16 de enero. Juro que me he levantado con ganas de portarme bien, con un repugnante entusiasmo invernal, con una sonrisa generosa, juguetona y abierta como las piernas de una hembra de vida alegre. He bebido un Cola-Cao —brebaje de la inocencia que reservo para mañanas exultantes o noches de lluvia— y me he atrevido con una maratoniana sesión de gimnasio —egolatría obliga.
Primer error; compartir sudor y pesas con una manada de heterosexuales bufando una chorrada detrás de otra me destroza los chacras, me descoloca las energías interiores, me sube la bilirrubina… o como se diga. Y para que esta llamada de atención a la estupidez heterosexual no parezca el desvarío folclórico, irritante, alocado y petardo de un gay con un día tonto, voy a poner varios ejemplos. (Vaya por delante mi respeto a la libertad de expresión hetero y la libertad de mi deliciosa escritura.)
Clase de ciclying —música, bicicletas estáticas y cambios de velocidad… Un terrorífico festival cardiovascular en una sala que alcanza los 50º centígrados en invierno y 180º en agosto—. El entrenador felicita a uno de sus alumnos por su próxima paternidad. Y yo, periodista y con muy buen oído, estiro la antena para escuchar.
—Así que va a ser niño… ¿Y qué vas a hacer si te sale maricón?
—Matarlo. O presentártelo a ti, gilipollas —responde, todo ternura, el futuro papá.
—Pues como te salga maricón y socialista, entonces te suicidas.
Carcajada general (resulta que yo no soy el único con la parabólica encendida, así que toda la clase —madres de bien, lolitas en la edad del pavo, jubilados…— es cómplice de este derroche de exquisitez).
Odio la palabra maricón desde que tenía doce años, cuando a algunos de mis compañeros de clase les dio por el arte urbano y jugaron a ser grafiteros por un día. La fachada de mi colegio amaneció con una pintada que aún hoy retumba en mi cabeza:
MARTÍN LOBO ES MARICÓN
La homofobia gratuita me enferma, me subleva y me predispone al accidente cardiovascular. Heteros del mundo: ni sois tan vírgenes, ni sois tan castos, ni sois tan gentlemen como anuncian vuestros susurros de fidelidad eterna. Tenéis la mente igual de sucia que los gays, pero nosotros, que somos muy sufridos, hemos decidido cargar con la fama de putas —yo llevo mi cruz de ramera con la barbilla muy alta y la honra muy limpia—. Es hora de aparcar el romanticismo y de asumir, de una vez por todas, vuestro genoma de perversión.
Como soy un genio generoso, compartiré mi Teoría de los Gays-Heteros-Comunicantes con el universo universal. No copuláis tanto como el sector homosexual por una razón aplastante: porque no compartís urinario con señoritas con pechos como frutas del tiempo y piernas como enredaderas. Si así fuera, iríais todo el día con las ballestas en alto, las comisuras rebosantes de babas y la mirada atolondrada por el deseo.
Que es, por otra parte, lo que nos suele pasar a nosotros. Porque volverán las oscuras golondrinas, ladrarán los gays de vida monacal y me lloverán los palos de bloguero maldito… pero la mayoría de los homosexuales la tenemos más tiempo dentro que fuera. Esto es así, aunque escueza y perfore millones de conciencias, y punto. (Y yo no tengo la culpa, como tampoco fui el encargado de soltar la bombita de Hiroshima.)
Cambiemos, y esto es un suponer, los pechos como frutas de vuestra señorita imaginaria por unos bíceps de cincelado renacentista. Y sus piernas como enredaderas por una mandíbula diseñada para el pecado, una espalda ascendente y palpitante y, muy importante, la predisposición genética de acostarse contigo tras un simple guiño de pestañas. Pues yo tengo que lidiar en esta plaza desde que, allá por los trece, mi escroto empezó a hacer bulto bajo la cremallera.
El sistema, o la sociedad, o vaya usted a saber qué mente maliciosa, me pone gays-trampa a cada paso: en el metro, en el urinario vecino, en la acera de enfrente, en la moto que frena en un semáforo… Y caigo. ¿Ustedes no caerían, amigos heteros, en las peligrosas redes de su despampanante compañera de retrete? Sí, sí y mil veces sí. Pero la vida es muy injusta, y en vez de aficionadas al sexo exprés tenéis que bregar con hembras difíciles y, en muchos casos, torturadoras. Traducción: la clave no reside en que los gays seamos muy frescos, sino en que las mujeres son muy complicadas.
Como no os basta un chasquido con los dedos para meterlas en vuestra cama, habéis desarrollado unas estrategias de ligue tan rudimentarias como ridículas. Suelo alternar con amigos heterosexuales, y me caigo de bruces cada vez que veo los trompicones de su cortejo empapado en alcohol.
