26 de junio. Mi adolescencia huele a provincias. A ciudad lluviosa, bares oscuros, amigos de mierda y revolcones vacíos sobre la valla negra del cementerio —el picadero municipal de muchas generaciones—. Allí, en aquel tugurio urbano de domingos asfixiantes y lunes infernales, me salieron mis primeros pelos sobre el escroto —un terciopelo muy suave que después, con las hormonas y los golpes de la vida, se volvió recio, áspero y mucho más profesional.
También allí eyaculé por primera vez —una masturbación torpe y frugal mientras veía el Tour de Francia a la hora de la siesta—. Y me enamoré de un compañero de universidad, y de un bombero logroñés que apagaba el fuego a jovencitos desesperados, y hasta de un profesor de gimnasia al que llamaban «el Ruso» por su bigote autoritario. Allí, en definitiva, me hice un hombre; un homosexual hecho y derecho.
Pasar por este trance de hormonas dispersas deja huella, y hacerlo en el alambre de la periferia imprime carácter. Cuando mis cromosomas tomaron posiciones empecé a sufrir el calvario de los calentones. Como mis únicas referencias gays eran Paco Clavel y Freddy Mercury, durante años tuve que conformarme con aliviar la llamada del pecado con la porno codificada del Plus.
Hasta que un buen día oí hablar de un parque que, en el corazón de la ciudad, prometía sexo rápido con desconocidos. Cruising: dícese del arte vanguardista y equilibrista de ligar, fornicar y eyacular en lugares públicos. Es decir, la única escapatoria sexual al ronroneo de provincias. Este bosque de cópulas rápidas tenía, incluso, su propia leyenda urbana: para ligar más y mejor convenía agitar el llavero. Se decía que el tintineo metálico te identificaba como un cazador en celo, atraía a las presas y facilitaba el coito.
Así que cuando la desesperación empezaba a acorralar mi termostato, una noche llené mi equipaje de cojones y me perdí entre sus árboles. No tendría más de diecisiete años. De aquella primera vez recuerdo decenas de sombras en movimiento reflejadas sobre la muralla. O los tenues fogonazos de luz de los mecheros, los gemidos de las parejas agitando los setos, el olor a sexo mezclado con los destellos de la hierba mojada… Todavía hoy me pongo triste cuando viene a mi memoria aquel silencio que cortaba el aire, la angustiosa sensación de oscuridad, la obsesión por no ser reconocido y los grotescos orgasmos a escondidas.
Aprendí a follar bajo los ciclos caprichosos de la luna; di mis primeros besos furtivos entre la flora de un parque cualquiera; amé un par de minutos, muchas veces, muchas noches, esquivando ramas con olor a semen y un frío azul y cabrón que todavía se aparece en mis pesadillas. Mientras mi generación apuntaba en su agenda los teléfonos del amor adolescente, yo me dediqué a buscar —y no encontrar— por obra y gracia del maldito cruising. Sólo el Altísimo —que está en todas partes, dicen— sabe cuántas horas participé en aquel desfile de sombras e insomnios. Cuántos grados bajo cero se agarraron a mis calcetines. Cuántos charcos de pena pisé, esquivé y volví a pisar en aquel parque.
Frío va y frío viene conocí a aquel guardaespaldas que me hablaba de sus años al servicio de una famosísima actriz —yo, mitómano impenitente y con cara de idiota, le creí y me fui a su casa—; y aquel marroquí que decía, textualmente, «no soy gay, pero tú chupa, chupa»; y el locutor de radio que, tumbado sobre la hierba, me animó a cumplir mi sueño de vivir en Madrid; y los universitarios de ojos almendrados y acento andaluz; y los borrachos con ganas de más; y las almas perdidas, y los feos y los listos y los guapos y los tontos del culo y los de más allá. También conocí, sin querer, los dientes absurdos de la homofobia: los bocinazos amenazantes rompiendo la cadencia silenciosa de los vómitos y los jadeos, las pedradas por la espalda o los malos modales del Cuerpo Nacional de Policía.
Cuando cumplí la mayoría de edad —o a lo mejor fue antes, no lo sé— me atreví con el único bar de ambiente de la ciudad. En aquel momento me pareció sublime. Decenas de gays interactuando, mariposeando y disparando sus balas del amor en treinta metros cuadrados. Su cuarto oscuro, un pequeño sótano mohoso y pegajoso con aires de geriátrico, era su mayor reclamo. (Podría hablar de aquella primera visita, cuando me tuvieron que sacar, escoltado y a escondidas, por la puerta de atrás. O del día en el que me encontré a un amigo de mi madre y, muerto de miedo, me escondí en el baño durante horas para que no me reconociese. O cuando salí del armario y, lleno de orgullo, empecé a llevar a mis amigos heteros en una peregrinación casi sagrada.)
Y nunca, a pesar de la maravillosa compañía de la policía y de las pedradas y los borrachos de última hora y el frío y el marroquí… nunca, repito, jamás, me sentí tan solo como entonces. La lluvia, que nunca cae a gusto de todos.
El día de mi treinta cumpleaños amanecí en Madrid. Solo, con olor a tabaco, sabor a derrota y acorralado por el recuerdo de Sasha. Aún adormecido, estiré el brazo y tanteé el vacío de la otra mitad de mi cama.
—Joder… Ya estoy otra vez como siempre —me lamenté mientras dejaba caer una mano sobre mi entrepierna.
