La noche se había vuelto aún más calurosa y correr a casa fue como nadar a toda velocidad en sopa hirviendo. En la esquina de su cuadra, Clary se vio atrapada por una semáforo en rojo. Se removió nerviosamente arriba y abajo sobre las puntas de los pies, mientras el tráfico pasaba zumbando en una masa borrosa de faros. Intentó volver a llamar a su casa, pero Jace no le había mentido: su teléfono no era un teléfono. Al menos no se parecía a ningún teléfono que Clary hubiese visto antes. Los botones del sensor no tenían números, sólo más de aquellos símbolos extravagantes, y no había pantalla.
Mientras trotaba calle arriba en dirección a su casa, vio que las ventanas del segundo piso estaban iluminadas, la acostumbrada señal de que su madre estaba en casa.
«Estupendo —se dijo—. Todo está bien.»
Pero sintió un nudo en el estómago en cuanto pisó la entrada. La luz del techo se había fundido, y el vestíbulo estaba a oscuras. Las sombras parecían llenas de movimientos clandestinos. Con un estremecimiento, empezó a subir la escalera.
—¿Y a dónde crees que vas? —dijo una voz.
Clary se volvió.
—¿Qué...?
Se interrumpió. Sus ojos se estaban ajustando a la penumbra, y podía distinguir la forma de un sillón enorme, colocado frente a la puerta cerrada de madame Dorothea. La anciana estaba encajada en su interior como un cojín demasiado relleno. En la penumbra, Clary sólo distinguió la forma redonda del rostro empolvado, el abanico de encaje blanco en la mano y la abertura de la boca cuando habló.
—Tu madre —dijo Dorothea—, ha estado haciendo un buen alboroto ahí arriba. ¿Qué está haciendo? ¿Moviendo muebles?
—No creo...
—Y el foco de la escalera se fundió, ¿te has dado cuenta? —Dorothea golpeó el brazo del asiento con el abanico—. ¿No puede hacer tu madre que su novio la cambie?
—Luke no es...
—El tragaluz también necesita que lo laven. Está asqueroso. No me sorprende que esto esté casi tan oscuro como la boca del lobo.
«Luke NO es el casero», quiso decirle Clary, pero no lo hizo. Aquello era típico de su anciana vecina. Una vez que consiguiera que Luke pasara por allí y cambiara el foco, le pediría que hiciera un centenar de otras cosas: ir a hacer las compras, limpiar la ducha. En una ocasión le había hecho hacer pedazos un viejo sofá con una hacha para poderlo sacar del departamento sin tener que desmontar la puerta de sus goznes.
—Lo preguntaré —dijo Clary, suspirando.
—Será mejor que lo hagas. —Dorothea cerró el abanico de golpe con un movimiento de muñeca.
La sensación de Clary de que algo no iba bien no hizo más que acrecentarse cuando llegó a la puerta del departamento. Estaba sin cerrar con llave, algo entreabierta, derramando un haz de luz en forma de cuña sobre el rellano. Con una sensación de creciente pánico, empujó la puerta para abrirla del todo.
Dentro del departamento, las luces estaban prendidas: todas las lámparas refulgían encendidas en toda su luminosidad. El resplandor le hirió los ojos.
Las llaves y la bolsa rosa de su madre estaban sobre el pequeño estante de hierro forjado situado junto a la puerta, donde siempre los dejaba.
—¿Mamá? —llamó—. Mamá, estoy en casa.
No hubo respuesta. Entró en la sala. Las dos ventanas estaban abiertas, con metros de diáfanas cortinas blancas ondulando en la brisa, igual que fantasmas inquietos. Únicamente cuando el viento amainó y las cortinas se quedaron quietas, advirtió Clary que habían arrancado los almohadones del sofá y los habían desperdigado por la habitación. Algunos estaban desgarrados longitudinalmente, con las entrañas de algodón derramándose sobre el suelo. Habían volcado las estanterías y esparcido su contenido. La banca del piano estaba caída de costado, abierta como una herida, con los queridos libros de música de Jocelyn desparramados por el suelo.
Lo más aterrador eran los cuadros. Cada uno de ellos había sido cortado del marco y rasgado en tiras, que estaban esparcidas por el suelo. Sin duda lo habían hecho con un cuchillo; resultaba casi imposible romper una tela con las manos. Los marcos vacíos parecían huesos pelados. Clary sintió que un grito se alzaba en el interior de su pecho.
