17 de mayo. La globalización sexual (y homosexual) nos tiene cogidos por la entrepierna. Nos obliga —a nosotros, humildes gays de andar por casa— a conocer los idiomas de la carne. A encamarnos en varias lenguas, a trasegar con miles de costumbres sexuales, a estar prevenidos ante las inclemencias de la multicultura genital. Así que aquí va, a modo de ránking, un pequeño manual de instrucciones para manejarse ante las embestidas del amor internacional.
— En décima posición, los italianos. Muy guapos, pero muy peligrosos. Todo irá bien hasta que decidan abrir la boca. Su cortejo de verdulería suele ser bastante molesto, pero merece la pena esperar para verlos desnudos.
— En el número nueve, los colombianos. Son una solución intermedia al fragor sudoroso de los brasileños y el vaivén mecánico y tedioso del españolito medio.
— En octavo lugar, los franceses. Quizá no son amigos de los rasgos perfectos, pero tienen un «nosequé» irresistible, un acento fascinante, un charme inexplicable. Será la bohemia.
— En séptima posición, los vascos. No son un país, pero todo es perdonable en este mundo cruel. Integran, con el permiso de los canarios, la mejor cantera del territorio nacional. Sin estridencias, sin Carnaval de Tenerife y sin lava volcánica. Y con una belleza rústica, dura y vigorosa que no todo el mundo termina de entender. Yo sí.
— El número seis es para los norteamericanos. Cuando todo pase, el legado de las barras y estrellas a la cultura universal será el de la Coca-Cola, el rock and roll y los gimnasios. Los súbditos de Obama han aprendido muy bien la lección, y esculpen sus figuras con entrega admirable. Y el cuerpo, digan lo que digan, es el cuerpo.
— En el ecuador del ránking nos saludan, muy tangueros, los argentinos. Su pico de oro parece una broma pesada, sí, pero el mestizaje italoespañol ha obrado milagros en la fisonomía nacional.
— Los cubanos, en cuarto puesto, se acercan peligrosamente a la parte alta de la tabla. El tamaño sí importa, así que no tengo nada más que añadir.
— La medalla de bronce tiene acento libanés. Oriente Próximo es una caja de sorpresas. Y Beirut un cajón de sastre en el que pastan, casi sin saberlo, varones-milagro. Sexo en estado puro.
— La plata se quedará, por siempre jamás, en Brasil. A pesar de mis lamentables experiencias emocionales con el género tropical, Río de Janeiro son palabras mayores.
— El oro de este ránking huele a historia y a revolución. Llegados directamente desde la Plaza Roja, los rusos son los grandes desconocidos de la geografía homosexual. Craso error. Algunos de los ejemplares más grandiosos de la fauna gay beben vodka y tocan la balalaika. Muy pronto, cuando ellos mismos descubran su potencial de destrucción masiva entre el público masculino, conquistarán el mundo. Yo, por si acaso, ya me he puesto una coraza antisoviética.
Y el séptimo día, Dios creó al hombre. Una semana después de mi aparatosa llegada a Estados Unidos, un ruso de treinta y un años se interpuso en la hoja de ruta de mis vacaciones. Sasha y yo, juntos y revueltos, reinventamos la Guerra Fría y diseñamos un nuevo orden mundial basado en la letra M: Miami, Madrid y Moscú. Las nubes, negras y pegajosas, llevaban todo el día bailando sobre Miami. Era jueves, un día tonto que se desperezaba en el calendario entre un miércoles con cosas que hacer y un viernes grandioso. Perfecto para rebozarse en la arena de la playa con un libro, para guardar silencio, para regatear el balón del aburrimiento. A lo lejos, en un agua tan negra y pegajosa como las nubes, estaba él. Hoy, con el sosiego que da la distancia, sé que es el tío más guapo que he visto nunca. No miré mucho, por aquello de salvaguardar un orgullo que, en la liturgia del cortejo, siempre corre el peligro de irse a la mierda.
Salió del agua, se detuvo en la orilla, miró hacia mi toalla… y saludó a Luigi, que nos presentó. Se llamaba Sasha, y era ruso. Siguieron hablando de trabajo, de ex novios, de lo ideal de los días revueltos para hacer surf, de las ligerezas habituales que adornan las conversaciones sin saliva de Miami. Yo no quise, o no pude, prestar demasiada atención. Seguí con mis libros, con mis músicas, con mi rabillo del ojo tanteando el terreno en la toalla vecina. Hasta que Luigi se fue, y Sasha y yo nos quedamos solos. Por primera vez. Me habló de su vida de emigrante, de la quiebra de su galería de arte, de la ruina de su familia moscovita… De repente, un golpe de viento nos recordó lo tarde que era, y decidimos escribir un punto y aparte en nuestra historia. Me llevó a casa en coche justo a tiempo para disfrutar de la puesta de sol desde la autopista.
—Toma mi teléfono y llámame algún día para volver a la playa —me dijo mientras me cerraba el puño con la palma de su mano.
