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REPUDIADO








La sala de armas tenía exactamente el aspecto que algo llamado «la sala de armas» se suponía que debía tener. Las paredes de metal pulido estaban adornadas con toda clase de espadas, dagas, estiletes, picas, horcas de guerra, bayonetas, látigos, mazas, garfios y arcos. Bolsas de suave cuero llenas de flechas oscilaban colgadas de ganchos, y había montones de botas, protectores de piernas y guantes para muñecas y brazos. El lugar olía a metal, a cuero y a pulimento para acero. Alec y Jace, que ya no iba descalzo, estaban sentados ante una larga mesa situada en el centro de la habitación, con la cabeza inclinada sobre un objeto colocado entre ellos. Jace alzó la mirada cuando la puerta se cerró detrás de Clary.

—¿Dónde está Hodge? —preguntó.

—Escribiendo a los Hermanos Silenciosos.

Alec contuvo un estremecimiento.

—¡Puaj!

La joven se acercó a la mesa lentamente, consciente de la mirada de Alec.

—¿Qué hacen?

—Dándole los últimos toques a estas cosas.

Jace se hizo a un lado para que ella pudiese ver lo que había sobre la mesa: tres largas varitas delgadas de una plata que brillaba débilmente. No parecían afiladas ni especialmente peligrosas.

Sanvi, Sansanvi y Semangelaf. Son cuchillos serafín.

—No parecen cuchillos. ¿Cómo los hacen? ¿Con magia?

Alec se mostró horrorizado, como si le hubiese pedido que se pusiera un tutú y efectuara una perfecta pirueta de ballet.

—Lo gracioso respecto a los mundis —dijo Jace, sin dirigirse a nadie en concreto— es lo obsesionados que están con la magia para ser un grupo de gente que ni siquiera sabe lo que significa la palabra.

Yo sé lo que significa —le dijo Clary con brusquedad.

—No, no lo sabes, simplemente crees que lo sabes. La magia es una fuerza oscura y elemental, no tan sólo un montón de varitas centelleantes, bolsas de cristal y peces de colores que hablan.

Yo nunca dije que fuera un montón de peces de colores parlantes, tú...

Jace agitó una mano, interrumpiéndola.

—Si alguien llama a una anguila eléctrica «patito de goma», eso no convierte a la anguila en patito, ¿no es cierto? Por tanto, que Dios se apiade del pobre desgraciado que decide que quiere darse un baño con el «patito».

—Estás diciendo tonterías —observó Clary.

—No es verdad —replicó Jace, con gran dignidad.

—Sí, lo es —dijo Alec, de un modo bastante inesperado—. Mira, nosotros no hacemos magia, ¿de acuerdo? —añadió, sin mirar a Clary—. Eso es todo lo que necesitas saber al respecto.

Clary quiso replicarle, pero se contuvo. A Alec ella no parea gustarle, así que de nada servía empeorar su hostilidad. Volvió la cabeza hacia Jace.

—Hodge dijo que puedo ir a casa.

Jace estuvo a punto de soltar el cuchillo serafín que sostenía.

—¿Que dijo qué?

—Para buscar en las cosas de mi madre —corrigió ella—. Si me acompañas.

—Jace —exhaló Alec, pero Jace no le hizo caso.

—Si realmente quieres demostrar que uno de mis padres era un cazador de sombras, deberíamos buscar entre las cosas de mi madre. Lo que queda de ellas.

—Meternos en la madriguera del conejo. —Jace sonrió maliciosamente—. Buena idea. Si vamos ahora mismo, deberíamos tener otras tres o cuatro horas de luz solar.

—¿Quieren que vaya con ustedes? —preguntó Alec, mientras Clary y Jace se encaminaban a la puerta.

Clary volvió la cabeza para mirarle. Había medio abandonado la silla, con ojos expectantes.

—No. —Jace no volvió la cabeza—. No es necesario. Clary y yo podemos ocuparnos de esto solos.

La mirada que Alec lanzó a Clary fue tan agria como el veneno. La joven se alegró cuando la puerta se cerró tras ella.

Jace encabezó la marcha por el pasillo, con Clary medio trotando para mantenerse a la altura de su larga zancada.

—¿Tienes las llaves de tu casa? Clary echó una ojeada a sus tenis.

—Sí.

—Estupendo. No es que no pudiéramos entrar por la fuerza, pero tendríamos mayores posibilidades de perturbar las salvaguardas que pudiera haber instaladas si lo hiciéramos.

—Si tú lo dices.

El pasillo se ensanchó en un vestíbulo con suelo de mármol, con una verja de metal negro colocada en una pared. Hasta que Jace no oprimió un botón que había junto a la puerta y éste se iluminó, ella no comprendió que se trataba de un ascensor. Éste crujió y gimió mientras subía para ir a su encuentro.