Agarré mi erección con rabia, y tras comprobar que mi virilidad estaba en buena forma empecé a agitar mi muñeca sin mucho entusiasmo. Las sacudidas encendieron la temperatura de las sábanas, que empezaban a acusar los primeros azotes del verano. Terminé rápido, sin perder el tiempo en demasiados trámites. Cuando intentaba recuperar el ritmo de mi respiración, sonó el teléfono.
—¿Sí? —pregunté.
—Martín. ¡Soy yo, Sibila!
—Hija de la gran puta… ¿Dónde estás?
—En Estambul —me dijo. Parecía afectada. Su voz sonaba a lágrimas—. Vuelvo a España, Martín. —Rompió a llorar.
—¿Estás bien? —me alarmé—. ¿Qué te ha pasado?
—Mi avión llega a Madrid a las siete y media. Ve a buscarme, por favor.
—Claro. No trabajo hasta la semana que viene, así que tengo todo el día libre. ¿Dónde está el kurdo?
—¡No me hables de ese hijo de puta! —Su llanto se descontroló.
—Bueno, tranquila. Esta tarde me cuentas todo, ¿vale?
Escuché un sonido incomprensible, algo así como un «de acuerdo» envuelto en hipo, mocos y suspiros, y la llamada se cortó. Mientras me duchaba recordé que hacía mucho que no desayunaba en el bar de la esquina. Como el fantasma de Sasha no me dejaba en paz, pensé que una ración de camarero noruego y tostadas me sentaría bien. Antes de salir a la calle, encendí el ordenador con la esperanza de leer algún correo electrónico con remite de Florida; en lugar de una felicitación escrita en ruso —y quizá adosada a una declaración de amor eterno— me encontré varios mensajes anónimos que me amenazaban de muerte: «Martín Lobo, te vamos a cortar el cuello hasta que te desangres»; «¿Sabes lo que hacemos con los maricones como tú? Les prendemos fuego»; «Me da asco compartir el planeta contigo». No seguí leyendo. En los últimos meses había notado más ruido que de costumbre entre los enemigos de mi blog; me enviaban cartas de protesta, me dejaban mensajes inflamables en la web, sacaban punta a su odio en algunas emisoras de radio ultracatólicas… Entendí estas protestas como ladridos inofensivos. «Es el precio que tienes que pagar por escribir un blog polémico que tiene cientos de miles de lectores», solía decirme Flora sin soltar la fregona. «Tú escribes y ellos te contestan.» Pero aquella vez era distinto: ¿y si era un psicópata que realmente quería acabar con mi vida? Me sentí como el autor de las caricaturas de Mahoma, y descolgué el teléfono para llamar a mi mayor consejera.
—Flora, ¿estás ahí?
—¿Qué te pasa, cariño?
—Me han amenazado con cortarme el cuello y con quemarme en una hoguera. Por maricón, Flora, por maricón.
—¿Cómo?
—Que he recibido varios correos electrónicos en los que alguien me amenaza con darme matarile.
—Cariño, no te preocupes. Ya sabes que la gente escribe cosas que no piensa y que se toma el blog como un juego, nada más.
—Esto se me está yendo de las manos, Flora. Cada vez recibo más visitas; ellos me conocen a mí y yo no tengo ni idea de quiénes son ellos. ¿Y si algún día me pasa algo?
—¿Qué te va a pasar?
—Que me maten, por ejemplo.
—Martín, no puedes acobardarte por lo que escriban cuatro descerebrados inofensivos. ¿A ti te gusta escribir lo que escribes?
—Claro. Pero no quiero que…
—Pues ya está. Olvídate de esos mensajes y sigue adelante.
—¿Seguro?
—Seguro, Martín, Seguro. Sólo quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué?
—Que dejarás de escribir el blog cuando no te haga feliz.
—Te lo prometo.
Cuando colgué, sentí un remanso de paz adornado por un agujero de hambre en el estómago. Era el momento perfecto para desayunar en mi bar favorito. Atascado detrás de la barra, Bastian miraba la televisión. Aquella mañana de lunes, su única compañía era un canal de videoclips musicales que llenaba las horas con caderas hambrientas de rythm and blues.
—No hay mucha gente, ¿verdad? —pregunté mientras cruzaba la puerta y caminaba hacia él. Me miró sorprendido, y tardó unos segundos en reconocerme.
—Martín… ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin verte!
—Tenía unos días de vacaciones y he estado fuera.
—¿Ah, sí? ¿Dónde has ido? —preguntó intrigado.
Su acento seguía allí. Y su mirada azul. Y su pelo rubio. Pero no sentí nada. Ni un pequeño acelerón en el pulso, ni un pellizco en el estómago… Sin rastro de emoción. La sombra de Sasha se había alargado demasiado.
—En Miami —respondí—. Visitando a un amigo.
—¡Vaya! Siempre he querido ir a Miami. Conozco Nueva York y Chicago, pero me falta Florida.
—Sí, la ciudad está bien. Bueno, a ver si desayuno algo, que tengo un hambre…
Mientras tomaba mi tostada, mi zumo y mi café con leche fría, Bastian me resumió su vida en un minuto: su madre, de nombre Katrina y de profesión asistente social, había viajado a Uruguay cuando tenía dieciocho años para escolarizar a los niños de una zona rural. Entre clase y clase intimó con uno de los jóvenes de la aldea; fruto de ese amor solidario nació él. Katrina volvió a Noruega, dejando al padre de la criatura en Uruguay, y crió a Bastian en solitario. La falta del referente masculino creó unos lazos muy intensos entre madre e hijo. Eran uña y carne, tal para cual, cara y cruz de una misma moneda… Hasta que unos meses atrás un tumor invisible y traidor había devorado el cerebro de Katrina. Bastian, que daba clases de música en un colegio, se vio superado por la muerte de su madre; cinco meses después guardó toda su vida en una maleta y se mudó a Madrid. Y ésa era su vida, anclada en ese instante en una ciudad de ojos oscuros, corridas de toros y sangrías a orillas de la plaza Mayor.
