—Eso no es cierto.

—Qué halagador —murmuró Isabelle mirando la sopa, pero sonreía con suficiencia.

—Ah, sí que lo es replicó Jace—. Anda, pídeselo; entonces ella podrá rechazarte y el resto de nosotros podrá seguir con sus vidas mientras tú supuras miserable humillación. —Chasqueó los dedos—. Date prisa, chico mundi, tenemos trabajo que hacer.

Simon desvió la mirada, colorado y violento. Clary, que un momento antes se habría sentido mezquinamente complacida, sintió una oleada de cólera hacia Jace.

—Déjalo tranquilo —masculló—. No hay necesidad de mostrarse como un sádico sólo porque él no es uno de ustedes.

—Uno de nosotros —le corrigió Jace, pero la dura expresión haa desaparecido de sus ojos—. Voy en busca de Hodge. Vengan o no, ustedes eligen.

La puerta de la cocina se cerró tras él, dejando a Clary sola con Simon e Isabelle.

Isabelle echó un poco de sopa en un cuenco y lo empujó a través de la repisa hacia Simon sin mirarle. Seguía sonriendo con suficiencia, no obstante; Clary podía percibirlo. La sopa era de color verde oscuro, adornada con cosas marrones que flotaban.

—Me voy con Jace —dijo Clary—. ¿Simon...?

Vodarmequí —farfulló él, mirándose los pies.

—¿Qué?

Voy a quedarme aquí. —Simon se instaló en un taburete—. Tengo hambre.

—Muy bien.

Clary sentía una sensación tirante en la garganta, como si se hubiera tragado algo o bien muy caliente o muy frío. Abandonó majestuosamente la cocina, con Iglesia escabulléndose junto a sus pies como una nebulosa sombra gris.

En el pasillo, Jace se dedicaba a hacer girar uno de los cuchillos serafín entre los dedos. Lo guardó en el bolsillo cuando la vio.

—Muy amable de tu parte dejar a los tortolitos en lo suyo.

Clary lo miró con cara de pocos amigos.

—¿Por qué eres siempre tan imbécil?

—¿Imbécil? —Jace parecía a punto de echarse a rr.

—Lo que le dijiste a Simon...

—Intentaba ahorrarle un poco de dolor. Isabelle hará trocitos su corazón y lo pisoteará con sus botas de tacón alto. Eso es lo que le hace a chicos como él.

—¿Es eso lo que te hizo a ti? —inquirió ella, pero Jace se limitó a menear la cabeza antes de volverse hacia Iglesia.

—Hodge —dijo—. Y que sea realmente Hodge esta vez. Llévanos a cualquier otra parte, y te convertiré en una raqueta de tenis.

El gato persa lanzó un bufido y se escabulló por el pasillo delante de ellos. Clary, yendo un poco por detrás de Jace, pudo ver la tensión y el cansancio en la línea de los hombros del muchacho. Se preguntó si la tensión lo abandonaba realmente alguna vez.

—Jace.

El joven la miró.

—¿Qué?

—Lo siento. Siento haberte hablado con brusquedad.

—¿Qué vez? —inquirió él con una risita divertida.

—Tú también me hablas con brusquedad, ya lo sabes.

—Lo respondió él, sorprendiéndola—. Hay algo en ti que resulta tan...

—¿Irritante?

—Perturbador.

Quiso preguntarle si lo decía como algo bueno o como algo malo, pero no lo hizo. Tenía demasiado miedo de que hiciera un chiste con la respuesta. Intentó buscar otra cosa que decir.

—¿Siempre les hace la cena Isabelle? —preguntó.

—No, gracias a Dios. La mayoría de las veces los Lightwood están aquí, y Maryse, la madre de Isabelle, cocina para nosotros. Es una cocinera increíble.

Adoptó una expresión soñadora, igual que lo había hecho Simon al contemplar a Isabelle preparando la sopa.

—Entonces ¿por qué no le enseñó a Isabelle?

En aquel momento, cruzaban la sala de música donde había encontrado a Jace tocando el piano esa mañana. Las sombras se habían acumulado rápidamente en las esquinas.

—Porque —contestó Jace despacio—, hace poco tiempo que las mujeres se han convertido en cazadores de sombras junto con los hombres. Me refiero a que siempre ha habido mujeres en la Clave, dominando el conocimiento de las runas, creando armamento, enseñando las Artes de Matar, pero únicamente unas pocas eran guerreras, las que poseían habilidades excepcionales. Tuvieron que luchar para que las adiestraran. Maryse formó parte de la primera generación de mujeres de la Clave adiestradas con total naturalidad... y creo que nunca enseñó a Isabelle a cocinar porque temía que si lo hacía, Isabelle quedaría permanentemente relegada a la cocina.

