16 de julio. Perdón. Perdón. Perdón y mil veces perdón. No he muerto, ni me he matriculado en un seminario, y por supuesto tampoco me he rendido. Sigo aquí, perdido en la marejada de internet, respirando fuerte, tecleando con furia y viviendo deprisa. Pero acabo de sobrevivir a unas semanas complicadas, estructuralmente desastrosas y emocionalmente revolucionarias. Por razones de fuerza mayor no he podido escribir mi blog durante un tiempo; pero una vez cosidas las heridas, vuelvo a la carga. Con palpitaciones, con episodios huracanados y con ganas de hablar.
Pensaba yo estos días que nunca había escrito una carta de amor. Y quizá es el momento de regalar a la cultura universal un nuevo referente lorquiano. Me veo en la obligación de recuperar la pluma de Henry Miller, Catherine Witmore o la marquesa de Merteuill, que en su día se dejaron la piel sobre el tintero, y dar un paso más en la desgarradora literatura epistolar. Aviso a navegantes: lo que viene a continuación puede ser real, o no, o vaya usted a saber. Señoras y señores, agárrense fuerte a sus asientos. Allá voy:
Llegaste a media luz, en aquella playa de miel y rascacielos, para quedarte. Como nada es para siempre, yo me emborraché de ti —y tú de mí, supongo— con la entrega de un enfermo terminal. Nos tatuamos la pasión a última hora, justo a tiempo para decirnos adiós. Y dejamos atrás una semana de tormentas dulces y preludios de algo. No sé de qué, pero de algo. Un avión nos separó, el jet lag cicatrizó nuestras pulsaciones y no tuvimos más remedio que aprender, otra vez, a vivir en solitario. ¿Y por qué te escribo? Porque me llenabas, me alterabas, me partías en dos, me enfadabas —un poco—, me cortabas la pizza, me prometías volver a verme, me preguntabas qué tal, me traías un vaso de leche a la cama —¿o no fuiste tú?—, me acariciabas la espalda, me querías —un poco— y me tocabas, lo justo y necesario, el botón de los celos.
Por todo esto, y porque me da la gana, quiero quedarme a dormir en tu ombligo, enredarme en tu pecho, subir a tus labios, tocarte los huevos, comer en tus brazos, vivir el minuto, casarme y divorciarme, soñar con tus sueños y engullir, contigo, las doce uvas de la suerte. Sin prisas, sin pausas, hasta que el destino nos grite basta. O hasta que te canses, o me canse, o conozca a un armador griego que me regale un viaje espacial.
Eso sí, no te emociones mucho. Esto es pirotecnia literaria, palabrería con algo de emoción y mucho de espectáculo, mentiras sobre verdades y verdades sobre mentiras… La tiranía de los mass media es así: me debo a mis fans, y haría cualquier cosa por este blog. Hasta escribir una carta de ¿amor?
Ingresé en el hospital a las 2.45 de la madrugada. La sirena de mi ambulancia despertó al personal de guardia, que se entregaba a un sueño de mentira en la sala de descanso. Media docena de médicos se dejaron caer por el quirófano y desfilaron ante mi cuerpo hecho jirones; tras dos horas y media de maniobras con el bisturí y 26 puntos de sutura en abdomen y cabeza, me dejaron visto para sentencia. Éste fue el parte médico:
Rotura de bazo que causa profusa hemorragia abdominal, lo que conlleva pérdida de conocimiento precisando traslado urgente para extirpación del órgano roto y suturas vasculares. Lesiones menores secundarias: fractura de dos costillas sin daño pulmonar. Diversas erosiones y hematomas en la cara. Uno de ellos afecta al ojo izquierdo y le impide abrirlo. Herida incisa en cuero cabelludo. Dos falanges luxadas en extremidad superior izquierda. Contusiones múltiples en espalda y extremidades inferiores.
Estuve dormido en ese maldito hospital de provincias —o anestesiado, o sedado, o tanteando el túnel de la muerte— hasta el mediodía. Recuperé la conciencia en silencio y sin demasiadas prisas; después de todo, no tenía nada mejor que hacer. La primera imagen que recuerdo es la de mi madre, que cogía mi mano con una ternura que me enganchó la emoción a la garganta. Supe por sus ojeras y el suave temblor de sus labios que la noche no había sido fácil. También supe que prefería estar en mi lugar, cosida en mil pedazos y supurando heridas en todas las direcciones. Mi padre, dos pasos por detrás, practicaba una sonrisa que, por momentos, se volvía una caricatura de desesperación. Aunque estaban barridos por el miedo, ambos se guardaron la pena para mejor ocasión. Por primera vez en treinta años, los sentí mayores.
