Hodge, jadeando, le siguió con la mirada, abriendo y cerrando los puños a los costados. Tenía la mano izquierda recubierta del líquido húmedo y oscuro que había rezumado de su pecho, y la expresión de su rostro era una mezcla de júbilo y aversión a sí mismo.
—¡Hodge!
Clary golpeó con la mano la pared invisible que los separaba. Un fuerte dolor le recorrió el brazo, pero no era nada comparado con el dolor punzante de su pecho. Le parecía como si el corazón fuera a abrírsele paso violentamente fuera de la caja torácica. Jace, Jace, Jace..., las palabras resonaban en su mente, deseando que las gritaran con fuerza. Las reprimió.
—¡Hodge, déjeme salir!
Hodge se volvió, negando con la cabeza.
—No puedo —contestó, usando su inmaculado pañuelo doblado para frotarse la mano manchada, y parecía lamentarlo de verdad—. No harías más que intentar matarme.
—No lo haré —aseguró ella—. Lo prometo.
—Pero a ti no te han criado como una cazadora de sombras —replicó él—, y tus promesas no significan nada.
El extremo del pañuelo humeaba en aquellos momentos, como si lo hubiese sumergido en ácido, y la mano seguía igual de ennegrecida. Frunciendo el entrecejo, abandonó el intento.
—Pero Hodge —insistió ella con desesperación—, ¿es que no lo has oído? ¡Va a matar a Jace!
—No ha dicho eso.
Hodge estaba junto al escritorio, abriendo un cajón para sacar una hoja de papel. Extrajo una pluma del bolsillo y la golpeó con fuerza contra el borde del escritorio para hacer fluir la tinta. Clary le contempló atónita. ¿Estaba escribiendo una carta?
—Hodge —comenzó con cuidado—, Valentine ha dicho que Jace estaría pronto con su padre. El padre de Jace está muerto. ¿Qué otra cosa puede haber querido decir?
Hodge no alzó la mirada del papel sobre el que garabateaba.
—Es complicado. No lo comprenderías.
—Comprendo suficientes cosas. —Le pareció como si su amargura fuera a abrasarle la lengua—. Comprendo que Jace confiaba en usted, y usted lo ha entregado a un hombre que odiaba a su padre y que probablemente odia también a Jace, sólo porque es usted demasiado cobarde para vivir con una maldición que se mereció.
La cabeza de Hodge se alzó violentamente.
—¿Es eso lo que piensas?
—Es lo que sé.
Él dejó la pluma, sacudiendo la cabeza. Parecía cansado, y tan viejo, muchísimo más viejo de lo que Valentine había parecido, aunque tenían la misma edad.
—Tú sólo conoces partes y fragmentos, Clary. Y es mucho mejor para ti.
Dobló el papel en el que había estado escribiendo en un pulcro cuadrado y lo arrojó al fuego, que llameó de un brillante verde ácido antes de perder intensidad.
—¿Qué está haciendo? —exigió saber Clary.
—Enviar un mensaje.
Hodge dio la espalda al fuego. Se encontraba cerca de ella, separado únicamente por la pared invisible. La muchacha presionó los dedos contra ella, deseando poder hundírselos en los ojos a él..., aunque éstos aparecían tan tristes como enojados habían estado los de Valentine.
—Eres joven —continuó Hodge—. El pasado no es nada para ti, ni siquiera otro país como lo es para los viejos, o una pesadilla como lo es para los culpables. La Clave me puso esta maldición porque ayudé a Valentine. Pero yo no era el único miembro del Círculo que le servía... ¿No eran los Lightwood tan culpables como yo? ¿No lo eran los Wayland? Sin embargo, yo fui el único condenado a pasar toda mi vida sin poder sacar ni un pie fuera de aquí, ni siquiera la mano por la ventana.
—Eso no es culpa mía —replicó Clary—. Y tampoco es culpa de Jace. ¿Por qué castigarlo por lo que la Clave le hizo a usted? Puedo entender que entregase la Copa a Valentine, ¿pero Jace? Matará a Jace, tal y como mató al padre de Jace...
—Valentine —repuso Hodge— no mató al padre de Jace.
Un sollozo surgió del pecho de Clary.
—¡No le creo! ¡Todo lo que hace es decir mentiras! ¡Todo lo que ha dicho siempre eran mentiras!
