26 de febrero. Es medianoche en Estambul. El estrecho del Bósforo lanza un frío suave sobre sus calles, que llevan más de dos horas dormidas. El invierno presenta sus credenciales de calma y sigilo, y sólo el bocinazo de algunos barcos lejanos rompe el silencio sobre el puerto. La luna llena hubiese sido un golpe de efecto tremendamente eficaz para mi relato, pero no puedo faltar a la verdad: estamos rodeados de nubes negras. Mi amiga y yo salimos de uno de los mejores restaurantes de la ciudad con el estómago lleno, el corazón contento y la mirada achispada por el vino. Y aunque es una escapada de relax, me resisto a encerrarme en una habitación de hotel con moqueta, jabones baratos y televisión por cable. Quiero vivir mi pasión turca, pero la antigua Constantinopla, antaño capital del mundo conocido, parece cansada tras una tormenta lenta, muy lenta, y peleona. Mis planes de encamarme con un nativo de ojos negros y manos curtidas por la mala vida van perdiendo gas a medida que nos adentramos, empapados de un vino carísimo, en el barrio de bares, discotecas y perdición de la ciudad. Tan sólo escuchamos los latidos del cielo y el ruido de los charcos al paso de algún taxi errante en busca de almas.
Decidimos tomar una última copa en el bar chill out del hotel, un insulto arquitectónico del llamado nuevo diseño a la basílica de Santa Sofía. Llegamos a la puerta y nos encontramos con dos seres vivos —aleluyah— fumando un cigarro. Empiezo a hablar con el rubito, supuestamente un director de cine alemán de treinta y un años que está rodando un anuncio en la ciudad. Su acompañante es heterosexual. Él, tengo dudas. Nos sentamos con ellos. Bebemos mojitos, y su pierna empieza a rozar mi brazo en un cortejo tan sutil que me desmonta. Como estoy acostumbrado al estruendo de las penetraciones exprés, me manejo fatal con las caricias invisibles y el coqueteo inocente. Le invito a fumar, de nuevo, en la calle. Y hablamos de Estambul, de los tulipanes del Palacio de Topkapi, del olor del bazar de las especias… Antes de terminar el cigarro, nos conocemos, saliva va y saliva viene, un poquito mejor. Acabo de conseguir mi primer beso en tierras árabes.
Entramos dentro. Yo, en éxtasis, detallo mi hazaña a mi amiga mientras él le dice algo a su acompañante. Sin más, se levanta, dice que está cansado y se va a dormir. (¡Joder! Cuando un alemán ha planeado acostarse a la una y veintisiete de la madrugada, se acuesta a la una y veintisiete de la madrugada; ni a la una y veintiséis, ni a la una y veintiocho. Cuánto daño ha hecho el kantianismo a la Humanidad…) Sin embargo, vuelve con un papel con su número de habitación anotado. Viva Alemania. Viva Angela Merkel. Vivan las salchichas. Como no está bien hacer esperar a posibles futuros maridos, a los diez minutos doy las buenas noches y me retiro, como las princesas, a mis aposentos. Cuando llego, descuelgo el teléfono y marco el número 1402.
Nadie contesta. Espero un minuto y repito la operación. Sin respuesta. Y así, hasta diez veces. Bajo a la planta cuarta y me deslizo, sibilino, excitado y enfadado, hasta su puerta. Golpeo la madera. El silencio es como un puñetazo en la entrepierna. Vuelvo a mi habitación. Saco su nota del bolsillo y confirmo que el vino y el mojito no me han desdoblado la visión. ¿Me masturbo o sigo intentándolo? «A lo mejor se ha confundido y ha escrito el número que no es», pienso. Así que marco el 1412. Despierto a una señora, me disculpo y cuelgo. Lo intento con el 1422.
—¿Sí? —contestan, somnolientos, dos plantas más abajo.
—Hola, soy Martín. Me has escrito mal el número de habitación.
—¿Quién eres? ¿Qué dices? ¿Qué quieres?
Descubro que me he equivocado de nuevo, pero percibo algo en su voz que me seduce.