—Chipironcito, ¿cómo estás? —preguntó mi madre, reina de la belleza, de la elegancia y de los apelativos cariñosos.
—Me duele la barriga —respondí en voz baja. Mi boca estaba seca, terriblemente seca, y las sílabas se pegaban en la espesura de mi paladar—. Y tengo hambre.
—Cariño, sal ahora mismo y dile a la enfermera que el niño quiere comer algo —ordenó mi madre.
Mi padre, un hombre con carácter a pesar de todo, obedeció. Cuando nos quedamos a solas en la habitación traté de descifrar qué me había pasado.
—¿Estoy vivo?
—Pues claro, chipironcito.
—Joder, mamá, no me llames así.
—Te pondrás bien. —No la creí.
—¿Qué me han hecho?
—Ahora no te preocupes por eso, chipironcito.
Pasé el resto del día dormitando. Por la noche, los calmantes cumplieron su función y me lanzaron al vacío de las pesadillas. Soñé que montaba en una moto acuática con Michelle Obama —pilotaba ella— y que, tras perdernos en una isla desierta, se volvía agresiva, soez y caníbal. Cuando estaba a punto de ser devorado por la primera dama, cambié de sueño: estaba en algún territorio helado, quizá un iceberg, a punto de morir congelado. Y entonces llegaba mi madre, que siempre surge de la nada cuando más la necesito, y se cortaba el pelo para tejer una manta de cabellos y protegerme del frío. Cuando empezaba a entrar en calor, la puta manta se enrollaba alrededor de mi cuello y me asfixiaba. Seguí encadenando disparates oníricos hasta que, agotado de tantos sobresaltos, regresé al mundo de los vivos.
Al despertar, escuché una voz familiar. Zeltia, mi lesbiana favorita, hablaba con mi madre a los pies de la cama. Como en una lección de anatomía, desgranaban mi diagnóstico invadidas por esa calma tensa que habita en los hospitales. Sedado y aturdido, sólo pude entender algunas palabras sueltas de la conversación. «Bazo», «costillas», «ojo»… Simples términos huecos que se amontonaban en el aire y a los que era incapaz de dar sentido. A pesar del mareo, las náuseas y el cansancio, quise intervenir.
—Zeltia, ¿qué haces aquí?
Sorprendidas, ambas dieron por terminada su conversación y se acercaron. En ese momento, Alvarito entró en la habitación.
—¿Habéis venido los dos desde Madrid? —Un pinchazo me recorrió el tórax y me sonsacó una mueca de dolor—. Son casi quinientos kilómetros.
—¿Cómo estás? —preguntó Alvarito—. ¿Cómo no íbamos a estar aquí? Si sólo se tarda tres horas en tren…
—¿Qué es eso del bazo?
Zeltia intentó decir algo, pero mi madre hizo valer sus lazos de sangre y su veteranía y se adelantó:
—Nada, chipironcito, nada.
—Te he dicho que no me llames chipironcito, mamá. ¿Qué pasa con mi bazo?
—Te lo han extirpado, Martín —contestó mi madre.
—¿Qué?
—Pero no es grave. El bazo no es un órgano vital. Se lo quitan a mucha gente, y después llevan una vida completamente normal.
¿Se lo quitan a mucha gente? ¿Qué tipo de respuesta era ésa? Y si es insignificante para la supervivencia humana, ¿por qué demonios lo tenemos? ¿Es un puto trozo de carne decorativo? Tiempo después descubriría, gracias a internet, que el bazo es el mayor de los órganos linfáticos, que está situado en la zona superior izquierda de la cavidad abdominal —en el costado, para entendernos—, que mide catorce centímetros de largo, diez de ancho y tres de grosor —como un chuletón—, que pesa doscientos gramos y que es la sala de máquinas del sistema inmune. Y sí: aunque produce glóbulos rojos, mantiene las plaquetas saludables y destruye bacterias, su extirpación no es sinónimo de muerte.
—¿Y qué me ha pasado en el ojo? —Tenía una sensación extraña bajo la frente, como un hormigueo pesado y muy molesto. Zeltia, Alvarito y mi madre me miraron con lástima, y yo odio que me miren con lástima—. ¿Qué tengo en el ojo? Quiero un espejo.
—Martín, está un poco inflamado —me dijo Alvarito—. ¿Por qué quieres verlo?
—Un espejo, por favor —repetí.
