23 de marzo. Contemplo la página en blanco. Blanco. El color de la desidia, de la inapetencia, de la pereza. Las musas me han abandonado. ¿Escribo sobre la figura de mi padre? Son las tres de la tarde y tengo el postre bailando entre pezón y pezón. Descartado. ¿Sobre el semen? El postre se revela. Descartado. ¿Sobre la represión islámica a la sodomía? Sudores fríos. Eructo. Descartado.
Levanto la vista —tengo unos ojos avellana maravillosos—, agudizo las pestañas —más maravillosas todavía— y me tropiezo con un libro de mi Dios, mi Santo Grial, mi Alá, mi Mahoma, mi Arcángel, mi luna, mi sol, mi alma y mi entrepierna, mi héroe, mi poesía, mi llanto, mi sonrisa y mi kleenex: Gabriel García Márquez. Y empiezan a explotarme las palabras. Los títulos se tropiezan en mis dedos, el realismo mágico se apodera de mí. Quiero jugar. Y voy a jugar.
Por un minuto, Madrid es mi Macondo particular. Y mis chulos, mis putas, mis amores y mis desamores cambian la nomenclatura turca, alemana o brasileña por Aureliano Buendía, Santiago Nasar o Juvenal Urbino. Con el permiso de don Gabriel, cojo prestadas algunas de sus obras de arte para reescribir la historia de mi vida.
CRÓNICA DE UNA MUERTE ANUNCIADA
Me niego a morir con los pañales irritando mis glúteos y un gotero marcando mis últimos minutos. ¿No dejó Marilyn un cadáver precioso? Pues yo también. Tengo aspiraciones de mito, y si para ello he de sacrificar una vejez al uso —con sus partiditas de mus, sus alzheimers y sus gatillazos— por la inmortalidad eterna… lo haré. Consulto a los oráculos y la respuesta es clara: no superaré la barrera psicológica de los cincuenta. El destino ya ha jugado sus cartas para conmigo. La mala vida, que es mucha y muy espesa, hará el resto.
MEMORIA DE MIS PUTOS TRISTES
Tengo una querencia enfermiza por los varones de vida alegre. Por los chaperos, los politoxicómanos, la canallesca de acento rumano y los habituales de las comisarías peligrosas. Me enamoro como un perro de la gentuza sin escrúpulos. Y yo, maldita la gracia, les gusto a ellos. ¿Que no tiene el graduado escolar? Bien. ¿Que carece de permiso de residencia? Mucho mejor. ¿Que presta sus servicios sexuales por dinero? Me vuelvo loco.
Hasta que me canso, como me cansé de un tal Fabrizio hace ya unos añitos. Resumo nuestras diferencias irreconciliables: el chico, de Brasil, me tiró los dados, me susurró al oído, me bailó la samba y me llevó a su huerto de verduras frescas. Cuando me tenía agarrado por las amígdalas del amor, me confesó su dedicación absoluta al negocio del placer. Intenté hacerme el sueco, pero un chapero en mi vida fue un golpe certero a mi débil estabilidad emocional.
—Guapo, hoy no puedo quedar. Tengo que hacer dinero, ya sabes. Te llamaré a las cinco de la mañana cuando termine —me dijo el día de mi cumpleaños.
Te llamaré cuando termine, te llamaré cuando termine, te llamaré cuando termine… Válgame Dios. Aquello, por el bien de mi madre y del ejército de seres humanos que me quieren y me idolatran, fue el principio del fin. Eso sí; Fabrizio siempre me lo hizo gratis. Eso que me llevo a la tumba… o al crematorio.
29 AÑOS DE SOLEDAD
Me gusta estar solo. Me he acostumbrado a ocupar los dos lados de la cama, a cocinar para números impares (es decir, para mí), a entrar y salir con vehemencia adolescente, a reír y roncar y llorar conmigo mismo, a masturbarme a horas intempestivas, a dejar el tapón del champú donde me salga de los huevos… A veces, sólo a veces, echo de menos la tuerca de mi tornillo, la media naranja del zumo perfecto o esa barba amiga de dos días sobre la que rozar todas mis penas. Pero la realidad siempre se impone a la ficción. Single soy, y en single me convertiré. Gracias, Padre nuestro, por tus enseñanzas.
