3
MPEZAMOS a buscar la mula porque queríamos liberar nuestras ánimas.
Lo de que éramos ánimas en pena se le ocurrió a Rodríguez. Yo no tenía ninguna pena aunque no lo dije, porque a lo mejor a los otros les parecía mal que a mí no me importara que el lechero se quedara sin su mula, y es que en el pueblo todos los aprecian mucho y dicen que es un buenazo.
Lo primero que encontramos fue la tartana toda rota. Se le habían salido las ruedas y cada una había tomado una dirección. Los laterales estaban completamente destrozados. Esto nos desanimó mucho porque, como dijo Rodríguez, si así estaba el carro, qué habría sido de la pobre mula. Podíamos despedirnos de encontrarla viva.
Al oírlo, José Ignacio casi se echa a llorar. Pensaba que, si no restituíamos la mula, nuestras almas vagarían penando toda la eternidad y nuestros cuerpos continuarían en el mundo gimiendo de un lado a otro. Y por lo visto eso de andar gimiendo es algo muy malo.
—Pues si hay que gemir, yo gimo -rió Seve.
José Ignacio le puso muy mala cara y dijo que no era para tomarlo a broma. El, por su parte, iba a seguir buscando la mula porque, mientras no encontráramos el cadáver por lo menos, no podíamos decir que estaba muerta.
Nosotros le seguimos. Subimos al camino del monte, lo desandamos, aparecimos de nuevo en la carretera general. Para que nadie nos viera, nos arrastramos por la cuneta, pero nada. La mula no se veía por allí tampoco. José Ignacio estaba cada vez más bobo, diciendo lo de vagar por toda la eternidad, y los demás empezamos ya a cansarnos de estar muertos.
—Pues si ya os habéis aburrido, imaginad lo que tiene que ser quedarnos así, por los siglos de los siglos. Si la mula no aparece, eso es lo que nos espera.
Entonces yo me enfadé. Le dije que ya estaba bien de tanto hablar de la mula, como si ésa fuera la única obra buena que se podía hacer en la muerte, y que yo liberaría mi ánima cuando quisiera. Porque había mil cosas que podía reparar, como por ejemplo volver a apilar la leña de mi casa, que la había dejado tirada un día que jugué a hacer con ella un fortín fenómeno, y mi madre se enfadó porque no la recogí.
—Yo regaré las lechugas de la huerta por las noches, y así mi padre no tendrá que madrugar -decidió Rodríguez.
Y José Ignacio, que es un cabezón, dijo:
—Yo seguiré buscando la mula.
Seve tenía puesta la cara de pensar, con el entrecejo arrugado y los dientes apretados. No paraba de pensar. Al fin sonrió y dijo:
—Si alguno de vosotros cree que yo me pienso pasar la muerte haciéndoles cosas a los demás, se equivoca. A mí no me asusta ser un alma en pena y, para una vez que soy un fantasma, lo que pienso hacer es divertirme. Me divertiré de lo lindo apareciéndome a quien me dé la gana. Dejaré huellas de sangre en el suelo de nuestra casa para ver qué cara pone mi tía. Gemiré y arrastraré cadenas alrededor de la gente que me tiene manía, y entraré en todas las casas atravesando las paredes.
—No creo que puedas atravesar ninguna pared -le dije.
—¿Y por qué no? ¿Es que no soy un fantasma?
Era verdad, pero yo no acababa de convencerme.
A lo mejor aún no me había acostumbrado a estar muerto. Seve debía de sentirse muy seguro de sus poderes. Se fue muy decidido hacia una casa que hay muy cerca de nuestro pueblo, que se llama la Venta, y se lanzó contra la pared.
Pero no la atravesó y además se hizo sangre en la nariz. Se enfadó mucho cuando nos reímos.
—Qué gracia, ¿no? -dijo-. Pues duele, ¿eh? ¡Duele!
Y ya iba a empezar a pegarse con nosotros cuando se le ocurrió una idea mejor.