Mi madre dudó unos segundos, pero se acercó a su bolso y sacó un pequeño set de maquillaje. Abrió una caja de sombra de ojos y me la puso a la altura de la nariz. Y allí, sobre los polvos de tonos fantasía pensados para iluminar los párpados de millones de hembras, el reflejo de mi cara se mostró con toda su crudeza. Mi ojo izquierdo estaba aplastado por el párpado. Y el párpado, a su vez, estaba aplastado por una hinchazón morada, verde, amarillenta y enrojecida. Y la hinchazón multicolor estaba aplastada por una costra repugnante que trepaba por la ceja y se perdía en la inmensidad de mi frente. Este baile de aplastamientos me hundió en la almohada… y en la vergüenza.
—¡Parezco un cuadro! —exclamé.
—Se irá en unos días, ya lo verás. —Y con esta frase de Zeltia, que sonó como un premio de consolación, me encomendé al milagro de la regeneración celular.
Mi madre guardó su cajita de maquillaje y, en un despiste, dejó de prestarme atención unos segundos y perdió su mirada a través de la ventana. Llevaba casi dos días sin salir de allí, y quise darle un respiro.
—Mamá, vete a casa —le dije—. Dúchate, descansa, come bien… y ya volverás esta noche o mañana.
—De eso nada. No pienso moverme de aquí.
—Zeltia y Alvarito se quedan conmigo, no estoy solo.
—No insistas.
—Joder, qué bruta eres. ¿Qué vas a hacer aquí? No necesito a tres personas a la vez. No me estoy muriendo.
Tras varios intentos fallidos, acabó cediendo. Curiosamente, me sentí un poco huérfano cuando la vi desaparecer por la puerta. La echaba de menos. Me quedé en silencio, mirando al vacío y pensando en mi bazo. ¿Dónde lo habrían tirado? ¿En algún tipo de contenedor especial? ¿Y adónde iba a parar la basura sanitaria? ¿A un vertedero? Mi bazo se iba a pudrir entre ratas, mondas de patata y periódicos viejos en alguna montaña corrupta a las afueras de la ciudad. Mientras me imaginaba como un eslabón más en el ciclo de la naturaleza, Zeltia me acercó un sobre.
—Es una carta de Sasha escrita a mano, como en la prehistoria —me explicó—. Hasta tiene sello de correos. ¿No es romántico? Nos la ha dado Sibila para ti. Como se está quedando estos días en tu casa, vio que el buzón estaba roto y recogió la correspondencia. Y cuando supo que veníamos nos pidió que te la trajésemos.
—¿Cómo está? —pregunté.
—Parece que se encuentra más tranquila —dijo Alvarito—. Ha hablado varias veces con su madre y cree que podrá volver con ella en un par de días.
—Quería venir a verte —le interrumpió Zeltia—. Pero no se encontraba con fuerzas. Todavía está débil, y quizá esto es demasiado intenso para ella.
—Desde luego —afirmé—. Si me viese este ojo perdería el conocimiento. Pobrecita. ¿Se pondrá bien?
Como no quisieron —o no pudieron— contestarme, pregunté por Titán, con el que no hablaba desde nuestra pelea.
—¿Sabe lo que me ha pasado?
—Sí —dijo Zeltia.
—¿Y no ha querido venir a verme? ¿Ni llamarme por teléfono?
—Está muy enfadado.
—¡Y yo! ¡Pero somos amigos, joder! ¡Y casi me matan! Es un puto cretino. No habrá vuelto a ver al trompetista, ¿verdad? —Como no respondían, alcé la voz—: ¿Verdad?
—Bueno, han quedado un par de veces, pero nada serio.
—Nada serio, ya…
Empezaba a sentir la taquicardia de la traición, así que decidí abrir la carta. Estaba escrita a mano, con una letra espigada y azul que me devolvió por un instante a Puerto Rico y a los atardeceres lentos de Miami —Dios, qué atardeceres, qué sol más cabrón, qué forma de caer al vacío del océano—. Me miré el tatuaje del brazo y comencé a leer.
Querido Martín:
Quiero empezar esta carta con una disculpa. Podría inventar un millón de excusas y decirte que no te he escrito antes por culpa del destino, o por la falta de tiempo… Pero la verdad es que no sabía qué decir. Así de simple. Así de fácil, o así de difícil. ¿Tiene sentido seguir pensando en ti? ¿Deberíamos huir de este verano y dejar todo en un recuerdo? ¿Nos queremos? Como estoy hecho un lío, he pensado que lo mejor es que sea sincero. Y aquí estoy, a punto de confesarte todo lo que siento.