—Ah, perdón… Hace un rato, en el bar del hotel, un chico me dio su número de habitación. Me he debido de confundir.
—Yo no he estado en el bar. ¿Y qué haces ahora? —responde.
Soy torpe, pero tengo instinto. Y en las situaciones de crisis (y ésta lo es) actúo como los animales en celo. Siempre sobrevivo.
—Pues no sé. Estoy solo, aburrido… —Pongo voz de lobo, que suele funcionar.
—¿Quieres bajar?
No tengo nada que perder y el alcohol me pone farruco, así que me lanzo, descalzo y sin cordura, a la aventura de la 1422. Llamo a la puerta. ¿Y quién abre? Un negro en calzoncillos que me invita a pasar. Soy feliz.
Por razones que no vienen al caso, abandono su suite en pocos minutos —el sexo es así de traidor: si hay química, es una delicia; si no, es mejor batirse en retirada—. Regreso a mi cama. Intento dormir, pero el fantasma del director de cine, el curry de la cena y la electricidad de la tormenta me revuelven el sueño. Hago un último intento con la 1402. Y mi alemanito contesta. Se ha quedado dormido y no ha escuchado las doscientas llamadas y los golpes secos sobre su puerta. Ok. Le creo porque no tengo más remedio y porque siempre he preferido vivir en la ignorancia. Y sube.
Y todo es champán —treinta y nueve euros la botella de 250 ml del minibar, maldita la hora—, bañeras burbujeantes, sábanas limpias, una ciudad extraña y exótica que respira fuera, sexo hotelero —que es más excitante, o más húmedo, o más aventurero, o no sé explicarlo—… y una discusión de última hora que rompió el hechizo, jodió la magia y nos devolvió a la Tierra. Eso sí: follé. Y en Constantinopla, como un emperador bizantino más. Ahí queda eso.
Los aeropuertos me ponen cachondo. Las colas de facturación, los controles de seguridad, los pilotos con jet lag, las botellas de ginebra del duty free, las ciudades del mundo parpadeantes en las pantallas de salidas y llegadas… Su ingeniería, pensada para vender ilusiones dentro de una maleta, me recuerda a las puertas del cielo. De hecho, si Dios existe, el hall de su casa debería ser como una terminal internacional.
Como Sibila y yo siempre hemos sido muy espirituales, decidimos hacer una visita a la Casa del Señor —el aeropuerto de Madrid-Barajas— para tomar un avión rumbo a Estambul. Yo tenía unos días libres y ella, inconformista militante, acababa de dejar su trabajo como responsable de ventas de una fábrica de botones.
—Estoy incompleta —me había dicho unos días antes.
—¿Incompleta? Tienes dos piernas, dos brazos y dos pezones.
—No me siento realizada. Me falta algo…
—Como a todo el mundo, Sibila. No seas tan intensa, que me agotas. A mí me falta el móvil, la cartera, la cazadora, un hombre que me idolatre, un golpe de suerte con los juegos de azar, un descapotable rojo, un poco de calma… ¿Y me quejo? Aquí estoy, levantándome, acostándome, subiéndome al metro, comiendo y meando. Y entre tanta mierda, hasta tengo tiempo de sonreírte.
—Que no. Que estoy cansada de los botones. Grandes, pequeños, esmaltados, satinados, metálicos, con incrustaciones, de madera, de coco, verdes, negros, marfil. Estoy harta. ¿Qué me aportan a mí los botones? ¿Adónde voy? ¿De dónde vengo?
—No mezcles a Shakespeare con la alta costura.
—Lo he dejado. He dicho en la empresa que mañana no cuenten conmigo.
—¿Qué dices?
—Desde hoy soy, oficialmente, una mujer hermosa y en paro.
—Y soltera, cariño.
—Los botones me estaban consumiendo. Me estaba muriendo por dentro.