—Vaya —repuso él—, el absolutismo moral de la juventud, que no permite concesiones. ¿No te das cuenta, Clary, de que a mi manera intento ser un buen hombre?
Ella negó con la cabeza.
—No funciona así. Las cosas buenas que haga no compensan las malas. Pero... —Se mordió el labio—. Si me dijera dónde está Valentine...
—No. —Hodge musitó la palabra—. Se dice que los nefilim son los hijos de los hombres y los ángeles. Todo lo que esta herencia angélica nos ha dado es una distancia mayor desde la que caer. —Tocó la superficie invisible de la pared con las yemas de los dedos—. No te criaron como uno de nosotros. No formas parte de esta vida de cicatrices y matanzas. Todavía puedes escapar. Abandona el Instituto, Clary, tan pronto como puedas. Márchate, y no regreses jamás.
—No puedo —contestó ella, negando con la cabeza—. No puedo hacerlo.
—Entonces te doy el pésame —dijo él, y abandonó la habitación.
La puerta se cerró tras Hodge, dejando a Clary en silencio. Sólo oía su propia respiración agitada y el escarbar de sus dedos contra la implacable barrera transparente situada entre ella y la puerta. La muchacha hizo exactamente lo que se había dicho que no haría, y se arrojó contra ella, una y otra vez, hasta quedar exhausta y conseguir que le dolieran los costados; luego se dejó caer al suelo e intentó no llorar.
En algún lugar al otro lado de la barrera, Alec se moría, mientras Isabelle esperaba a que Hodge apareciera y le salvara. En algún lugar más allá de aquella habitación, Valentine se dedicaba a zarandear violentamente a Jace para despertarlo. En algún lugar, las posibilidades de su madre disminuían por momentos, segundo a segundo. Y ella estaba atrapada allí, tan inútil e impotente como la criatura que era.
Entonces se sentó muy erguida, recordando el momento en casa de madame Dorothea cuando Jace le había puesto la estela en la mano. ¿Se la había llegado a devolver? Conteniendo la respiración, buscó en el bolsillo izquierdo; estaba vacío. Lentamente, introdujo la mano en el bolsillo derecho; los dedos sudorosos encontraron pelusa y luego resbalaron sobre algo duro, liso y redondo: ¡la estela!
Se puso en pie de un salto, con el corazón latiéndole apresuradamente, y palpó con la mano izquierda en busca de la pared invisible. Cuando la encontró, se apuntaló bien, haciendo avanzar muy despacio la punta de la estela con la otra mano hasta apoyarla sobre el aire suave y plano. Una imagen se formaba ya en su mente, parecida a un pez alzándose por entre aguas turbias, con el dibujo de las escamas tornándose cada vez más claro a medida que se acercaba a la superficie. Despacio primero, y luego con más seguridad, movió la estela sobre la pared, dejando unas llameantes líneas de un blanco ceniza flotando en el aire ante ella.
Percibió cuando la runa estaba finalizada, y bajó la mano, respirando pesadamente. Durante un momento, todo permaneció inmóvil y silencioso, y la runa flotó igual que un neón reluciente, abrasándole los ojos. Entonces se oyó el sonido de algo al quebrarse más fuerte de lo que ella había oído jamás, como si estuviera bajo una cascada de piedras que se estrellaban contra el suelo a su alrededor. La runa que había dibujado se tornó negra y se desmenuzó como si estuviera hecha de ceniza; el suelo tembló bajo sus pies; luego todo terminó, y supo, sin la menor duda, que era libre.
Sosteniendo aún la estela, corrió a la ventana y empujó la cortina a un lado. El crepúsculo descendía, y las calles estaban bañadas por un resplandor rojo violeta. Captó una clara visión de Hodge cruzando una calle, con rapidez con la cabeza gris balanceándose por encima de la multitud.
Salió disparada de la biblioteca, escaleras abajo, y sólo se detuvo para meterse la estela de nuevo en el bolsillo de la chaqueta. Descendió los peldaños a la carrera y alcanzó la calle con unas primeras punzadas de flato en el costado. La gente que paseaba a sus perros en el húmedo crepúsculo se apartó de un salto cuando ella pasó como una exhalación por la acera paralela al East River. Se vislumbró a sí misma en la ventana oscurecida de un edificio de apartamentos mientras doblaba una esquina a toda velocidad. Tenía los sudorosos cabellos aplastados contra la frente y el rostro cubierto por una costra de sangre seca.