Agarré con fuerza el trozo de papel, y dormí con él debajo de la almohada. Cuando estoy de vacaciones me envalentono. El tiempo apremia, los minutos son horas, las horas son días y los días son años. Tengo prisa, y si además me he olvidado la cordura en otro continente, ejerzo de suicida emocional. A la mañana siguiente le llamé, y ya entonces supe que un año después seguiría cosiendo los trozos de esta carnicería sentimental. No me equivoqué.
Le llamé, quedamos y volvimos a la arena, una arena que recuerdo más sedosa que la primera vez. Y nos bañamos. Y hablamos de enchufes, y de que mi máquina de afeitar no funcionaba sin adaptador, y de que él necesitaba un rapado de pelo. Y fuimos a su casa para que él me afeitase la cabeza a mí. Y para que yo se la afeitase a él. Pusimos una silla en el balcón, desde donde se escuchaba un canción cubana. En Miami, una ciudad callejera, mulata y arrítmica, nada se queda en casa; la gente, la música, las ganas de vivir y bailar y hacer el amor se disparan de puertas para fuera. Así que nos afeitamos allí, en aquella barbería improvisada a ras del cielo, en calzoncillos y a la vista de todos.
Y fue el momento más excitante, más erótico, sensual, magnético, desproporcionado y grandioso de mi vida. El sonido de la máquina taladrando el aire húmedo del atardecer, su erección y la mía, disimuladas bajo el slip y rozando estratégicamente la espalda del adversario, las cabezas cada vez más desnudas…
Terminamos, y bebimos cerveza prácticamente sin ropa hasta que mis compromisos sociales —el cumpleaños de un amigo de Luigi, creo— me arrancaron de su lado. Sasha me entregó las llaves de su apartamento en un acto de fe ciega, sorda y muda.
—Vuelve esta noche y espérame aquí —me dijo mientras me apretaba el puño con el llavero, exactamente igual que con el número de teléfono.
Él estaría trabajando hasta las dos de la madrugada y yo, después de cumplir con mis obligaciones, volvería a su casa y le esperaría sin hacer ruido; ésa fue su manera de invitarme a terminar la partida. Debíamos cerrar el círculo. Con un coito, con una boda en la campiña inglesa o con una bofetada, pero cerrarlo.
Como no quería despertar a los duendes de la mala suerte, pasada la medianoche abrí la puerta de su dulce hogar con el sigilo de un ladrón de guante blanco. Una vez dentro, me sentí como un atracador primerizo que tanteaba sus opciones en la oscuridad ajena. ¿Qué estaba haciendo allí, solo y en el apartamento de un desconocido? Encendí la televisión para distraerme de los pensamientos impuros, y a las dos y siete minutos de la madrugada, hora exacta en la costa Este de Estados Unidos, Sasha me rescató de aquella soledad escurridiza.
—¡Hola! ¿Llevas mucho tiempo esperando? —Cuando me saludó, volví a recordar su belleza siberiana, cocinada a fuego lento por sus antepasados en el Cáucaso, o en los Urales, o en un puente sobre el Volga, o en el puto paraíso.
—No te preocupes —le dije—. He llegado a las doce, pero he estado viendo una película. Por cierto, gracias por dejarme tus llaves y permitirme entrar así, sin apenas conocerme. No sé qué decir…
—¡Cállate, Martín! Mi instinto nunca falla, y me dice que tengo que darte una oportunidad. ¿Quieres una cerveza?
—Por favor.
Mientras bebíamos, improvisamos una noche en la playa. A hurtadillas, como dos pubertos masticando el pecado, cogimos dos toallas y nos subimos a su coche. La autopista nos abrió sus carnes de alquitrán, y en algo más de una hora llegamos a Haulover Beach, una playa nudista en la que se han escrito algunas de las páginas más calientes de la historia de Estados Unidos —actrices porno asesinadas, el nacimiento del fenómeno swinger…—. Nos sentamos en la orilla, acariciando la arena húmeda con los pies y suspirando cada pequeño golpe de espuma de las olas. Comenzamos a recordar, a carcajadas, las mejores anécdotas playeras de nuestras biografías —aunque como yo vivo en Madrid, ciudad conocida mundialmente por su terruño desértico y sus jardines públicos, él estuvo mucho más elocuente—. Dos cervezas después, cuando estábamos empapados por la risa, le reté a un chapuzón bajo la luna. Me desnudé rápido para ocultar una erección inoportuna, pero a pesar de avanzar más de cien metros mar adentro no conseguí que el nivel del agua superase mis muslos. Sasha se quitó la ropa y corrió hacia mí. Yo, de espaldas, maldije las playas sin profundidad y traté sin éxito de esquivar su curiosidad; en un descuido imperdonable, descubrió el bombeo caníbal de mi sangre hacia el glande.
—¿Y eso? —me preguntó—. ¿Qué tienes ahí?