—¿La habrían relegado? —inquirió ella con curiosidad.

Clary se acordó de Isabelle en el Pandemónium, en la confianza en misma que había mostrado y la seguridad con que había usado su sanguinario látigo.

Jace rió con suavidad.

—No. Isabelle es uno de los mejores cazadores de sombras que he conocido.

—¿Mejor que Alec?

Iglesia, que corría raudo y silencioso delante de ellos en la oscuridad, se detuvo de improviso y maulló. Estaba agazapado a los pies de una escalera de caracol, que se izaba en espiral hacia el interior de una neblinosa penumbra sobre su cabeza.

—Así que está en el invernadero —dijo Jace. Clary tardó un instante en comprender que le hablaba al gato—. No es ninguna sorpresa.

—¿El invernadero? —inquirió Clary.

Jace ascendió de un salto al primer peldaño.

—A Hodge le gusta estar ahí arriba. Cultiva plantas medicinales, cosas que podemos usar. La mayoría de ellas sólo crecen en Idris. Creo que le recuerdan su hogar.

Clary lo siguió. Sus zapatos taconeaban en los peldaños de metal; los de Jace no.

—¿Es mejor que Isabelle? —continuó preguntando—. Alec, quiero decir.

Jace se detuvo y bajó la mirada hacia ella, inclinándose desde los peldaños como si se preparara para dejarse caer. Clary recordó su sueño: ángeles que caían y ardían.

—¿Mejor? repitió—. ¿Matando demonios? No, no realmente. Él nunca ha matado a un demonio.

—¿De veras?

—No por qué no. A lo mejor porque siempre nos está protegiendo a Izzy y a mí.

Habían llegado a lo alto de la escalera. Un juego de puertas dobles apareció ante ellos, esculpidas con dibujos de hojas y enredaderas. Jace las abrió empujando con los hombros.

El olor azotó a Clary en cuanto cruzó las puertas: un fuerte olor a plantas, el olor de cosas vivas y en crecimiento, de tierra y de raíces que crecían en tierra. Había esperado algo de mucha menor envergadura, algo del tamaño del pequeño invernadero que había detrás de San Javier, donde los alumnos de biología de nivel avanzado clonaban guisantes, o hacían lo que fuera que hiciesen. Lo que tenía ante sí era un enorme recinto con paredes de cristal, bordeado de árboles cuyas ramas profusamente pobladas de hojas perfumaban el aire con un fresco aroma vegetal. Había arbustos cubiertos de lustrosas bayas rojas, moradas y negras, y árboles pequeños de los que colgaban frutos de formas curiosas que no había visto nunca antes.

Exhaló.

—Huele a...

«Primavera —pensó—, antes de que llegue el calor y aplaste las hojas convirtiéndolas en pulpa y marchite los pétalos de las flores.»

—A casa —concluyó Jace—, para mí.

Apartó una rama que colgaba y se agachó para pasar por el lado. Clary le siguió.

El invernadero estaba diseñado sin seguir un orden concreto, según le pareció al ojo inexperto de la joven, pero dondequiera que mirara había un derroche de color: flores azul morado derramándose por el costado de un brillante arbusto verde, una enredadera llena de capullos naranja que brillaban como joyas.

Salieron a un espacio despejado donde un banco bajo de granito descansaba contra el tronco de un árbol llorón con hojas de un verde plateado. En un estanque de roca con un borde de piedra brillaba tenuemente el agua. Hodge estaba sentado en el banco, con su pájaro negro posado en el hombro. Había estado contemplando pensativo el agua, pero miró al cielo cuando se acercaron. Clary siguió la dirección de su mirada y vio el techo de cristal del invernadero, brillando sobre ellos como la superficie de un lago invertido.

—Parece como si estuvieras esperando algo —comentó Jace, rompiendo una hoja de una rama próxima y enroscándola en los dedos.

Clary pensó que, para ser alguien que parecía tan contenido, Jace tenía gran cantidad de hábitos nerviosos. A lo mejor simplemente le gustaba estar siempre en movimiento.

—Estaba absorto en mis pensamientos.

Hodge se alzó del banco, alargando el brazo para Hugo. La sonrisa le desapareció del rostro cuando los miró.

—¿Qué ha pasado? Parece como si...

—Nos han atacado —contestó Jace sucintamente—. Repudiados.

—¿Guerreros repudiados? ¿Aquí?

—Un guerrero —explicó Jace—. Sólo vimos uno.

—Pero Dorothea dijo que había más —añadió Clary.

—¿Dorothea? —Hodge alzó una mano—. Sería más fácil si me explicaran los acontecimientos en orden.

—De acuerdo.

Jace dedicó a Clary una mirada de advertencia, acallándola antes de que pudiera empezar a hablar. Luego se embarcó en una enumeración de los acontecimientos del día, omitiendo sólo un detalle: que los hombres del departamento de Luke habían sido los mismos hombres que habían matado a su padre hacía siete años.

