4

Un casting en blanco y negro

9 de marzo. El amor y yo no nos llevamos bien; es tan volátil, viscoso y cabrón que siempre se me escapa entre los dedos. Pero tengo los huevos muy grandes, la cornamenta muy curtida y el tesón de acero. Y esto es la guerra. Encarnizada, excesiva, feroz, entre el fango, el lodo, la arena del desierto o los excrementos putrefactos de un elefante keniata. Me revolcaré donde haga falta, mataré a quien haga falta, pediré matrimonio a quien haga falta. Pero voy a encontrar a alguien que me aguante, que me lleve el desayuno al feudo de mi cama, que me prometa la luna bajo la lluvia y me cambie los pañales cuando el Alzheimer se acuerde de mí.

Y vosotros, lectores de almas puras, sangre caliente, penes inmensos y nóminas con pedigrí, me vais a ayudar. Redoble de tambores. Hoy comienza la Operación Lobo. El redoble de tambores se intensifica, se acelera, sube por vuestra columna vertebral con energía trepidante. Aquí arranca el casting para escoger al «hombre 10»; el candidato perfecto para apagar mis fuegos y parchear mi alma. El redoble de tambores se esfuma y deja un reguero tan silencioso como sobrecogedor.

Las bases del concurso son sencillas, pero estrictas. Están en juego mis sentimientos y, quizá, un revolcón, así que seamos serios. Se ha habilitado una cuenta de correo electrónico para que los interesados envíen su candidatura.

Documentación requerida:

1. Material gráfico reciente. Las imágenes de la posguerra o a los pies de las Torres Gemelas en las vacaciones del año 90 serán declaradas nulas. La fotografía erótica está de moda, y se valorará positivamente. Las mandíbulas prominentes, los cuerpos de escándalo, las sorpresas XXL y el buen manejo de las artes amatorias son un plus.

2. Un texto de presentación. Debe incluir información sobre aficiones, trabajo, historial psiquiátrico… Se trata, no lo olvidéis, de conquistar, de vomitar sinceridad, sentido del humor e inteligencia.

3. Cualquier tipo de documentación extra que ayude a esclarecer el veredicto sumará puntos. Son bienvenidas las fotocopias de la nómina, los avales bancarios, enlaces de páginas web personales, poemas de amor, billetes de avión a las Seychelles…

Un jurado presidido por un servidor escogerá al ganador. Cuando lo considere oportuno —olvidémonos de la democracia por unas horas; a veces es demasiado tediosa— daré el nombre del varón de varones, del seductor de seductores, del campeón de campeones. Y cerraré una cita con él. Una cena, unas cervezas, un encuentro furtivo al abrigo de la Gran Vía, una noche loca en la telaraña de Madrid… Y advierto: una vez que me decido soy bastante fácil, así que hay muchas posibilidades de acabar la velada con un buen polvo. Que los dioses repartan suerte y, por mi bien, que gane el mejor.

Cuando las cosas se tuercen, la vida se atasca y el tiempo no se mueve, el CO2 de Madrid asesina cualquier olor. No huelen las flores municipales, ni las tascas de madera y anís, ni el tridente de la fuente de Neptuno… Pero en todo este asunto también hay una parte positiva: tampoco huele la derrota. El ajetreo de sus calles tiene el don de suavizar mis desgracias; bajo el cielo plateado de esta ciudad cruel y maravillosa no hay espacio para lamentarse. Siempre es mejor perderse entre la gente y aceptar las reglas del juego: la vida no es más que una tarjeta de crédito para asaltar escaparates, un buen libro en el metro, ocho horas de oficina, un plato de sushi los viernes por la noche y un trago de whisky que apuñale cualquier madrugada. Todo lo demás es accesorio. Las carencias sentimentales y toda esa patraña de la psicología moderna son un equipaje que muchos cargamos de forma innecesaria. Sufrir no quema calorías, así que no merece la pena. ¿Que el amor se ha olvidado de ti? ¿Que los ombligos se aparecen una y otra vez en tus sueños? ¿Que un alemán te aprieta las tuercas y te abre los ojos? Pues te compras un abrigo nuevo, te pones a dieta, te apuntas a Pilates, te exfolias el alma… y a vivir.