Acarician los treinta y siempre escenifican el mismo vodevil: que si «hazme la cobertura con la amiga fea», que si «bailo como si fuera un bufón de la corte para hacerme el payaso», que si «me pongo la corbata en la cabeza en la boda de mi prima», que si «la llevo en mi supercoche a 180 km/h», que si «soy agente financiero en una multinacional japonesa»…
Ante este panorama desolador, existen dos finales posibles:
a) La tía es muy fea y, milagro, todo acaba en cópula.
b) Debacle absoluta y, en consecuencia, una nueva noche de autosatisfacción manual.
Moraleja: aunque os repugne, no somos tan distintos. Compartimos genética, nos afeitamos la barba y sufrimos las mismas pulsiones entre las piernas. La única diferencia es nuestro «público objetivo». Y, al fin y al cabo, no vamos a llevarnos mal por veinte centímetros de nada, ¿no os parece?
El estreno mundial de mi blog pasó factura a mi fértil vida social. Los diez mandamientos del lobby gay y mi pequeña reprimenda al colectivo heterosexual no sentaron nada bien a la plana mayor de mis amigos. En una labor diplomática sin precedentes, convoqué un gabinete de crisis al más alto nivel. A saber: Zeltia (lesbiana), Titán (homosexual), Alvarito (gay por descubrir), un servidor (maricón perdido), pizza (con mucha cebolla y extra de queso, por favor) y cerveza (mucha cerveza). Y, por delante, toda una tarde de lluvias e invierno para hacer y deshacer el mundo, mi decálogo, la sexualidad de la avispa nicaragüense y cualquier asunto de candente actualidad que mereciese nuestra exquisita capacidad de análisis.
—¿Ibiza, infidelidad, heterosexuales patéticos? —Titán, al que llamamos así por sus 195 centímetros de estatura, rompió el hielo—. ¿Eres idiota? Reclamamos libertad, igualdad, fraternidad y toda esa prosa revolucionaria para que, en diez minutos, un inadaptado como tú reviente nuestra lucha.
—¿Qué lucha? —respondí—. ¿La de los maromos reventando tangas a lomos de una carroza el Día del Orgullo Gay? Pues menuda mierda de reivindicación. A lo mejor estoy haciendo mucho más por la normalización homosexual de lo que tú te crees. Le he echado un par de cojones al salir del armario en un foro tan multitudinario como internet. Mis jefes, mis compañeros de mesa, los becarios, los fotógrafos, los maquetadores y las señoras de la limpieza van a estar puntualmente informados de mis traumas infantiles, mis eyaculaciones, los pelos de mi escroto… De todas maneras, muchas gracias por tu apoyo, bocazas.
—Hombre, reconoce que te has pasado un poco.
—¿Tú no vas al gimnasio? ¿Y no te derrites cuando ves un poco de carne suelta? Venga, Titán, no me jodas. En Ibiza, donde tú y yo hemos pasado noches memorables, rebañabas los glandes de tres en tres.
Aquel viaje a nuestra isla preferida fue concebido como una escapada de relax. Pero Ibiza, como buena hippy, es impredecible, y su ONU en bañador de alemanes, suecos, italianos y franceses con ganas de más cambió nuestros planes. Ya en el aeropuerto, el viaje se transformó en una competición humillante y sin cuartel. ¿Quién era más puta, Titán o Martín? Por supuesto, gané yo, aunque el muy cabrón consiguió una honrosa medalla de plata gracias a un argentino que, según él, sabía a hierbabuena. Nunca supe si esta paranoia aromática se debió al abuso de las drogas o si, realmente, aquel ahijado de Evita Perón desprendía flujos de mojito. Lo que sí vi, lo juro por los Cien Mil Hijos de San Luis, fue un bulto entre sus piernas que desafiaba cualquier ley matemática posible. Y aunque yo me alegro mucho por el bienestar de mis amigos, cuando ese bienestar mide más de veinte centímetros ya no soy tan generoso. Soy muy egoísta, pero también soy muy honesto, así que no me avergüenza reconocer este desajuste psicológico sin importancia: me molesta, e incluso llega a rozar el dolor físico, que a otros les vaya bien en el terreno sexual. Quiero todas las pollas para mí.
Tras nuestro particular Ibiza Connection, Titán y yo descubrimos que el universo gay —con sus penes, sus carnes prietas y sus hombrecillos de acento eslavo— era demasiado pequeño para los dos. Por ello, y para evitar confrontaciones genitales, siempre intentamos vernos a la luz del día y al calor de un café. Algunas veces lo logramos. Otras, presos de la debilidad humana, nos derrumbamos y nos perdemos en los agujeros prohibidos de Madrid. Eso sí; juntos, pero nunca revueltos.
Andaba yo acariciando los recuerdos isleños cuando Alvarito, el tercero en discordia, me devolvió a la dureza del invierno peninsular.
—Martín, no te pases. Titán sólo te echa en cara que generalices. Hablas de los gays como si todos fueseis iguales, y hablas de los heteros como si todos fuésemos iguales.