De vez en cuando, sobre todo en invierno, Sibila tiene crisis de identidad. Se vuelve trascendente, etérea, profunda. Compra incienso, come verduras y ve películas iraníes. Generalmente no me preocupo, porque estos colapsos suelen esfumarse con las primeras lluvias de abril. Pero una cosa es un trastorno transitorio de la personalidad, habitual en los postadolescentes como nosotros, y otra abandonar su trabajo. Desde que compartimos desgracias y amistad, toda su vida descansa en los bordes de un ojal. Es lo que ocurre con los trabajos minoritarios; que ya no eres Luis el rubio, sino Luis el enterrador, ni Sibila la de los ojos verdes, sino Sibila la de los botones. En mi imaginario, ella estará para siempre asociada al blanco nacarado que abrocha una chaqueta cualquiera en un enero cualquiera. No puede hacerme esto. Sibila es un botón. El botón más bonito del mundo.
—¿Y qué vas a hacer ahora? —le pregunté, consternado.
—He dejado mi currículo en un herbolario especializado en nutrición y dietética.
—Joder. Lo que nos faltaba.
Aterrizamos en Estambul a las doce del mediodía, justo cuando el sol regala sus rayos más jugosos. Sibila, que está obsesionada con las previsiones meteorológicas, me tenía al corriente del clima turco desde hacía diez días. Al parecer, febrero es un mes terroríficamente frío en el Bósforo, pero si la atmósfera se apiada, el cielo puede regalar algunas mañanas maravillosas. Por la noche, la lluvia pone el punto romántico a una ciudad ahogada por el sonido de la megafonía de las mezquitas. De momento, los dioses daban la razón a los satélites. Ni rastro de nubes en Constantinopla.
Mi fisonomía, cincelada por una barba de varios días cuidadosamente descuidada, una nariz ancha y desafiante, el pelo rapado según los cánones militares y la piel oscura, suele llamar la atención de los departamentos de inmigración de todo el planeta. Cada vez que vuelo a Estados Unidos, Londres, Amsterdam o similares, los cazadores de terroristas desvirgan mi equipaje impoluto, rastrean las huellas de Al Qaeda en mi cepillo de dientes y buscan algún libro del Corán entre mis calzoncillos. Pero aquella vez era distinto. Estábamos en Estambul, tierra de barbudos de pigmentación canela, y la melena pálida de Sibila se llevaría todas las atenciones de los funcionarios. O eso pensé yo.
Cuando recogimos el equipaje, dos militares que afilaban su hombría detrás de sus metralletas se acercaron con paso decidido hacia nosotros. Y aunque la miraban a ella, enseguida supe que venían a por mí. Me llevaron a una habitación alicatada por baldosas blancas y negras —odio el ajedrez— y me invitaron a abrir la maleta. Fui desentrañando, humillado y tranquilo, los secretos cotidianos de cualquier turista. Hilo dental, calcetines de colores, dos cajas de preservativos, desodorante con olor a té verde, mi camiseta de la suerte del Che Guevara… De repente, recordé que al fondo, escondido entre las botas y unos pantalones, descansaba mi tesoro más valioso: mi guía de viajes Espartacus. Salvo unas sutiles diferencias estilísticas, sus 398 páginas son algo así como un listín telefónico que recoge, país por país y ciudad por ciudad, los bares, las discotecas, las saunas, los hoteles, los sex shops y todos los negocios gays del mundo. De Nueva York a Hong Kong, de Estambul a Albacete. Como sólo cuesta diez euros, la editorial subsiste gracias a la publicidad. Cientos de anuncios de fiestas de la espuma, teléfonos eróticos y alargamientos de pene salpican esta Biblia homosexual que, ya desde la portada, saluda al lector con dos culos en pompa rasurados y a punto para la batalla.
Uno de mis captores cogió la guía, inspeccionó varias páginas sin detenerse en los detalles, frunció el ceño, dijo tres o cuatro palabros en turco y abandonó la habitación. Y allí nos dejó, al otro policía y a un servidor, masticando el silencio y la vergüenza durante diez minutos. Diez minutos que se enredaron por siempre jamás en el tictac de un reloj de pared que parecía sonreír por mi tragedia.