—Tu madre tenía un nombre muy bonito, como de huracán —le dije, tratando de inventar un consuelo que ya llegaba demasiado tarde.
—Gracias —respondió, seguramente sin haber entendido mi símil.
—¿Y dónde vives? —le pregunté.
—Ahora estoy en una pensión. Los primeros días me instalé en casa de un amigo, pero las cosas se torcieron y estoy buscando algo más estable.
—Vaya, ¿un amigo?
—Un chico español que conocí en Amsterdam hace tiempo.
—¿Un novio? —La duda no me dejó tragar el último trozo de tostada: ¿Bastian era homosexual o yo, un psicópata obsesivo, veía gays incluso debajo de las piedras?
—Bueno, algo así. Pero se ha portado muy mal conmigo y no quiero volver a verle.
Incluso en momentos como aquel, cuando se paseaba por los recuerdos más duros de su memoria, Bastian no dejaba de ensayar una sonrisa. Era su forma de darme las gracias por escuchar su historia. Secuestrado por la ternura, me abalancé sobre la barra y le di un beso en la mejilla. Y él, como buen noruego, entendió a medias aquel gesto de efusividad latina.
—¿A qué has dicho que te dedicabas en Noruega? ¿Dabas clases de solfeo a niños pequeños?
—Sí.
—Vaya. Debo confesarte que no me gustan mucho los músicos, pero aun así no quiero que te sientas solo. Toma mi teléfono y llámame cuando quieras. Para hablar, para tomar algo, para ir al cine… ¿Trato hecho? —Pensé en Sasha, y aunque sentí un pellizco de culpa en no sé qué esquina de mis entrañas, supe que estaba haciendo lo correcto.
—Trato hecho.
El aeropuerto de Madrid intentaba sin éxito tomar el pulso al verano. Tras una primavera de escasos sobresaltos, el calor empezaba a hacer estragos en el espacio aéreo internacional. Y mientras el personal se acostumbraba al nuevo ritmo, los aviones se atragantaban en las pistas de despegue y aterrizaje. Conclusión: el vuelo de Sibila llegó con dos horas y cuarenta y cinco minutos de retraso. Cuando el desánimo comenzaba a cundir en mi humor y mis piernas, la vi cruzar la puerta de salida sin equipaje. Su aspecto era desolador. Había adelgazado diez kilos, quizá quince, y sus pómulos rollizos se hundían bajo las cuencas de los ojos. La tristeza exprimía una mirada desencajada, y su nariz estaba en carne viva de tanto llorar. Sus labios, agrietados y teñidos de un desagradable color violáceo, parecían consumidos por los rigores del desierto. Sobrecogido, recordé los días en que me burlaba de su boca, cuando le decía que tenía «morros de cubana» mientras le daba una palmada en las caderas. Llevaba unos pantalones de lino negro, una camisa verde y desgastada cubierta por unos bordados de flores rojas y unas sandalias de cuero. Sus pies estaban sucios. Algunas de sus uñas, rotas. Sibila ya no era Sibila; era media Sibila. La otra mitad se había perdido en alguna ciudad remota del Kurdistán.
Cuando me vio, se abalanzó sobre mí como una niña desorientada que acaba de encontrar a sus padres. Hundió su cara en mi hombro y empezó a sollozar. La abracé con cuidado, con miedo de no partir en dos aquel cuerpo consumido y tembloroso, y noté el latido de sus costillas, que se sucedían frágilmente debajo de la camisa. Permanecí en silencio, acariciando su espalda con los dedos y apretándola suavemente contra mí. Sin hacer ruido, sin hacer preguntas; me dediqué, simplemente, a escuchar su llanto desesperado y su respiración entrecortada.
Nunca he creído en el feng shui, el yin, el yang, en los polos opuestos y en toda esa pirotecnia de Confucio y sus secuaces, pero aquel abrazo en el puto aeropuerto fue una experiencia trascendental y sobrenatural, un cruce de energías que nos fusilaron sin piedad, una conexión física y química que nos partió en mil pedazos para recomponernos un instante después. El reloj volvió a ponerse en marcha pasados unos minutos, y sólo entonces, cuando las fuerzas tectónicas volvieron a su cauce, pudimos separar nuestros cuerpos.
—Como no me dediques una sonrisa te parto la cara —le dije, aún asustado por su nuevo look. Mi frase debió de hacerle gracia, y me dio un pequeño puñetazo en el omóplato.
—Vámonos, anda… Estoy cansada. —Su voz sonaba tan autoritaria, directa y firme como siempre.
Respiré hondo, le di un beso en la mejilla y agarré su cintura mientras caminábamos hacia la calle. Ya en el taxi, el silencio, ensuciado únicamente por el roce del coche contra la oscuridad, se volvió a colar por las ventanillas. Sibila no tenía ganas de hablar, y aquel juego de silencios empezaba a alterarme los nervios. Rompí el hielo de la peor forma posible:
—¿Qué tal ha ido el vuelo?