DIARIO DE UN NÁUFRAGO
De acuerdo; estoy un poco perdido en este océano. Pero soy feliz. Me gustan mi caos, mi cesta de la ropa sucia pidiendo auxilio, mis brotes esquizoides, los hijos de puta de mis ex novios, mi blog, los insultos de mis blogueros, las broncas con mi jefe, el sexo con desconocidos, el whisky, leer mientras dormito, el helado de fresa, mi vecino del tercero, el color rojo, el conductor de la línea 16, el olor de mi madre, el olor de mi vecino del tercero, el olor del conductor de la línea 16… Adoro naufragar… y nunca ahogarme.
EL SEXO EN LOS TIEMPOS DEL CÓLERA
Como sois unos pervertidos y sólo tenéis penes y pezones y vaginas en la cabeza, no es necesario que yo, un humilde servidor de ustedes, eche más leña a vuestro fuego. Ya habrá tiempo de hablar de sexo antes de morir abrasados tras el Juicio Final. O mañana, que viene a ser lo mismo.
MARTÍN LOBO NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA
Por eso, y para romper el maleficio de una de las novelas cortas más maravillosas de my friend Gabo, reclamo vuestros mensajes. Quiero que reventéis mi blog con insultos, alabanzas y hasta recuerdos a la madre que me parió.
El casting empezó a dar sus frutos en el ocaso de aquel invierno desahuciado y febril. Tres semanas antes de la explosión polinizadora de la primavera, moví algunas fichas con dos candidatos. A modo de preludio, envié un correo electrónico a P.R.N. rogándole que me contase su viaje a Australia en persona. De hecho, derroché mi armamento más sugerente, ridículo y vergonzante:
Querido P.:
Quiero que me susurres al oído tu aventura australiana. Me vuelven loco los canguros.
Un beso muy suave,
Martín Lobo
Vía mail, también, respondí a un stripper de Valladolid que me deshizo con sus promesas de frenesí sexual. Ambas maniobras cibernéticas —la de P.R.N. y la del stripper— serían suficientes para cubrir mis necesidades básicas: cariño y una penetración en condiciones. Uno era mordaz, inteligente, sensible y conversador, y el otro un miura salvaje con los pezones como tornillos de acero inoxidable. Cara y cruz. Las dos versiones incompletas del homosexual perfecto. Eso sí; como la penetración era más apremiante que una buena conversación, di preferencia a Valladolid y su paisano de profesión liberal. Los correos electrónicos dieron paso a varias llamadas difuminadas por la timidez, y cuando el teléfono ya no fue suficiente nos citamos el 23 de febrero a las 23 horas en un bar que se llama el 23. Por supuesto, en Madrid.
El mismo día de nuestro encuentro desayuné, como cada mañana, en una cafetería que descansa a los pies de mi edificio. Una tostada con tomate y aceite, un café con leche fría y un zumo de naranja recién exprimida; un menú que repito en una rutina escrupulosa y que compensa el desorden vital que me invade el resto de la jornada. Porque, ya que todo es inesperado y aleatorio en mi existencia, al menos quiero decidir cómo quiero el puto café, las putas naranjas y el puto tomate. A partir de aquí termina mi capacidad de decisión. Al sentarme en mi mesa de siempre, con el ángulo justo para divisar la puerta, el ventanal y la barra, mi mirada se chocó con la de un camarero nuevo. Deliciosamente rubio, deliciosamente alto, deliciosamente colocado sobre las baldosas del suelo. Le disparé mi mejor sonrisa, y se acercó para atenderme.
—Buenos días —le dije.
—Hola, ¿qué quieres tomar? —Su acento oxidado, marcado por el baile brusco de sus sílabas, no encajaba con aquellos ojos azules de bebé maldito. Aun así, noté un pequeño pellizco en la boca del estómago.
—Un zumo de naranja, un café con leche fría y una tostada con tomate.
—¿Con aceite de oliva sobre la tostada?
—Perfecto. Por cierto, hoy es tu primer día trabajando aquí, ¿verdad?
—Sí. Llegué a España hace una semana.
—¿En serio? ¿Y de dónde eres?
—Soy noruego.
—Pero hablas muy bien español…
—Mi padre es uruguayo.
Volvió a la barra, y mientras se peleaba con la cafetera, alzó la vista, se secó la frente con la parte superior de la muñeca y me devolvió la sonrisa. Fue entonces cuando mi mecanismo se puso en marcha: imaginé su ombligo, imaginé sus labios sobre mi ombligo, imaginé el ombligo de nuestro hijo… y le imaginé preparándome el desayuno gratis. Y llevándomelo a la cama con un periódico, un libro y un billete de avión a Roma. Para dos.