Se limpió la sangre con la mano y después hizo con ella una huella fantástica en el cristal de una ventana de la Venta. Quedaba fenomenal. Una mano sangrienta, con sus cinco dedos separados. Daba pavor.
—Veréis cómo estos no duermen esta noche -rió.
Después pensó que estaría bien poner otra huella en casa del sacristán. Precisamente hacía dos días le había tirado de las orejas, porque se puso a tocar la campana de la iglesia y la gente creyó que era la novena. Empezaron a ir mujeres, y se quejaban porque les parecía que habían cambiado la hora sin avisar y decían que aquello era una falta de consideración.
Aunque Seve salió corriendo hacia casa del sacristán, no pudo poner la huella. La sangre se le secó en la mano antes de llegar, y no le salía más de la nariz. Eso que se sonó muy fuere, pero no consiguió ni una gota.
—Cada vez estoy más muerto -nos dijo-, ya no me queda sangre en las venas. Estoy seguro de que me falta ya poquísimo para poder atravesar las paredes. Supongo que eso se consigue cuando se lleva bastante tiempo muerto y uno se convierte en espectro. Sí; creo que hay que ser espectro para atravesar paredes.
Total que, entre una cosa y otra, ya estábamos junto al pueblo y la mula seguía sin aparecer. Decidimos meternos en el bosquecillo de casa de don Domingo, que es una gozada, porque hay unos helechos más altos que nosotros y así podíamos escondernos. Yo sabía que los fantasmas tienen que ocultarse de día y solo salen por la noche, pero, cuando ya íbamos a meternos entre los helechos, vimos a Aniceto, el de casa de Lorea. Estaba junto a los nogales de la carretera, que son del padre de José Ignacio, y llenaba de nueces un bolso grande.
—¿Habéis visto? Veréis cuando se entere mi padre. ¡Mira que ser Aniceto el que roba nuestras nueces! Un hombre que parece respetable.
—Tu padre no se va a enterar, porque el único que lo sabe eres tú y, como estás muerto, no se lo vas a poder contar -le dije.
A José Ignacio le dio mucha rabia; aunque estaba reñido con su padre por lo de la moto de su hermano Lorenzo, no podía soportar que Aniceto les quitara las nueces. A mí me parece bien porque la familia de Aniceto es muy rica y tiene de todo. Y a nadie le sienta bien que los ricos roben a su padre.
—Voy a darle un buen susto. Por lo menos de eso no se libra -dijo muy decidido. Asomó medio cuerpo por encima de los heléchos, levantó las manos, y después, con voz muy lúgubre, dijo: —¡Uh, uh, uh...!
Pero Aniceto ni se movió. Parecía que no había oído nada. Se puso a mirar hacia el otro lado con aire despistado.
—¡Uuuuh, uuuuh, uuuuh! -insistió José Ignacio, con la voz todavía más tremebunda, agitando los brazos.
Pero Aniceto cogió su bolso y se fue tan tranquilo, con auténtico descaro.
—¿Habéis visto? ¡Qué cara tiene! ¡Se lleva nuestras nueces! No le han importado nada mis gritos.
—No te ha visto -susurró Rodríguez, que parecía muy intranquilo-. No te ha visto, porque él está vivo y nosotros muertos. Nos hemos hecho invisibles para ellos, ¿comprendéis ?
Y como todos lo comprendíamos, nos echamos a temblar. Ahora sí que aquello iba en serio. Bueno, temblábamos todos menos José Ignacio, que se había olvidado de la mula y ahora sólo pensaba en las nueces.
—¡Jo, Seve, mira a ver si te sacas un poco más de sangre! A este le plantamos otra mano en su casa ahora mismo. ¡Mira que robar las nueces de mi padre!
Aunque Seve estaba muy contento del efecto que había causado su huella, se negó a repetir el coscorrón por más que José Ignacio se lo pidiera. Rodríguez dijo que podíamos probar con pintura roja, porque nadie iba a notar la diferencia.
