LA PUERTA DE CINCO DIMENSIONES
El departamento de madame Dorothea parecía tener más o menos la misma distribución que el de Clary, aunque la mujer había hecho un uso distinto del espacio. El vestíbulo, que apestaba a incienso, estaba adornado con cortinas de cuentas y pósters astrológicos. Uno mostraba las constelaciones del zodiaco; otro, una guía de los símbolos mágicos chinos, y otro más, una mano con los dedos desplegados, cada línea de la palma cuidadosamente etiquetada. Por encima de la mano aparecían, escritas en latín, las palabras «In Manibus Fortuna». Estantes estrechos, que contenían libros apilados, cubrían la pared situada junto a la puerta.
Una de las cortinas de cuentas repiqueteó, y madame Dorothea asomó la cabeza a través de ella.
—¿Interesada en la quiromancia? —dijo, reparando en la mirada de Clary—. ¿O simplemente fisgona?
—Nada de eso —respondió la muchacha—. ¿Realmente puede decir la buenaventura?
—Mi madre poseía un gran talento. Podía ver el futuro de un hombre en su mano o en las hojas del fondo de su taza de té. Me enseñó algunos de sus trucos. —Transfirió la mirada a Jace—. Hablando de té, jovencito, ¿quieres un poco?
—¿Qué? —preguntó él, con aspecto turbado.
—Té. Encuentro que sirve a la vez para asentar el estómago y para que la mente se concentre. Una bebida maravillosa, el té.
—Yo tomaré té —dijo Clary, reparando en lo mucho que hacía que no había comido o bebido algo.
Sentía como si hubiera estado funcionando a base de pura adrenalina desde que despertó.
Jace sucumbió.
—De acuerdo. Siempre y cuando no sea Earl Grey —añadió, arrugando la fina nariz—. Odio la bergamota.
Madame Dorothea rió socarronamente en voz alta y volvió a desaparecer detrás de la cortina de cuentas, dejándola balanceándose suavemente tras ella.
Clary miró a Jace enarcando las cejas.
—¿Odias la bergamota? —preguntó.
Jace se había acercado a la estrecha estantería y examinaba su contenido.
—¿Hay algún problema?
—Puede que seas el único chico de mi edad que he conocido que sabe qué es la bergamota, y aún más que se encuentra en el té Earl Grey.
—Sí, bueno —dijo él, con una expresión altanera—. No soy como otros chicos. Además —añadió, extrayendo un libro del estante—, en el Instituto tenemos que tomar clases en usos medicinales básicos de las plantas. Es un requisito.
—Imaginaba que sus clases eran cosas como Carnicería 101 y Decapitación para principiantes.
Jace pasó una página.
—Muy divertido, Fray.
Clary, que había estado estudiando el póster de quiromancia, se volvió en redondo hacia él.
—No me llames así.
Él alzó la mirada, sorprendido.
—¿Por qué no? Es tu apellido, ¿verdad?
La imagen de Simon se alzó ante los ojos de la muchacha. Simon, la última vez que lo había visto, siguiéndola atónito con la mirada mientras ella salía corriendo de Java Jones. Volvió a mirar el póster, pestañeando.
—No hay ningún motivo.
—Entiendo —dijo Jace, y ella supo por su voz que sí entendía, más de lo que ella quería que entendiese; le oyó dejar el libro de vuelta en el estante—. Esto debe de ser la basura que mantiene como fachada para impresionar a mundanos crédulos —dijo, y su voz sonó asqueada—. No hay un solo texto serio aquí.
—Sólo porque no sea la clase de magia que tú haces... —empezó Clary enojada.
Él la miró con cara de pocos amigos, silenciándola.
—Yo no hago magia —dijo—. Métetelo en la cabeza: los seres humanos no usan la magia. Es parte de lo que los hace humanos. Las brujas y los brujos sólo pueden usar magia porque tienen sangre de demonios.
Clary se tomó unos instantes para procesar aquello.
—Pero yo te he visto usar magia. Usas armas hechizadas...