—Aquí tienes.
Los destellos naranja fluorescente del zumo y el rojo pasión del tomate volaron por los aires mi ensoñación italiana. Miré el reloj y comprobé que llegaba tarde al trabajo. Cuando terminé, me acerqué a la barra para despedirme.
—Muchas gracias. Por cierto, me llamo Martín.
—Yo Bastian —me contestó al tenderme la mano.
—Vivo en el portal de al lado, y desayuno aquí todos los días.
—¡Qué bien! Entonces, ¿nos vemos mañana?
—Nos vemos mañana.
—Te estaré esperando —dijo mientras me guiñaba un ojo.
Y no un ojo cualquiera. Un ojo azul. Azul como el mar soñado por Rafael Alberti, azul como la luna de Elvis Presley, azul como el sabor alcalino de la alcachofa, azul impresionista… Azul, azul y azul. Oh, yeah…
Por la noche, la excesiva velocidad del transporte público me llevó al bar 23 media hora antes de lo previsto. Caminé hacia la Gran Vía para respirar un poquito de neón. No había vuelto allí desde Nochevieja, y me encontré una calle más brillante y fugaz que de costumbre. Mientras paseaba entre el tráfico y las putas, la mitología de este pequeño Hollywood a la española se abrió paso entre mis neuronas. Pensé en Ava Gardner zarandeando las bragas y el whisky en el bar Chicote, su preferido; en Frank Sinatra cerrando un paraguas a las puertas del club Pasapoga; en Madonna, deslizando su lengua por el lóbulo de Antonio Banderas durante una cena de gazpacho y bacalao al pilpil; en el Che Guevara respirando su habano en una suite quejumbrosa de la Torre de España; en Concha Piquer, hastiada de ser vieja, agonizando en su apartamento del número 52… La Gran Vía, doña Gran Vía, es hoy la arteria sanguinaria de esta ciudad en la que los teatros ya no son teatros y en la que los cócteles que bebía Orson Wells se han transformado en ginebra de garrafón. Y aunque sus luces ya no brillan como antes, medio siglo después sigue siendo la calle más canalla, más guapa y más puta de Madrid.
A las once en punto, con las manillas del reloj apuntando hacia el cielo, volví a entrar en el bar 23. «Llevaré un jersey verde botella, unos vaqueros y unas zapatillas rojas», me había dicho. Cuando crucé el umbral de la puerta, rastreé el suelo como una gata en celo hasta encontrar sus pies. La primera impresión, barnizada por la penumbra del lugar, fue relativamente estimulante. Mi stripper de Valladolid se elevaba detrás de su cerveza como un cuadro cubista. Su tronco, perfectamente alineado desde la cintura hasta los hombros, se abría monstruosamente en una espalda diseñada para la halterofilia o el crimen organizado. Batía en el aire unas manos firmes, demasiado secas, de dedos anchos, palmas generosas y uñas perfectas. El rostro era una lección de geometría: mandíbula cuadrada, pómulos desafiantes, labios tensos y una nariz partida en algún lance de gasolinera. Su pelo castaño caía en pequeños mechones sobre sus orejas y se balanceaba sobre la frente mientras hablaba. Hablaba, hablaba y hablaba sin cesar, sin tregua al contrincante, sin tiempo para reponer el aire de unos pulmones, los suyos, supuestamente inmensos.
—¿Y por qué te has atrevido a quedar conmigo? —me preguntó.
—¿Y por qué no? —respondí.
—Suelo asustar. Por mis dimensiones, ya sabes.
—A mí no —mentí. Su corpulencia era un desafío interesante, pero no dejaba de resultar excesiva, inquietante y hasta peligrosa.
—Me alegro mucho, porque tenía muchísimas ganas de poner una cara a las aventuras de tu blog. Quería tocarte, olerte… ¿Sabes? A mí me gusta mucho oler a las personas. El olfato es un sentido muy importante en el sexo. ¿No crees?
—Bueno…
—Yo sé perfectamente cómo se comporta una persona en la cama solamente por su olor.
—¿Y cómo me comporto yo?
Apoyó las manos sobre la mesa, elevó el tronco y acercó su nariz a mi cuello. Noté su respiración, húmeda y contundente, y me estremecí.
—Eres valiente.
—¿Valiente?
—Sí, valiente. Decidido, atrevido, entregado…
—Hombre, tengo algunos límites —le interrumpí, consciente de que estaba llevando la conversación a un terreno demasiado movedizo.