—El que se encuentra una huella de sangre en su ventana, coge tal miedo que no creo que se ponga a analizar si es pintura o es sangre. Lo mejor que podemos hacer es ir al pueblo. Yo tengo una caja de acuarelas que nos puede servir. Como somos invisibles, no nos verá nadie.
Nos pareció una buena idea. Ya íbamos a salir a la carretera cuando tuve la idea de hacerlo atravesando la casa de don Domingo, que no sé por qué se llama así, si ninguno de la familia tiene ese nombre. Lo que pasa es que en el pueblo todas las casas tienen nombre desde hace cientos y cientos de años, y nadie, ni siquiera los más viejos, recuerdan por qué se les llamaba así.
Como entrando evitábamos dar un rodeo, empujamos la puerta de la entrada y nos metimos por todo el pasillo hasta la cocina.
Debía de ser ya la hora de comer, porque Jesusa, que es la madre de los de casa de don Domingo, iba con una sopera grande en la mano, y los demás estaban sentados alrededor de la mesa comiendo lechuga.
Cuando salíamos por la ventana, oímos el ruido de la sopera. A Jesusa se le había caído al suelo. Después vimos que Esteban se asomaba a la ventana y miraba asombrado a todas partes.
Debieron de llevarse un susto de miedo, porque seguro que creyeron que la puerta y la ventana se habían abierto solas. Además Seve, que tenía hambre, le había cogido la lechuga del plato a Esteban. Y eso de que a uno le desaparezca de repente la lechuga del plato tiene que ser terrible.
La verdad es que estar muerto y ser por tanto invisible es estupendo. Sobre todo cuando vimos a Aniceto sentado en el banco cercano a la iglesia con el bolso de nueces a un lado, y se lo quitamos en las mismas narices. Se quedó sin saber qué hacer. Con la cara de espabilado que tiene, la puso completamente de tonto. No es para menos, claro. Seguro que, cuando vio cómo el saco se iba solo, pensó que era un castigo que el cielo le enviaba por ladrón.
De pronto agachó la cabeza con aire humilde y se fue hacia su casa sin decir palabra.
Hacía tiempo que no nos divertíamos tanto. Nosotros, cuando todavía estábamos vivos, solíamos entrar en todas las casas. Aquí en el pueblo las puertas están siempre abiertas, ya que todos nos conocemos y somos amigos, pero eso de entrar fantasmal-mente era otra cosa. Había que ver la cara de sorpresa que ponían todos cuando se abría la puerta o la ventana y no veían entrar a nadie, y todavía más si movíamos alguna cosa.
Fue una gozada cuando nos metimos por la ventana de casa de Lorea. Allí también estaban comiendo y nosotros dimos una vuelta alrededor de la mesa. Rodríguez llevaba en alto, como si fuera una bandera, la escoba, José Ignacio una azada, y Seve y yo una laya cada uno.
Paseamos por el comedor sin decir ni una palabra. Después nos fuimos tan serios y silenciosos como habíamos entrado y los dejamos a todos pasmados. María Luisa fue la única que habló:
—Bueno..., ¿qué pasa aquí? -preguntó con una voz asombrada, como de no entender nada.
También lo pasamos muy bien cuando estuvimos en casa de los Olave. Ya habían llegado al café, y por cierto lo tomaban con unas magdalenas estupendas, porque las hace su madre y le salen buenísimas. No me extraña que ese pariente que está pasando unos días con ellos las comiera casi sin respirar. Habría que ver cómo me pondría mi madre si yo me pusiera así de comer magdalenas en casa de los Olave.
El pariente es un hombre importante, no sé si alcalde o senador, o alguna cosa de esas. Puso unos ojos tan saltones que parecía que se le iban a caer al suelo cuando Rodríguez le quitó la magdalena que tenía en la mano, se la comió tranquilamente y después le plantó el moldecito de papel en la cabeza. El resto de la familia se asombró. Todos abrieron la boca como si quisieran decir algo, pero no dijeron nada. Después ya, cuando corríamos por el camino, oímos muchas voces. Todos hablaban a la vez, y por eso no entendíamos lo que decían, pero parecían bastante furiosos.