Alcanzó el cruce donde había visto a Hodge. Por un momento pensó que lo había perdido. Pasó como una flecha por entre la multitud que se hallaba cerca de la entrada del metro, apartando a la gente a empujones, usando las rodillas y los codos como armas. Sudorosa y magullada, Clary salió libre de entre la multitud justo a tiempo de atisbar el traje de tweed, que desaparecía por la esquina de un estrecho callejón de servicio entre dos edificios.
Esquivó un contenedor y alcanzó la entrada del callejón. La garganta le ardía cada vez que respiraba. Aunque en la calle atardecía, en el callejón la oscuridad era total. Consiguió distinguir apenas a Hodge, de pie en el extremo opuesto del callejón, donde éste finalizaba sin salida en la parte trasera de un restaurante de comida rápida. Había basura del restaurante apilada en el exterior: con motones de bolsas de comida, platos sucios de papel y cubiertos de plástico, que crujieron con un sonido desagradable bajo las botas de Hodge cuando éste se volvió para mirarla. Clary recordó un poema que había leído en clase de inglés: «Creo que estamos en el callejón de las ratas / Donde los hombres muertos perdieron sus huesos».
—Me has seguido —dijo él—. No deberías haberlo hecho.
—Lo dejaré tranquilo si me dice dónde está Valentine.
—No puedo —respondió él—. Sabrá que te lo he dicho, y mi libertad será tan corta como mi vida.
—Lo será de todos modos cuando la Clave descubra que entregó la Copa Mortal a Valentine —indicó Clary—. Después de engañarnos para que la encontrásemos para usted. ¿Cómo puede vivir consigo mismo sabiendo lo que él planea hacer con ella?
Él la interrumpió con una corta carcajada.
—Temo más a Valentine que a la Clave, y también deberías hacerlo tú, si fueras sensata —explicó—. Habría hallado la Copa, tanto si yo le ayudaba como si no.
—¿Y no le importa que vaya a usarla para matar niños?
Un espasmo cruzó el rostro del tutor mientras daba un paso al frente; Clary vio brillar algo en su mano.
—¿Realmente todo esto te importa tanto?
—Ya se lo dije antes —respondió ella—. No puedo desentenderme por las buenas.
—Es una lástima —repuso él, y ella le vio alzar el brazo... y recordó a Jace diciéndole que el arma de Hodge había sido el chakram, el disco volante.
Se agachó incluso antes de ver el brillante círculo de metal silbando en dirección a su cabeza; el arma le pasó, zumbando, a pocos centímetros del rostro y se incrustó en la escalera de incendios de metal situada a su izquierda.
Alzó los ojos. Hodge la contemplaba, con un segundo disco de metal bien sujeto en la mano derecha.
—Todavía puedes huir —advirtió.
Ella alzó instintivamente las manos, aunque la lógica le indicaba que el chakram simplemente se las rebanaría en pedacitos.
—Hodge...
Algo pasó como una exhalación por delante de ella, algo enorme, gris, negro y vivo. Oyó que Hodge lanzaba un grito horrorizado. Retrocediendo con un traspié, Clary vio la cosa con más claridad cuando ésta se puso a andar de un lado a otro entre ella y Hodge. Era un lobo, de casi metro noventa de longitud, con un pelaje negro como el azabache recorrido por una única lista de pelo gris.
Hodge, con el disco de metal bien sujeto en la mano, estaba blanco como un hueso.
—Tú —musitó, y con una vaga sensación de sorpresa, Clary comprendió que le hablaba al lobo—. Pensaba que habías huido...
Los labios del lobo se echaron hacia atrás para mostrar los dientes, y la muchacha le vio la lengua colgando fuera. Había odio en los ojos del animal al mirar a Hodge, un odio total y humano.
—¿Has venido a por mí o a por la chica? —inquirió Hodge.
El sudor le caía por las sienes, pero la mano se mantenía firme.
El lobo avanzó despacio hacia él, gruñendo por lo bajo.
—Todavía hay tiempo —dijo Hodge—. Valentine volvería a aceptarte...
Lanzando un aullido, el lobo saltó. Hodge volvió a chillar; luego hubo un destello plateado, y un sonido escalofriante cuando el chakram se incrustó en el costado del animal. El lobo se alzó sobre las patas traseras, y Clary vio el borde del disco sobresaliendo del pelaje de la criatura, la sangre manando, justo cuando el animal caía sobre Hodge.