—Cojonudo. ¿Tú qué crees? —respondió, visiblemente irritada. Había recuperado la sutileza de su humor de juventud.
—Sibila, no sé. Sólo quería desdramatizar. ¿No me vas a contar qué te ha pasado?
—Ahora no me apetece, por favor. Respeta mi espacio.
—¿Y si llamamos a tu madre? Ha estado muy preocupada y le prometí que si me enteraba de algo se lo diría.
—Joder, la que faltaba —se quejó.
—¡Sibila, bonita, relájate un poco! Sea lo que sea lo que hayas hecho, nosotros no tenemos la culpa. No esperarás que te pidamos perdón por preocuparnos por ti, ¿no? Sólo queremos ayudarte.
—Tienes razón, Martín. Pero hoy no tengo fuerzas para hablar con mi madre. ¿Puedo dormir esta noche en tu casa? Te prometo que mañana, en cuanto me despierte, lo primero que haré será llamarla.
La noche se había abalanzado sobre mi calle, y el murmullo de coches y prisas se iba desvaneciendo poco a poco. Ayudé a Sibila a salir del taxi, y me asustó verla tan perdida. Miraba a ambos lados de la acera buscando algo, y se sobrecogió con el golpe seco de los sonidos más absurdos: cuando una moto impertinente rozó la acera demasiado rápido, cuando mi llave crujió en el interior de la cerradura, cuando se cerró la puerta del ascensor, cuando encendí la luz del hall de entrada… Con cada uno de estos sustos inocentes tuvo la misma reacción: primero tensaba los músculos, después emitía un ligero gemido, casi imperceptible, y por último cerraba los ojos presa de no sé qué pánico. Preparé algo de cenar mientras se daba una ducha. Tardó más de una hora en cerrar el grifo, así que supuse que se estaba enfrentando a un ritual de purificación, a una catarsis bajo el agua o algo así. Mientras aliñaba una ensalada improvisada en la cocina, me la imaginé frotando su piel y enjabonando su pena, su odio, su rabia, su dolor o lo que fuera que tuviese dentro. Cenamos, de nuevo en silencio, y fumamos un cigarrillo a medias recostados sobre el sofá. Cuando la última calada se perdió en la quietud del salón, Sibila apagó la colilla en el cenicero, aspiró aire y comenzó a hablar.
—El primer día en Estambul navegamos sobre el Bósforo. Era un barco para turistas, de esos que te arrastran por el mar para mostrarte la ciudad desde la orilla. Me dejó su cazadora para protegerme del frío, me cubrió los hombros con los brazos, unos brazos grandes que desprendían muchísimo calor… Me compró un pañuelo de seda en el Gran Bazar, y me invitó a cenar en un restaurante en el barrio de Taksim. Con velas, Martín. Y ya sabes lo que me gustan a mí las velas, que me transforman. Son mi debilidad. Y cómo disfruté con la comida.
—Que también es tu debilidad.
—Me dijo cosas tan bonitas… Nadie, jamás, me había hablado con esa dulzura. Era como una declaración de amor, como una poesía, pero sin caer en la bazofia cursi. Estábamos conectados, como unidos por una energía muy especial. Había chispas, Martín. Saltaban chispas cada vez que su piel me rozaba, cada vez que me decía algo al oído…
—¿Chispas? ¿El primer día? Sibila, por favor…
—Mientras me pasaba todo aquello, yo giraba la cabeza hacia un lado y veía la Mezquita Azul. La giraba hacia el otro y me encontraba con Santa Sofía. Callejeábamos y nos perdíamos en el mercado de las especias. Las mujeres con velo, los imanes llamando a la oración, los callejones sin salida… Estaba rodeada de belleza por todas partes, lejos de casa, sin horarios… y me vine arriba. Me sentí capaz de cualquier cosa, y hasta tuve miedo de mí misma. Y cuando me invitó a conocer su tierra no lo dudé. Me dije: «¿Por qué no? No tengo trabajo, no tengo responsabilidades, estoy en un país que ha revolucionado todos mis esquemas y con un hombre maravilloso. Me voy con él».
—Joder, Sibila, que no vives en una película. En la vida real el amor no funciona así.
—Después de dos días de travesía, llegamos a Urfa. Es una ciudad de medio millón de habitantes cuyos orígenes se remontan al siglo IV antes de Cristo. ¿Tú sabes lo que es el siglo IV antes de Cristo? La historia late debajo de tus pies. Su casco antiguo, situado en una llanura a ochenta kilómetros del río Éufrates, es increíble. Dicen que es uno de los más evocadores de Turquía gracias a su bazar de frutas y verduras, sus casas típicas de Oriente Próximo, construidas alrededor de patios laberínticos…
—Patios laberínticos… Ya veo, ya.
—Aunque la ciudad está integrada en la cultura turca y la convivencia es totalmente normal, sigue siendo uno de los bastiones más importantes del nacionalismo kurdo. Y ya se sabe lo que ocurre con los nacionalismos: hay gente muy simpática, pero también hay radicales muy peligrosos.
—Y Abdul pertenecía al grupo de los radicales y peligrosos.
—¿Me quieres dejar hablar?