—Uso instrumentos que son mágicos. Y justo para poder hacer eso, tengo que recibir un riguroso adiestramiento. Los tatuajes de runas en la piel también me protegen. Si tú intentaras usar uno de los cuchillos serafín, por ejemplo, probablemente te abrasaría la carne, quizá te mataría.
—¿Y si tuviera los tatuajes? —preguntó Clary—. ¿Podría usarlos?
—No —respondió Jace enojado—, las Marcas son sólo parte de ello. Existen pruebas, retos, varios niveles de adiestramiento... Oye, simplemente olvídalo, ¿de acuerdo? Mantente alejada de mis cuchillos. De hecho, no toques ninguna de mis armas sin mi permiso.
—Vaya, adiós a mi plan para venderlos en eBay —rezongó Clary.
—¿Venderlos dónde?
Clary le dedicó una sonrisa insulsa.
—Un lugar mítico de gran poder mágico.
Jace pareció confuso, luego encogió los hombros.
—La mayoría de los mitos son ciertos, al menos en parte.
—Empiezo a captarlo.
La cortina de cuentas volvió a repiquetear, y apareció la cabeza de madame Dorothea.
—El té está en la mesa —anunció—. No hay necesidad de que ustedes dos se queden aquí de pie como asnos. Pasen al saloncito.
—¿Hay un saloncito? —preguntó Clary.
—Por supuesto que hay un saloncito —repuso ella—. ¿En qué otra parte iba yo a recibir a las visitas?
—Dejaré el sombrero con el lacayo —indicó Jace. Madame Dorothea le lanzó una mirada sombría.
—Si fueras la mitad de gracioso de lo que crees que eres, muchacho, serías el doble de gracioso de lo que eres.
Volvió a desaparecer a través de la cortina, y su sonoro «¡ja!» quedó casi sofocado por el tintineo de las cuentas.
Jace frunció el cejo.
—No estoy muy seguro de qué quería decir con eso.
—¿De verdad? —repuso Clary—. Yo lo entendí perfectamente.
Atravesó decidida la cortina antes de que él pudiera replicar.
El saloncito estaba tan pobremente iluminado que Clary necesitó varios pestañeos antes de que sus ojos se adaptaran. Luz tenue esbozaba las cortinas de terciopelo negro corridas sobre toda la pared izquierda. Pájaros y murciélagos disecados pendían del techo mediante finas cuerdas, con brillantes cuentas negras ocupando el lugar de los ojos. El suelo estaba cubierto de alfombras persas raídas que escupían bocanadas de polvo al ser pisadas. Un grupo de sillones de color rosa se hallaban colocados alrededor de una mesa baja. Un mazo de cartas del tarot atadas con una cinta de seda ocupaba un extremo de la mesa; una bola de cristal sobre un soporte dorado, el otro. En el centro de la mesa había un servicio de té dispuesto para las visitas: un plato de emparedados cuidadosamente apilados, una tetera azul (humeante) y dos tazas de té con platillos a juego, colocadas con esmero frente a dos de los sillones.
—¡Vaya! —exclamó Clary con voz débil—. Esto tiene un aspecto magnífico.
Se acomodó en uno de los sillones. Sentarse era una sensación agradable.
Dorothea sonrió; los ojos le centelleaban con un humor malicioso.
—Tomen un poco de té —dijo, levantando la tetera—. ¿Leche? ¿Azúcar?
Clary miró de soslayo a Jace, que estaba sentado a su lado y había tomado posesión del plato de emparedados. Examinaba uno con atención.
—Azúcar —contestó Clary.
Jace se encogió de hombros, tomó un bocadillo y dejó el plato sobre la mesa. Clary le observó cautelosa mientras le daba un mordisco. El joven volvió a encogerse de hombros.
—Pepino —dijo, en respuesta a la mirada fija de la muchacha.
—En mi opinión, los emparedados de pepino son justo lo apropiado para el té, ¿verdad que sí? —inquirió madame Dorothea, sin dirigirse a nadie en particular.
—Odio el pepino —declaró Jace, y le pasó el resto de su emparedado a Clary.