Tras la tempestad de Estambul volví a casa con el karma muy limpio. Subí al avión con agujetas de pena en el pecho y aterricé en Madrid con una sonrisa blanca y certera; energías positivas, que dicen las revistas de autoayuda. Y es que durante el vuelo de regreso había tenido una idea genial y delirante: aprovechar el tirón de mi blog, que ya superaba el millón de visitas, para conocer gente, abrir y cerrar citas con extraños, romper la rutina y tapar los boquetes de mi soledad. Nada más incorporarme al trabajo, publiqué un post con las bases de un casting para encontrar al hombre perfecto. Creé una cuenta de correo electrónico y me senté a esperar las propuestas de los candidatos: cenas románticas, sexo a hurtadillas, sesiones de cine en versión original, drogas blandas en algún banco oxidado y escondido… Cualquier cosa con tal de no morir deshidratado de aburrimiento.

En veinticuatro horas recibí más de ciento cincuenta mails de caballeros dispuestos a conocerme. Pasé varios días deshojando la margarita de mi vanidad con sus mensajes. Un tal Pedro de Valencia me ofrecía un billete de avión a su tierra, una cena con vino y una despedida justo a tiempo para no caer en la trampa de la pasión. Manuel, de Orense, me envió una canción compuesta por él mismo que hablaba de los cactus de Tijuana, de los dientes de las golondrinas, de las heridas violetas y cosas así. Miguel me citó directamente en la habitación 136 de un hotel del centro de Madrid: «Te espero esta noche a partir de las diez. No me falles». Emilio me demostró que había abandonado la obesidad mórbida para siempre. Como prueba, adjuntó un informe médico que detallaba, mes a mes, su trepidante bajada de peso: de 126 kilos a 92 en dos años y medio. Bruno, un joven colombiano, me planteó un matrimonio de conveniencia en unos términos, a mi entender, demasiado abusivos: «Yo te doy pinga rica y sabrosa y tú me das el permiso de residencia en España». Algunos me insultaron. Otros encendieron mi libido con nocturnidad y alevosía. Pero hubo un mensaje, el de P.R.N., que me tocó algún botón extraño en las tripas. Cerca, muy cerca, del ombligo:

No soy pitoniso, pero sé que jamás me elegirías. Ni tengo músculos, ni un regalo XXL entre las piernas, ni una belleza agradecida. Soy bajito y normal, que es lo que se dice de alguien cuando no cumple los cánones de perfección. Si tuviese que definirme, diría que soy un hombre gris, aunque tengo mis fogonazos de genialidad (los que no llamamos la atención por nuestra estatura necesitamos algo que nos haga destacar entre los árboles). Soy pluriempleado; por las mañanas trabajo en una oficina, y los fines de semana me pongo la careta de hacer reír y ejerzo de animador infantil. No estoy bien de la cabeza; desde que tenía seis años quise conocer Australia. Lo hice con treinta y dos, y lo hice solo. De hecho, he aprendido a hacer muchas cosas sin compañía. Por ejemplo, a masturbarme. Es lo que tiene ser hijo de familia desestructurada y enfrentarse a un camino que hay que andar rodeado de mucho y a veces de nadie. ¿Qué más? Soy bajito (¡ah, no, que eso ya te lo he dicho!). No sé hacer deporte, aunque debería, no sé dejar un libro a medias, aunque debería, no sé ser infiel, aunque debería… Y sí, soy educado; mi mamá me hizo muy bien. Moriré joven, porque mi tío, que era sacerdote, decía que los jóvenes viven de proyectos y los viejos de recuerdos. Sólo he estado con una mujer y sólo he estado con un hombre. No tengo prisa, y supongo que mi oportunidad no ha llegado aún. ¿Servirá de algo que te escriba? No. O quizá sí, aunque sólo sea para mi propia satisfacción. Porque yo me quiero mucho; quiero mucho a muchos, pero a mí también. Sólo espero una cosa: que, por lo menos, te rías conmigo… o de mí.

Un abrazo, P.

