrido.

Eso era innegable: Eric había pintado la furgoneta de un tono amarillo fluorescente, y ésta estaba cubierta de abolladuras y óxido como si fueran marcas de podredumbre. Simon volvió a hacer sonar el claxon. Clary podía distinguir su figura borrosa a través de las ventanillas mojadas. Suspiró y se subió la capucha para taparse el pelo.

—Vamos.

Chapotearon por los sucios charcos que se habían acumulado en la acera, con las enormes botas de Isabelle emitiendo un gratificante sonido cada vez que sus pies tocaban el suelo. Simon, dejando el motor encendido, fue al lateral para correr la puerta a un lado, mostrando asientos cuya tapicería estaba medio podrida. Muelles de aspecto peligroso asomaban por las aberturas. Isabelle arrugó la nariz.

—¿Es seguro sentarse?

—Más seguro que ir atado al techo —respondió Simon con afabilidad—, que es tu otra opción. —Saludó con un movimiento de cabeza a Jace y Alec, e ignoró completamente a Clary—. ¡Eh!

—¡Eh! a ti —repuso Jace, y alzó la tintineante bolsa de lona que contenía sus armas—. ¿Dónde puedo poner estas cosas?

Simon le indicó la parte trasera, donde los muchachos colocaban por lo general sus instrumentos, mientras Alec e Isabelle trepaban al interior de la camioneta y se instalaban en los asientos.

—¡Copiloto! —anunció Clary cuando Jace regresó de detrás de la camioneta.

Alec, sobresaltado, hizo intención de tomar su arco, que llevaba sujeto a la espalda.

—¿Qué sucede?

—Quiere decir que quiere el asiento delantero —explicó Jace, apartándose el pelo mojado de los ojos.

—Ése es un arco muy bonito —comentó Simon, haciendo un gesto con la cabeza en dirección a Alec.

Alec pestañeó, con gotas de lluvia cayendo de sus pestañas.

—¿Sabes mucho sobre tiro con arco? —preguntó, en un tono que sugería que lo dudaba.

—Practiqué el tiro con arco en el campamento —contestó Simon—. Seis años seguidos.

La respuesta a eso fueron tres miradas inexpresivas y una sonrisa de apoyo por parte de Clary, que Simon hizo como si no viera. Echó una ojeada al cielo encapotado.

—Deberíamos marcharnos antes de que empiece a diluviar otra vez.

El asiento delantero del vehículo estaba cubierto de envoltorios de Doritos y migas de barritas de cereales. Clary retiró con la mano lo que pudo. Simon puso en marcha el coche antes de que hubiera terminado, arrojándola de espaldas contra el asiento.

—¡Ay! —exclamó ella en tono recriminatorio.

—Lo siento. —Ni la miró.

Clary oyó cómo los demás hablaban en voz baja entre ellos en la parte de atrás; probablemente discutiendo estrategias de combate y el mejor modo de decapitar un demonio sin que caiga icor en las botas nuevas de piel. Aunque no había nada que separara el asiento delantero del resto de la camioneta, Clary percibió el incómodo silencio entre Simon y ella como si estuvieran solos.

—¿Y qué es esa cosa del «¡eh!»? —preguntó mientras Simon maniobraba el coche para entrar en el paseo Franklin Delano Roosevelt, la autovía que discurría a lo largo del East River.

—¿Qué «¡eh!» cosa? —replicó él, cortando el paso a un deportivo negro cuyo ocupante, un hombre trajeado con un celular en la mano, les dedicó un gesto obsceno a través de los cristales opacos.

—Ése «¡eh!» que los chicos siempre dicen. Como cuando viste a Jace y a Alec, dijiste «¡eh!», y ellos contestaron «¡eh!». ¿Qué hay de malo con «¡hola!»?

Le pareció ver que se le crispaba un músculo de la mejilla.

—«¡Hola!» es de chicas —le informó él—. Los hombres de verdad son sucintos. Lacónicos.

—Así que ¿cuanto más varonil eres, menos dices?

—Exacto —asintió Simon.

Más allá de él, Clary podía ver cómo la niebla húmeda descendía sobre el East River, envolviendo la zona de los muelles en una ligera bruma gris. El agua misma era color plomo, revuelta hasta adquirir una consistencia cremosa por el constante viento.