Me van a fusilar. Me cago en mi sombra. Soy un inconsciente por viajar a un país árabe con toda mi artillería pesada de preservativos, guías gays… ¿Qué esperaba? ¿Un recibimiento con un batallón de danza del vientre? Esto es una provocación, un asunto de Estado, un polvorín. Me van a condenar a muerte en un juicio sumarísimo. Acabo de desencadenar una crisis diplomática al más alto nivel entre España y Turquía. El ministro de Exteriores tendrá que venir a rescatarme. ¿Por qué me tiene que pasar todo a mí? Me van a reventar el cráneo con esas metralletas del tamaño de un abeto canadiense. O a colgarme del cuello en una plaza pública. ¡En una plaza pública! ¡Joder! Como a María Antonieta. Con los tambores del alba marcando los pasos de mi desahucio. Un golpe seco en la tráquea, seguido de la fractura del verdugo —que, según leí en una ocasión, se produce en la tercera o cuarta vértebra— serán suficientes. Qué manera más tonta de entrar en el Edén de los muertos. Alá, si existes, perdóname. Yo no quería. Me devora la pasión de juventud, el furor de la pre-treintena. Sé que en tu infinita misericordia podrás hacer la vista gorda con mis pecados. Si te sirve como atenuante, y perdona si te tuteo, he de confesarte que las mezquitas siempre me han inspirado más confianza que los templos cristianos. El Románico me asusta, el Gótico me estresa y el Barroco me aburre. Pero ¿dónde está el policía? ¿Por qué tarda tanto? Estará avisando al juez de guardia, o a una unidad especial del ejército, de esos que se especializan en los delitos del alma. ¿Y este tío? Me está mirando mucho. Así como con deseo. Pues no es tan feo. Joder, mi tráquea. Con lo que me costó hacerme un hombre y que me creciese la nuez. ¿Me dejarán despedirme de mi madre? Pobrecita. ¿Y Sibila? Estará asustadísima, sentada sobre su maleta y sin saber qué hacer. Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu nombre… Ah, no, que aquí no vale. ¿Y si me canonizan? San Martín Lobo; suena bien. Mi tráquea. Mi tráquea. Mi tráquea…
Andaba yo ensimismado en mis conversaciones con el Más Allá cuando el policía regresó a mi corredor de la muerte particular. Me devolvió la guía, me guiñó un ojo y me hizo una señal con la mano para que volviese a colocar mi equipaje.
—Bon voyage —me susurró, justo a tiempo para abrir la puerta y dejarme marchar.
Volvía a ser un hombre libre, y me sentí como un terrorista arrepentido, un héroe nacional o el hombre más buscado de Google. Martín Lobo, nuevo mesías del Milenio Tres. Sentí que mi blog, que ya empezaba a despuntar en internet a medida que sus lectores se multiplicaban, iba a encontrar cientos de historias sabrosas durante aquel viaje. Necesitaba materia prima para Blogback Mountain: amantes extravagantes, sexo intempestivo, traiciones sangrientas… Y Estambul prometía todo eso y mucho más. Tiré la guía en la primera papelera que encontré y busqué a Sibila con la mirada. Ni rastro. Como es una artista del escapismo, hay que pensar más rápido que ella. Cuando desaparece de forma brusca, existen tres opciones: o está desayunando, o está comiendo, o está cenando. Aceleré el paso y me dirigí a la cafetería del aeropuerto.
Y allí estaba, sentada en una mesa con su sombrero de flores —comprado ex profeso para este viaje—, un sándwich mixto y un desconocido.
—Sibila, ¿dónde estabas? —le grité.
—¡Hola, Martín! Te presento a Abdul.
Abdul me tendió la mano, y le saludé sin apartar la vista del puto sándwich.
—¡Joder! Han estado a punto de fusilarme, o de colgarme en una plaza pública, y tú estás aquí tan tranquila. ¡Deberías estar llamando a la embajada!