—¿Dónde? —respondí, algo molesto y con las manos dispuestas como un escudo en la «zona cero»—. Pues una erección. ¿Hay algún problema?
Sasha sonrió y se acercó a mi oído con talante decidido:
—Ningún problema.
Y me dio el primer beso. El sabor a sal se me metió dentro como un puñetazo, no sé si por los poros abiertos como cráteres, o por la boca, o por la uretra. Pero se me metió. Y me olvidé de mi nombre, y del de mi madre, y del de todos mis antepasados muertos. Y continuamos nuestra fiesta privada en las toallas, a tientas, dando bocanadas de frío entre las palmeras de aquella playa sobrada de leyendas.
Al amanecer, la brisa nos despertó con sus primeras dentelladas; el puto romanticismo, que siempre es muy frugal, nos regaló una irritación en los testículos, arena en las entrañas y un picor desalmado en los ojos. Ateridos y con las secuelas propias del amor en terrenos abruptos, subimos al coche y deshicimos, en silencio, el camino de regreso.
De vuelta en Miami, quise pasar el día con Luigi. Llevaba una semana en la ciudad y todavía no habíamos encontrado un hueco para estar solos, ponernos al día y descorchar la botella de nuestros recuerdos. Tras retirar varias toneladas de arena de mi cuerpo e hidratarme las ingles con loción corporal para bebés —heredé de mi madre una dermis extremadamente sensible—, Luigi y yo planeamos dar un golpe de Estado con las tarjetas de crédito. Porque entre probadores, compras compulsivas y escaparates las confesiones se digieren muchísimo mejor. Mientras alternábamos por las aceras del capitalismo, diseccioné un informe exhaustivo de Sibila y el kurdo, de Alvarito y su reorientación sexual, de Titán, el trompetista y el puñetazo, de los gemelos monocigóticos, de mi noche con Sasha…
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.
—¿Con Sasha? No sé. Pero creo que es especial…
—Joder, Martín, siempre dices lo mismo.
—Luigi, alguna vez tengo que acertar, ¿no? Mira, no sé si esto funcionará o para variar será un desastre. Lo que sí sé es que me dejó las llaves de su casa sin conocerme y que tardamos un día y medio en darnos el primer beso. ¡Un día y medio! Y eso, en mi caso, es muchísimo tiempo. Eso es porque hay una química diferente, un respeto, o algo…
—¡Qué obsesión por enamorarte, joder! Pues no puedes tenerlo todo. Me parece muy bien que seas promiscuo, pero entonces no deberías ir dando bandazos de amor por ahí. O eres una puta, o estás enamorado. Tú decides.
—Yo soy promiscuo porque no encuentro lo que busco. Si lo encontrase, dejaría de hacer el zorrón por ahí. Y la culpa es del sistema, no mía.
—Ya, del sistema…
—Sí, del sistema. ¿Y si Sasha es esa persona que nunca llega?
—Regresas a España en seis días. ¡Seis días, Martín! ¡Dentro de una semana estarás de nuevo trabajando en Madrid!
—Joder, Luigi, no me contagies tu negatividad —le dije—. Con esa actitud no me vais a casar nunca. ¡Déjame cometer mis propios errores!
—Pues ya es hora de que aciertes de una puta vez.
—Yo también te quiero —respondí, justo en el momento en que un sms se coló en la bandeja de entrada de mi teléfono móvil—. Schsssss. ¡Cállate! ¡Un mensaje de Sasha!
Martín, ¿tienes planes para los próximos cinco días? Muak.
—No contestes todavía —me dijo Luigi—. ¡Que espere!
A los cuarenta y cinco minutos, atragantado por la histeria, respondí:
Soy todo tuyo. Muak.
Dando muestras de una madurez y un autocontrol envidiables, Sasha me devolvió el mensaje segundos después:
Prepara tu maleta. Pasaré a buscarte esta tarde a las 3. Muak.
—¿Adónde vamos? —Silencio. El ruso sabía mantener un secreto—. ¿No me puedes dar una pista? Acabas de coger un desvío hacia el aeropuerto.
Silencio. Supuse que tantas décadas de dictadura del proletariado y gulag en el hielo habían impreso la discreción y el sigilo en el carácter nacional soviético. Mis sospechas se cumplieron, y Sasha aparcó su coche en uno de los parkings que escoltan el Miami International Airport. Volví a buscarle con la mirada, tratando de descifrar alguna pista sobre nuestro destino, pero me choqué con su gesto diabólico e impenetrable. Sasha estaba moviendo los hilos del secretismo con destreza y a traición: me obligó a esperar a más de cuatro metros del mostrador de facturación mientras conseguía las tarjetas de embarque, permaneció callado cuando cruzábamos el control de seguridad y me secuestró en la cafetería hasta el despegue del avión.
—Cuando lleguemos a la puerta de embarque, prométeme que no vas a mirar la pantalla hasta que te dé permiso, ¿de acuerdo?