Ésta le dio un mordisco: estaba condimentado con justo la cantidad apropiada de mayonesa y pimienta. Las tripas le retumbaron en agradecido reconocimiento por la primera comida que probaban desde los nachos que había comido con Simon.
—Pepino y bergamota —comentó Clary—. ¿Hay alguna otra cosa que odies que yo deba saber?
Jace miró a Dorothea por encima del borde de su taza de té.
—Los mentirosos —respondió.
La mujer depositó con calma la tetera en la mesa.
—Puedes llamarme mentirosa todo lo que quieras. Es cierto, no soy una bruja. Pero mi madre lo era.
—Eso es imposible —exclamó Jace, atragantándose con su té.
—¿Por qué imposible? —preguntó Clary, llena de curiosidad. Tomó un sorbo de té. Era amargo, fuertemente aromatizado con un dejo a humo de turba.
Jace soltó una bocanada de aire.
—Porque son medio humanas, medio demonios. Todas las brujas y todos los brujos son cruza de razas. Y puesto que son cruza, no pueden tener hijos. Son estériles.
—Como las mulas —dijo Clary pensativamente, recordando algo dicho en su clase de biología—. Las mulas son cruces estériles.
—Tu conocimiento de los animales de cría es pasmoso —indicó Jace—. Todos los subterráneos son, en cierta medida, demonios, pero únicamente los brujos son los hijos de progenitores demonios. Es por eso que sus poderes son los más fuertes.
—Los vampiros y los hombres lobo... ¿son también demonios en parte? ¿Y las hadas?
—Los vampiros y los hombres lobo son el resultado de enfermedades traídas por los demonios desde sus dimensiones de residencia. La mayoría de las enfermedades de los demonios son mortales para los humanos, pero en esos casos causaron cambios extraños en los infectados, sin matarlos en realidad. Y las hadas...
—Las hadas son ángeles caídos —dijo Dorothea—, expulsadas de los cielos por su orgullo.
—Ésa es la leyenda —repuso Jace—. También se dice que son la progenie de los demonios y los ángeles, lo que siempre me ha parecido más probable. El bien y el mal, mezclándose. Las hadas son tan hermosas como se supone que son los ángeles, pero tienen una gran cantidad de malicia y crueldad en su interior. Y habrás reparado en que la mayoría evita el sol del mediodía...
—Pues el demonio carece de poder —dijo Dorothea en voz baja, como si recitara una vieja rima—, excepto en la oscuridad.
Jace le dedicó una mueca de desagrado.
—¿Cómo que «se supone que son»? —preguntó Clary a Jace—. Quieres decir que los ángeles no...
—Se acabaron los ángeles —indicó Dorothea, mostrándose repentinamente realista—. Es cierto que los brujos no pueden tener hijos. Mi madre me adoptó porque quería asegurarse de que habría alguien que se ocuparía de este lugar una vez que ella ya no estuviera. Yo no tengo que dominar la magia. Sólo tengo que observar y custodiar.
—¿Custodiar qué? —quiso saber Clary.
—Sí, ¿qué?
Con un guiño, la mujer alargó la mano para tomar un emparedado del plato, pero éste ya estaba vacío. Clary se los había comido todos. Dorothea lanzó una risita divertida.
—Es bueno ver a una joven comiendo hasta hartarse. En mis tiempos, las chicas eran criaturas robustas y llenas de energía, no los palillos que son hoy en día.
—Gracias —dijo Clary.
Pensó en la cintura diminuta de Isabelle y se sintió repentinamente enorme. Dejó la taza vacía en la mesa con un repiqueteo.
Al instante, madame Dorothea se abalanzó sobre la taza y contempló su interior con atención, mientras una línea aparecía entre sus cejas trazadas a lápiz.
—¿Qué? —preguntó Clary, nerviosa—. ¿He agrietado la taza o algo?
—Está leyendo tus hojas del té —explicó Jace en tono aburrido, pero se inclinó hacia adelante junto con Clary mientras Dorothea hacía girar la taza una y otra vez en sus gruesos dedos, con el ceño fruncido.