—¿La embajada? ¿Qué embajada? Ay, Martín, relájate, que estamos de vacaciones. Pide algo para comer y siéntate con nosotros. Este señor es un encanto. Me entró un hambre atroz, y me ha ayudado a traer la maleta hasta aquí. Lo mínimo que podía hacer era invitarle a un café, ¿no? ¡Me encanta Estambul!
Abdul arqueó las cejas con flexibilidad exagerada mientras trataba de desentrañar nuestra conversación. Me miró con ojos tiernos —tiernos, inmensos, abruptos— buscando mi aprobación. Sibila le gustaba, y necesitaba el permiso de una figura masculina para tantear su fruto prohibido. Ante la ausencia de un padre, un hermano o un tío, el honor de mi amiga estaba en mi poder. El devenir de su vagina, qué contrariedad, en manos de un maricón. Al descubrir su estrategia de acercamiento, le miré con autoridad de patriarca. Intenté fabricar un «ni te acerques» con mi rostro que él debió interpretar como un «entra sin llamar». Cosas de la comunicación no verbal. Sibila, concentrada en masticar su sándwich, era ajena a aquel baile de muecas entre dos hombres condenados a entenderse.
—Abdul, ¿qué es lo más interesante que podemos ver en Estambul? —preguntó—. ¡Fíjate, si hasta rima y todo! ¡Abdul y Estambul!
—Sibila, no necesitamos la ayuda de nadie. Conozco perfectamente los sitios que hay que visitar —respondí, tratando de impedir una cita, o un encuentro sexual, o una boda, o cualesquiera que fuesen los planes de aquel señor. Pero el destino ya había jugado todas sus cartas con nosotros.
—Yo quiero enseñarte la ciudad —le respondió Abdul, mientras escribía algo en un trozo de papel—. Toma mi teléfono. Eres muy guapa.
Dedicamos el resto del día a trastear por Estambul. Jugamos a perdernos por el Gran Bazar, compramos nuez moscada en el mercado de las especias, nos descalzamos en varias mezquitas, subimos, bajamos, entramos, salimos… Por la noche, como manda la tradición del Hispasat, llovió como si el cielo quisiera calmar la sed del fin del mundo. Cenamos rápido, con prisa por oler la tormenta y bebernos los charcos, y empezamos a caminar sin rumbo fijo por unas calles que dormitaban en stand by. Sibila estaba cansada; yo, caliente e insomne. Tras una breve discusión a los pies de la basílica de Santa Sofía, firmamos un armisticio que, de forma salomónica, solucionó su sueño y mis ganas de más: nos tomaríamos la última copa en el bar del hotel. Y allí, cerca de su cama y de mi whisky, conocimos a una pareja de alemanes con la que desempolvamos mil conversaciones sobre el islam, el nazismo y la Santa Inquisición. Tras esta tertulia de alto voltaje, uno de los teutones y yo intimamos con la mirada, y nos dijimos, casi sin decirnos nada, que aquella noche sería nuestra.
El sexo en el extranjero siempre sabe muchísimo mejor. Lo dicen los científicos, lo dicen los turistas, lo dicen los colonizadores medievales y lo digo yo. Follar lejos de casa es entregarse a los cartílagos, a las salivas y a las espaldas arqueadas como si fuese la última vez. Y es, también, como volver a perder la virginidad. Así que perdí mi virginidad turca a las tres y cuarenta y cinco minutos de la madrugada —hora exacta de la eyaculación—. Mi alemán y yo nos recostamos sobre la cama, y el humo de un cigarrillo a medias envolvió la charla poscoital.
—Así que eres director de cine.
—Sí. Bueno, en Alemania soy bastante conocido, sobre todo por rodar anuncios de televisión y videoclips.
—Ah… Yo soy periodista. Y además escribo un blog gay.
—¿Un blog gay? ¿Para qué?
—Pues para desahogarme, para comunicarme con la gente, para llegar a fin de mes…
—Qué tontería, ¿no?