—Eso lo dices ahora porque estás frío, porque me acabas de conocer, porque no has bebido alcohol… Me encantaría verte en mi cama dentro de dos horas.
—Si esperas que sea tu esclavo, que te chupe los dedos de los pies o que me ponga un tanga de mujer, hoy no es tu día de suerte.
—Eso ya lo veremos.
—Eres un chulo —exploté, cada vez más cabreado y cada vez más excitado—. ¿Y tú cómo eres, mister Freud? ¿Qué te gusta?
—¿De verdad quieres saberlo?
—Soy todo oídos.
—Soy muy fetichista. Me gustan las axilas, los pies, las botas, las capuchas, las máscaras… —Bebió un sorbo de cerveza y continuó—: Los suspensorios, la lencería, las cuerdas, las esposas, los látigos, los uniformes, los controles de la respiración, las descargas eléctricas, los glory holes, la lucha grecorromana, la tortura testicular…
—¿La tortura testicular? ¿Las descargas eléctricas? ¿Las máscaras? Eres un puto depravado.
Nos fuimos a su hotel pasada la medianoche, esquivando a los turistas y a los borrachos que se peleaban por un trozo de acera. Mientras se descalzaba, pasé al baño; instantes después, escuché un «no te duches» desde el otro lado de la puerta. Me asomé, y encontré toda la geografía de su cuerpo desnuda sobre la cama. La mano izquierda agitaba un preservativo, y la boca, acompasada con el entrecejo, ensayaba una mueca de victoria.
—Por el olor, ya sabes. Quiero husmear todo tu cuerpo… Y si te duchas no voy a enterarme de nada.
—Lo siento, pero me di un baño antes de salir de casa —expliqué.
Su cara de gran decepción duró varios segundos, tiempo más que suficiente para encontrar otro recoveco en su estrategia:
—¿Y te has echado desodorante? Dime que no…
—¡Joder, qué manía con el sexo extremo! Sí, me he echado desodorante.
Ya en el cuerpo a cuerpo, empezamos a dibujar los preliminares de un orgasmo, pero cuando sólo habíamos conseguido un ligero esbozo, don Sigmund Freud de Valladolid se puso en pie, buscó algo en el cajón de la mesilla, se acercó a mi oído y me pidió un último favor:
—Quiero que te pongas esto —dijo mientras me lanzaba unas bragas al pecho.
—Mira, tío, no me apetece.
—¿Por qué?
—No te digo que no me pondría unas esposas en un momento dado, que no me dejaría llevar por una venda en los ojos… Pero unas bragas… ¡Unas bragas negras! ¡Y encima son de niña! Por si no te has dado cuenta, mi culo no cabe aquí.
—Estás muy negativo. ¿Por qué no te dejas llevar? ¡Venga, inténtalo! Ya verás como te lo pasas bien.
—Que no quiero, joder —le dije—. Ya me conozco el jueguecito; empiezas poniéndome unas bragas y acabas electrocutándome las pelotas. Eres demasiado extravagante para mí. Lo siento.
—Martín, no me dejes así. Estoy muy cachondo…
—A ver si me entiendes. No tengo filias, ni fobias, ni soy sofisticado, ni obsesivo… Bueno, obsesivo quizá sí, pero no en la cama. Yo lo único que quiero es echar un polvo. Una penetración, cuatro besitos, una eyaculación… Así de simple.
—Entonces, ¿te vas?
—Creo que sí —le contesté mientras me ponía los calzoncillos.
—¿Podrías hacerme un último favor antes de marcharte? —me preguntó.
—Dime.
—Quiero…
—¿Qué coño quieres?
—Quiero verte mear.
—¿Perdona?
—Que me encantaría ver cómo haces pis.
—Vete a la mierda.
