Prólogo

Ésta es la historia de Martín Lobo, que por edad y biografía tiene una personalidad propia y a la vez común. Hay muchos martinlobos en el libro, empezando por su autor, que no sólo le ha dado forma sino que le ha insuflado el hálito de su propia vida, y siguiendo por los discípulos, esto es, la escuela que surgió tras un blog publicado en la edición digital de El Mundo. Diario de Martín Lobo es un libro terapéutico, un armario sin puertas, una fantasía continuada, un amor tierno y muchos desamores locos, una falla valenciana y, a la postre, un grito de guerra. A veces parece un sueño, pero otras rezuma testosterona por las esquinas de las páginas.

Diario de Martín Lobo lo ha escrito un joven periodista que se ha hecho el harakiri con el arma afilada de la escritura, y aquí ofrece los resultados. Al final ha convertido su armario en escaparate. Todos podemos comprobar lo bien que escribe, lo fino que hila y la fuerza que tiene para embestir la homosexualidad sin mariconadas.

No puedo precisar si el autor se parece a Martín Lobo o es Martín Lobo el que se parece a él. Ambos forman una unidad en la que cada uno aporta la mitad de sí mismo. El autor es vitalista, generoso, intuitivo y abruptamente sentimental; ama el periodismo, ejerce de impar (ocupa los dos lados de la cama y cocina sólo para él) y utiliza el descaro como antídoto. Pero también es más cosas que no dice (o que delega en Martín Lobo) y cuya gestión pertenece al exclusivo arbitrio de sus hormonas. En este sentido, la novela está hecha con bastante sinceridad y muchos cojones. No sólo somos lo que somos. También somos lo que callamos o lo que deseamos ser, pero la frontera entre la vida vivida y la vida contada sólo la conocen el autor y su protagonista principal. No en vano, la literatura es alquimia, y todos los escritores hacen milagros cuando se encierran a solas en el laboratorio de las palabras.

Si el autor es travieso y sentimental, Martín es atrabiliario y adora la épica de la calle, donde los ángeles son chaperos y el cruising hace estragos entre la canalla. Ahí quería yo llegar. El sexo con desconocidos (cruising) forma parte de la mitología gay. El propio Martín define el cruising de esta manera: «Arte vanguardista y equilibrista de ligar, fornicar y eyacular en lugares públicos». A lo mejor es una forma de vengar la larga historia de agravios y vejaciones. Los gays follan «bajo los ciclos caprichosos de la luna» sin darse las buenas noches. Es el deseo a palo seco, la carne encendida, los placeres deshabitados de sentimiento. Donde hay amor no suele haber desenfreno. El vicio es patrimonio de los golfos.

He dicho «gays» y me arrepiento. Raramente utilizo la palabra «gay», y cuando lo hago es por concesión a mis interlocutores. Fonéticamente hablando, los gays son hombres de vida alegre, pero resulta poco riguroso llamar gay a una causa, una tribu, un partido político o un movimiento de asociación civil. Con frecuencia, los eufemismos rozan el área del chiste. Yo prefiero decir maricón, que tiene contundencia barroca y castellana. Las palabras del diccionario están para ser usadas sin aspavientos. En el caso del término maricón, sólo el uso, y hasta el abuso, lograrán desactivar la intención vergonzante que le ha acompañado desde hace ciento cincuenta años.

Martín Lobo, que se autodefine como el nuevo mesías del Milenio Tres, es héroe de una tribu que tiene su leit motiv en el sexo. Toda la novela está contagiada de sexualidad, aunque los momentos sublimes se deben al amor, que, siguiendo la pauta de las grandes novelas románticas, inspira páginas de angustia y desesperación. Mención aparte merece el ombligo como metáfora de la virginidad. Cuando Martín Lobo se enamora (una vez en toda la novela) ofrece el ombligo al amado. El ombligo es el territorio primero de la vida, el sagrario de la intimidad más acendrada.

Hay mujeres en el Diario de Martín Lobo. Mujeres/coleguis, mujeres/lesbianas, mujeres/paisaje. A una de ellas le concede el honor de vivir un amor fou con un hombre espeso y desalmado muy del gusto de las mujeres. Desde hace tiempo, una novela de amor que se precie no está completa si no lleva dentro una pasión turca. En este caso, el autor no elige a un vendedor de alfombras del gran bazar de Estambul, sino a un guerrillero de PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán). O sea, un kurdo. Así no sólo queda asegurada la ración de sex-appeal, sino el aura progre del asunto. Martín Lobo habría podido reservarse para sí mismo esta pasión kurda, pero él prefiere observar fidelidad a la estética gay. Donde esté una legión de músculos lustrosos —piensa—, que se quiten todos los guerrilleros deslavazados del Kurdistán.

CARMEN RIGALT