¡Qué atrevimiento! Alvarito, pobre infeliz, capea el temporal de su virginidad con suerte dispar. Él no lo sabe, pero a pesar de sus lecciones de ética para principiantes es tan homosexual como Titán y como yo. Sólo le hace falta un pequeño empujón que le arranque, por fin, el contoneo de caderas definitivo (sí, ese movimiento inconfundible que los gays compartimos con Celia Cruz y Normal Duval). Mientras llega ese momento, su vida gira alrededor de tres principios fundamentales:
a) Actúa como un hetero convencido, pero nunca ha probado un clítoris ni, mucho menos, las mieles de un buen miembro viril.
b) Se escandaliza constantemente con mis cacareos sexuales, mis salidas de tono y mi vocabulario de penitenciaría.
c) Está enamorado de su madre, hecho dramático que explicaría su virginidad y su preocupante confusión sexual.
—¡Ya está aquí el abogado de las causas perdidas! —le contesté—. Al menos él tiene relaciones sexuales sin prejuicios; tú ni siquiera has tenido cojones para venir a Ibiza. Vive, arriésgate, sal de tu casa, haz el amor. ¿De qué se supone que debo escribir? ¿De literatura escandinava? ¿De subcultura moscovita? ¿De folclore etíope? ¡Es un blog gay, por el amor de Dios! Además, a Flora le ha gustado mucho lo que he escrito hasta ahora, y con eso me basta.
—¿Quién es Flora? —preguntó Titán.
—Una amiga.
—¿Qué amiga?
—¿Y a ti qué te importa?
Con cincuenta y seis años, noventa y cinco kilos y tres maridos muertos a sus espaldas —una parada cardiorrespiratoria, un cáncer linfático y una miga de pan que entró por el agujero equivocado—, Flora espantaba las penas de su viudedad con la lectura. Era una de las limpiadoras del periódico, y buscaba en los libros la felicidad que la vida, puta vida, se empeñaba en robarle con cada funeral y cada golpe de fregona. En sus ratos libres, cuando la lejía le daba un respiro, se dejaba caer por mi mesa y nos enfrascábamos en alguna tertulia literaria. Nos prestábamos novelas, criticábamos el género policíaco o la ciencia ficción y nos volvíamos locos con el romanticismo edulcorado. Yo solía enseñarle mis textos, y ella acababa por descubrirme varios poemas escritos a mano que guardaba celosamente en un cuaderno azul. No sé muy bien cómo llegamos a ese nivel de intimidad, pero lo cierto es que ella me conocía mejor que muchos amigos e infinitamente mejor que cualquier amante. Flora, que tras su batín granate amamantaba una sensibilidad maravillosa, había seguido el nacimiento de mi blog desde sus primeros esbozos. Incluso cuando Blogback Mountain era un embrión de letras traviesas y sin sentido, ella ya intuía mis instintos creativos. Flora, la gran Flora, inteligente, tierna, obesa y desgraciada, se había convertido en mi mejor consejera.
—Quizá el decálogo del gay perfecto sea un poco manido —me había dicho un día frente a la máquina de café de la redacción—. Pero es un mal necesario. Es el primer post, y es lo más parecido a una introducción que se me ocurre. Debes provocar, sobre todo al principio. Que se enfaden contigo, que te odien, que deseen tu muerte. Eso está bien, Martín, y significa que el blog funciona. Ya tendrás tiempo de escribir cosas menos comerciales.
Zeltia, sorbo a sorbo y en silencio, se empapó de cerveza y de mi discusión con Titán y Alvarito. Con el sabor a levadura del último trago deslizándose sobre su lengua, lanzó al aire una pregunta envenenada:
—Todo esto está muy bien, pero ¿qué pasa con nosotras las lesbianas?
—Cariño, yo no he hablado de las lesbianas porque no soy lesbiana. Y tampoco he hablado de la caza furtiva de ballenas porque no soy ballenero. Ahora bien; si quieres que me saque de la manga un reportaje sobre bolleras con espuelas, no tienes más que pedírmelo.
—Eres un grosero —balbuceó, presa del humo del tabaco.
Zeltia tiene los labios más carnosos del planeta, las curvas más veloces del hemisferio y el giro de glúteos más acompasado de la Vieja Europa. Su energía, su cuerpo y su pose hacen estragos a ambos lados de la acera, y ella sigue sin creer en su capacidad de destrucción masiva. De todos los cadáveres que ha dejado en la cuneta, recuerdo uno con especial devoción. Se llamaba Palmira, y trabajaba como profesora de autoescuela en la hora punta de un Madrid de asfalto y hormigón. Tras cuarenta y seis años de desidia e insomnio, decidió cambiar los planes que Dios Misericordioso guardaba para ella. Se divorció, se implantó dos esferas de silicona en el pecho y, tras asomarse al balcón de la noche de Madrid, probó los sinsabores de una vagina. La vagina de Zeltia, para ser exactos. Se encontraron, se bebieron, se juraron no volver a verse. Pero Palmira no cumplió su promesa. Y se enamoró. Y comenzaron las llamadas a destiempo, los encontronazos tras cualquier esquina, el quiero y no puedo de las pasiones no correspondidas.