—Es por eso que cuando tipos con malas pulgas se saludan en las películas no dicen nada, se limitan a mover la cabeza. El gesto significa: «Tengo malas pulgas, y reconozco que también tú tienes malas pulgas», pero no dicen nada porque son Lobezno y Magneto, y explicarlo echaría a perder sus vibraciones.

—No tengo ni idea de qué estás hablando —dijo Jace, desde el asiento trasero.

—Estupendo —exclamó Clary, y se vio recompensada por la más imperceptible de las sonrisas de Simon mientras éste introducía la camioneta en el puente de Manhattan, dirigiéndose a Brooklyn y a casa.



Para cuando llegaron a casa de Clary, finalmente había dejado de llover. Finos haces de luz solar consumían los restos de bruma, y los charcos de la acera empezaban a secarse. Jace, Alec e Isabelle hicieron que Simon y Clary aguardaran junto a la camioneta mientras ellos iban a comprobar, como dijo Jace, los «niveles de actividad demoniaca».

Simon les observó mientras los tres cazadores de sombras avanzaban por el camino bordeado de rosas hasta la casa.

—¿«Niveles de actividad demoniaca»? ¿Tienen un aparato que mide si los demonios del interior de la casa están realizando power yoga?

—No —respondió Clary, echando hacia atrás la capucha húmeda para poder disfrutar del contacto del sol en sus cabellos empapados—. El sensor les dice lo poderosos que son los demonios..., si es que hay demonios.

—Eso es útil. —Simon se mostró impresionado.

Clary se volvió hacia él.

—Simon, respecto a lo de anoche...

Él alzó una mano.

—No tenemos que hablar sobre ello. De hecho, preferiría no hacerlo.

—Sólo deja que diga una cosa. —Habló a toda prisa—. Sé que cuando dijiste que me amabas, lo que yo respondí no era lo que tú querías oír.

—Cierto. Siempre había esperado que cuando finalmente dijera «te amo» a una chica, ella respondería «lo sé», como dijo Leia a Han Solo en El retorno del Jedi.

—Eso es tan tonto —dijo ella, incapaz de contenerse.

Él la miró airado.

—Lo siento —añadió ella—. Mira, Simon...

—No —replicó él—, mira tú, Clary. Quiero que me mires y me veas realmente. ¿Puedes hacer eso?

Le miró. Miró los ojos oscuros, pintados de un color más claro hacia los bordes exteriores del iris, las familiares e irregulares cejas, las largas pestañas, el cabello oscuro, la sonrisa vacilante y las elegantes manos musicales que eran todo parte de Simon, que a su vez era parte de ella. Si tenía que decir la verdad, ¿diría realmente que nunca había sabido que él la amaba? ¿O simplemente que nunca había sabido qué haría ella al respecto si él lo hacía?

Suspiró.

—Ver a través de un glamour o encanto es fácil. Es la gente la que resulta difícil.

—Todos vemos lo que queremos ver —replicó él en voz baja.

—No Jace —repuso ella, incapaz de contenerse, pensando en aquellos ojos claros e impasibles.

—Él más que nadie.

Clary frunció el entrecejo.

—¿Qué quieres...?

—Todo bien —les llegó la voz de Jace, interrumpiéndoles.

Clary se volvió precipitadamente.

—Hemos comprobado las cuatro esquinas de la casa..., nada. Baja actividad. Probablemente sólo los repudiados, y podría ser que ellos ni siquiera nos molesten a menos que intentemos entrar en el departamento del piso de arriba.

—Y si lo hacen —añadió Isabelle, con una sonrisa tan reluciente como su látigo—, estaremos preparados.

Alec arrastró la pesada bolsa de lona fuera de la parte posterior de la camioneta y la dejó caer sobre la acera.

—Listos —anunció—. ¡Vayamos a patear algunos traseros diabólicos!

Jace le miró con cierta extrañeza.

—¿Estás bien?

—Estupendamente.

Sin mirarle, Alec desechó el arco y las flechas a favor de una lustrosa horca de guerra de madera, con dos relucientes cuchillas que aparecían con una ligera presión de los dedos.

—Esto está mejor.

Isabelle miró a su hermano con inquietud.

—Pero el arco...

Alec le cortó.

—Sé lo que estoy haciendo, Isabelle.