Hodge gritó una vez mientras se desplomaba, con las mandíbulas del lobo cerradas firmemente sobre el hombro. Un chorro de sangre saltó al aire igual que una rociada de pintura de una lata rota, salpicando de rojo la pared de cemento. El lobo alzó la cabeza del cuerpo inerte del tutor y giró la lobuna mirada gris hacia Clary, con los dientes chorreando líquido escarlata.
Ella no chilló. No le quedaba aire en los pulmones para poder emitir un sonido; se incorporó apresuradamente y corrió, corrió hacia la entrada del callejón y las familiares luces de neón de la calle, corrió hacia la seguridad del mundo real. Oyó al lobo gruñendo tras ella, sintió su ardiente respiración en las desnudas pantorrillas, e hizo un último esfuerzo, arrojándose hacia la calle...
Las mandíbulas del lobo se cerraron sobre su pierna, tirando de ella hacia atrás. Justo antes de que la cabeza golpeara en el duro pavimento, sumiéndola en la oscuridad, descubrió que, después de todo, sí tenía aire suficiente para gritar.
El sonido de agua goteando la despertó. Lentamente, Clary fue abriendo los ojos. No había mucho que ver. Yacía sobre un amplio catre que habían colocado en el suelo de una pequeña habitación de paredes sucias. Había una mesa desvencijada apoyada contra una pared, y sobre ella una palmatoria de latón barato donde lucía una gruesa vela roja, que proyectaba la única luz de la habitación. El techo estaba agrietado y manchado, con la humedad filtrándose por las fisuras de la piedra. Clary tuvo la vaga sensación de que le faltaba algo a la habitación, pero esa preocupación quedó superada por el fuerte olor a perro mojado.
Se sentó en la cama e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Un dolor lacerante le atravesó la cabeza igual que un pico, seguido por una atroz oleada de náusea. De haber habido alguna cosa en su estómago, habría vomitado.
Sobre el catre colgaba un espejo, balanceándose de un clavo hundido entre dos piedras. Le echó un vistazo y se sintió anonadada. No era extraño que le doliera la cara: largos arañazos paralelos discurrían desde el rabillo del ojo derecho a la comisura de la boca. Tenía una capa de sangre seca sobre la mejilla derecha, y manchas de sangre en el cuello y por toda la parte delantera de la camiseta y la chaqueta. Con un repentino ataque de pánico se llevó la mano al bolsillo, luego se tranquilizó. La estela seguía allí.
Fue entonces cuando reparó en lo que era raro de esa habitación. Un pared estaba formada por barrotes: gruesos barrotes de hierro que iban del suelo al techo. Estaba en una celda.
Con las venas cargadas de adrenalina, Clary se puso en pie tambaleándose. Una oleada de mareo la embargó, y se aferró a la mesa para mantener el equilibrio.
«No me desmayaré», se dijo en tono lúgubre. Entonces oyó pisadas.
Alguien venía por el pasillo que había fuera de la celda. Clary retrocedió contra la mesa.
Era un hombre. Llevaba una lámpara; su luz era más potente que la de la vela, lo que la hizo pestañear y lo convirtió a él en una sombra iluminada por detrás. Vio altura, espaldas cuadradas, cabellos desgreñados; hasta que él no empujó la puerta de la celda para abrirla y entró, no comprendió quién era.
Tenía el mismo aspecto: pantalones desgastados, camisa de tela vaquera, botas de trabajo, el mismo cabello irregular, los mismos lentes colocados sobre la parte baja del puente de la nariz. Las cicatrices que había observado a lo largo del costado de la garganta la última vez que le había visto eran ya zonas de piel brillante en vías de cicatrización.
Luke.
Todo aquello era demasiado para Clary. Agotamiento, falta de sueño y de comida, terror y pérdida de sangre, todo junto pudo más que ella y la envolvió como un torrente. Sintió que las rodillas se le doblaban mientras resbalaba hacia el suelo.
En unos segundos, Luke ya había cruzado la habitación. Se movió a tal velocidad que la agarró antes de que llegara a tocar el suelo, alzándola en brazos como lo había hecho cuando era una niña pequeña. La depositó sobre el catre y retrocedió, mirándola con ansiedad.
—¿Clary? —preguntó, alargando los brazos hacia ella—. ¿Estás bien?
Ella se echó hacia atrás, alzando las manos para rechazarle.
—No me toques.