Le obedecí, siguiéndole a través de los pasillos de vidrio y megáfonos como un huérfano desorientado. Mientras me chocaba con algunos viajantes adheridos a sus maletas, empecé a pastorear un pequeño conflicto interno: me halagaba su ceremonial, y no saber nada aceleró los latidos del morbo. Pero, al mismo tiempo, caminar sin rumbo fijo detrás de él despertó mis instintos más sumisos; me molestaba obedecer sin rechistar. Cuando llegamos a la puerta 26, tuve que dar la espalda al monitor con la información de nuestro vuelo. La cola empezó a avanzar, y Sasha no tuvo más remedio que deshacer la intriga. Me cogió una mano y, orgulloso, me colocó frente a la pantalla. Sólo entonces, por fin, la tecnología digital habló para siempre: vuelo AD 5511. San Juan de Puerto Rico.
La Isla de los Cangrejos, como la llamaban los indígenas en sus días de hogueras y taparrabos, pasó de mano en mano hasta encontrar su hueco en los libros. Más o menos como un servidor. Los primeros intrusos fueron Colón y compañía, que anclaron sus carabelas en la costa para quedarse. Holanda e Inglaterra, que también se batían el cobre por allí, dieron algunos zarpazos de conquista, pero no lograron reventar el chiringuito de Isabel la Católica. Hasta que en 1898, annus horribilis para España y sus confines, Puerto Rico pasó a ser botín de guerra de Estados Unidos. Hoy, este archipiélago de las Antillas es un Estado Libre Asociado; una fórmula inventada por los secuaces de George Washington para maquillar su dominio sobre el territorio con cierta autonomía y una Constitución supervisada. Algo así como «ni contigo ni sin ti».
Y allí me planté, en un vuelo sorpresa al caer la tarde, invitado por el súbdito del Kremlin más tórrido que conocí, conozco y conoceré. La primera noche, el viejo San Juan nos recibió con una tormenta que puso todos los átomos patas arriba. A pesar de las trampas de la lluvia, encontramos una pensión relativamente cerca del Fuerte San Felipe del Morro, uno de los grandes caramelos arquitectónicos del Caribe. Un colchón con manchas sospechosas cubierto con un plástico, dos goteras reverdecidas por el musgo y varias cucarachas mareadas por la humedad nos dieron la bienvenida a la habitación. Pero la pasión, que todo lo puede, nos guió por la senda del optimismo: el colchón era arte contemporáneo, en las goteras latía el milagro de la vida y las cucarachas eran unos animalillos preciosos bendecidos por la gracia divina.
—Esto lo superamos con un poco de vino —me dijo Sasha mientras pisoteaba uno de los preciosos animalillos bendecidos por la gracia divina—. Espérame aquí mientras bajo a la calle y consigo provisiones.
Media hora después, como un héroe de guerra ametrallado por la adversidad atmosférica, regresó con dos botellas y dos copas de cristal.
Colocamos unas toallas en el suelo de la habitación, pisamos el acelerador de nuestros hígados y, brindis a brindis, nos metimos la noche en el bolsillo. Cuando exprimimos la última gota de vino, nos encajamos en un abrazo tierno, todavía algo desconfiado, y nos ahorramos los preliminares para otra ocasión. Y mientras la maquinaria sexual funcionaba a todo pulmón, noté un extraño cosquilleo en el ombligo. Supongo que eso es lo que le pasa a la gente cuando hace el amor.
Quisimos madrugar para rendir cuentas al paraíso; la antigua ciudad colonial primero, la selva tropical del Yunque después. Entre medias, las cuevas de Camuy y el Río Encantado. Como los excesos de la naturaleza me oprimen, a la octava hectárea de vegetación frondosa y palpitante empecé a acusar la falta de oxígeno.
—¿Qué tal si nos damos un chapuzón en alguna playa? —le pregunté a Sasha mientras esquivaba un guayacán, árbol nativo de la isla de copa semirredonda, hoja perenne y flor violeta de cinco pétalos que, curiosamente, se empleó para tratar la sífilis durante siglos.
—¿No te gusta esto? —se extrañó.
—Me encanta. De verdad. Pero parece que por aquí ya está todo visto y no me vendría mal un chapuzón en una playa del Caribe. Con cocoteros y todo eso… Vivo en Madrid, no sé si me explico.
Una carretera serpenteante nos llevó hasta la playa de Luquillo, algo así como una Marbella con acento boricua. Un letrero advertía a los bañistas del peligro de los cocos caídos del cielo, y al fondo, en el impás de la marea, una barrera de coral resguardaba la arena de los cabreos caprichosos del mar. Cuando metí el primer tobillo en el agua, un relámpago marcó el preámbulo de una nueva tormenta. «Aunque sea lo último que haga, yo no me voy de este santo país sin darme un baño en una playa de postal», pensé. Mientras las primeras gotas de lluvia se deshacían en el aire, me abalancé sobre la llanura turquesa. Y entonces, un error de cálculo de la profundidad, combinado con las taras propias de mi aparato psicomotor, me llevó de bruces contra una roca del fondo. Mientras trataba de ponerme en pie, la sangre empezó a bullir desde el lateral izquierdo de mi cabeza, deslizándose por las mejillas, balanceándose sobre el pecho, enroscándose en los pezones y perdiéndose para siempre en el abdomen. Aturdido, salí del agua tapándome la herida con la mano en un absurdo intento por frenar el dolor con la punta de mis dedos. Mientras, un segundo relámpago daba vía libre al diluvio universal.