El arco yacía atravesado en el asiento trasero, centelleando a la luz del sol. Simon alargó la mano hacia él, luego apartó la mano cuando un grupo de mujeres que reían y empujaban cochecitos pasó calle arriba en dirección al parque. No prestaron la menor atención a los tres adolescentes armados, acurrucados junto a la camioneta amarilla.

—¿Cómo es que yo puedo verlos, chicos? —preguntó Simon—. ¿Qué le sucedió a esa invisibilidad mágica vuestra?

—Nos puedes ver —explicó Jace—, porque ahora conoces la verdad de lo que miras.

—Ya —repuso él—, imagino que sí.

Protestó un poco cuando le pidieron que se quedara junto a la camioneta, pero Jace le recalcó la importancia de tener un vehículo de huida en marcha junto al bordillo.

—La luz del sol es fatal para los demonios, pero no lastima a los repudiados. ¿Y si salen en nuestra persecución? ¿Y si la grúa se lleva el coche?

Lo último que Clary vio de Simon cuando se volvió para agitar la mano desde el porche fueron sus largas piernas recostadas en el salpicadero mientras revisaba la colección de CD de Eric. Soltó un suspiro de alivio. Al menos Simon estaba a salvo.

El olor la golpeó en cuanto cruzaron la puerta principal. Era casi indescriptible, como huevos pasados, carne agusanada y algas pudriéndose en una playa calurosa. Isabelle arrugó la nariz, y Alec se puso verdoso, pero Jace dio la impresión de estar inhalando un raro perfume.

—Han habido demonios aquí —anunció, con impasible satisfacción—. Recientemente, además.

Clary le miró con preocupación.

—Pero no están ya...

—No. —Negó con la cabeza—. Lo habríamos captado. —Movió la barbilla en dirección a la puerta de Dorothea, firmemente cerrada, sin una brizna de luz asomando por debajo—. Podría tener que responder a algunas preguntas si la Clave se entera de que ha estado agasajando a demonios.

—Dudo que la Clave vaya a estar demasiado satisfecha sobre nada de esto —replicó Isabelle—. En comparación, probablemente saldría mejor parada que nosotros.

—No les importará siempre y cuando consigamos la Copa al final. —Alec miraba a su alrededor, con los ojos azules evaluando el vestíbulo, de proporciones considerables, la escalera curva que conducía arriba, las manchas en las paredes—. En especial si eliminamos a unos cuantos repudiados mientras lo hacemos.

Jace negó con la cabeza.

—Están en el departamento del piso de arriba. Mi opinión es que no nos molestarán a menos que intentemos entrar.

Isabelle se apartó un mechón pegajoso del rostro de un soplido y miró a Clary torciendo el gesto.

—¿Qué estás esperando?

Clary dirigió una involuntaria mirada a Jace, que le dedicó una sonrisa de soslayo. Adelante, dijeron sus ojos.

La muchacha cruzó el vestíbulo hacia la puerta de Dorothea, pisando con cuidado. Con el ventanal ennegrecido por la suciedad y el foco de la entrada aún fundido, la única iluminación provenía de la luz mágica de Jace. La atmósfera era muy calurosa y pesada, y las sombras parecían alzarse ante ella igual que plantas que crecieran mágicamente a toda velocidad en un bosque de pesadilla. Alzó el brazo y golpeó con los nudillos la puerta de Dorothea, una vez ligeramente y luego otra vez con más fuerza.

Se abrió de golpe, derramando un gran chorro de luz dorada sobre el vestíbulo. Dorothea estaba allí de pie, colosal e imponente, envuelta en bandas de tela verde y naranja. Ese día, el turbante era amarillo fluorescente, adornado con un canario disecado y un reborde de cinta en zigzag. Unos pendientes de colgante se balanceaban contra sus cabellos y llevaba los enormes pies descalzos. Clary se sorprendió: nunca antes había visto descalza a Dorothea, o calzando otra cosa que sus desgastadas zapatillas.

Las uñas de los dedos de los pies eran de un tono rosa pálido, de muy buen gusto.

—¡Clary! —exclamó, y envolvió a la muchacha en un abrumador abrazo.

Por un momento, Clary se debatió, enredada en un mar de carne perfumada, tiras de terciopelo y los extremos adornados con borlas del chal de Dorothea.

—¡Dios bendito, muchacha! —exclamó la bruja, meneando la cabeza hasta que los pendientes se balancearon igual que un móvil de campanillas en medio de una tormenta—. La última vez que te vi, desaparecías por mi Portal. ¿Adónde fuiste a parar?