—Perdona, hija, perdona. Qué carácter…
—Abdul vivía con otro chico, Omar, en un apartamento de cuarenta metros cuadrados en la parte moderna de la ciudad. Era un barrio obrero, con edificios a medio pintar que se sucedían, exactamente iguales, a lo largo de varias manzanas. Omar dormía en una cama plegable en un salón-cocina y nosotros en una habitación sin luz ni ventanas. Utilizábamos las cacerolas para recoger el agua de las goteras y nos duchábamos en un baño en el que tendíamos la ropa. Era una puta mierda, pero yo estaba feliz. La primera semana no salimos de allí. Estuvimos juntos y recluidos entre las sábanas día y noche, y Abdul sólo me dejaba a solas cuando iba a por comida. Y lo curioso es que no me sentí asfixiada en ningún momento. Le quería, y estaba dispuesta a disfrutar de todo aquello.
—¿Y qué era todo aquello? ¿La habitación sin ventanas? Ah, no, las goteras…
—Un día le dije que me apetecía dar un paseo y conocer la ciudad, ver a gente, tomar el aire… «No te hace falta», me respondió. Y le creí. Debí haberme marchado en ese mismo momento, pero no le di importancia. Supuse que estaba enamorado, que aquella obsesión por protegerme era un simple síntoma de la cultura musulmana, que en su apartamento teníamos todo lo suficiente para vivir… Una tarde me inquieté más de la cuenta, y cuando me dijo que no volvería en un par de horas aproveché para dar una vuelta, buscar un teléfono y llamarte.
—¿Y por qué me dijiste que estabas bien?
—No podía admitir que todo era un desastre. Le quise dar una oportunidad a la relación, y huir hubiese sido un fracaso.
—Qué estupidez.
—Martín, no me apetecía volver a Madrid, y punto. Además, su actitud cambió de la noche a la mañana. Dejó de mostrarse tan posesivo y empezamos a hacer cosas fuera de allí. Me enseñó la ciudad, cenábamos con Omar casi todas las noches, me presentó a una de sus hermanas… Y volví a sentirme como al principio.
—¿Enamorada?
—Supongo que sí. Y cuando todo empezaba a fluir otra vez, el Partido de los Trabajadores del Kurdistán, que todo el mundo conoce como el PKK, comenzó a reclutar gente para participar en una operación militar.
—Explícame eso, por favor.
—Era algo de unos guardias rurales que están dando por culo en las montañas con unas metralletas. No me preguntes de qué iba la historia porque no lo sé. Ya sabes que yo y la política no nos llevamos bien.
Más tarde, tras una profunda investigación cibernética sobre el nacionalismo en los arrabales de Asia Menor, descubrí que los guardias rurales de los que hablaba Sibila son unos pastores que, a pesar de ser kurdos, no apoyan la independencia de su pueblo. Como son leales al gobierno de Ankara, trabajan para las autoridades turcas. Conocen el terreno, se desenvuelven muy bien en los territorios montañosos y son lo más en la guerra de guerrillas. Les entregan un Kalashnikov, les pagan un sueldo de doscientos cincuenta euros mensuales y ellos sólo tienen que luchar contra el PKK y sofocar sus revueltas independentistas. Para entendernos: lo que ocurre en el Kurdistán es como si en el País Vasco el Gobierno Central contratara a pastores de cabras para que buscasen zulos de ETA y se cargasen a los terroristas. Es decir, una guerra civil en toda regla. A un lado están los guardias de marras, y al otro el PKK, que busca con las armas la justicia que la historia les niega una y otra vez. En los últimos meses esta lucha entre ambos bandos se ha intensificado, y aquí es donde Abdul entra en juego, lanzándose al monte para tocar los huevos a los pastorcillos. En nombre, ahí es nada, del Partido de los Trabajadores del Kurdistán.
—El gilipollas se fue a la guerra cuando mejor estábamos —Sibila continuó con su relato—. Me dejó sola con Omar, que también es kurdo, militar y nacionalista, y que estaba de baja por unas heridas en la pierna tras una emboscada en la provincia de Bingöl.
—¿Abdul os dejó a ti y a su colega solos y en la misma casa? Qué valiente…
—¿Por quién me tomas? ¿Por una fulana? Pues debo decirte que fue una situación muy violenta. Por respeto a su amigo, Omar no se dirigía a mí. Sentía pavor cada vez que estábamos cerca, se esfumaba cada vez que coincidíamos en el salón, rehuía mi mirada… Aquellos días me sentí terriblemente sola. Y humillada. Ya no era una mujer. Era un bicho invisible.
—¿Y por qué no te fuiste de allí?
—Porque no tenía dinero.
—¿Y por qué no nos lo pediste a mí o a tu madre, gilipollas?
—Porque me daba vergüenza. Empecé a vomitar todo lo que comía, a confundir los días con las noches, a encender y apagar la luz de manera enfermiza… Me estaba volviendo loca. Un día me sorprendí a mí misma manteniendo una conversación con la pared, y me asusté. A los pocos segundos empecé a sufrir algo muy parecido a un ataque de ansiedad. No podía respirar, mi corazón se disparó sin control y sentí unos pinchazos de histeria en el pecho. Lo único que pude hacer fue gritar. Chillé tan fuerte, con tanta rabia y desesperación, que Omar vino a ayudarme.
—Y te liaste con él.
—Sí. Pero no es lo que tú piensas. Fue distinto, especial. Esa misma noche me hizo la cena y estuvimos hablando hasta el amanecer. Descubrí a un hombre hipersensible y a un ser humano maravilloso. Y no sé muy bien cómo pasó, pero pasó. Habíamos conectado, Martín.