Presa de los atascos y los celos, Palmira empezó a perseguirla con su coche durante las prácticas de conducción de sus alumnos. Y todo fue bien, o mal, hasta que una tarde plomiza de octubre un atropello sin consecuencias llevó a las tres —a Palmira como kamikaze, a Zeltia como víctima y a la alumna primeriza como testigo— a la comisaría. Una orden de alejamiento sacó a Palmira de nuestras vidas justo cuando empezaba a caerme bien —siempre he sentido un cariño especial hacia los perdedores y los delincuentes—. Aunque han pasado cinco años, todavía se me escapa una sonrisa cuando su escote, loco de amor, vuelve a mi memoria. Y a veces, cuando estoy triste, encogido y taciturno, me consuela pensar que no muy lejos, conduciendo a la deriva en algún coche abollado y solitario de Madrid, ella estará muchísimo peor.
Con el frío afilando sus cuchillas en mi rostro y el fantasma de Palmira golpeando mis sienes, corrí hasta llegar a mi casa. Odio andar, actividad de pobres e inservible, y desde que tengo uso de razón voy a los sitios a ritmo de footing para llegar antes. Las desgracias, cuanto antes terminen, serán menos desgracias. Y caminar (sin chófer, sin asientos de cuero y sin velocidad) es uno de los mayores infortunios que debe soportar un ser humano. Dios, que todo lo sabe, quiso castigar mi pereza y lanzó un cortocircuito al ascensor.
«¿Que andar es de pobres? —debió de pensar—. Pues ahora te jodes y subes andando.»
Y yo, un humilde servidor del Altísimo, subí los ocho pisos sin rechistar. Al acariciar el umbral de la puerta, las voces que llegaban del interior, una de hombre y otra de mujer, se solaparon con mi respiración entrecortada. Ella le gritaba a él algo de la policía, y él repasaba con sutileza lírica la riqueza de la lengua española: hija de la gran puta, zorrón, me voy a cagar en tus muertos… Mi entrada en la casa desencadenó un silencio sepulcral. Escuché el golpe seco y rotundo de una bofetada, el silbido siseante de un escupitajo y los taconazos bravíos de una hembra enfurecida. Sin darme tiempo a quitarme el abrigo, una rubia de tinte caro, perfume japonés y rímel espeso me empujó contra la pared y se esfumó con un portazo que removió las entrañas del edificio. Caminé hasta el salón —en casa no suelo correr por razones evidentes de espacio— y me encontré a Javier sentado sobre la alfombra desgastada del salón.
—Esa cerda me ha empujado —le dije—. ¿Por qué me tiene que agredir una golfa de derechas en mi propia casa? ¿Quién era? ¿Y qué cojones decía de la policía?
—Que te den por el culo, maricón.
—Seguro que esto tiene algo que ver con las drogas. Te lo advierto: no quiero problemas.
Javier y yo empezamos a compartir piso hace ya demasiado tiempo. Fue una solución de emergencia a mis problemas económicos y a su necesidad urgente de compañía. Javier odia el silencio, las escobas y la soledad. Y ha transformado nuestro dulce hogar en un eterno atasco en hora punta, en un zoo intransitable, en una selva sin ley en la que todo vale. Los días son tranquilos en Villa Martín. Pero por la noche, con la venia de la luna, nuestra casa se transforma en una barriada de hampa y cuchillos por la que desfila el bajo vientre de todo Madrid.
Javier es hospitalario. Y por su cuarto de estar —y el mío— se pasean mujeres de pelaje distraído, aspirantes a diputadas, morenas de pedigrí, rubias en rebajas, pelirrojas de piernas abiertas y mente cerrada, borrachos sin oficio, estudiantes sin beneficio, músicos sin sueño, yonkis con buenas intenciones, hijos de papá con malas intenciones, delgados, obesos, miopes, anoréxicos, hambrientos, alcohólicos, abstemios… Las puertas de su casa —y la mía— siempre están abiertas para esta fauna y flora con querencia enfermiza por mi sofá. Y mi sistema nervioso central comienza a fallar.