En ese momento, perdido entre las sábanas de un hotel de Estambul, eché de menos a Flora, mi limpiadora preferida. Ella sí que habría sabido responder con autoridad y sabiduría a aquel tarambana con ínfulas de Spielberg. Pero yo no era Flora; era Martín Lobo, un ser débil y mustio al que se le había ido toda la fuerza en un simple orgasmo.
—Ahora resulta que es mucho más útil dirigir anuncios —dije sin creérmelo demasiado.
No me escuchó. Volvió la cabeza hacia el cristal empañado de la ventana y, sin mirarme a los ojos, dio un giro dramático a nuestra conversación:
—Mi novio es periodista.
—¿Tienes novio?
—Sí, pero vive en Estados Unidos. No nos vemos mucho.
—Y por eso te acuestas con el primero que pasa… —Empecé a mostrar síntomas de cansancio, de despecho y de borrachera.
—¿Perdón? No te entiendo.
—Olvídalo. ¿Qué vas a hacer mañana?
—No lo había pensado. Si quieres podemos pasar el día juntos.
—Me encantaría. Y por la noche salimos a tomar algo. Quiero ver un espectáculo de danza del vientre masculina. Por lo visto es el último grito en algunas discotecas árabes.
—Por la noche viene mi novio alemán.
—Ah, también tienes un novio alemán. Qué curioso.
—Vivo el presente, eso es todo.
—¿Vives el presente? Menuda chorrada. Yo también vivo el presente y no voy engañando a la gente.
—Pero ¿a ti qué te pasa? ¿Por qué hablas de lo que no tienes ni idea?
—Me pasa que conozco las artimañas de los vividores como tú. Que si el novio americano, que si el novio alemán… ¿Y entonces qué soy yo? ¿La puta española? —Volví a demostrar que tengo la boca más grande de la eurozona… y más allá.
—Yo no pienso eso…
—Y encima me invitas a pasar el día contigo. Eso sí; a las diez de la noche, como Cenicienta, el gilipollas de Martín se tiene que retirar para dejar vía libre al segundo novio. —Mi orgullo se vio acorralado por su felicidad exhibicionista, por sus encantos de pecador simpático y su potencial para el amor a varias bandas. Sabía que era injusto, pero no tenía más remedio que atacar. Y ataqué—: Que te den por el culo.
—Me estás ofendiendo. Hemos echado un polvo, no nos íbamos a casar.
—Antes me muero que casarme contigo.
—¿Sabes qué? Me estás aburriendo. Ha sido un placer cabalgar sobre ti. Buenas noches.
La madrugada de Estambul cayó como una losa sobre mi conciencia. «Ha sido un placer cabalgar sobre ti.» Aquella frase, que revoloteó en mi habitación hasta que fui vencido por el sueño, selló, una vez más, el prólogo de mi vida: histeria, envidia y soledad. Mientras cerraba los párpados «pesados como juicios», que diría Benedetti, me imaginé enseñando el ombligo a mi futuro marido. Siempre he encontrado a este apéndice del cordón umbilical como uno de los puntos más íntimos del cuerpo masculino. Un pequeño botón que apuntala el vientre y que protejo de caricias desconocidas. Los caballeros de una sola noche pueden dedicar sus ansias y sus excesos a cualquier parte de mi cuerpo. A cualquier parte, salvo al ombligo, que entregaré al hombre de mi vida. Sólo esa persona especial podrá profanar el epicentro de mi barriga. Supongo que esta extravagancia responde a un trastorno freudiano de la sexualidad: como mi virginidad se esfumó hace ya demasiado tiempo, mi ombligo cumple la función de himen psicológico. O algo así.
Hasta entonces, nunca había tenido prisa por sentar la cabeza y encontrar mi otra mitad. Pero desde hacía unos meses las imágenes de ombligos perfectos se aparecían en mis sueños con peligrosa frecuencia. ¿Se trataba de señales de mi reloj biológico, hastiado de kilómetros y más kilómetros de sexo sin compromiso? ¿Debía obsesionarme? ¿Modificar mi rutina promiscua? ¿Madurar? ¿Descubrir a un director de cine alemán los secretos de mi ombligo? ¿Casarme con él? ¿Lanzarme al vacío desde un acantilado?