A Salomé la encontramos en su cocina. Se ve que habían comido temprano y estaba ocupada en llenar botes de mermelada, que luego dejaba sobre la mesa.
No lo habíamos pensado, porque ni siquiera sabíamos que Salomé había hecho ese día mermelada, pero los cuatro tuvimos la misma idea: meter el dedo en todos los botes y chupárnoslo después. Ella tiene un genio endiablado, pero todo el mundo dice que hace la mejor mermelada del pueblo y no nos íbamos a quedar sin probarla. Desde luego era verdad, estaba buenísima.
Yo creo que ni se hubiera enterado, porque estaba de espaldas a nosotros, pero Rodríguez soltó una carcajada. Salomé lo oyó, y tuvimos que correr porque, aunque de momento se quedó tan muda de asombro como los demás, al ver que sus botes se abrían solos, y como no tiene sentido del humor, que también lo dicen en el pueblo, dirigió su cara llena de genio hacia el lugar de donde partía la risa, y gritó:
—¡Eso! ¡Encima con risas! -empezó a dar escobazos y le atinó a José Ignacio, que fue el último en alcanzar la puerta.
No paramos de correr hasta llegar a la iglesia, así que aprovechamos para entrar en casa del cura, que empezaba a comer entonces. Estaba sentado a la mesa con otro cura y con su hermana.
Don Genaro nos cae muy bien. Suele darnos caramelos y cacahuetes, casi nunca se enfada y por eso quisimos hacerle una bonita exhibición.
Seve se colocó en una esquina dándole fuerte a un almirez de cobre con su manija, también de cobre, mientras nosotros tres empezamos a lanzarnos unos a otros las manzanas rojas que había en un cesto.
Creo que tenía que ser de gran efecto ver manzanas rojas volando de un lado a otro al ritmo del almirez, porque don Genaro dijo:
—Pero ¿qué es esto?
Y le temblaba un poco la voz, no sé si por la emoción de lo que veía o porque una de las manzanas le cayó dentro del plato y salpicó todo de sopa.
Lo de casa del cura creo que fue lo que mejor resultó.
Aunque fue improvisado, porque se nos ocurrió de pronto al ver las manzanas, lo hicimos lo mejor que pudimos por el cariño que le tenemos a don Genaro. Cosa bien diferente ocurrió con Vicenta, que es la única del pueblo que no nos deja ni acercarnos a su casa, y eso que es hermana de la abuela de la prima de José Ignacio.
Vicenta estaba sentada en un sillón, dormida y con la televisión a todo volumen, y eso que siempre suele andar diciendo que tiene el sueño ligero y que se despierta con nada, pero no es verdad. Desenchufamos la televisión y ni se enteró. Quisimos asustarla un poco haciendo:
—¡Uuuh, uuuuh, uuuuuh! -con voz tenebrosa, y como si nada.
No íbamos a irnos así, con semejante fracaso. Tomamos la extrema decisión de poner en marcha la lavadora, metiendo dentro dos paletas de jugar a la pelota que había en un banco del pasillo.
Fue una pena que tuviéramos que escaparnos. A mí me hubiera gustado quedarme un poco más porque Vicenta, que presume de finolis, se despertó y empezó a decir tacos sin parar. Ya me hubiera gustado a mí que la oyera mi madre.
Nos fuimos porque José Ignacio no paraba de decir que quería imprimir una mano sangrienta en casa de Aniceto, así que dejamos de entrar en espectro por las casas para ir a buscar las acuarelas de Rodríguez.
—Tú ponte aquí para que yo me suba encima y me meta por la ventana -dijo, porque parece que no quería entrar por la puerta por si se encontraba a su madre.
—¡Pero si no te puede ver! -protesté, más que nada porque Rodríguez es muy grandote y pensé que pesaría la tira.
—Tú no sabes lo que es capaz de ver mi madre si se empeña -dijo muy convencido.
Yo me acuclillé un poco y él se subió sobre mis hombros, alzando después las manos para alcanzar la ventana.