Me he levantado con ganas de dormir más, con soledad, con la intención de cambiar mi destino, con la polla destrozada y la mano derecha en carne viva. Y entonces apareces tú y esa sonrisa que no quiero borrar de mi cabeza, aparece la lluvia en San Juan, aparece la carretera del aeropuerto, las arrugas de tu frente cuando te enfadas… Después de caminar un rato hacia el trabajo he mirado a ambos lados y he pensado que Miami no es lo mismo sin ti. Y me he puesto triste, muy triste, porque te echo de menos, mucho, todos los días, cada vez que doy un paso (voy andando a todas partes si me es posible).
Echo de menos mirarte, olerte, encelarte, tu voz, tu mirada, tu nariz, tu parte de delante y tu parte de atrás. Dios, cómo echo de menos tu parte de atrás. Y dormirme a tu lado, y ver cómo te duermes junto a mí, y olerte de nuevo para llenarme con tus feromonas (las pocas que dejas de tanto ducharte). Y los besos, las prisas, las pausas, el trasiego… y tocarte. Acercar mi mano a tu cuerpo y sentir que estás ahí. Cómo deseo pegarme a ti, mi pecho a tu espalda, mis dientes a tu nuca, como me gustaría tenerte para después perderte y volver a echarte de menos. Y así para siempre.
Me gusta cómo eres y lo que me haces y lo que me dices y cómo lo dices y cómo me lo haces y lo que siento y cómo me siento y ver pasar la tarde contigo y que la pases conmigo y ponerme tonto perdido contigo y que tú te pongas tonto perdido conmigo y no saber a dónde voy y echarte de menos y que me eches de menos y que me beses y me muerdas la boca y me estoy pasando de la raya pero sólo así estoy más cerca de ti. Sueño contigo y cuando me despierto me siento vivo.
Otro día te hablaré de lo bonito que está el mar por la mañana.
Te quiero un poquito,
Sasha
Por lo visto, mi regeneración celular estaba en forma y las heridas cicatrizaban a buen ritmo, así que los médicos me dieron el alta antes de lo previsto. Me refugié en casa de mis padres, un lugar sin demasiada acción pero perfecto para reposar el trauma y los golpes. La policía me visitó una mañana temprano, y me agujereó con mil preguntas sin respuesta; traté de reconstruir los recuerdos de la paliza frente a un taquígrafo, pero todo era demasiado oscuro en mi cabeza. Les hablé de las amenazas que había recibido por mail un mes atrás, pero no tardaron en descartar cualquier conexión entre mi Blogback Mountain y la agresión. Además, sabía que la denuncia era una simple formalidad burocrática que se perdería en un archivo de casos sin resolver, así que en cuanto terminó el interrogatorio me prometí olvidar aquella noche negra.
Mi nueva vida, ya sin bazo, era deliciosamente aburrida. Llené las horas muertas en la cama, en el banco rojo de un parque cercano y en la cocina. La misma tarde que abandoné el hospital encontré un viejo libro en una caja condenada al polvo y al olvido del desván: Recetas para el amor, un pequeño manual gastronómico editado en París en 1977 que cabalgaba entre lo afrodisíaco y lo poético a lo largo de cientos de recetas. Tras reposarlo en la mesilla de noche un par de días, decidí probar suerte. Perdí mi virginidad culinaria con una crema de gambas y durazno, un plato para principiantes que prometía resultados inmediatos en el estómago y el corazón de la pareja. A pesar de su jerga rimbombante, la elaboración de los platos es relativamente sencilla, por lo que al día siguiente intenté dar vida a una tortilla de caléndulas. Mi padre, que en otras circunstancias me habría ingresado en un hospital psiquiátrico, se tragó su orgullo de gourmet exquisito y probó todos mis experimentos. Interpreté sus silencios como un «no está mal», y en las dos semanas siguientes me atreví con el cordero en salsa de guayaba y miel, la lasaña arrecife, el salmón en hojas de higo con salsa de mango fresco, las truchas al brandy, las ostras en salsa de cava y espárragos y hasta el aguacate Cupido. Poco a poco, con cada nueva hornada, cada nuevo sofrito y cada nueva burbuja de cocción, descubrí el romanticismo de la gastronomía. Los mismos nombres de los ingredientes se me antojaban preciosos, como pequeñas gotas de realismo mágico. Y el resultado final era similar a una novela maravillosa: descubrí cientos de matices sutiles, de acabados perfectos, de sabores tiernos y contundentes que se engarzaban perfectamente sobre el plato. Pura literatura.