Por la noche me dormí imaginando aquella cara anodina y gris, aquel viaje iniciático a Australia, aquella masturbación primitiva y solitaria… Dejé reposar sus palabras durante el sueño, pero como soy un exhibicionista de cualquier asunto emocional, no pude evitar compartir el mensaje con más seres vivos. Se lo leí a Titán, a Alvarito, a Zeltia e incluso a Javier, que desde mi viaje a Turquía había suavizado las aristas de nuestra convivencia. Fue entonces cuando noté que faltaba alguien; entre el trabajo, el casting y mi aparente felicidad temporal me había olvidado de Sibila, perdida en alguna serranía del Kurdistán con un guerrillero nacionalista. Imaginé su paradero, y ninguna posibilidad me convenció: descuartizada en un pastizal de camellos, lapidada en un ritual de fertilidad, cocinera de campaña de las tropas, pastorcilla de caballos en una tribu nómada, bailarina de una cantina en el desierto…

El domingo, Día del Señor, doña Sibila rompió su silencio con un telefonazo que me despertó de la siesta más profunda de mi existencia. Su llamada llegó, como siempre, justo a tiempo para evitar un nuevo brote de mi locura.

—¿Sí? —murmuré mientras tanteaba el techo de la habitación con las pestañas envueltas en legañas.

—¡Martín! ¡Cariño!

—¿Sibila?

—¡Soy yo! Llevo varios días buscando un teléfono para hablar contigo…

—¿Dónde cojones te has metido? ¿Cuándo vuelves?

—Escucha y no me interrumpas, que no tengo mucho tiempo y te oigo fatal.

—¿Estás bien?

—No te preocupes. Estoy en Urfa, con Abdul.

—¿Y qué haces allí? ¿Trabajas? ¿Qué comes? ¿Te acuestas con él?

—¡Pues claro que me acuesto con él! Él se pasa el día de aquí para allá haciendo recados, así que tengo todo el tiempo del mundo para descansar.

—¿Qué recados?

—Es miembro del PKK.

—¿El qué?

—El PKK, una organización política nacionalista que lucha por la libertad del pueblo kurdo.

—Joder, Sibila, me estás asustando.

—Sólo quiero que llames a mi madre para decirle que no se preocupe, que soy feliz y que la quiero mucho.

—Estás con un nacionalista kurdo en el pueblo en el que Noé metió a todos sus bichos en una puta barca. ¿Cómo no se va a preocupar?

—¡Cállate y déjame hablar! Os echo de menos, pero os ruego que no me presionéis. Necesito saber que me apoyáis en todo. Además, ahora estoy un poco preocupada porque Abdul tiene que incorporarse a unas operaciones militares secretas.

—Por todos los santos…

—¡Ya te he dicho que pertenece al PKK! Y no…

La llamada se cortó en medio de la vorágine de siglas. Siglas terroríficas, inquietantes y misteriosas. Di por clausurada mi siesta, dejé el teléfono sobre el sofá, encendí el ordenador y me zambullí en internet. PKK, Kurdistán, Urfa, Abraham… Los motores de búsqueda echaron humo durante más de dos horas, tiempo más que suficiente para recopilar información y dar algo de forma a aquel disparate. La realidad, en términos coloquiales, es más o menos la siguiente:

El Kurdistán es un polvorín que se tambalea entre cuatro fronteras: Turquía, Irak, Irán y Siria. Cuatro monstruos que se reparten a balazos la soberanía de esta tarta de sangre, vacas y petróleo. Sus primeros bocetos como pueblo se dibujaron entre el Tigris y el Éufrates en el siglo X antes de Cristo, en una explanada con un calor de espanto y mucha cultura que la historia bautizó como Mesopotamia. Los kurdos acicalaron el terreno, pastorearon sus animalillos, se inventaron una lengua y diseñaron un programa de folclore y costumbres. Sólo les faltaba constituirse como Estado, así que se pusieron manos a la obra. ¿Cómo? A golpes. Cansados de ser chuleados por las grandes civilizaciones que pasaban por allí, se pelearon con los asirios y con los sasánidas, que eran unos señores muy brutos y muy virulentos. Como siempre terminaban mordiendo el polvo y sometidos al pueblo de turno, pusieron en marcha la pirotecnia del nacionalismo. Pero la historia volvió a dictar sentencia: el Imperio romano —y con él el territorio kurdo— se desintegró en dos. A un lado del ring, el Imperio otomano; al otro, el Imperio persa; en medio, como siempre, los desgraciados del Kurdistán.