—¿Jace?

—¿Sí?

—¿Cómo supiste que tenía sangre de cazador de sombras? ¿Había algún modo con el que pudieras darte cuenta?

El ascensor llegó con un último crujido. Jace descorrió el pasador de la reja y la deslizó a un lado, abriéndola. El interior recordó a Clary una jaula para pájaros, todo en metal negro y decorativos pedacitos dorados.

—Lo imaginé —dijo él, pasando el pasador de la puerta tras ellos—. Parecía la explicación más probable.

—¿Lo imaginaste? Debiste de haber estado muy seguro, teniendo en cuenta que podías haberme matado.

El muchacho presionó un botón en la pared, y el ascensor dio una sacudida, poniéndose en marcha con un vibrante gemido que ella notó en todos los huesos de los pies.

—Estaba un noventa por ciento seguro.

—Comprendo —dijo Clary.

Algo en su voz hizo que él se volviera para mirarla. La mano de Clary restalló contra su cara en un bofetón que lo balanceó hacia atrás sobre los talones. Se llevó la mano a la mejilla, más sorprendido que dolorido.

—¿A qué diablos viene eso?

—El otro diez por ciento —contestó ella, y descendieron el resto del trayecto hasta la calle en silencio.



Jace pasó el viaje en metro hasta Brooklyn envuelto en un silencio enojado. Clary permaneció pegada a él de todos modos, sintiéndose un tanto culpable, en especial cuando miraba la marca roja que su bofetón le había dejado en la mejilla.

En realidad no le importaba el silencio, le daba una oportunidad para pensar. No dejaba de revivir la conversación con Luke, una y otra vez. Le dolía pensar en ella, era como morder con un diente roto, pero no podía dejar de hacerlo.

Algo más allá en el vagón, dos adolescentes sentadas en un banco naranja reían tontamente. La clase de chicas que a Clary nunca le habían gustado en San Javier, luciendo sandalias rosa intenso y falsos bronceados. Por un instante, se preguntó si se reirían de ella, antes de advertir, con sobresaltada sorpresa, que miraban a Jace.

Recordó a la chica de la cafetería que había estado mirando fijamente a Simon. Las chicas siempre tenían aquella expresión en la cara cuando pensaban que alguien era guapo. Debido a todo lo que había sucedido casi había olvidado que Jace era realmente guapo. El muchacho carecía de la delicada belleza de camafeo de Alec, pero el rostro de Jace era más interesante. A la luz del día, sus ojos eran del color del almíbar dorado y estaban... mirándola directamente. El muchacho enarcó una ceja.

—¿Puedo ayudarte en algo?

Clary se convirtió, al instante, en traidora para con las de su sexo.

—Esas chicas del otro extremo del vagón te están mirando. Jace adoptó un aire de sosegada complacencia.

—Por supuesto que lo hacen —dijo—. Soy increíblemente atractivo.

—¿No has oído nunca que la modestia es una característica atrayente?

—Sólo de personas feas —le confió él—. Puede que los mansos hereden la tierra, pero por el momento, pertenece a los presuntuosos. Como yo.

Guiñó un ojo a las muchachas, que rieron nerviosamente y se ocultaron tras sus cabellos.

—¿Cómo es que pueden verte? —inquirió Clary con un suspiro.

—Usar glamours, es decir, encantamientos es un incordio. A veces no nos molestamos en hacerlo.

El incidente con las chicas en el tren pareció ponerle, al menos, de mejor humor. Cuando abandonaron la estación y ascendieron la colina en dirección al departamento de Clary, Jace sacó uno de los cuchillos serafín de su bolsillo y empezó a moverlo a un lado y a otro por entre los dedos y sobre los nudillos, canturreando para sí.

—¿Tienes que hacer esto? —preguntó ella—. Es irritante.



Jace canturr en voz más alta. Era una especie de sonoro tarareo melódico, algo entre Cumpleaños Feliz y el El himno de batalla de la república.

—Lamento haberte pegado —dijo Clary.

Él dejó de tararear.

—Alégrate de haberme pegado a y no a Alec. Él te lo habría devuelto.

—Parece morirse de ganas por tener esa oportunidad —comentó Clary, pateando una lata vacía fuera de su camino—. ¿Qué fue lo que Alec te llamo? Para... algo.

Parabatai respondió Jace—. Significa una pareja de guerreros que combaten juntos..., que están más unidos que los hermanos. Alec es más que simplemente mi mejor amigo. Mi padre y su padre eran parabatai de jóvenes. Su padre fue mi padrino; es por eso que vivo con ellos. Son mi familia adoptiva.

—Pero tu apellido no es Lightwood.