Javier vive del aire. Y a juzgar por la marea humana que va y viene por nuestra casa, deduzco que el tráfico doméstico de drogas más o menos blandas le ayuda a llegar a fin de mes. Otro de los cimientos de su subsistencia es la tarjeta de crédito de su padre, un empresario jerezano que amasa una fortuna considerable gracias al negocio vinícola. Bodega va y bodega viene, su hijo, maldito cabrón, se ha convertido en el anfitrión perfecto de todas las fiestas. El olor a vómito, a orina de saldo, a vino rancio y a tabaco revenido nos acosa desde hace tres años. Tres años en los que no he podido sentarme en la taza del váter para practicar la actividad más enriquecedora de cualquier hombre: cagar. Y como no puedo cagar, mi colon está estresado; y como mi colon está estresado, voy por el mundo con un estreñimiento indecente que no me deja descansar en paz; y como no puedo descansar en paz, mi carácter es insoportable; y como mi carácter es insoportable, la suerte ha dejado de guiñarme sus ojos azules (porque aunque no tengo el placer de conocerla personalmente, la suerte tiene los ojos azules; eso lo sé yo desde bien pequeñito).
Javier y yo nos conocimos en un curso de informática. Hoy, él no sabe lo que es una arroba y yo tengo serias dificultades para entender el mando a distancia de un DVD. Y aunque la tecnología nos dio la espalda, nos brindó la oportunidad de vivir juntos. Por aquel entonces, yo era un becario con mucho acné y poca fortuna que necesitaba a alguien para compartir los gastos apremiantes del alquiler. Su fiesta de bienvenida, con intervención policial incluida, fue el preámbulo de lo que se avecinaba: una convivencia deteriorada por los decibelios, los ceniceros sucios y las pizzas caducadas en el congelador.
Unas elecciones generales marcaron el punto de inflexión de nuestra vida en común. Aquel domingo, ambos madrugamos para votar juntos, y lo que iba a ser una fiesta democrática terminó en una sangrienta batalla campal. Todo ocurrió muy deprisa, cuando mi instinto periodístico me llevó a descubrir su papeleta. Estaba conviviendo con un votante de la derecha. Horror. La discusión comenzó con un leve reproche ideológico, pero fue tomando cuerpo con una voracidad irreconciliable: mi homosexualidad y su homofobia chocaron como dos trenes con aspiraciones de chatarra. Su gomina rancia, sus camisas recién planchadas y su bronceado de cortijo se enemistaron para siempre con mi frescura, mi cabeza afeitada a ras del cráneo y mi glamour desenfadado.
Javier es muy guapo. Deficiente mental, pero muy guapo. Le acompaña una belleza atormentada que invita a entrar sin llamar, a perder los papeles y a quedarse a vivir. Y no sé de dónde viene ese tormento, porque la mayor dificultad a la que debe hacer frente en su absurda existencia es la de mear dentro de la taza, y no hay manera. Sus ojos, como los de la suerte, son azules. Pero no se trata de un azul cualquiera. Es un azul ácido y brillante; tan ácido y brillante que se confunde con el gris eléctrico de una tormenta inesperada. Los matices impresionistas de su mirada, que él maneja con profesionalidad de truhán malherido, desconciertan a cientos de hembras. Hembras fáciles, difíciles, tontas, listas, vírgenes, valientes, de paso o autóctonas que terminan pagando el peaje de su entrepierna —sí, esa entrepierna que siempre orina fuera.
Javier tiene la piel oscura, la sonrisa rápida y la mandíbula ancha. Y un acento que fluctúa entre lo cómico y lo sensual heredado de su infancia en Cádiz; el balanceo guasón de sus palabras agota mi paciencia, pero al resto de la concurrencia le resulta divertidísimo. Javier, Javier, Javier. Maldito Javier. Javier y yo, en definitiva, nos profesamos un odio fiel, honesto y sin censura. Y, para colmo, compartimos champú.
Soy zurdo, Géminis y homosexual. Tengo la dualidad de los psicópatas, el desdoblamiento de los genios y el 2x1 de un supermercado en oferta. Y esto significa que, como un camaleón amazónico bien entrenado, me adapto a cualquier ecosistema: soy capaz de pasar inadvertido entre mil hembras en celo, y también puedo mezclarme con varones como si fuese uno más de la manada. Soy la abeja reina, y me transformo en el macho dominante con un simple chasquido de dedos.
Con ellas degusto ensaladas tropicales, con ellos devoro carne roja y licor de lagarto. De hecho, mis colegas heterosexuales y yo estamos unidos por el cordón umbilical de los asadores argentinos. Millones de calorías repartidas en chorizos criollos, chuletones al punto y vino de la casa han engordado nuestra amistad. Ellos aportan la actualidad más candente del ciclismo en pista o la liga de fútbol inglés, y yo pongo mi granito de arena con reflexiones fálicas en profundidad. Que si Guti es un inútil, que las pollas de los brasileños son pura geometría, que si el Tour de Francia está vendido, que si los testículos saben mejor cuando están depilados… Y así, todos para uno y uno para todos, destrozamos nuestros estómagos, aprendemos del contrincante y desafiamos al amanecer.