Una expresión profundamente dolorida recorrió el rostro del hombre y, con gesto cansado, se pasó una mano por la frente.
—Imagino que me lo merezco —dijo.
—Sí. Ya lo creo.
La expresión del rostro de Luke era inquieta.
—No espero que vayas a confiar en mí...
—Mejor. Porque no confío.
—Clary... —Empezó a pasear a lo largo de la celda—. Lo que hice..., no espero que lo comprendas. Sé que crees que te abandoné...
—Desde luego que me abandonaste —replicó ella—. Me dijiste que no volviera a llamarte jamás. Nunca te importé. Nunca te importó mi madre. Mentiste respecto a todo.
—No —repuso—, no respecto a todo.
—Entonces, ¿es tu nombre realmente Luke Garroway? Sus hombros se hundieron apreciablemente.
—No —contestó, luego bajó rápidamente los ojos.
Una mancha rojo oscuro empezaba a extenderse por la parte frontal de su camisa de tela vaquera azul.
Clary se sentó muy erguida.
—¿Es eso sangre? —inquirió, y por un momento olvidó mostrarse furiosa.
—Sí —respondió Luke, oprimiéndose el costado con la mano—. La herida se debe haber vuelto a abrir cuando te levanté.
—¿Qué herida? —No pudo evitar preguntar Clary.
—Los discos de Hodge siguen siendo afilados —respondió él con deliberación—, aunque su brazo ya no lanza como antes. Creo que es posible que le haya dado a una costilla.
—¿Hodge? —inquirió ella—. ¿Cuándo te...?
Él la miró, sin decir nada, y ella recordó de repente al lobo del callejón, todo negro excepto por una franja gris a lo largo de un costado, y recordó que el disco lo había alcanzado, y comprendió.
—Eres un hombre lobo.
Luke apartó la mano de la camisa; los dedos estaban manchados de rojo.
—Ajá —respondió, lacónico.
Fue hacia la pared y golpeó con vivacidad: una, dos, tres veces. Luego se volvió otra vez hacia ella.
—Lo soy.
—Has matado a Hodge —exclamó ella, recordando.
—No. —Negó con la cabeza—. Le he herido de gravedad, creo, pero cuando regresé en busca del cuerpo, había desaparecido. Debió de arrastrarse lejos de allí.
—Le desgarraste el hombro —replicó ella—. Lo vi.
—Sí. Aunque vale la pena hacer notar que, en aquellos momentos, estaba intentando matarte. ¿Hizo daño a alguien más?
Clary hundió los dientes en el labio. Notó el sabor de la sangre, pero era sangre antigua de cuando Hugo la había atacado.
—Jace —contestó en un susurro—. Hodge lo dejó inconsciente y lo entregó a... a Valentine.
—¿A Valentine? —exclamó Luke con aspecto atónito—. Sabía que Hodge había dado a Valentine la Copa Mortal, pero no me había dado cuenta de que...
—¿Cómo sabías eso? —empezó a decir Clary, antes de recordar—. Me oíste hablar con Hodge en el callejón —siguió—. Antes de que saltases sobre él.
—Salté sobre él, como tú dices, porque estaba a punto de rebanarte la cabeza —indicó Luke, entonces alzó la vista cuando la puerta de la celda se abrió otra vez y entró un hombre alto, seguido por una mujer diminuta, tan baja que parecía una niña. Ambos vestían ropas sencillas e informales: pantalones y camisas de algodón, y los dos mostraban los mismos cabellos desaliñados y lacios, aunque los de la mujer eran rubios y los del hombre grises y negros como los de un tejón. Los dos tenían la misma clase de rostro joven y viejo a la vez, sin arrugas, pero con ojos cansados.
—Clary —dijo Luke—, te presento a mis segundo y tercero, Gretel y Alaric.
Alaric inclinó la enorme cabeza ante ella.
—Nos hemos visto antes. Clary se sobresaltó, alarmada.
—¿Lo hemos hecho?
—En el hotel Dumort —respondió él—. Clavaste tu cuchillo en mis costillas.
La muchacha se encogió contra la pared.
—Yo, bueno... Lo siento.
—No lo sientas —repuso él—. Fue un lanzamiento excelente. Deslizó una mano al interior del bolsillo superior de la camisa y extrajo el cuchillo de Jace, con su parpadeante ojo rojo. Se lo tendió.
—Creo que esto es tuyo. Clary lo miró fijamente.
—Pero...