—El amigo de la madre de Clary, o lo que sea que es en realidad, se hace llamar Luke Garroway —finalizó por fin Jace—. Pero mientras estábamos en su casa, los hombres que afirmaban ser emisarios de Valentine se refirieron a él como Lucian Graymark.

—Y sus nombres eran...

—Pangborn —dijo Jace—. Y Blackwell.

Hodge se había puesto muy pálido. En contraste con su piel grisácea, la cicatriz de su mejilla destacaba como un torzal de alambre rojo.

—Es lo que me temía —masculló, medio para sí—. El Círculo vuelve a alzarse.

Clary miró a Jace en busca de una aclaración, pero él parecía tan perplejo como ella.

—¿El Círculo? —preguntó.

Hodge sacudía la cabeza como si intentara expulsar telarañas de su cerebro.

Vengan conmigo —dijo—. Es hora de que les muestre algo.

Las lámparas de gas estaban encendidas en la biblioteca, y las lustrosas superficies de roble del mobiliario refulgían como sombrías joyas. Surcados de sombras, los rostros austeros de los ángeles que sostenían el enorme escritorio parecían n s llenos de dolor. Clary se sentó en el sofá rojo, con las piernas dobladas bajo la barbilla; Jace permaneció apoyado nerviosamente en el brazo del sofá, junto a ella.

—Hodge, si necesitas ayuda para buscar...

—En absoluto. —Hodge emergió de detrás del escritorio, sacudiéndose el polvo de las rodillas de los pantalones—. Lo he encontrado.

Sostenía un enorme libro encuadernado en piel marrón. Fue pasando páginas con un ansioso dedo, pestañeando como un búho desde atrás de sus gafas y mascullando.

—Dónde... dónde... ¡ah, aquí está! —Se aclaró la garganta antes de leer en voz alta—: «Por la presente rindo obediencia incondicional al rculo y a sus principios... Estaré preparado para arriesgar mi vida en cualquier momento por el Círculo, con el fin de preservar la pureza de los linajes de Idris, y por el mundo mortal cuya seguridad se nos ha encomendado».

Jace hizo una mueca.

—¿De dónde era eso?

—Era el juramento de lealtad del Círculo de Raziel, hace veinte años —explicó Hodge, con una voz que sonó extrañamente cansada.

—Suena escalofriante repuso Clary—. Como una organización fascista o algo así.

Hodge dejó el libro en la mesa. Su expresión era tan afligida y grave como la de las estatuas de los ángeles bajo el escritorio.

—Eran un grupo de cazadores de sombras —dijo despacio—, dirigidos por Valentine, dedicados a eliminar a todos los subterráneos y devolver el mundo a un estado «más puro». Su plan era aguardar a que los subterráneos llegaran a Idris para firmar los Acuerdos. Los Acuerdos deben renovarse cada quince años, para mantener potente su magia —añadió, en consideración a Clary—. Valentine y su gente planeaban asesinar a todos los subterráneos en ese momento, desarmados e indefensos. Pensaban que este acto terrible encendería la chispa de una guerra entre humanos y subterráneos..., una que tenían la intención de ganar.

—Eso fue el Levantamiento —concluyó Jace, reconociendo por fin en el relato de Hodge uno que ya le era familiar—. No sabía que Valentine y sus seguidores tenían un nombre.

—Ese nombre no se pronuncia a menudo en la actualidad —indicó Hodge—. Su existencia sigue siendo un motivo de vergüenza para la Clave. La mayoría de los documentos relativos a sus miembros han sido destruidos.

—Entonces, ¿por qué tienes una copia de ese juramento? —inquirió Jace.

Hodge vaciló... sólo un momento, pero Clary lo vio, y sintió un leve e inexplicable estremecimiento de aprensión que le subía por la espalda.

—Porque —respondió él por fin— yo ayudé a escribirlo.

Jace alzó los ojos.

—¡Tú estabas en el Círculo!

—Lo estuve. Muchos de nosotros lo estuvimos. —Hodge miraba directamente al frente—. La madre de Clary también.

Clary se echó hacia atrás como si la hubiese abofeteado.

—¿Qué?

—He dicho...

—¡Ya sé lo que ha dicho! Mi madre jamás habría pertenecido a algo como eso. Una especie de... una especie de grupo extremista.

—No era... —empezó Jace, pero Hodge le atajó.

—Dudo que ella tuviera mucha elección —dijo lentamente, como si pronunciar esas palabras le apenaran.

Clary le miró fijamente.

—¿De qué está hablando? ¿Por qué no habría tenido elección?

—Porque —contestó Hodge— era la esposa de Valentine.