En una de mis ocurrencias habituales, quise invitar a Titán y Alvarito a una de estas cenas de chicos. Pensé que sería interesante sentar alrededor de un mismo mantel a las distintas opciones de diversidad sexual. Y no me equivoqué. El destino, que siempre se porta fatal con los desheredados, nos dio su primera sorpresa en los aperitivos: Titán, Alvarito y yo habíamos elegido el mismo color de ropa. Los tres gays, qué casualidad, estábamos estigmatizados por el rojo. Rojo pasión, rojo carmín, rojo prostíbulo. El rojo de la vergüenza. Pero como somos unos profesionales de las relaciones interpersonales, ignoramos esta coincidencia humillante y nos dejamos llevar por los sabores de la Pampa.
—¿Y a vosotros, os gusta que os den por el culo o preferís meterla? —preguntó uno de mis amigos.
Quise adelantarme para evitar a Titán el bochorno de la respuesta, pero no logré llegar a tiempo.
—A mí me da igual —anunció, valiente, ante la atenta mirada de once heterosexuales con muchas preguntas en la recámara.
Primera mentira. Cuando un gay dice que le da igual, es pasivo. Cuando un gay dice que es activo, es activo —y un poco fantasma—. Y cuando un gay dice que es pasivo, es un ninfómano sin orgullo ni conciencia.
—¿Y tú, Martín? —insistieron.
—¿Te pido yo a ti que me mantengas informado de los cambios de compresa de tu madre? No pienso contestar a esa grosería. Es como si le preguntarais la edad a Elizabeth Taylor.
—¿Elizabeth Taylor? ¿Y ésa quién es? A ver, Alvarito, ¿tú eres activo o pasivo?
Joder. Es cierto que yo salí del armario demasiado pronto y sin mucha liturgia. Pero cada ser vivo requiere su tiempo para asumir los recovecos obscenos de su sexualidad. Y no hay nada más ofensivo, incómodo y doloroso que las preguntas a destiempo, que la inquisición de los listillos que dan por válida una tendencia que, de momento, se debate en tu intimidad. Aunque huelas a maricón en cien kilómetros a la redonda. Y es cierto que Alvarito huele, y mucho, pero él lleva su ritmo y no necesita un debate sobre sexo anal entre desconocidos con poco tacto y mucha testosterona. O eso pensaba yo, inocente de mí, antes de escuchar lo que escuché. Sus palabras, rotas únicamente por el traqueteo metálico de los cubiertos contra la vajilla deluxe del restaurante, abrieron su armario hasta reventar las bisagras.
—Ser pasivo es mucho más divertido, por aquello del punto G masculino —afirmó con rotundidad catedrática.
Titán y yo, que sabemos perfectamente dónde está el punto G masculino —sí, allí abajo, en las antípodas de la coronilla—, nos miramos entre la carcajada, el desconcierto, el enfado y el alivio. Alvarito, cuya sexualidad había sido un misterio a voces y cuya salida del armario era inminente, acababa de deshilvanar un silencio que ya duraba demasiados años. Soy un animal de costumbres, y esperaba una confesión del tipo «mamá, me gustan los chicos». En vez de eso nos había sorprendido con una escandalosa aclaración sobre las terminaciones nerviosas de su orto. Y además, en un restaurante argentino, icono del embrutecimiento heterosexual, y ante un público cuya sensibilidad no entiende más allá de morder unas tetas. Qué contrariedad… Titán y yo, expertos en las profundidades del fenómeno homosexual, nos merecíamos un trato preferente. Y allí estábamos, rumiando una confesión atolondrada y en grupo, como en las mejores reuniones de Alcohólicos Anónimos.
—Esto nos pasa por ir de rojo, gilipollas —le advertí a Titán a media voz, tapándome los labios con una servilleta—. Parecemos unas putas majorettes, y por eso pasa lo que pasa: que no nos toman en serio. Salen del armario sin consultárnoslo, hablan de culos, se buscan el punto G… Joder, se están perdiendo los buenos modales.
—¿Y tú no nos lo podías haber dicho antes? —preguntó Titán, ignorando el rigor de mi razonamiento—. ¿Somos tus amigos o tu coartada?
—Yo no he confirmado que sea homosexual. Me gusta estimular mi punto G con la penetración, nada más.
—Vaya. No eres gay, pero te encanta que te den por el culo —apunté—. ¿Qué estás diciendo? A ver, vosotros, los heteros: ¿os gusta estimular vuestro punto G con la penetración?
—A mí, por el culo, ni el bigote de una gamba.