Aparqué los delirios carnales por unos días. Me olvidé de las bragas adolescentes, de la virginidad de mis amigos perdida en una sauna con olor a olvido, del porno serie B que atornilla la parrilla lunática de la tele local… El blog se estaba complicando demasiado: generaba debates cada vez más incendiarios entre los lectores, y muchas webs de temática homosexual, religiosa o social denunciaron la frivolidad de mis reflexiones. Incluso me llamaron de un canal de televisión y de dos emisoras de radio para entrevistarme. Tras consultarlo con Flora, decidí mantenerme en la sombra. Contestar a los fans, a los enemigos católicos y a los periodistas habría sido como escupir un chorro de gasolina en una hoguera, así que el tiempo libre que me dejaba el trabajo se evaporó, segundo a segundo, minuto a minuto, hora a hora, en el sofá de mi casa. Cuanto menos respirase, mucho mejor. El único intruso en aquel paréntesis espiritual fue P.R.N., el candidato mordaz, inteligente, sensible y adicto a Australia de mi casting. Al principio, cosas de la burocracia emocional, nos conformamos con varios mensajes de quita y pon. Mensajes sin trascendencia y vacíos que no pasarían a la posteridad del amor universal. Pero un buen día, un martes absurdo como otro cualquiera, se nos ocurrió descolgar el teléfono, y destapamos la caja de los truenos. Las conversaciones se hicieron cada vez más largas, cada vez más densas y cada vez más comprometidas, y en menos de una semana nos enredamos en la rutina del móvil con demasiada virulencia.
Llegados a ese callejón sin salida, no tuvimos más remedio que cerrar los flecos de un encuentro real. Como él vivía a doscientos kilómetros de Madrid, decidimos conocernos en un punto intermedio. A cien kilómetros de mi casa y a cien de la suya. Un bar de carretera en medio de ninguna parte haría las veces de territorio neutral. «No quiero sexo», le advertí la noche anterior a nuestra cita. «No te preocupes. Yo tampoco. Nos vemos mañana.»
Un taxi, un tren y un autobús después llegué a nuestro destino: un bar a lomos de una autopista que se disputaba el hambre y la sed de los camioneros de esta España nuestra. Una televisión rumiando un informativo, una luz mortecina bailando en el techo y los movimientos espesos de una camarera tatuada por la tristeza fueron mi única compañía mientras esperaba. Fuera, la oscuridad era rasgada una y otra vez por los focos de los coches. Cientos de coches con un origen y un destino que pasaron de largo durante más de dos horas. Ninguno se detuvo en nuestro bar. Sin rastro de P.R.N.
«Parece que mi amigo sensible me ha dejado plantado. Mi ombligo, también esta vez, tendrá que esperar», me dije. Pagué mi cuenta a la camarera triste, guiñé un ojo a la televisión triste, estornudé bajo la luz triste y me fui para siempre de aquel bar triste. Un autobús, un tren y un taxi después estaba de vuelta en Madrid. Ni taciturno ni contento, ni enfadado ni aliviado, ni bien ni mal. Simplemente, estaba. Era tarde, pero no lo suficiente como para dormir, así que llamé a Titán, Zeltia y Alvarito y organicé una cena en mi casa. Me apetecía perderme entre sus historias: escuchar las últimas noticias de Palmira y su autoescuela, conocer los avances de Titán en su lucha contra la promiscuidad y, sobre todo, comprobar los efectos de la Operación Salida del Armario en el alma, el cutis y los glúteos de Alvarito.
Cuando abrí la puerta de casa, Javier, mi compañero de piso, me recibió en la entrada con una copa en la mano, una margarita detrás de la oreja y una chica agarrada torpemente a su cuello. Al fondo, en algo parecido a nuestro salón, más de treinta personas se inventaban una nueva noche de dispersión social.
—¡Bienvenido a la Fiesta de la Primavera! —me gritó entre la música—. Sírvete una copa y diviértete.
Dudé unos instantes, pero un «¿por qué no?» se apoderó de mí. Me serví un whisky mientras saludaba tímidamente a aquellos súbditos new age del movimiento hippy, y dos copas más tarde —¿o fueron tres?— estaba perfectamente integrado con la filosofía revolucionaria del 68. Cuando me disponía a buscar la playa bajo los adoquines, un timbrazo me llevó de nuevo a la puerta. Zeltia, Titán y Alvarito, tres hambrientos en busca de un plato caliente, llegaban a nuestra cena.
—Chicos, hay un cambio de planes. Bienvenidos a la Fiesta de la Primavera. ¡La noche es nuestra!