—Qué manía tienes con conectar… ¿Y también había chispas? ¿O fuegos artificiales? No me lo puedo creer. ¿Tú no sabes que hay sitios del mundo en los que las mujeres tienen que ser un poco más cuidadosas?
—Fue maravilloso…
—Joder, Sibila.
—Todas las noches me abrazaba y me cantaba nanas turcas hasta que me quedaba dormida. ¿A ti nunca te han cantado una nana para dormir?
—No, nunca me han cantado nanas turcas. ¿Qué tipo de chorrada es ésa?
—Pues deberías probarlo. Es el mejor elixir que conozco.
—¿Y qué pasó con Abdul?
—Cuando volvió, el ambiente en la casa era irrespirable. Omar y yo sobrevivíamos con miradas a escondidas, con gestos invisibles y guiños por la espalda. Estábamos tan cerca y a la vez tan lejos… Un día me encerré en el baño, el único escondite en el que me sentía a salvo de aquel infierno, y empecé a llorar. Cuando Abdul me escuchó, dio una patada a la puerta y me arrastró por los pelos hasta tirarme encima de la cama. Jamás le había visto así. Decía que era una puta que no merecía su amor, que me pasaba el día llorando por las esquinas y que no era una mujer de verdad.
—Pero ¿él sabía que tú y Omar…?
—No, no. Pero su comportamiento se había vuelto muy extraño tras volver de las operaciones militares. Supongo que ir a la caza de pastores armados hasta los dientes deja secuelas. Ya sabes, esas cosas que les rondan por la cabeza a los soldados después de volver del frente.
—¿Y qué les ronda?
—¡Y yo qué sé! Pero algo le rondaría, porque no era la misma persona. Dormía durante el día, y por las noches se sentaba en una esquina del salón y leía. Leía, leía y leía. Era silencioso, muy escurridizo, tenía el gesto áspero, la mirada huraña… Cuando le dije que me quería ir, empezó a golpearme la cabeza. Como un niño acorralado. Como un maldito cobarde. Traté de levantarme, pero estaba tan débil que simplemente me tumbé a esperar que se cansase. Yo ya no le interesaba, pero tampoco estaba dispuesto a dejarme marchar.
—¿Y Omar no hizo nada?
—En ese momento no estaba en casa. Recuerdo que cuando volvió era muy tarde. Noche cerrada. Abdul estaba sentado en una silla a los pies de la cama, con las pupilas dilatadas por el odio y la vista perdida en la pared. Yo me hacía la dormida sobre las sábanas, y trataba de combatir el frío apretando todos los músculos. Después, todo sucedió muy deprisa; esperé a que Abdul conciliase el sueño y salí reptando de la habitación. El silencio era tan profundo, tan sobrecogedor, que parecía que el mundo empezaba y terminaba en aquellos cuarenta metros cuadrados. Conseguí alcanzar la cama de Omar, y le desperté. No hizo falta decir nada; cuando me vio tan aterrada, con las mejillas en carne viva por culpa de las lágrimas, supo que tenía que ayudarme a salir de allí. Se puso unos pantalones, buscó un puñado de billetes que escondía en un cajón, metió algunas de mis cosas en una bolsa de plástico, me cogió en brazos y salimos a la calle. Nos subimos en su coche con los primeros rayos de sol; recuerdo que, de camino a la estación de tren, el cielo estaba cubierto por nubes naranjas. Era un cielo precioso, como el de algunos cuadros de Turner. Sabes a quién me refiero, ¿no? Turner, el pintor preimpresionista.
—Sibila, no te enrolles. ¿Qué pasó?
—Me pidió que le esperase en el coche, y volvió a los tres minutos con un billete de tren a Estambul entre los dedos. Me dijo: «Sale dentro de cuarenta minutos. Cuando llegues, coge un taxi que te lleve directa al aeropuerto. Aquí tienes cuatrocientos dólares para que compres un billete en el primer vuelo a Madrid. Te he apuntado en este papel mi número de teléfono. Si tienes cualquier problema, llámame. Es muy importante que pases desapercibida, que no mires nunca hacia atrás y que pongas toda tu energía en llegar a tu casa. Debes prometerme que serás valiente y que nunca me vas a olvidar».
—Me vas a hacer llorar, hija de puta.
—Omar se la jugó con su amigo por mí, sacrificó todos sus ahorros y me salvó la vida. Me salvó la vida, Martín. ¿Cómo iba a olvidar algo así?
Poco a poco, y agotadas ya todas sus lágrimas, mi amiga volvió a ser engullida por una niebla de silencio. Conseguí que se durmiese en mi regazo, y por primera vez me sentí orgulloso de ella. Me fumé otro cigarro mientras le acariciaba el pelo, todavía algo húmedo, y caí rendido como un niño al olor del champú de lavanda.
Al día siguiente, Sibila cumplió su promesa y se reencontró con su madre. Las cosas no debieron ir muy bien, porque al poco tiempo se abalanzó de nuevo sobre la puerta de mi casa. El timbre, un tintineo agudo y muy molesto, me despertó de la siesta para siempre. Me escurrí por el pasillo en calzoncillos, que es como mejor sé recibir a las visitas, y volví a chocarme con la amargura de su rostro.
—No funciona, Martín —me dijo desde el umbral—. He intentado explicárselo, pero no entiende nada. Es una histérica. Sólo grita y llora. Grita y llora. Grita y llora. No he podido soportarlo más; le he dicho que me quedaré en tu casa hasta que se tranquilice.