—¡Mamá! —chilló—. ¿Dónde estás? ¡Mami!
No había llamado «mami» a Jocelyn desde que cumplió los ocho.
Con el corazón desbocado, corrió al interior de la cocina. Estaba vacía; las puertas de los armarios, abiertas; una botella de salsa Tabasco rota vertía picante líquido rojo sobre el linóleo. Sintió las rodillas como si fueran bolsas de agua. Sabía que debía salir corriendo del apartamento, llegar hasta un teléfono, llamar a la policía. Pero todas aquellas cosas parecían distantes; primero necesitaba encontrar a su madre, necesitaba ver que estaba bien. ¿Y si habían entrado ladrones y su madre se había defendido...?
«¿Qué clase de ladrones no se llevarían la billetera, o la tele, o el reproductor de DVD, o los caros portátiles?», pensó.
Estaba ya ante la puerta del dormitorio de su madre. Por un momento pareció como si esa habitación, al menos, hubiera permanecido intacta. La colcha de flores hecha a mano de Jocelyn estaba cuidadosamente doblada sobre el edredón. El propio rostro de Clary sonreía desde lo alto de la mesita de noche, con cinco años y una sonrisa desdentada enmarcada por unos cabellos rojizos. Un sollozo se alzó en el pecho de Clary.
«Mamá —lloró interiormente—, ¿qué te ha sucedido?»
El silencio le respondió. No, no silencio; un ruido atravesó el apartamento, poniéndole de punta los cabellos de la nuca. Era como si derribaran algo, un objeto pesado chocando contra el suelo con un golpe sordo. El golpe sordo fue seguido por un sonido deslizante, de algo al ser arrastrado... e iba hacia el dormitorio. Con el estómago contraído por el terror, Clary se irguió apresuradamente y se volvió despacio.
Por un momento le pareció que el umbral estaba vacío, y sintió una oleada de alivio. Luego miró abajo.
Estaba agazapada en el suelo; era una criatura larga y cubierta de escamas, con un conjunto de planos ojos negros colocados justo en el centro de la parte delantera de su cráneo abovedado. Parecía un cruce entre un caimán y un ciempiés; tenía un hocico grueso y plano, y una cola de púas que restallaba amenazadora de lado a lado. Múltiples patas se contrajeron debajo de la criatura mientras ésta se preparaba para saltar.
Un alarido brotó de la garganta de Clary, que se tambaleó hacia atrás, tropezó y cayó, justo cuando la criatura se abalanzaba sobre ella. Rodó a un lado, y el animal no la alcanzó por cuestión de centímetros, y resbaló sobre el suelo de madera, en el que sus zarpas abrieron profundos surcos. Un gruñido sordo borboteó de la garganta del animal.
Clary se incorporó a toda prisa y corrió hacia el pasillo, pero la cosa era demasiado rápida para ella. Volvió a saltar, aterrizando justo encima de la puerta, donde se quedó colgada igual que una maligna araña gigante, mirándola fijamente con su conjunto de ojos. Las mandíbulas se abrieron lentamente para mostrar una hilera de colmillos que derramaban baba verdosa. Una lengua larga y negra se agitó hacia el exterior por entre las fauces, mientras la cosa gorjeaba y siseaba. Horrorizada, Clary comprendió que los ruidos que aquello emitía eran palabras.
—Chica —siseó—. Carne. Sangre. Para comer, ah, para comer. El monstruo empezó a deslizarse lentamente pared abajo. Alguna parte de Clary había pasado más allá del terror a una especie de inmovilidad glacial. La cosa estaba sobre sus patas ahora, arrastrándose hacia ella. Retrocediendo, la muchacha agarró un pesado marco con una fotografía de la cómoda que tenía al lado —ella misma, junto con su madre y Luke en Coney Island, a punto de montar en los autos chocones— y se la arrojó al monstruo.
La fotografía lo alcanzó en la región abdominal y rebotó, golpeando el suelo con el sonido de cristal haciéndose añicos. La criatura no pareció notarlo. Siguió hacia ella, con el cristal roto astillándose bajo sus patas.