Como habíamos llegado tarde, fuimos tomando posiciones para no perder el hilo del ambiente. Zeltia, como siempre, se llevó todas las atenciones masculinas. Por turnos, los hombres se iban arremolinando alrededor de su cintura, más eléctrica que nunca gracias al sonido lisérgico de los Doors. Cuando algún caballero insistía más de la cuenta, yo acudía al rescate con una frase que caía del cielo como el trueno de Dios: «Es lesbiana». Alvarito se unió a un grupo alternativo que, desde la cocina, esbozaba la política nuclear de Barak Obama. A Alvarito, exactamente igual que a mí, la filosofía ecológica de la Casa Blanca le despierta el mismo interés que la menstruación de la ballena austral. Así que supuse que su participación en aquel debate era una forma de pasar inadvertido; dada su reciente salida del armario, prefería atacar a sus presas lejos del foco de atención. Por su parte, Titán, mi eterno rival en el sutil arte de la conquista, permaneció con Zeltia y conmigo en el salón. Al acecho. Sin perderme de vista. Agazapado y a la espera.
Javier, anfitrión de anfitriones, me presentó a varios amigos. Entre ellos, a los integrantes de una banda de jazz. «Jazz fusión», en palabras del pianista. Y entonces rescaté una de esas obsesiones que una vez, hace ya mucho tiempo, entró en mi vida para no abandonarme jamás: siempre he querido tener un affaire —sí, un affaire, así, a la francesa— con un trompetista. Los primeros arañazos de este recuerdo se remontan a mi niñez. Una niñez que invertí, aún virgen, en contemplar desde todos los ángulos posibles los enormes labios de un amigo de mis padres. Cada vez que venía a casa, cada vez que se encontraban en cualquier esquina, cada vez que él y su novia surgían de quién sabe dónde, me perdía en aquella boca perfectamente orquestada para la música. Sus labios de sandía, cuya carne se concentraba en el centro para dejar las comisuras libres y ligeras, me mortificaron durante milenios. Busqué una explicación a aquella morfología grandiosa y desesperada, y sólo encontré una respuesta: el tamaño de sus labios era fruto de tocar la trompeta. Y aunque el amigo de mis padres se dedicaba a la industria farmacéutica y carecía de cualquier instinto musical, para mí fue siempre el trompetista. El trompetista imaginario de una banda de jazz.
Saludé, uno a uno, a todos los músicos de la fiesta. Y entonces, me detuve en uno de ellos; acariciaba el borde del vaso con la boca, y supe que se dedicaba a soplar algún instrumento de aire. Exactamente igual que el amigo de mis padres.
—Hola, soy Martín, compañero de piso de Javier —me presenté.
—Yo Ricardo. Soy el trompetista de la banda.
Mi corazón dio un revolcón, subió a mi garganta, chocó con mi espalda y regresó al pecho, a ese refugio a la izquierda de mi alma del que nunca debió salir. Cuando recuperé las pulsaciones nos sentamos en un hueco del sofá —mi sofá— y estiramos aquel encuentro durante horas. Embargados por el alcohol, derrochamos cientos de temas de conversación que fuimos encadenando hasta fabricar lo más parecido a un flechazo que yo recordaba. Ambos sabíamos que aquella burbuja absurda tenía fecha de caducidad —veinticuatro horas, quizá muchas menos—, pero nos dejamos llevar por la borrachera y la adrenalina. Y entonces llegó el momento que llevaba esperando casi tres décadas.
—¿Sabes qué? —le dije, preparando el terreno.
—Sorpréndeme.
—Desde que era un niño siempre he querido besar a un trompetis…
Antes de que pudiese terminar la frase, ensayada una y mil veces frente al espejo —o no, qué más da—, se acercó, entreabrió ligeramente sus labios de trompetista de jazz y me besó. Y yo, que estoy más que acostumbrado a estos trámites preliminares, temblé como una quinceañera con el tanga empapado en sudor. Perdí la noción de mi propia existencia hasta que llegó la policía. Alertados por algún vecino insurrecto, dos agentes disolvieron la Fiesta de la Primavera y mi affaire —affaire, affaire, affaire— con el trompetista. La mañana empezaba a dar sus primeras puntadas, así que muchos decidieron retirarse a sus casas. Otros, en un cónclave improvisado frente al portal, optaron por seguir la fiesta en una discoteca after hours recién inaugurada a unas cuantas manzanas de mi calle. Yo tenía dos opciones: retirarme a tiempo y envolver aquella historia como un bonito recuerdo primaveral o, por el contrario, dejarme convencer por los rebeldes. Entre ellos, el trompetista. Por supuesto, fui a la discoteca.