—¡Qué cojones te ha pasado! ¡Pero si no cubre nada! —gritó Sasha mientras se quitaba la camiseta y la colocaba sobre la brecha para frenar la hemorragia. Aquella imagen de un varón manchándose las manos de sangre por mí aplacó los pinchazos que me bombeaban el cráneo. Un hombre de pelo en pecho y barba de varios días me estaba curando las heridas en una playa del Caribe. ¿Se podía ser más feliz? La emoción y el mareo sólo me permitieron ensamblar un simple «gracias», y él respondió con diligencia militar—: Ahora mismo vamos a ir a ese bar para desinfectar eso.
Tierra adentro y lejos del olfato traidor de los turistas, la playa de Luquillo guardaba algunos tesoros. Entre ellos, un chiringuito solitario en el que nos refugiamos de la lluvia y en el que merendamos unos crêpes de langosta. Doña Milagros, dueña y señora del lugar, me limpió la herida con agua oxigenada. En cuanto me vio surgir de entre la tormenta con el cuerpo ensangrentado, se arremangó el sobrepeso y me untó varios algodones con el furor de una matrona.
—Pero vos, ¿cómo os hicisteis esta cosa? Si aquí no hay piedras…
—Ya ve usted, doña Milagros. He ido a chocarme con la única roca de todo el Caribe.
—Si es que son ustedes unos locos.
—La culpa es del sistema, señora. Por cierto, ¿podría ponerme una piña colada cuando termine de arreglarme la cabeza? Para bajar la inflamación, no piense usted mal…
Doña Milagros me miró condescendiente, quizá algo azotada por los recuerdos de su juventud perdida, y se metió dentro de la barra. Puso algo de música, y mientras Sasha guardaba todas nuestras pertenencias en una mochila, yo comencé a bailar descalzo en las faldas de aquel Trópico que, de momento, se resistía a enseñarnos el sol. La canción se detuvo en seco.
—¡No podéis hacer eso! —me gritó doña Milagros.
—¿Qué? —pregunté extrañado.
—¡Esto es música religiosa, para alabar a Dios! Hay que sentirla e implorar al cielo, no es para mover las caderas.
—Joder, lo siento…
—¡Vos no deberíais pronunciar esas palabras tan feas! Si es que son ustedes unos locos.
—Ya lo ha dicho antes, señora.
—¡Y unos ateos!
—Oiga, relájese, por favor. El que me haya curado la herida de la cabeza no le da derecho a ponerse así. Yo ya tengo una madre.
—Déjala, Martín —me dijo Sasha mientras me agarraba del brazo—. Es una mujer mayor.
—Ya, y como es una mujer mayor nos tenemos que chupar los brotes psicópatas de su climaterio. Doña Milagros, usted dirá lo que quiera, pero a mí esta canción me ha parecido muy tropical. ¿Y ni siquiera en el Caribe se van a dar un respiro los cristianos? ¡Pues si en Puerto Rico no podemos mover el culo al son de una buena percusión, estamos bien!
—¡Vos sois un sinvergüenza! ¡Pónganse la camiseta y váyanse de aquí!
Los días siguientes no dejó de llover. Llovió por la mañana, con el redoble de tambores de mango y papaya del desayuno. Llovió al mediodía, con el baile de vientos sobre la muralla colonial. Llovió cuando la tarde, cansada de luchar contra la atmósfera, se rendía a los encantos de la noche. Y llovió bajo la luna, agazapada entre las sombras que pueblan el Caribe en sus horas de sueño. Llovió, llovió y llovió un millón de veces, hacia arriba, hacia abajo, con sigilo o simplemente a golpes de martillo. Y Sasha y yo aprovechamos este cabreo milenario de los dioses de la fertilidad para hablar durante horas. Sin prisas, fuimos conociéndonos, intuyéndonos y dibujándonos el uno al otro. Primero las siluetas, luego las sombras y por fin el color. Hubo un momento clave en toda aquella maraña de abrazos extraños entre la tormenta. Estábamos sentados en el claustro de un convento de San Juan, resguardados bajo unas arcadas de piedra y contemplando el traqueteo de las gotas de agua contra una fuente con ángeles sin sexo —maldita evidencia—, cuando me acerqué a su cuello y respiré hondo.