—¿Es malo? —inquirió Clary.
—No es ni malo ni bueno. Resulta confuso. —Dorothea miró a Jace—. Dame tu taza —ordenó.
Jace se mostró ofendido.
—Pero no me he terminado mi...
La anciana le arrebató la taza de la mano y arrojó el exceso de té al interior de la tetera. Torciendo el gesto, contempló los restos.
—Veo violencia en tu futuro, una gran cantidad de sangre derramada por ti y por otros. Te enamorarás de la persona equivocada. También, tienes un enemigo.
—¿Sólo uno? Ésa es una buena noticia.
Jace se recostó en su asiento mientras Dorothea dejaba su taza y volvía a tomar la de Clary. Negó con la cabeza.
—No hay nada que yo pueda leer aquí. Las imágenes están mezcladas, carecen de sentido. —Echó una ojeada a Clary—. ¿Hay un bloqueo en tu mente?
Clary se sintió perpleja.
—¿Un qué?
—Como un hechizo que podría ocultar un recuerdo, o que podría haber obstaculizado tu Visión.
Clary negó con la cabeza.
—No, claro que no.
Jace se incorporó, alerta.
—No te precipites —dijo—. Afirma no recordar haber tenido jamás la Visión antes de esta semana. Quizá...
—A lo mejor simplemente soy de desarrollo lento —le espetó Clary—. Y no me mires burlándote sólo porque he dicho eso.
Jace adoptó un aire herido.
—No iba a hacerlo.
—Ibas a burlarte, lo he visto.
—Quizá —admitió Jace—, pero eso no significa que no esté en lo cierto. Algo impide el paso de tus recuerdos, estoy casi seguro de ello.
—Muy bien, probemos otra cosa.
Dorothea dejó la taza y alargó la mano hacia las cartas del tarot envueltas en seda. Las abrió en abanico y se las tendió a Clary.
—Desliza la mano sobre estas cartas hasta que toques una que notes caliente o fría, o que parezca adherirse a tus dedos. Entonces sácala y muéstramela.
Obedientemente, Clary pasó los dedos sobre las cartas. Resultaban frescas al tacto, y resbaladizas, pero ninguna parecía especialmente cálida o fría. Finalmente, seleccionó una al azar y la sostuvo en alto.
—El as de copas —dijo Dorothea, pareciendo desconcertada—. La carta del amor.
Clary le dio la vuelta y la miró. La carta resultaba pesada en su mano, el dibujo estaba hecho con auténtica pintura. Mostraba una mano sosteniendo una copa frente a un sol lleno de rayos pintado con pintura dorada. La copa estaba hecha de oro, esculpida con un dibujo de soles más pequeños y adornada con rubíes. El estilo de la obra le era tan familiar como su propio aliento.
—Es una buena carta, ¿verdad?
—No necesariamente. Las cosas más terribles que hacen los hombres, las hacen en nombre del amor —contestó madame Dorothea con ojos relucientes—. Pero es una carta poderosa. ¿Qué significa para ti?
—Que mi madre la pintó —dijo Clary, y dejó caer la carta sobre la mesa—. Lo hizo, ¿verdad?
Dorothea asintió, con una expresión de satisfecha complacencia en el rostro.
—Pintó toda la baraja. Un regalo para mí.
—Eso dice usted. —Jace se puso en pie, con la mirada fría—. ¿Cuánto conocía a la madre de Clary?
Clary alzó la cabeza para mirarle.
—Jace, no tienes que...
Dorothea se recostó en el sillón, con las cartas abiertas en abanico sobre el regazo.
—Jocelyn sabía lo que yo era, y yo sabía lo que ella era. No hablábamos mucho sobre ello. A veces me hacía favores..., como pintar esta baraja de cartas para mí..., y a cambio yo le contaba algún que otro chismorreo del Submundo. Había un nombre al que me pidió que estuviera atenta por si lo oía, y lo hice.
La expresión de Jace era inescrutable.
—¿Qué nombre era ése?