—A Williamsburg —dijo Clary, recuperando el aliento.

Las cejas de Dorothea se alzaron hacia el cielo.

—Y dicen que no hay un buen transporte público en Brooklyn —abrió de par en par la puerta y les hizo una señal para que entraran.

El lugar no parecía haber cambiado desde la última vez que Clary lo había visto: había las mismas cartas del tarot y la bola de cristal esparcidas por la mesa. Sus dedos ansiaban tocar las cartas, ansiaban hacerse con ellas y ver qué podría estar oculto en el interior de sus impecables superficies pintadas.

Dorothea se dejó caer en un sillón y contempló a los cazadores de sombras con una mirada fija, tan brillante como los ojos del canario disecado de su sombrero. Velas perfumadas ardían sobre platos a ambos lados de la mesa, lo que no ayudaba precisamente a disipar el denso hedor que dominaba cada centímetro de la casa.

—¿Supongo que no has encontrado a tu madre? —preguntó a Clary.

Clary negó con la cabeza.

—No, pero sé quién se la llevó.

Los ojos de Dorothea se movieron veloces más allá de Clary hacia Alec e Isabelle, que examinaban la Mano del Destino de la pared. Jace, con un aspecto sumamente indiferente en su papel de guardaespaldas, estaba apoyado en el brazo de un sillón. Una vez que se hubo asegurado de que ninguna de sus pertenencias estaba siendo destruida, Dorothea devolvió la mirada a Clary.

—¿Fue...?

—Valentine —confirmó Clary—. Sí.

Dorothea suspiró.

—Ya me lo temía. —Volvió a acomodarse en los almohadones—. ¿Sabes lo que quiere de ella?

—Sé que estuvo casada con él...

La bruja lanzó un gruñido.

—Amor que se estropeó. El peor.

Jace emitió un sonido apagado, casi inaudible, ante aquello..., una risita. Las orejas de Dorothea se erizaron como las de un gato.

—¿Qué es tan divertido, muchacho?

—¿Qué podría saber usted sobre ello? —preguntó—. El amor, quiero decir.

Dorothea enlazó las suaves manos blancas sobre el regazo.

—Más de lo que puedes imaginar —contestó—. ¿No leí tus hojas del té, cazador de sombras? ¿Te has enamorado ya de la persona equivocada?

—Por desgracia, Señora del Refugio, mi único amor verdadero sigo siendo yo mismo.

Dorothea rió estrepitosamente ante aquello.

—Al menos —dijo—, no tienes que preocuparte por el rechazo, Jace Wayland.

—No necesariamente. Me rechazo a mí mismo de vez en cuando, sólo para mantener el interés.

Dorothea volvió a reír. Clary la interrumpió.

—Debe de estarse preguntando por qué estamos aquí, madame Dorothea.

Dorothea se calmó, secándose los ojos.

—Por favor —dijo—, no tengas reparos en llamarme por mi título correcto, como hizo el muchacho. Puedes llamarme Señora. Y yo que suponía —añadió— que habían venido por el placer de mi compañía. ¿Me equivoqué?

—No tengo tiempo para disfrutar del placer de la compañía de nadie. Tengo que ayudar a mi madre, y para hacerlo, hay algo que necesito.

—¿Y qué es eso?

—Es algo llamado la Copa Mortal —contestó Clary—, y Valentine pensó que mi madre la tenía. Es por eso que se la llevó.

Dorothea se mostró total y realmente atónita.

—¿La Copa del Ángel? —preguntó, y la incredulidad tiñó su voz—. ¿La Copa de Raziel, en la que mezcló la sangre de ángeles y de hombres, y dio de beber de esta mezcla a un hombre, creando así al primer cazador de sombras?

—Ésa precisamente —respondió Jace, con cierta sequedad en su tono.

—¿Por qué diablos iba él a pensar que ella la tenía? —inquirió Dorothea—. ¿Jocelyn, precisamente? —La comprensión apareció en su rostro antes de que Clary pudiera hablar—. Porque ella no era Jocelyn Fray en absoluto, claro. Ella era Jocelyn Fairchild, su esposa. La que todo el mundo pensó que había muerto. Cogió la Copa y huyó, ¿verdad?