Siempre me he dejado aconsejar por los olores, y desde que soy un niño olfateo todo lo que cae en mis manos: las piedras, los libros, la tinta de un bolígrafo, la nieve, la gasolina, los limones del supermercado… Así que le olí. Sí; olí a Sasha, varias veces, tomándome mi tiempo, llenando los pulmones hasta el límite, apartando la nariz, procesando los resultados y volviendo a empezar. He aquí el hándicap más doloroso de la literatura: es infinitamente imposible explicar los matices que desprendía su piel, cómo me sentí, cuántas veces he intentado volver a aquel instante… Recuerdo, eso sí, que escuché un crujido seco en el vientre, y le expliqué mi teoría del ombligo. Al principio pareció no entender nada. Me miró boquiabierto, escupiendo al aire algo parecido a un suspiro.
—Perdona, pero no estoy loco, así que no hace falta que pongas esa cara —le dije.
—A ver si lo he entendido. ¿Tu ombligo es como un himen que sólo dejarás tocar al hombre de tu vida? Hacía mucho tiempo que no escuchaba una estupidez así.
—Lo del himen es una metáfora. Un símbolo, un refugio imaginario entre tanto sexo con desconocidos. Algo así como una zona prohibida en la que no puede entrar cualquiera. Es algo emocional.
—¡Pero si tu ombligo es como un pezón, y a ti no te importa que te toquen los pezones! O como un glande, y tampoco te importa que te toquen el glande. No lo entiendo.
—¡Joder, Sasha, no es tan difícil! ¿No te acabo de decir que es algo emocional? ¡Qué tendrá que ver el glande en todo esto! Déjalo. Era un simple comentario sin importancia.
Pocas horas después, cuando tratábamos de cazar algo de sueño en nuestra suite de los horrores, noté que su mano se deslizaba entre las sábanas. Despacio y a tientas, sus dedos comenzaron a trepar por mi costado izquierdo hasta posarse suavemente en el ombligo.
—¿Qué cojones estás haciendo? —le grité mientras trataba de contener la risa—. ¿No decías que no lo entendías? ¡Pues entonces quita tu mano de ahí!
Pero siguió acariciándome la barriga. Primero con sigilo, y después apretado con fuerza, inventándose unas nuevas cosquillas que yo no conocía. Empecé a retorcerme entre sus brazos, que cada vez empujaban con más descaro hacia las cuencas de mi ombligo. Tras forcejear unos segundos, terminé rindiéndome a sus tocamientos y haciendo estallar mi arsenal de carcajadas.
—¡Tú, ruso cabrón! —le dije—. Siempre consigues lo que quieres, ¿no? Te dejo, pero sólo por esta vez. Me caes bien, Sasha… Me caes bien.
Me desperté distinto. Como un instrumento bien afinado, más maduro, más ligero, más yo. Sasha dormía, y me quedé quieto, muy quieto, paseando mi mirada por su rostro e intentando pensarle. Por la noche, su belleza era más intensa todavía. Como si hubiese sido diseñada en un laboratorio invisible para joderme la vida. A pesar de su genética del Este, sus padres se habían olvidado los rasgos rubios y la mirada albina en algún motel de carretera donde se consuman los amores urgentes. Su pelo oscuro, jodidamente negro y jodidamente corto, se agarraba con rabia a una cabeza grande, de huesos profundos y facciones demasiado primitivas. Pero de repente surgían sus orejas, pequeñas y escondidas, para equilibrar el resultado final. Los ojos le cambiaban constantemente de color. Según él, en función de su estado de ánimo. Según la ciencia, en función de la luz solar. Su boca, como la de todos los habitantes de Miami, era perfecta —una huelga de dentistas en Estados Unidos podría desestabilizar la economía mundial—. Según me había dicho él mismo, aquel desorden de huesos, labios y pupilas había tardado toda una vida en encontrar su sitio. Pero tras una adolescencia pervertida por los ajustes hormonales, las piezas del puzzle encajaron en un rostro perfecto. Extraño, diferente, irreal… pero absolutamente perfecto.
Sasha había nacido en Moscú, pero cuando el comunismo empezó a hacer aguas su familia decidió emigrar a Estados Unidos. Sus padres nunca encontraron un hueco en aquel país sacudido de este a oeste por las autopistas y los centros comerciales, y varios años después recogieron los pedazos de su fracaso americano y regresaron a la madre patria. Sasha tenía entonces veinte años, y el poder de las hamburguesas y del rock and roll fue más fuerte que el de sus orígenes. Decidió quedarse en Miami, terminar sus estudios y acariciar las barras y estrellas como un gringo más. Llegaron tiempos duros, domingos solitarios, cansancio en la distancia y las sombras de una vida escrita en un idioma extraño y con Navidades en bañador. Durante el día se peleaba con la Historia del Arte en la universidad; durante la noche se transformaba en carnaza de discoteca sirviendo copas y bailando house. Y a pesar de las horas bajas, Sasha sobrevivió al ketchup, al rap de versos asesinos y al fin de la era Chrysler. Se licenció y empezó a trabajar en una galería del Art District de Miami, un barrio consagrado a la plástica contemporánea donde los dólares corren como una liebre muerta de miedo. Pero un buen día, hace no mucho tiempo, la crisis llamó a las puertas de Wall Street y el dinero se dio un respiro; y el arte, un capricho que se cobran los ricos que follan poco y hablan mucho, se fugó por la puerta de atrás. La galería quebró y Sasha no tuvo más remedio que alunizar, otra vez, en el negocio nocturno de los borrachos con visas de oro y tabiques de platino.