El destino siempre me reserva sus golpes más sangrientos en momentos clave: cuando llueve, cuando estoy en antros inmundos, cuando se me ha acabado el dinero o cuando pierdo la cazadora. Nos subimos al taxi y, en los destellos ámbar del primer semáforo, empezó a llover con furia visceral. Y me olvidé la cazadora en el asiento de atrás. Y descubrí que mi monedero estaba vacío justo en el momento en el que íbamos a pagar la entrada. Titán y Zeltia, que habían venido con nosotros, me prestaron un par de billetes que se evaporaron al comprar la entrada. Una vez dentro, el trompetista y yo nos retiramos a una esquina para volver a fabricar nuestra burbuja. Pero de repente sucedió algo inexplicable; un fenómeno paranormal, un instante invisible que, como un chasquido, nos robó la magia. La química entre ambos había desaparecido. Sin previo aviso y a traición. Aturdido, le pedí que me esperase mientras iba al baño.
Al regresar, tuve que agarrarme a Zeltia para no derrumbar mis setenta y siete kilos de peso sobre la pista. Titán, mi escudero fiel, mi eterno aliado en los recodos de la noche, estaba enganchado a los labios de mi trompetista. Un odio espeluznante se subió a mi columna y empezó a quemarme la piel. Ardiente, sulfúrico y epiléptico caminé hacia ellos. Agarré a Titán por la espalda, lo empujé hacia un lado y le di un puñetazo enloquecido; tras tambalearse sin rumbo milésimas de segundo, perdió el conocimiento. Por primera vez en veintinueve años me había peleado con alguien.
A modo de balance, diré que el ruido de su cuerpo al golpear el suelo, un sonido seco y sucio que me estremeció, vivirá en mi cabeza hasta el día de mi muerte.
—Tienes que llamarle —me dijo Zeltia.
—¿Y por qué no me llama él?
—Porque le diste un puñetazo que le dejó inconsciente.
—Lo sé, y lo siento. Pero se comportó como un auténtico cabrón. Se lió con el trompetista delante de mí. ¡En mis propias narices! Zeltia, esto no es la selva y hay unas normas básicas de convivencia.
—Venga, Martín… Lo acababas de conocer, no era el hombre de tu vida.
—¿Y tú qué sabes? A lo mejor sí. Y aun suponiendo que tengas razón, lo que hizo fue una puñalada por la espalda. Una puñalada asquerosa. Sabe que soy un sentimental, que cuatro caricias son suficientes para que me haga ilusiones. Y no le importó lanzarse a su cuello.
—A ver si te aclaras. ¿Tú qué es lo que buscas? ¿Un novio, un polvo de una noche, divertirte, casarte? Estás un poco perdido. Y ya sabes que en el mundo gay la noche es así. No vas a encontrar el amor eterno en un after, entérate de una vez.
—Sé perfectamente lo miserable que es el ambiente, y más de madrugada. Pero también sé cómo funciona una amistad. Y hay cosas que, por principios, no se pueden hacer jamás.
—Él dice que fue el trompetista el que se le acercó.
—¿Ah, sí? Me cago en el puto jazz, en la puta música, en Mozart, Beethoven y en el maldito concierto de Año Nuevo. Estoy hasta los cojones. Está claro que no me puedo fiar de nadie.
—Entonces, ¿vas a llamar a Titán?
—Ya veremos. De momento voy a estar unos días tranquilo. Hace mucho que no voy al Museo del Prado. Ni al Thyssen-Bornemisza. Y también hay una exposición de fotografía que me apetece ver. ¿Te animas?
—¡Claro! —Zeltia accedió, aunque quiso cobrar sus servicios con una contrapartida demasiado cara—: Pero sólo si me acompañas a un concierto de jazz la semana que viene.
—¿Un puto concierto de jazz? Es una broma, ¿no?
—Para nada. Tengo dos entradas desde hace un mes.
—Vale. Pero sólo si nos sentamos en las últimas filas. El ruido me molesta.
La cultura es honesta, es transparente, es generosa. Por el contrario, los humanos tienen marcadas en la frente las arrugas de la traición. Un lienzo barroco se desnuda en cientos de pinceladas sinceras sin pedir nada a cambio; un hombre sólo se desnuda si después puede huir por la puerta de atrás. Una Virgen románica sostiene a su Niño Jesús con la mirada fija, con el rictus sincero y con firmeza milenaria; un gay nunca es virgen, y además lo único que sostiene con firmeza milenaria es la mentira. Una fotografía de la Primera Guerra Mundial trata de mostrar la belleza universal del dolor; a un maricón sólo le preocupa el dolor de la depilación genital. Semejante comparativa me llevó a evitar cualquier contacto homosexual y a entregarme sin fisuras al arte y la cultura. Con una excepción: en una peregrinación casi sagrada, visité todos los días la cafetería del camarero noruego. Cada vez me gustaba más y, sin querer, integré en mi rutina vital una nueva figura: los desayunos platónicos.