Yo debía seguir deshojando las vacaciones unos días más, así que había previsto una escapada a mi ciudad natal, un agujero negro en la España de provincias, para ver a mi familia.
—Mañana me voy a casa de mis padres. ¿Por qué no te vienes conmigo? Te irá bien desconectar…
—Llevo tres meses desconectada. He estado secuestrada en un miniapartamento, así que no pienso meterme en otro pueblo. Necesito emborracharme de Madrid. Quiero atascos, quiero calor sobre el asfalto, quiero semáforos en rojo, quiero empujones ante un escaparate.
—¿Estás segura?
—Sí. Tú márchate y no te preocupes por mí. Madrid y yo nos necesitamos la una a la otra. —Cuando este romanticismo urbanita empezaba a adquirir honores de sinfonía, se le atragantó el recuerdo de mi compañero de piso—: Por cierto, ¿está Javier?
—No. Se ha ido a Holanda de vacaciones.
—Mejor. Lo último que necesito es tener a ese gilipollas rondando por aquí.
Desde mi huida a Madrid hace siete u ocho años, volver a casa era una regresión a la adolescencia. Allí, a cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia, se refugiaban mis recuerdos más primitivos: los granos con pus de la pubertad, los encierros voluntarios en mi habitación, las primeras exploraciones genitales, el apocalipsis universitario… Al principio, todo este equipaje pesaba demasiado, y mis escapadas por Navidad, verano y demás fiestas de guardar eran una verdadera tragedia. Pero con el tiempo descubrí las ventajas de la memoria selectiva; eliminé los episodios más oscuros y salvé de la quema los buenos momentos. Gracias al poder de mi mente, hoy soy capaz de reencontrarme con mi pasado, con mi familia y con mi cama de juventud sin sufrir brotes de cólera, ictus cerebrales o ataques de ansiedad. De hecho, me tomo estos viajes al pasado como una terapia de choque, una tournée gastronómica y una cura de sueño. Tres en uno.
Llegué a mi ciudad con la puesta de sol, en un autocar que serpentea durante horas por el maldito secarral de la Meseta Ibérica. Mi madre puso en marcha su fiesta de sartenes y fogones, sacó brillo a mis sábanas y me medicó con un millón de besos. Y me sentí bien, a salvo del recuerdo de Sasha y lejos del furor uterino de Madrid. Era viernes, y el cielo descargaba la temperatura perfecta, sin los pinchazos del deshielo en primavera ni el martilleo de los grillos que se desgarran bajo el calor. Era la noche ideal para resolver uno de mis traumas de juventud: reconciliarme con el parque gay de la ciudad, un jardín quejumbroso de noventa mil metros cuadrados en el que había hecho mis primeras concesiones al amor exprés.
Llevaba diez años sin perderme entre su muralla medieval, sin insinuarme al espesor de sus matorrales y sin mancharme los zapatos con el barro apelmazado por el rocío. Mis recuerdos eran más bien escasos, como una nebulosa que se derretía en mi cabeza, pero en cuanto di mis primeras zancadas se hizo la luz. Reconocí el olor. Un olor a árboles y a pena que ni siquiera sabía que existía. Y el ruido de mis pisadas sobre la hierba. Y el tacto áspero de la piedra de mi esquina preferida, donde solía refugiarme para ver sin ser visto. Me senté sobre el muro de siempre, un pequeño mirador que se alza sobre el foso de la ciudad, y casi pude sentir el calor de mi trasero una década atrás. Como si nunca me hubiese marchado de allí.
El silencio se hizo insoportable, así que decidí subir el volumen de mi sexto iPod —el primero se precipitó por la taza del váter mientras un servidor trataba de atinar la más viril de las punterías; el segundo debe de estar en el regazo de algún ladrón subsahariano que en su día me robó el corazón; el tercero fue pasto de las llamas tras un desagradable accidente con un mechero y una crema autobronceadora; el cuarto terminó sus días en el centrifugado de una lavadora; y el quinto… el quinto es un secreto que me llevaré a la tumba—. Tras mi desencuentro con el trompetista, mis gustos musicales navegaban a la deriva. Evitaba la música orquestal, las melodías negras y el zumbido intelectual del jazz y sucedáneos, y me entregaba con los ojos en blanco y el alma encogida a los estribillos de radiofórmula. Aquella noche, mientras me agazapaba en la sombra del parque y el pasado me explotaba en la cara, escuché quince veces una canción, Paloma, que el boludo Andrés Calamaro había puesto en mi vida mucho tiempo atrás. Andaba yo tanteando el primer año de universidad cuando conocí a Raúl, un chico de clase con el que empecé a compartir mañanas de biblioteca, tardes de cine y bocadillos sobre la hierba. Hasta que un día, un martes de abril con viento a favor y todos los planetas alineados, su primer beso me abrió el corazón en canal. Mis moléculas se dispararon, mi sueño se alteró para siempre, me ardieron las pestañas… e inauguré mi sangriento marcador de conquistas. Sin saberlo, Raúl dibujó las líneas maestras de mi vida: tras un mes de éxtasis brutal me abandonó en la cuneta sin muchos rodeos, dejándome al amparo del puto desamor. Y Paloma, la canción de Calamaro, me acompañó una y otra vez, las veces que hizo falta hasta reventar mi equipo de música, durante el duelo. Y aunque nunca he sido capaz de descifrar su contenido o entender más de dos estrofas seguidas, sus guitarreos, sus sílabas secas y algunas frases sueltas logran encenderme las tripas. O el ombligo, que viene a ser lo mismo.