—No —respondió él. Ella habría querido preguntarle cuál era, pero habían llegado a su casa, y el corazón había empezado a palpitarle tan ruidosamente que estaba segura de que se podía oír a kilómetros de distancia. Oía un zumbido en los oídos, y tenía las palmas de las manos húmedas de sudor. Se detuvo frente a la cerca de ramas y alzó los ojos lentamente, esperando ver la cinta amarilla adhesiva de la policía acordonando la puerta delantera, vidrios rotos esparcidos por el pasto y todo el lugar reducido a escombros.

Pero no había señales de destrucción. Bañada en una agradable luz de las primeras horas de la tarde, la casa de piedra rojiza parecía resplandecer. Las abejas zumbaban perezosamente alrededor de los rosales bajo las ventanas de madame Dorothea.

Tiene el aspecto de siempre —dijo Clary.

—Exteriormente. —Jace metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó otro de los artefactos de metal y plástico que ella había tomado por un teléfono móvil.

—Así que eso es un sensor. ¿Qué hace? —preguntó.

—Capta frecuencias, como hace una radio, pero estas frecuencias son de origen demoniaco.

—¿Demonios en onda corta?

—Algo parecido. —Jace alar el sensor ante él mientras se acercaba a la casa. El objeto chasqueó levemente mientras ascendían la escalera, luego paró. Jace frunció el entrecejo.

»Está captando indicios de actividad, pero eso podrían ser simplemente vestigios de esa noche. No recibo nada lo bastante fuerte como para indicar que haya demonios presentes ahora.

Clary soltó una bocanada de aire, que no había advertido que estaba conteniendo.

—Estupendo.

Se inclinó para recuperar las llaves. Cuando se irguió, vio los arañazos en la puerta principal. La última vez debía estar demasiado oscuro como para verlos. Parecían marcas de zarpas, largas y paralelas, hundidas profundamente en la madera.

Jace le tocó el brazo.

—Entraré yo primero —dijo.

Clary quiso decirle que no necesitaba ocultarse detrás de él, pero las palabras no querían salir. Notaba el sabor del terror que había sentido al ver por primera vez al rapiñador. El sabor era ácido y metálico en su lengua, igual que viejos peniques.

Jace empujó la puerta con una mano para abrirla, haciéndole una seña para que lo siguiese con la mano que sostenía el sensor. Una vez en el vestíbulo, Clary parpadeó, ajustando los ojos a la penumbra. El foco del techo seguía fundido, el tragaluz demasiado sucio para dejar entrar luz y había espesas sombras sobre el suelo despostillado. La puerta de madame Dorothea estaba firmemente cerrada. No se veía ninguna luz a través de la rendija de abajo. Clary se preguntó inquieta si le habría sucedido algo.

Jace alzó la mano y la pasó por la barandilla. Estaba húmeda cuando la apartó, manchada de algo que parecía rojo negruzco bajo la pobre luz.

—Sangre.

—A lo mejor es mía. —La voz de Clary sonó muy débil—. De la otra noche.

—Estaría seca ya si lo fuera —dijo Jace—. Vamos.

Subió por las escaleras, con Clary pegada a su espalda. El rellano estaba oscuro, y ella tuvo que hacer tres intentos con las llaves antes de conseguir introducir la correcta en la cerradura. Jace se inclinó sobre ella, observando impaciente.

—No respires sobre mi cuello —siseó la muchacha; la mano le temblaba violentamente.

Finalmente, los ganchillos encajaron y la cerradura se abrió con un chasquido.

Jace jaló a Clary hacia atrás.

Yo entraré primero.

La muchacha vaciló, luego se hizo a un lado para dejarlo pasar. Tenía las palmas de las manos pegajosas, y no por el calor. De hecho, hacía fresco en el interior del departamento, casi frío.... Un aire gélido se escurrió por la entrada, aguijoneándole la piel. Sintió que se le ponía la carne de gallina, mientras seguía a Jace por el pequeño pasillo y al interior de la salita.

Estaba vacía. Sorprendente y totalmente vacía, tal y como había estado cuando se mudaron allí: paredes y suelo desnudos, sin mobiliario, incluso las cortinas habían sido arrancadas de las ventanas. Únicamente tenues recuadros más claros en la pintura de la pared mostraban el lugar donde habían estado colgados los cuadros de su madre. Como en un sueño, Clary fue en dirección a la cocina, con Jace andando tras ella con los ojos claros entrecerrados.

La cocina estaba igual de vacía, incluso el refrigerador había desaparecido, junto con las sillas y la mesa; los armarios de la cocina estaban abiertos y los estantes vacíos le recordaron una canción infantil. Carraspeó.

—¿Para qué querrían los demonios nuestro microondas? —preguntó.