Llegó la Edad Media, y los señores y las señoras kurdas, partidos en dos, aguantaron el tipo —y la independencia— en granjas con vaquitas que llamaron feudos. Pero el siglo XIX se presentó en sus praderas con los ecos de la Bastilla y la Revolución industrial. Tanto discurso revolucionario y tanta liberté, egalité y fraternité asustó a los otomanos, que empezaron a meter la pezuña en estos feudos por miedo a posibles insurrecciones. Y los kurdos, que comenzaban a estar hasta los cojones de tanta intromisión, volvieron a desenfundar sus pistolas. Las pistolas del patriotismo. Entre 1806 y 1920, la zona fue un puto infierno del que no se libraron ni las vacas. Una rebelión; un aplastamiento. Una rebelión; un aplastamiento. Una rebelión; un aplastamiento. Y así hasta que la historia, mareada de tanto trajín, perdió la cuenta.

Por lo visto, la Primera Guerra Mundial aceleró la desintegración del Imperio otomano. Llegados a este punto, sería lógico pensar en un Kurdistán libre e independiente. Pues no. Los gerifaltes de los países colindantes no iban a dejar que cuatro cabreros manejaran el petróleo: Turquía, Persia, Irak, Siria y la antigua URSS se repartieron la tarta kurda a partes iguales. Y punto en boca. Desde entonces, los fuegos independentistas que se suceden en estos cuatro territorios son apagados con cajas destempladas por sus respectivas naciones propietarias. ¿Que monto una república en el Kurdistán persa? El ejército de Teherán suelta cuatro bombazos y zanja el asunto. ¿Que monto una guerra de guerrillas en el Kurdistán iraquí? Bagdad da un puñetazo encima de la mesa y se termina la tontería.

Y es aquí donde entra en juego el maldito PKK. El Partido de los Trabajadores del Kurdistán. Ahí es nada. Una organización política armada, independentista y marxista que desde 1973 toca los huevos de las autoridades turcas. Como han prohibido su lengua, han eliminado los rastros de su cultura, han exterminado a los líderes más inquietos y les han aniquilado como pueblo, los kurdos han puesto todas sus esperanzas en el PKK. Algo así como un Sinn Fein oriental, pero a lo bestia. Con 30.000 muertos a sus espaldas, este partido es considerado una organización terrorista por la ONU y la Unión Europea.

Intenté reorganizar esta información en los huecos vacíos de mi cabeza antes de llamar a Mercedes, la madre de Sibila. Debía obviar los elementos bélicos y centrar mi discurso en los aspectos más bucólicos. Le hablaría de las cabras kurdas, del queso de awshari, de la belleza embriagadora de los paisajes bíblicos… Nada de atentados terroristas, limpieza étnica y entrenamientos militares. Después de todo, el pueblo kurdo, que cuenta con el apoyo de la comunidad internacional y que tiene fama de hospitalario y tremendamente generoso, no puede cargar con los cadáveres de un simple partido político. Aun así, no pude evitar preocuparme por mi amiga. La imaginé lavando a mano los calzoncillos de su amado terrorista, y una descarga eléctrica y muy fría me recorrió la espalda de Norte a Sur. Respiré hondo y marqué el número de Mercedes, que tras diecinueve días, siete horas y veinte minutos sin noticias de su hija debía de estar rozando un ataque de nervios.

—Mercedes, ¿cómo estás?

—¿Que cómo estoy? ¿Que cómo estoy? ¿Que cómo estoy? —respondió, dando muestras de un evidente cuadro de ansiedad—. Pues estoy a punto de volverme loca. Todos los días me despierto preocupadísima; después, a lo largo de la mañana, me voy enfadando poco a poco; y por la tarde me entra una rabia tremenda. No sé si quiero asesinarla, o comérmela a besos… Es una egoísta. ¡Mi hija es una maldita egoísta! Sólo piensa en ella, en ella y en ella. ¿Y los demás? ¿Qué pasa con los demás? ¿Nos merecemos que nos deje así, en este estado, sin saber dónde está ni qué está haciendo? ¿Por qué no llama?

—He hablado hace un rato con ella.

—¿De verdad? ¿Está viva?

—Por favor, Mercedes, ¿cómo no va a estar viva? Me ha dicho que no nos preocupemos, que nos quiere mucho, que es muy feliz. Por lo visto está en una ciudad preciosa, rodeada de monumentos, respirando aire puro y todo eso… —mentí.

—¿Monumentos? ¿Pero Abdul no era un militar nacionalista?

—¿Un militar nacionalista? No me suena, Mercedes. —«Qué memoria tiene la hija de puta», pensé.

—Sí, un militar nacionalista del PKK.