A lo lejos, varios lobos solitarios —y tan maricones como yo— deambulaban por el parque como espectros del pecado. La distancia y la escasez de luz me impedían dibujar sus rostros con precisión, pero no me importó. Eran simples manchas borrosas en busca de sexo con desconocidos, pero yo no había ido allí para follar. Simplemente quería perder el miedo a mis recuerdos, reconciliarme con mis orígenes, respirar aire limpio y ametrallar mis tímpanos con mi hit de juventud. Atrincherados tras sus erecciones de última hora, varios de esos paseantes se acercaron. Ronroneaban a mi alrededor y me husmeaban esperando alguna señal, pero acababan rindiéndose ante el impacto seco de mi indiferencia. Fijé la mirada en un punto fijo, la luz tenue de una farola a quinientos metros de allí, y traté de descifrar, por última vez y gracias a mi iPod, el mensaje de aquella canción.
Mi vida fuimos a volar
con un solo paracaídas
uno sólo va a quedar
volando a la deriva.
Supuse que Andrés Calamaro se refería a la soledad del amor perdido, pero la metáfora del paracaídas se me escurría entre los dedos. Yo hubiese apostado por una bomba atómica, una escopeta de perdigones o un tanque Sherman —el rey del fango y el lodo durante la Segunda Guerra Mundial.
Vivir así no es vivir
esperando y esperando
porque vivir es jugar
y yo quiero seguir jugando.
Esta parte de la canción es tan simple y tan naïf que pensé que se me estaba escapando algún mensaje subliminal.
Le dije a mi corazón
sin gloria pero sin pena
no cometas el crimen, varón
si no vas a cumplir la condena.
¿Qué crimen? ¿Qué condena? ¿Qué varón? ¿Tendría que ver con el paracaídas?
Quiero vivir dos veces
para poder olvidarte
quiero llevarte conmigo
y no voy a ninguna parte.
Al fin encontraba algo de lógica a todo este asunto; vivir dos veces para conseguir borrar el recuerdo de una persona. Algo manido, pero eficaz. Lo de llevar a alguien consigo y no ir a ninguna parte tenía, de nuevo, algunas lagunas.
No te preocupes, Paloma,
hoy no estoy adentro mío
tu amor es mi enfermedad
soy un envase vacío.
Aquí se notan los efectos de Dios sabe qué tipo de sustancias prohibidas. Al hilo de este estribillo, coronado por la máxima «hoy no estoy adentro mío», me imaginé los bajos fondos de Buenos Aires, una ciudad tomada por la lisergia, los polvos mágicos y el desenfreno ilegal. Por cierto: ¿quién sería Paloma?
No te preocupes, Paloma,
hay pájaros en el nido
dos ilusiones se irán a volar
pero otras dos han venido.
En este punto hice un gran avance en mi investigación: Paloma no es una mujer, sino un animal que se caga como un gotelé sobre el cráneo de mármol de las estatuas.
Si me olvido de vivir
colgado de sentimientos
voy a vivir para repetir
otra vez este momento.
¿Colgado de sentimientos? ¿No querría decir colgado de otra cosa? Calamaro incurría, además, en una contradicción: ¿no había dicho al principio de la canción que quería vivir dos veces para poder olvidar a la paloma? ¿Por qué dice ahora que quiere vivir para repetir este momento? ¿Qué momento? ¿Tirarse en paracaídas? ¿Para qué quiere una paloma lanzarse al vacío desde un avión? ¿Es Andrés Calamaro un zoófilo? Comencé a tararear en voz baja los dos últimos versos mientras traqueteaba con los dedos de ambas manos sobre las piernas: «Voy a vivir para repetir otra vez este momen…». Una punzada de dolor se agarró a mi espalda y un instante después, mientras me encogía bruscamente sobre mi propio cuerpo, escuché un golpe contra el suelo. Alguien me había lanzado una piedra. Me giré, guiado por el instinto, y recibí otro impacto en la barriga. Traté de gritar, pero una tercera pedrada me dio en el hombro. En medio de aquel dolor insoportable, alcancé a ver a tres o cuatro personas amontonadas tras un seto. Cuando uno de ellos salió de su escondite y vino hacia mí, empecé a correr. El terror me subía como un latigazo por la columna y se esparcía por los brazos y las piernas cuando uno de mis tobillos se torció. Caí con las manos sobre la gravilla, y noté la humedad de mi sangre en las palmas. Cuando iba a levantarme, una patada en el bazo me llevó de nuevo al suelo. Arrastré la mejilla por los guijarros, y el ardor se deslizó por mi rostro como una puñalada. Como apenas podía respirar, empecé a ahogarme en mis propias convulsiones. Me cubrí la cara con las manos y traté de mirar hacia arriba; descubrí a tres tipos de pie, mordiendo el aire con su rabia y lanzándome patadas en riguroso silencio. Primero una. Después otra. Y otra. Y otra más. Con cada golpe me retorcía un poco más, aullando como un lobo en celo y deseando morir. Morir para olvidar, morir para dejar de respirar, morir para salir de allí. En algún momento, no recuerdo si fue antes o después, todo se volvió oscuro. Aunque la paliza no había terminado, ya no había dolor; me sentí embriagado por una sensación dulce, plácida y somnolienta, envuelto por una especie de karma gaseoso. Justo antes de perder el conocimiento, volví a escuchar en mi interior los dos últimos versos de la canción de Calamaro: «Voy a vivir para repetir otra vez este momento».