Esta declaración de principios, compartida por los once comensales que no jugaban en nuestra liga, zanjó la discusión para siempre. Ya en los postres, con el dulce de leche rebosando nuestras comisuras, el nuevo estatus de Alvarito había sido asumido por todos con naturalidad inesperada. Brindamos, pagamos, nos abrigamos y nos perdimos en la noche de Madrid. Como mis amigos pasan muchas penurias carnales, decidimos visitar un pub irlandés infestado de turistas alemanas. Titán, Alvarito y yo tomamos posiciones en el mejor esquinazo del local. Su ubicación estratégica nos permitía alcanzar la barra con un simple estiramiento de brazo. Además, gracias a su excelente campo de visión, podíamos observar las maniobras de apareamiento de mis amigos. Como once señores bailando en círculo espantan a cualquiera —con sus once barbas y sus veintidós testículos—, el rebaño se disolvió en pequeños corrillos. Así, suponían, era más fácil atacar a las teutonas alcoholizadas que pastoreaban por el bar. Como es bien sabido por la comunidad internacional, los españoles no se caracterizan, precisamente, por su dominio de la danza y los idiomas. No tenemos rival en echar barriga, cocinar paella y beber sangría, pero cuando se trata de mover la cadera al sudor de la samba, o de parlotear inglés, mandarín o alemán, el fracaso está asegurado. Así que los once valientes optaron por hablar entre ellos, lanzando sonrisas torpes y miradas breves a las germanas que se dejaban caer por aquel kilómetro cero del desastre. A medida que avanzó la noche y subió el whisky, los corrillos se fueron soltando. Las piernas, todavía torpes, se atrevieron con unos pasos básicos de salsa, y el inglés empezó a fluir con acento flamenco.
—You are very beautiful.
—I like your tits.
—What do you want to drink?
—Voulez-vous coucher avec moi ce soir?
—¡Eso es francés, inútil!
Las germanas volvieron a dar una lección de superioridad nacional cuando, a pesar del cortejo bilingüe, huyeron despavoridas de nuestro pub.
—Ahora entiendo por qué Alemania es una de las primeras potencias del mundo —dije, dirigiéndome a Titán y a Alvarito—. Eso es un país como Dios manda, con súbditos que no se dejan embaucar por cuatro muertos de hambre. ¡Qué disciplina, coño!
—No seas fascista, por favor… —replicó Titán.
—Qué tendrá que ver la disciplina con el fascismo. Estoy alabando que unas señoritas centroeuropeas con las tetas sueltas no hayan caído en las redes de estos mamarrachos, y eso no tiene nada que ver con Hitler.
Como me conozco desde que soy un cigoto —célula resultante de la unión del gameto de mi santo padre con el gameto de mi santa madre— no quise insistir. Discutir de política con unas cuantas copas de más me pone cachondo, excitado y hasta violento, así que opté por cambiar de tema:
—Aquí no pintamos nada. ¿Por qué no nos vamos a celebrar tu salida del armario?
—Por mí perfecto —respondió Alvarito.
Me di media vuelta, y mientras cogía mi abrigo de ante —350 euros en Camdem Town, London City— anuncié a los heteros, heridos de muerte en su orgullo de machos copuladores, que nosotros nos retirábamos a un lugar mejor:
—Chicos, las tres damiselas de rojo nos vamos a una sauna para que Alvarito conozca los entresijos del sexo exprés.
El funcionamiento de una sauna gay es muy sencillo, pero conviene tener en cuenta algunas normas para no parecer un japonés errático sobre un tablao flamenco. Tras abonar una entrada que oscila entre los ocho y los doce euros, un taquillero de piel chocolate te hace entrega de un kit de supervivencia que incluye una toalla, unas chancletas de plástico podrido, las llaves de una taquilla y un preservativo. La toalla se coloca alrededor de la cintura, las chancletas protegen los pies de una muerte segura —cristales, hongos, semen adherido a las baldosas—, las llaves de la taquilla guardan la ropa a buen recaudo y el preservativo… el preservativo es para hacer globos. El sexo con protección y la higiene no son, precisamente, las mayores virtudes de estos sótanos del pecado carnal.
Generalmente, las saunas abren veinticuatro horas al día; 365 días al año con sus noches, sus lunas llenas y sus eclipses de sol. Mientras fuera, en la calle, el mundo gira con premeditación y alevosía, allí dentro, en los bajos de Madrid —y Nueva York, y Londres, y Buenos Aires y Berlín—, el tiempo se detiene en un orgasmo interminable. Cuando los ejecutivos se aprietan la corbata en la primera reunión del día, cuando las amas de casa dan un último hervor a la comida, cuando Isabel II bebe el té de las cinco, cuando el Telediario vomita un accidente aéreo, cuando los borrachos se van a dormir… siempre, sea la hora que sea en la vida real, las saunas repiten el mismo ritual: el del sexo con desconocidos, desenfrenado, solitario, vacío y fugaz. Ante la ausencia de ventanas, la oscuridad más oscura se cuela en todos sus rincones: una barra de bar que hidrata a los clientes, una sauna de vapor que abre los poros de los clientes, una sauna seca que estimula la circulación sanguínea de los clientes, un laberinto de pasillos por el que desfilan los clientes, unas cabinas con colchonetas y espejos en las que fornican los clientes, unos sofás con proyecciones de cine porno en los que se masturban los clientes y un cuarto oscuro en el que se magrean los clientes.
Con el miedo y el morbo de la primera vez agarrado a sus huesos, Alvarito me apretó del brazo cuando cruzamos la entrada.