—Mercedes, eso no existe —volví a mentir.

—Lo he leído en internet. Llevo dos semanas buscando información y cada vez estoy más asustada. El PKK es una organización política que la ONU ha calificado de terrorista. Tienen bases de entrenamiento bélico, adiestran a sus guerrilleros, promueven la lucha armada entre la población… El Kurdistán es una tragedia, Martín. Y mi niña está enamorada de un terrorista.

—No puedes fiarte de internet. En la red se exagera todo para atraer más lectores. El ochenta por ciento de la información que nos muestran no es verdad —mentí por tercera vez.

—Martín, tengo sesenta y dos años. No tienes que engañarme; sé perfectamente que mi hija está en peligro.

Acorralado y hundido, estallé con la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad:

—Tienes razón. ¡Sibila es una inútil que sólo se preocupa por ella misma! Ni le importo yo, ni le importas tú, ni le importa nadie. ¡Y su novio es un terrorista de manual que la semana que viene se va a unos entrenamientos militares! ¡Entrenamientos militares! ¡Seguro que es alguna operación secreta, un atentado, el secuestro de un ministro turco o algo así! Y está haciendo la colada en una ciudad con reminiscencias bíblicas. ¡Es la puta criada de un guerrillero kurdo! La madre que la parió… ¡Joder!

No hay nada más antioxidante que compartir nuestros temores con otros seres humanos, así que la llamada a la madre de Sibila fue como un elixir para mi conciencia. Pasé el resto de la tarde del domingo ronroneando con la lectura de algunos mensajes del casting, y tras descartar a los psicópatas, a los japoneses y a los católicos practicantes hice una primera selección de candidatos. Aquella situación despertó mis morbos más oscuros: chicos que sólo me conocían a través del remolino absurdo de mi escritura hacían cola en el disco duro de mi ordenador para conocerme. Y yo, habitante de todos los pecados, no pensaba batirme en retirada. Faltaría más.

El asunto de Sibila, el kurdo y el PKK limó muchas asperezas entre Javier y yo. Aquella noche, por primera vez en muchísimos meses de convivencia bajo el mismo techo, cenamos juntos. Su tendencia ideológica conservadora podía darme un punto de vista diferente sobre la situación del Kurdistán, así que desenfundamos algunas delicatessen germanas —salchichas bratwurst, patatas fritas y cerveza— y nos lanzamos al vacío de la tertulia política.

—¿Te acuerdas de Sibila? —le pregunté.

—¿Sibila? ¿La gorda que cosía botones?

No iba a ponérmelo fácil, así que respiré hondo y traté de responder con una dulzura espeluznante:

—No está gorda y trabajaba en el departamento comercial de una empresa textil.

—Ya, ya… Cosiendo botones.

—No cose botones. Los exporta. Y además, ha dejado el trabajo por una crisis de identidad.

—¿Por qué los pobres siempre tenéis crisis de identidad?

Como soy un señor muy educado, evité responder. Eso sí, de tanto respirar hondo y acumular aire en mi interior enfurecido, me tiré el eructo más fuerte que pude.

—Nos fuimos a Estambul de vacaciones y ahora no quiere volver a España. Se ha enamorado de un soldado del Kurdistán y se ha quedado en una ciudad bíblica con él. Además, su madre y yo creemos que es terrorista.

—Pues el terrorista se va a poner las botas con tanta carne. ¡Menudas tetas!

Desesperado, aparqué la política para otra ocasión y reconduje la conversación hacia territorios prohibidos. Javier y yo, enemigos íntimos, hablamos de sexo durante horas. Horas y más horas destripando filias y fobias y confesando lo inconfesable. Y descubrimos, sin prisas, que no éramos tan distintos: ni él era tan despiadadamente cretino ni yo tan anti-heterosexual. Estábamos manteniendo una conversación civilizada, a ratos tierna, a ratos cruel, a ratos triste y a ratos absurda.

A las cuatro de la madrugada, el llanto en la calle de una ambulancia desesperada por llegar a tiempo nos devolvió a la realidad. Recogimos la mesa, limpiamos la cocina y nos dimos las buenas noches, frente a frente, en el pasillo. Un «buenas noches» histórico que rompió la mala racha de aquella casa sellada por el odio y la indiferencia.

—Que duermas bien —me dijo mientras desaparecía tras la hendidura de la puerta de su habitación.

—Que duermas bien.