Vivía peleándose con los decibelios, deshojando madrugadas y esperando sin esperar nada cuando aparecí yo. Un amor de verano en primavera, nada más. Un españolito de paso y con billete de vuelta al olvido. Cuando nos conocimos, ambos sabíamos que la despedida se abalanzaría sobre nosotros seis días después; 144 horas que se fueron descolgando de nuestra cuenta atrás, y vaciando a cucharadas nuestra vida en común. Hasta que llegó el día de la despedida. Acabábamos de volver de Puerto Rico y yo tenía el tiempo justo para despedirme de Luigi, recoger mis penas y subir de nuevo a un avión con destino a Madrid. Pero antes tenía que saldar una cuenta pendiente con Miami. En mi anterior visita a la ciudad había planeado sellar mi piel con un tatuaje. Una simple frase, Go West, que salpicase la parte interior de mi brazo sin muchas estridencias. Pedí cita con Jimmy, un tatuador de serie B del barrio de South Beach, y diseñamos juntos un pequeño boceto. Cuando todas las agujas estaban a punto y la tinta fresca latía en sus minúsculos recipientes de plástico, un apagón en el taller nos obligó a dejar el arte para otra ocasión.
—¿Por qué no vienes mañana? —me dijo Jimmy mientras se retiraba los restos de cerveza de sus labios con la manga—. Tengo un hueco libre a última hora de la tarde.
—No puedo. Tengo que volver a España esta noche.
—Joder, tío. Lo siento mucho. ¿Y no vas a regresar a Miami?
—Seguramente. Pero ahora no sé ni cuándo, ni cómo, ni por qué…
—Vamos a hacer una cosa. Guardaré tu boceto aquí y te prometo que la próxima vez que nos visites serás el primero. Sin lista de espera. Y así tienes una excusa para regresar. —«Sin lista de espera», pensé. «Si hace lustros que aquí no entra nadie.»
Un año después del apagón, Sasha conducía hacia el aeropuerto. Yo, a su lado, perdía mi mirada en la carretera. No había mucho tiempo, pero decidí darme una última oportunidad antes de despegar para siempre de allí.
—Necesito hacer una cosa antes de irme. Tienes que dar la vuelta.
—¿Qué? —respondió Sasha—. Vas a perder el avión.
—Hazme caso, por favor. Sólo serán quince minutos. Y quiero que estés conmigo.
Un volantazo nos llevó al cambio de sentido. La silueta afilada de Miami, que hasta entonces se evaporaba a nuestras espaldas, volvió a resurgir frente a nosotros. Aparcamos a unos pocos metros del taller de tatuajes y llamamos a la puerta. Una mujer acartonada por el sol cancerígeno de Florida nos abrió. Acariciaba un porro de marihuana con los labios, dejando sus huellas de carmín barato en la boquilla.
—¿Qué queréis? —preguntó.
—Un tatuaje —dije.
—¿Tenéis cita?
—No la necesito —respondí, sintiéndome John Wayne—. Le prometí a Jimmy que vendría a visitarle. He tardado un año, pero aquí estoy.
Dudó unos segundos, pero finalmente dio dos pasos cansados hacia atrás. Se apartó a un lado y nos hizo una señal con la cabeza. Mientras entrábamos, un trozo de ceniza cayó torpemente sobre su escote, un valle de carnes apretadas desgastado por el paso del tiempo. Jimmy, que llevaba sin ducharse varias semanas y debía pesar 120 kilos, estaba recostado en un sofá de cuero verde, ocupando una mano con una lata de cerveza y la otra con una revista, con los ojos inyectados en sangre y el gesto aletargado por el colocón.
—Hola, Jimmy —le saludé mientras Sasha, dos pasos por detrás, echaba un vistazo rápido a los cientos de fotos de «arte corporal» que forraban las paredes—. ¿Te acuerdas de mí? Me debes un tatuaje.
—¿Que te debo qué?
—Un tatuaje. Una frase, Go West, que no pudiste terminar por culpa de un apagón.
—¡Hostias! —Jimmy se incorporó, derramando algo de cerveza encima de sus pantalones—. Ya me acuerdo. Guardé el boceto por si volvías. ¡Qué fuerte! Espera, voy a ver si lo encuentro. Tiene que estar en algún cajón de mi despacho. —Se levantó, y tras sacudir torpemente sus vaqueros mojados, se perdió entre el polvo de su negocio. Un negocio herido de muerte por los cientos de tatuadores jóvenes y cachas que cada año encallaban en Miami para abrir su propio taller—. Chicos, ¿queréis marihuana? ¡Fumad un poco de esto! Me la trajeron el otro día de México. Está buenísima.