Me desperté envuelto en la resaca más triste y pegajosa de mi historial alcohólico. Me levanté dando bandazos sobre el aire irrespirable de mi suite, y encontré una nota en la mesilla:
Querido Martín. Estabas tan dormido que no he querido despertarte. He quedado con Abdul para ver la ciudad. Te llamaré esta noche. Descansa mucho y disfruta de la pasión turca. Un beso, Sibila.
La amistad siempre se volatiliza cuando más la necesitas. La maquinaria de la vida es así de cruel: yo estaba rumiando una crisis existencial sin precedentes, y mi único pilar en tierra extraña, de nombre Sibila, se había decantado por el turismo sexual. De acuerdo; yo también me había dejado llevar por la libido la noche anterior, pero era distinto. Yo soy gay, y como tal se supone que no tengo sentimientos. He aprendido a fornicar como los animales: con rabia y sin conciencia.
Con rabia y sin conciencia me duché, con rabia y sin conciencia me vestí, con rabia y sin conciencia salí a la calle. Tras siete horas paseando en soledad por una ciudad pensada para el amor, regresé al hotel. En el hall, la silueta de mi alemán abrazando a su primer novio —¿o era el segundo?— me atravesó como una flecha envenenada. Con rabia y sin conciencia, una vez más, busqué el ascensor, el pasillo de la planta cuarta, la puerta de mi habitación y, finalmente, la cama de matrimonio. Apreté los dientes, hundí el rostro en la almohada, pensé en la hendidura de un ombligo y lloré, o no me acuerdo, hasta caer derrotado por la penumbra del atardecer.
El teléfono me despertó pasada la medianoche.
—¿Quién es? —pregunté.
—¡Soy Sibila, idiota! —Permanecí en silencio—. ¿Martín? ¿Estás ahí? Bueno, supongo que me odias, pero tienes que entenderme. Estaba muy nerviosa, necesitaba un cambio de aires tras dejar el trabajo… Y de repente aparece Abdul, así, sin avisar, y entra en mi vida. Hemos pasado un día increíble.
—Vaya, exactamente igual que yo.
—Me gusta. Me ha pedido que me quede unos días más con él. Quiere enseñarme su ciudad, presentarme a sus amigos… Y como no tengo nada que hacer en Madrid, le he dicho que sí.
—¿Es una broma? ¡Pero si no sabes quién es! ¿A qué se dedica? ¿Dónde vive? ¿Cuántos años tiene?
—Tiene cuarenta y dos años y es un soldado kurdo. Toda su familia está relacionada con las milicias.
—¿Un soldado kurdo? ¿Milicias? ¿De qué estás hablando?
—Su pueblo está aplastado por el ejército turco, y ellos sólo tratan de defenderse.
—Dios mío.
—Quieren que se les reconozca como Estado, nada más. ¿No has oído hablar del nacionalismo, Martín?
—Ya veo. Y tú te vas a ir de guerrillera con ellos, para poner orden entre las tropas. Sibila, la libertaria. Sibila, la madrileña que reescribió la historia del Kurdistán. ¡Eres idiota!
—Martín, las casualidades no existen. Abdul ha llegado a mi vida justo en este momento por alguna razón que se me escapa. Y quiero descubrirlo a su lado. Lo he decidido, y no me lo vas a impedir. Me marcho con él.
—Pero ¿adónde?
—A Urfa, una ciudad muy próxima a la frontera con Siria. Por lo visto es un lugar maravilloso lleno de leyendas. Según el Génesis, allí nació Abraham. Y hay quien dice que fue donde Noé construyó su arca.
—¿Abraham? ¡La Virgen Santísima! Por favor, escúchame. No lo hagas.
—¡Cállate! ¿Cuándo volvíamos a España?
—Mañana.
—Pues voy a llamar a la compañía para anular el billete de avión. Regresa sin mí. Martín, te quiero mucho.
—Sibila…
—Buenas noches.
—Buenas… Buenas noches.