—Valentine.
Clary se sentó muy tiesa en su asiento.
—Pero eso es...
—Y cuando dice que sabía lo que Jocelyn era, ¿a qué se refiere? ¿Qué era ella? —inquirió Jace.
—Jocelyn era lo que era —respondió la mujer—. Pero en su pasado había sido como tú. Una cazadora de sombras. Un miembro de la Clave.
—No —musitó Clary.
Dorothea la miró con ojos casi bondadosos.
—Es cierto. Eligió vivir en esta casa precisamente porque...
—Porque esto es un Santuario —cortó Jace a Dorothea—. ¿No es cierto? Su madre era un Control. Ella creó este espacio, oculto, protegido; es un lugar perfecto para que se oculten los subterráneos que huyen. Eso es lo que hace, ¿verdad? Oculta criminales aquí.
—Tú los llamarías así —dijo Dorothea—. ¿Estás familiarizado con el lema de la Alianza?
—Sed lex dura lex —contestó Jace automáticamente—. La Ley es dura pero es la Ley.
—En ocasiones la Ley es demasiado dura. Sé que la Clave me habría apartado del lado de mi madre, de haber podido. ¿Quieres que les permita hacer eso a otros?
—De modo que es una filántropa. —Jace hizo una mueca—. Supongo que espera que crea que los subterráneos no le pagan magníficamente por su Santuario.
Dorothea sonrió ampliamente, lo suficiente para mostrar un destello de molares de oro.
—No todos podemos salir adelante sólo con nuestra belleza como tú.
Jace no pareció afectado por la adulación.
—Debería hablarle a la Clave sobre usted...
—¡No puedes! —Clary se había puesto en pie—. Lo prometiste.
—Jamás prometí nada. —Jace mostró una expresión de rebeldía. Avanzó a grandes zancadas hacia la pared y apartó a un lado una de las colgaduras de terciopelo.
—¿Quiere decirme qué es esto? —exigió.
—Es una puerta, Jace —dijo Clary.
Sí era una puerta, extrañamente colocada en la pared entre dos ventanas salidizas. Era evidente que no podía ser una puerta que condujera a ninguna parte, o habría sido visible desde el exterior de la casa. Parecía como si estuviera hecha de algún metal que brillaba quedamente, de un tono más parecido a la mantequilla que al latón, pero grueso como el hierro. La perilla tenía forma de ojo.
—Cállate —replicó Jace—. Es un Portal. ¿Verdad?
—Es una puerta de cinco dimensiones —afirmó Dorothea, volviendo a depositar las cartas del tarot sobre la mesa—. Las dimensiones no son todas líneas rectas, ya lo sabes —añadió, en respuesta a la mirada perpleja de Clary—. Hay hondonadas y pliegues y recovecos y ranuras todos bien escondidos. Es un poco difícil de explicar cuando no se ha estudiado nunca teoría dimensional, pero, en esencia, esa puerta puede llevarte a cualquier parte a la que quieras ir en esta dimensión. Es...
—Una salida de escape —repuso Jace—. Es por eso que tu madre quería vivir aquí. Para poder huir en un instante.
—Entonces porque no lo... —empezó Clary, y se interrumpió, repentinamente horrorizada—. Por mí —exclamó—. No quería marcharse sin mí. Así que se quedó.
Jace negaba con la cabeza.
—No puedes culparte.
Clary sintió que las lágrimas se acumulaban bajo sus párpados, y apartó a Jace para dirigirse a la puerta.
—Quiero ver adónde habría ido —dijo, alargando la mano hacia la puerta—. Quiero ver adónde quería escapar...
—¡Clary, no!
Jace alargó el brazo para detenerla, pero los dedos de la joven estaban ya cerrados sobre la perilla. Éste giró rápidamente bajo su mano, y la puerta se abrió de golpe como si ella la hubiese empujado. Dorothea se puso pesadamente en pie con un grito, pero era demasiado tarde. Antes de que pudiera acabar siquiera la frase, Clary se vio lanzada hacia adelante y cayó al vacío.