Mientras esperábamos, Sasha y yo desentrañamos los secretos de la hierba mexicana. Nos dejamos envolver por un baile de caladas profundas y valientes que nos hizo rozar el cielo con los dedos. O con las neuronas, que viene a ser lo mismo. Diez minutos después, Jimmy nos sacó del trance con un grito seco, descaradamente feliz:
—¡Huas! Go West. ¡Aquí lo tengo! ¿Qué pensabas, chaval? ¿Que no iba a encontrar el boceto? Siéntate ahí.
Me levanté despacio, sacudiendo la cabeza hacia ambos lados para ahuyentar los efectos de la marihuana. A la izquierda, justo al lado de un minibar rojo lleno de botellas, descansaba un sillón de barbería. La estructura, de hierro, estaba tapizada por un cuero blanco agrietado en mil pedazos por el uso. La espuma de relleno sobresalía en suaves borbotones por toda la superficie.
—Este sofá está enfermo —murmuré justo antes de desplomarme sobre el respaldo.
—¿Qué dices? —preguntó Sasha, que se había sentado en un taburete a los pies de aquella reliquia de entreguerras.
—El sillón me acaba de decir que está cansado —respondí.
—Y tú estás colocado —dijo Sasha.
—Que me lo ha dicho. Hemos tenido una conexión. Nunca he estado tan seguro de algo. —Las sílabas se atragantaban en mi garganta, huyendo en desorden por la boca. Había entrado en otra dimensión, como un indio hasta las trancas de peyote en el corazón del desierto—. Y la luz también está cansada. ¿No la ves? Y triste, sin fuerza. Aquí pasa algo…
—Martín, deja de decir chorradas.
—¡Claro! —exclamé—. ¡Ahora entiendo lo del apagón! Fue una señal. Y por eso estoy aquí otra vez. Tengo una misión.
—¿Qué misión?
—¿Qué misión va a ser? ¡Hacerme un tatuaje, joder!
—Pues vaya mierda de misión —susurró Sasha.
El estrés del viaje se había evaporado. El pinchazo en el pecho por la despedida, también. Estaba en paz. Cumpliendo mi misión, envuelto por el humo de Tijuana y por ese hormigueo mortecino que dejan en el cuerpo las drogas blandas.
—¿Podría beber un whiskecito para anestesiar la zona? —pregunté con los párpados entrecerrados por el placer.
El sofá y yo nos habíamos integrado en un solo ser. Cada centímetro de mi cuerpo pesaba un puñado infinito de toneladas. Jimmy se acercó al minibar, abrió una botella y repartió los restos de un líquido espeso y cobrizo en tres vasos. Brindamos por México y encendimos otro porro para celebrar mi tatuaje. A la cuarta calada, mi alma abrió un agujero en el pecho y se puso a revolotear por el taller.
—Vamos allá —dijo Jimmy—. ¿En qué brazo lo quieres?
—Me da igual —respondí mientras observaba a mi alma bailar con la lámpara del techo. (Por ese despiste imperdonable, la palabra west, que significa oeste, descansará en mi brazo derecho hasta que me muera. Y el oeste, mientras Dios o algún científico loco no digan lo contrario, está a la izquierda. Maldita geografía. Maldita marihuana.)
Mientras Jimmy me inseminaba para siempre con su tinta negra, el zumbido de la aguja se fue perdiendo poco a poco en mi piel. Sasha, tan colocado como un servidor, se sentó a mi lado. Me agarró la mano y empezó a recorrer mi palma con su dedo índice.
—¿Te duele? —preguntó.
—No mucho —contesté—. Gracias por acompañarme.
—Gracias a ti por la semana que hemos pasado juntos. Aunque no nos volvamos a ver, no te olvidaré nunca.
En ese preciso instante, ni antes ni después, mi alma bajó de los cielos y volvió a tumbarse dentro de mí. Y entonces, sólo entonces, sí que sentí un fuerte pinchazo.
—¿Sabes una cosa? —le dije—. Te quiero un poquito.
—Y yo a ti, gilipollas.
—Ya, pero yo no estoy acostumbrado a querer. Esto es bastante novedoso para mí, capullo. Y te lo digo con Jimmy como testigo. ¿Has oído, Jimmy?
Jimmy, que seguía concentrado en su whisky y en mi brazo, levantó tímidamente la cabeza. Nunca sabré si lo que vi fue real o un efecto más de su marihuana mexicana, pero tenía los ojos humedecidos por las lágrimas.
—Y a ti también te quiero un poquito, Jimmy —insistí.
—Gracias, chaval… —respondió—. Nadie suele decir estas cosas por aquí.
Jimmy volvió a agacharse sobre mi brazo, y Sasha me apretó la mano antes de confesarse por última vez:
—Te quiero.
—Y yo a ti, ruso cabrón.