Algo titiló en el fondo de los ojos de la bruja, pero bajó los párpados tan de prisa que Clary pensó que podría habérselo imaginado.

—Así que —continuó Dorothea—, ¿sabes lo que vas a hacer ahora? Dondequiera que la haya escondido, no puede ser fácil de encontrar..., si es que deseas que sea encontrada. Valentine podría hacer cosas terribles si pone las manos en esa Copa.

—Quiero que sea encontrada —declaró Clary—. Queremos que... Jace la interrumpió con suavidad.

—Sabemos dónde está —afirmó—. Es sólo cuestión de recuperarla.

Los ojos de la mujer se abrieron de par en par.

—Bien, ¿dónde está?

—Aquí —respondió Jace, en un tono tan petulante que Isabelle y Alec fueron hacia allí abandonando su examen detenido de la librería para ver qué sucedía.

—¿Aquí? ¿Queréis decir que la llevan con ustedes?

—No exactamente, querida señora —indicó Jace, que, intuyó Clary, estaba disfrutando de un modo realmente vergonzoso—. Me refiero a que usted la tiene.

La boca de Dorothea se cerró violentamente.

—Déjate de bromas —protestó, con un tono tan severo que Clary empezó a temer que aquello estaba saliendo terriblemente mal.

¿Por qué tenía Jace que provocar siempre el antagonismo de todo el mundo?

—La tiene usted —interrumpió Clary apresuradamente—, pero no...

Dorothea se alzó del sillón en toda su espléndida estatura y les fulminó con la mirada.

—Te equivocas —le cortó fríamente—. Tanto al imaginar que tengo la Copa, como al atreverte a venir aquí y llamarme mentirosa.

La mano de Alec fue hacia su horca de guerra.

—Ah, cielos —exclamó por lo bajo. Desconcertada, Clary negó con la cabeza.

—No —insistió a toda prisa—, no la estoy llamando mentirosa, lo prometo. Lo que digo es que la Copa está aquí, pero usted nunca lo ha sabido.

Madame Dorothea la miró fijamente. Los ojos, casi ocultos en los pliegues del rostro, eran duros como canicas.

—Explícate —ordenó.

—Lo que digo es que mi madre la ocultó aquí —dijo Clary—. Hace años. Jamás se lo dijo porque no quería involucrarla.

—Así que se la dio camuflada —explicó Jace—, bajo la forma de un regalo.

Dorothea le miró sin comprender.

«¿No lo recuerda?», pensó Clary, perpleja.

—La baraja del tarot —dijo—. Las cartas que pintó para usted. La mirada de la bruja se dirigió a las cartas, colocadas en su envoltura de seda sobre la mesa.

—¿Las cartas?

Mientras los ojos de la mujer se abrían más, Clary fue hacia la mesa y levantó la baraja. Eran cálidas al tacto, casi resbaladizas. En aquel momento, como no había podido hacerlo antes, percibió el poder de las runas pintadas en el dorso pulsando a través de las puntas de sus dedos. Localizó el As de Copas por el tacto y lo sacó, depositando el resto de las cartas de nuevo sobre la mesa.

—Aquí está —afirmó.

Todos la miraban, expectantes, totalmente inmóviles. Giró la carta lentamente y volvió a mirar la obra de su madre: la delgada mano pintada, los dedos rodeando el dorado pie de la Copa Mortal.

—Jace —dijo—, dame tu estela.

Él se la puso, cálida y dando la impresión de estar viva, en su palma. Clary dio la vuelta a la carta y repasó las runas dibujadas en el dorso: un giro aquí y una línea allí, y significaban algo totalmente distinto. Cuando volvió a girar la carta, el dibujo había cambiado sutilmente. Los dedos habían dejado de sujetar el pie de la Copa, y la mano parecía casi estarle ofreciendo la Copa como diciendo: «Toma, tómala».

Se metió la estela en el bolsillo. Luego, aunque el rectángulo pintado no era mayor que su mano, la metió en su interior como si la introdujera en una enorme abertura. Su mano rodeó la base de la Copa y sus dedos se cerraron sobre ella, y cuando la retiró, con la Copa firmemente sujeta en ella, le pareció oír el más quedo de los suspiros antes de que la carta, ahora en blanco y vacía, se convirtiera en cenizas que se escurrieron por entre sus dedos hasta el suelo alfombrado.