—No te preocupes —le aseguró él—. He limpiado la hoja.
Incapaz de hablar, ella lo tomó. Luke reía entre dientes por lo bajo.
—Mirándolo a posteriori —comentó—, tal vez el ataque al Dumort no estuvo tan bien planeado como podría haberlo estado. Había puesto a un grupo de mis lobos a vigilarte, y debían protegerte si parecías hallarte en algún peligro. Cuando entraste en el Dumort...
—Jace y yo podíamos habérnoslas arreglado. —Clary metió la daga en su cinturón.
Gretel le dirigió una sonrisa tolerante.
—¿Es para eso para lo que nos ha llamado, señor?
—No —respondió Luke, y se tocó el costado—. La herida se ha abierto, y Clary tiene también algunas lesiones a las que no les irían mal unos pocos cuidados. Si no les importa traer los materiales...
Gretel inclinó la cabeza.
—Regresaré con el equipo de curación —indicó, y se marchó, con Alaric siguiéndola como una sombra de talla gigante.
—Te ha llamado «señor» —exclamó Clary, en cuanto la puerta de la celda se cerró tras ellos—. Y ¿qué significa eso de tu segundo y tu tercero? ¿Segundo y tercero qué?
—En el mando —respondió Luke lentamente—. Soy el líder de esta jauría de lobos. Por eso Gretel me ha llamado «señor». Créeme, me costó mi buen trabajo hacerle abandonar la costumbre de llamarme «amo».
—¿Lo sabía mi madre?
—¿Sabía qué?
—Que eres un hombre lobo.
—Sí, lo ha sabido desde que sucedió.
—Ninguno de ustedes, por supuesto, pensó en mencionármelo.
—Yo te lo habría dicho —repuso Luke—. Pero tu madre fue categórica respecto a que no supieras nada sobre cazadores de sombras ni sobre el Mundo de las Sombras. Yo no podía explicar que era un hombre lobo como alguna especie de incidente aislado, Clary. Todo forma parte del esquema más amplio que tu madre no quería que vieras. No sé lo que has averiguado...
—Una barbaridad —respondió ella con rotundidad—. Sé que mi madre era una cazadora de sombras. Sé que estuvo casada con Valentine, que le robó la Copa Mortal y se ocultó. Sé que después de tenerme, me llevó a ver a Magnus Bane cada dos años para que me eliminara la Visión. Sé que cuando Valentine intentó conseguir que le dijeras dónde estaba la Copa a cambio de la vida de mi madre, tú le dijiste que ella no te importaba.
Luke se quedó mirando la pared.
—No sabía dónde estaba la Copa —afirmó—. Ella nunca me lo dijo.
—Podrías haber intentado negociar...
—Valentine no negocia. Nunca lo ha hecho. Si no tiene él la ventaja, ni siquiera se acercará a la mesa. Es totalmente obstinado y carece por completo de compasión, y aunque tal vez en un tiempo amara a tu madre, no vacilaría en matarla. No, no estaba dispuesto a negociar con Valentine.
—¿Así que simplemente decidiste abandonarla? —preguntó ella, furiosa—. ¿Eres el líder de toda una jauría de seres lobos y simplemente decidiste que ella ni siquiera necesitaba realmente tu ayuda? ¿Sabes?, ya era bastante malo cuando pensaba que eras otro cazador de sombras y le habías dado la espalda a ella debido a algún estúpido juramento de cazador de sombras o algo así, pero ahora sé que no eres más que un asqueroso subterráneo a quien ni siquiera le importó que todos esos años ella te tratara como un amigo... como a un igual... ¡y así es como se lo pagas!
—Oye como hablas —dijo Luke en voz queda—. Pareces un Lightwood.
Ella entrecerró los ojos.
—No hables de Alec e Isabelle como si los conocieras.
—Me refería a sus padres —replicó él—. A los que sí conocí, muy bien de hecho, cuando éramos todos cazadores de sombras.
La muchacha sintió cómo sus labios se abrían sorprendidos.
—Sé que estabas en el Círculo, pero ¿cómo evitaste que averiguaran que eras un hombre lobo? ¿No lo sabían?
—No —respondió Luke—. Porque no nací hombre lobo. Me convirtieron en uno. Y ya veo que para conseguir persuadirte de que escuches cualquier cosa que tenga que decir, vas a tener que escuchar la historia completa. Es un largo relato, pero creo que disponemos de tiempo para ello.