—Huesos, para triturar, para succionar el tuétano, para beber las venas...
La espalda de Clary golpeó la pared. No podía retroceder más. Notó un movimiento contra su cadera y casi saltó fuera de sí. El bolsillo. Hundió la mano dentro y sacó el objeto de plástico que le había quitado a Jace. El sensor se estremecía, igual que un teléfono móvil puesto en modo de vibración. El duro material resultaba casi dolorosamente caliente en su palma. Cerró la mano alrededor del sensor justo cuando la criatura saltaba.
La bestia se precipitó contra ella, derribándola al suelo; la cabeza y los hombros de Clary chocaron contra éste. Se retorció lateralmente, pero esa cosa era demasiado pesada. Estaba encima de ella, un peso opresivo y viscoso que hacía que sintiera náuseas.
—Para comer, para comer —gimió la cosa—. Pero no está permitido, tragar, saborear.
El abrasador aliento que le caía sobre el rostro apestaba a sangre. Clary no podía respirar. Las costillas parecían a punto de hacérsele pedazos. Tenía el brazo inmovilizado entre el cuerpo y el monstruo, con el sensor clavándosele en la palma. Se retorció, intentando liberar la mano.
—Valentine nunca lo sabrá. No dijo nada sobre una chica. Valentine no se enojará.
La boca sin labios se contorsionó cuando las fauces se abrieron, lentamente, y una oleada de ardiente aliento apestoso cayó sobre el rostro de Clary.
La mano de la muchacha quedó libre, y con un alarido, golpeó a la bestia, deseando machacarla, cegarla. Casi había olvidado el sensor, pero cuando la criatura se le abalanzó hacia el rostro, con las fauces de par en par, lo incrustó entre sus dientes. Sintió cómo la baba, caliente y ácida, le cubría la muñeca y le caía en gotas abrasadoras sobre la piel al descubierto del rostro y la garganta. Como desde muy lejos, se oyó a sí misma chillar.
Casi sorprendida, la criatura se echó violentamente hacia atrás con el sensor alojado entre dos dientes. Gruñó con un pastoso zumbido enojado, y echó la cabeza hacia atrás. Clary la vio tragar, vio el movimiento de la garganta.
«Soy la siguiente —pensó, aterrorizada—. Soy...»
De repente, la bestia empezó a contorsionarse. Presa de espasmos incontrolables, rodó fuera de Clary y sobre la espalda, con las múltiples patas agitándose en el aire. Un fluido negro le brotó de la boca.
Jadeando, Clary rodó sobre sí misma y empezó a gatear, alejándose de la criatura. Casi había alcanzado la puerta cuando oyó que algo silbaba en el aire cerca de su cabeza. Intentó agacharse, pero fue demasiado tarde. Un objeto chocó violentamente contra su nuca, y ella se desplomó, sumiéndose en la oscuridad.
A través de sus párpados se abría paso una luz azul, blanca y roja. Se oía un agudo gemido, que se tornaba cada vez más agudo, como el grito de un niño aterrado. Clary tomó aire y abrió los ojos.
Estaba tumbada sobre una hierba fría y húmeda. El cielo nocturno ondulaba en lo alto, el brillo peltre de las estrellas desteñido por las luces de la ciudad. Jace estaba arrodillado a su lado, con los brazaletes de plata de las muñecas lanzando destellos luminosos, mientras rompía en tiras el trozo de tela que sostenía.
—No te muevas.
El lamento amenazaba con partirle los oídos, así que Clary movió la cabeza lateralmente, desobediente, y fue recompensada con una cortante punzada de dolor que le descendió veloz por la espalda. Estaba tendida sobre un trozo de pasto, detrás de los cuidados rosales de Jocelyn. El follaje le ocultaba en parte la visión de la calle, donde un coche de policía, con la barra de luz azul y blanca centelleando, se hallaba detenido sobre el bordillo, haciendo sonar la sirena. Un pequeño grupo de vecinos se había reunido ya, mirando con atención mientras la puerta del coche se abría y dos oficiales en uniforme azul descendían de él.
La policía. Intentó incorporarse y volvió a sentir arcadas, los dedos se le contrajeron sobre la tierra húmeda.