En un tiempo récord mordí, por estricto orden cronológico, los siguientes bocados intelectuales: el monasterio de Santo Domingo de Silos; la ciudad de Toledo; una exposición de imaginería barroca; la ampliación del Museo Reina Sofía (ascensor de cristal incluido); una obra de teatro experimental cuyo nombre, por motivos de higiene mental, he borrado de mi memoria; el Museo del Prado, con especial énfasis en las salas de don Francisco de Goya y Lucientes; la Biblioteca Nacional (por cierto, qué manuscritos del siglo XIV tan bien conservados) y una retrospectiva de Francis Bacon.
Y, de pronto, llegó el Día D: el concierto de jazz. Cuando estaba llegando al local pensé en dar media vuelta y abandonar, pero una ligera brisa de sentido común me empujó hasta mi cita con Zeltia. «Si no vas ahora —pensé—, le cogerás manía al jazz, al jazz fusión y a cualquier aborto musical con el que tengas que enfrentarte de aquí en adelante. Tienes que ser fuerte. El pasado es el pasado, y sólo es un concierto. Un concierto inofensivo, un trocito de arte. Martín, repite conmigo: “Me gustan las trompetas”, “Me gustan las trompetas”.
—Me gustan las trompetas.
—¿Qué dices? —me sorprendió Zeltia, que llevaba varios minutos esperando frente a la entrada.
—Nada, hablaba solo. ¿Cómo estás? Perdona el retraso.
—No pasa nada. Vamos dentro, que hace un poco de frío.
Nos sentamos, conforme a lo acordado en nuestro pacto, en la parte de atrás de la sala. Volvió a preguntarme por Titán, pero las luces se apagaron a tiempo. Aplausos torpes, un pequeño silencio asfixiado únicamente por alguna tos, varios siseos que pedían silencio… y comenzaron los primeros acordes. Estiré el cuello y repasé, uno a uno, a todos los integrantes de la banda. Y descubrí, entre el pánico y la resignación, a mi trompetista.
—¡Lo sabía! ¡Mira, ahí lo tienes! ¡Tan tranquilo, soplando su puta trompeta! Podías haberme llevado a un concierto de heavy metal, o a un espectáculo de ballet. ¡A un concierto de jazz! ¡A un maldito concierto de jazz! Si por lo menos cantase una gorda del Bronx…
—¡Ssssschhhh! —El caballero que se sentaba justo delante de mí me mandó guardar silencio.
—¡Cállese usted, gilipollas!
—Martín, tranquilízate —me pidió Zeltia—. No pasa nada. Respira hondo. Venga, respira hondo conmigo…
Traté de hacerle caso, y aguanté el zumbido de aquella música pretenciosa hasta el aplauso final. Dos horas que me agarrotaron la mandíbula, la espalda y el corazón de tanto apretar.
—Como alguien pida un bis, me lo cargo —dije mientras cogía el abrigo y, aun a oscuras, me ponía en pie—. ¡Vámonos de aquí!
Ya en la calle, Zeltia y yo nos miramos a los ojos. Sin decir ni una sola palabra, empezamos a reír. Caímos sin remedio en un bucle de carcajadas del que era imposible salir.
—Por cierto, ¿cómo está Sibila? —me preguntó Zeltia con lágrimas en los ojos—. ¿Sigue con el kurdo?
—Pues debe de estar más o menos igual que Palmira —le contesté, muerto de risa—. ¿Sigue atropellando lesbianas con su coche de la autoescuela?
Poseídos por los espasmos de la risa, nos abrazamos ante la mirada incrédula de cientos de amantes del jazz que regresaban a sus casas. Sólo entonces comprendí que había superado la prueba de fuego, y que podía aparcar la cultura y la filosofía de un monje tibetano para otra ocasión; la lectura enfervorecida de Proust y la contemplación mística de un retablo barroco no iban a cambiar la historia de mi vida. Una historia marcada por las idas, las venidas y todo lo contrario. Y por los ombligos, la risa «porque sí», el blanco hoy y el negro mañana, los puñetazos sin querer, las falsas esperanzas o una buena canción. Después de todo, siempre podría ser muchísimo peor.