—Joder, Martín. ¡Sacadme de aquí!
—¡Cállate! —le advertí, consciente del shock que suponía entrar virgen a un local abarrotado de hombres con los huevos colgando—. En cuanto te desnudes y te quedes como ellos, te sentirás mucho mejor. ¿No lo ves? Aquí no hay clases, ni ropa de marca, ni dinero. Sólo hay penes grandes y penes pequeños. Democracia sexual, querido amigo.
La maldita democracia sexual quiso que Alvarito descorchase uno, dos y hasta tres orgasmos en su noche de iniciación. Empezó con ciertos titubeos de novato, pero pronto le cogió el ritmo a la mecánica del lugar. Es recomendable pedir una copa-cerveza-botellín de agua para, inmediatamente después, efectuar una primera inspección ocular mediante paseos concéntricos por los pasillos. Si algún efebo de atributos generosos merece la pena, no hay que tirar los dados demasiado pronto —los chicos fáciles, dicen, no están de moda—. Es importante preparar el terreno con:
a) Una mirada esquiva que, curiosamente, se escapa sin querer.
b) Una sonrisa con la carga justa de sexo e inocencia.
c) Una toalla escurridiza que se cae al suelo así, como por error, para dejar a la vista unas nalgas para el pecado.
Cuando el candidato está a punto, hay que atraerlo hasta un lugar más apartado; por ejemplo, la puerta de una cabina —dos metros cuadrados que apestan a sexo y sudor—. Una vez allí, un simple giro de cabeza hacia la colchoneta marca el pistoletazo de salida de un polvo sin pretensiones de eternidad. Se cierra el cerrojo, y a sufrir.
Titán, que siempre se maneja muy bien por estas latitudes, desapareció instantes después de quitarse los calzoncillos en el vestuario. Alvarito y yo nos quedamos solos.
—¿Vamos a dar una vuelta?
—No te preocupes, puedo hacerlo sin ayuda —me respondió, aún virgen, antes de perderse entre las tinieblas y la multitud.
Decidí sentarme en un sofá de la planta baja. En una televisión colgada de la pared, una película porno a la que no presté demasiada atención me regaló varios minutos de embestidas desdibujadas por la borrachera. Me levanté, y se me ocurrió poner en práctica un juego que siempre me funciona: cuento a todos los tíos que pasan por delante de mí y me acuesto con el número diez. Por una simple cuestión estratégica, caminé unos metros para colocarme en una intersección de dos pasillos. Necesitaba el tráfico humano adecuado: demasiados hombres atolondrarían mis cuentas y su ausencia me mataría de aburrimiento. Cuando me disponía a empezar, unos gemidos desesperados me distrajeron. Aquellos gritos, placer en estado puro, provenían del interior de una cabina y marcaban el mayor orgasmo de todos los tiempos. Empecé a imaginar aquel baile sagrado de semen, sudor y saliva. De repente, creí reconocer la voz de Alvarito al otro lado de la puerta. Dios Santo Todopoderoso. Era él. En vivo y en directo, un virgen subiéndose al tren de la promiscuidad sexual.
Huí de allí antes de que el asco y la envidia, que comenzaron a trepar por mi médula espinal, llegasen a mi cerebro. Me adentré en la oscuridad, dando chancletazos de rabia contra el suelo a cada paso, hasta que encontré otro «punto caliente» para mi juego.
—Con el décimo que pase, me acuesto —me repetí en voz baja.
Los seis primeros, la mayoría turistas extranjeros que exprimen al máximo cada hora que pasan en Madrid, no estaban mal. El séptimo, puro morbo, me sorprendió por sus rasgos de boxeador maldito. El octavo, puro morbo bis, me rozó con el brazo al cruzarse conmigo. El noveno, probablemente norteamericano, tardó algo más en aparecer. Su piel, tatuada por kilómetros de tinta, estaba curtida por muchas horas de gimnasio. Cuando me vio, redujo el paso a la espera de recibir una señal por mi parte. Pero las normas son las normas, y debía esperar al número diez. Pasaron varios segundos, o minutos, o milenios, hasta que volví a ver una sombra humana sobre unas escaleras al final del pasillo. Aquel era mi hombre. ¿Sueco, brasileño, francés? Comenzó a bajar los primeros peldaños, y tras su reflejo negro sobre el suelo llegaron sus pies, que se acercaron peligrosamente hacia mí. En orden cronológico, las rodillas, los muslos y la toalla se fueron mostrando ante mis ojos. Y entonces llegó el ombligo. El puto ombligo, generoso ombligo, repugnante ombligo, un botón ridículo a punto de estallar en el vientre más inmenso que había visto jamás. Es lo que tiene la fuerza de la gravedad; que nunca se apiada de los octogenarios.
—Me cago en la democracia sexual. Esto me pasa por salir de casa vestido de rojo… y por ser tan puta.