—Te dije que no te movieras —siseó Jace—. Ese demonio rapiñador te alcanzó en la parte posterior del cuello. Estaba medio muerto, de modo que no fue un gran picotazo, pero tenemos que llevarte al Instituto. Quédate quieta.
—Esa cosa..., el monstruo..., hablaba. —Clary temblaba sin poderse contener.
—Ya has oído hablar a un demonio antes.
Las manos de Jace se movían con delicadeza mientras le deslizaba la tira de tela bajo el cuello y la anudaba. Estaba embadurnada con algo ceroso, como el ungüento de jardinero que su madre usaba para mantener suaves las manos, maltratadas por la pintura y la trementina.
—El demonio del Pandemónium... parecía una persona.
—Era un demonio eidolon. Un cambiante. Los rapiñadores parecen lo que parecen. No son muy atractivos, pero son demasiado estúpidos para que les importe.
—Dijo que iba a comerme.
—Pero no lo hizo. Lo mataste. —Jace finalizó el nudo y se recostó.
Con gran alivio para Clary, el dolor en la parte posterior del cuello se había desvanecido. Se incorporó para sentarse.
—La policía está aquí. —Su voz era como el croar de una rana—. Deberíamos...
—No hay nada que puedan hacer. Probablemente alguien te oyó gritar y los llamó. Diez a uno a que ésos no son auténticos agentes de policía. Los demonios saben cubrir sus huellas.
—Mi madre —dijo Clary, obligando a las palabras a salir a través de la garganta inflamada.
—Hay veneno de rapiñador circulando por tus venas justo en estos momentos. Estarás muerta en una hora si no vienes conmigo.
Se puso de pie y le tendió una mano. Ella la tomó, y él la levantó de un tirón.
—Vamos.
El mundo se ladeó. Jace le pasó una mano por la espalda, sosteniéndola. El muchacho olía a polvo, sangre y metal.
—¿Puedes caminar?
—Eso creo.
Clary echó una ojeada a través de los rosales llenos de flores. Vio cómo la policía ascendía por el camino. Uno de ellos, una mujer delgada, sostenía una linterna en una mano. Cuando la alzó, Clary vio que la mano estaba descarnada; era una mano esquelética terminada en afilados huesos en las puntas de los dedos.
—Su mano...
—Te dije que podían ser demonios. —Jace echó un vistazo a la parte trasera de la casa—. Tenemos que salir de aquí. ¿Podemos pasar por el callejón?
Clary negó con la cabeza.
—Está tapiado. No hay salida...
Sus palabras se disolvieron en un ataque de tos. Alzó una mano para taparse la boca, y cuando la apartó estaba roja. Lanzó un gemido.
Jace le agarró la muñeca y se la giró de modo que la parte blanca y vulnerable de la cara anterior del brazo quedara al descubierto bajo la luz de la luna. Tracerías de venas azules recorrían el interior de la piel, transportando sangre envenenada al corazón y al cerebro. Clary sintió que las rodillas se le doblaban. Jace tenía algo en la mano, algo afilado y plateado. Intentó retirar la mano, pero él la sujetaba con demasiada fuerza. Sintió un punzante beso sobre la piel. Cuando el muchacho la soltó, vio pintado un símbolo negro como los que le cubrían a él la piel, justo bajo el pliegue de la muñeca. Parecía un conjunto de círculos que se encimaban.
—¿Qué se supone que hace eso?
—Te ocultará —respondió él—. Temporalmente.
Deslizó la cosa que Clary había creído que era un cuchillo dentro del cinturón. Era un largo cilindro luminoso, grueso como un dedo índice y que se estrechaba hasta terminar en punta.
—Mi estela —dijo él.
Clary no preguntó qué era eso. Estaba ocupada intentando no caerse. El suelo se balanceaba bajo sus pies.
—Jace —dijo, y se desplomó contra él.
Él la sujetó como si estuviera acostumbrado a sujetar a jovencitas que se desmayaban, como si lo hiciera todos los días. A lo mejor así era. La tomó entre sus brazos, diciéndole algo al oído que sonó parecido a «Alianza». Clary echó la cabeza hacia atrás para mirarle, pero sólo vio las estrellas dando volteretas laterales en el cielo oscuro sobre su cabeza. Entonces desapareció el fondo de todas partes, y ni siquiera los brazos de Jace a su alrededor fueron suficientes para impedirle caer.