Pronto me sentí con fuerzas para regresar a Madrid. Mi madre, que al igual que mi padre había seguido muy de cerca mis tanteos con la placa vitrocerámica, rompió a llorar en el andén de la estación. Pero los trenes nunca esperan, y me alejé queriendo y sin querer a la hora prevista y con más inquietud que de costumbre.
Mi casa, otra vez, estaba tomada por mi compañero de piso y sus secuaces sin oficio ni beneficio, sus colillas ahogadas en latas de cerveza a medio beber y sus meados fuera de la taza.
—¡Hombre, don Martín! —exclamó Javier desde el sofá. Estaba acompañado por dos señoritas con la mirada perdida por el LSD—. Pensé que te habías muerto. Vaya cara, ¿no? Te han dado una buena hostia… Eso te pasa por maricón.
—El buzón está roto, así que puedes arreglarlo cuando te venga bien —le dije antes de encerrarme en mi habitación.
Pasé la noche en vela; varios fotogramas de la paliza se colaban en mi sueño, y aunque conseguía esquivarlos algunos minutos, siempre volvían a posarse sobre mi almohada. Cuatro horas después me di por vencido, y me levanté para contestar la carta de Sasha. Y allí, bajo miles de millones de galaxias, le di un bofetón al insomnio con algo parecido a una declaración de amor. Busqué las emociones en mi ombligo y concentré, en menos de dos folios, todo lo que se paseó por mi cabeza. Al terminar, decidí publicar el texto en mi blog. Y aunque muchos iban a criticar aquella exhibición edulcorada, yo lo entendí como un guiño tecnológico al amor. Nadie sabría a quién iba dirigida; sólo Sasha y yo. Sería nuestro secreto virtual.
—¿Qué le ha pasado a tu ojo? —Bastian, mi camarero noruego de cabecera, no necesitó salir de la barra para descubrir las secuelas de mi combate a los pies de la luna. Aunque la inflamación había remitido, el párpado seguía envuelto por un hematoma traidor.
—Nada, una noche disfuncional —le dije mientras me acercaba para saludarle.
Nuestra relación, limitada al café con leche y los zumos de naranja al arrancar el día, se encontraba en ese limbo extraño en el que estrechar la mano resulta frío y dar dos besos es excesivo. Cometí el error de dudar un instante, y cuando alargué mi brazo hacia el suyo él estiró su mejilla contra la mía. Nos chocamos, nos enredamos torpemente en el ridículo y empezamos de nuevo. Por supuesto, volvimos a equivocarnos; yo estiré la mejilla y él estiró el brazo. Y así pasamos varios segundos, atascados en un saludo absurdo que, de puro rubor, devolvió algo de color a mis pómulos moribundos.
—¿Disfuncional? —me preguntó—. Mi español no es muy bueno. No entiendo.
No me apetecía dar explicaciones, así que hice un par de requiebros de periodista despistado y cambié de tema:
—Nada serio. Como soy Géminis, el mes de junio me sienta fatal. Caprichos de los astros, supongo. Por cierto, ¿te apetecería ir al cine conmigo?
Una vez más, las palabras me habían fluido más rápidas que el pensamiento. A medida que la pregunta se escapaba por mi boca, me arrepentí. Todavía masticaba los restos de mi aventura caribeña y la tinta del tatuaje aún estaba fresca, y ya planeaba —sin querer— otra experiencia ultrasensorial. Lo que viene siendo, en términos coloquiales, una cita a secas. ¿Qué demonios estaba haciendo? ¿Era una buena idea tapar un agujero ruso con otro noruego? ¿Estaba mi ombligo preparado para otro viaje a quién sabe dónde? Pero ya era demasiado tarde. Ni él ni yo esperábamos mi pregunta, así que nos dejamos llevar.
Debo aprender a llegar tarde. A surgir de la niebla como una aparición estelar, a dejarme ver en último lugar y desatar los rumores sobre lo apretado de mi agenda. A darme importancia. A fabricar el aura de los elegidos: un broker de Wall Street, un jeque kuwaití o Paris Hilton. Mientras tanto, me conformo con llegar, devorado por la impaciencia, treinta minutos antes de la hora prevista. Así que me senté a esperar a Bastian sobre un bordillo de la acera, justo frente al cine, mientras hacía filigranas con el humo del tabaco e imaginaba posturas sexuales y animales expresionistas con cada bocanada.
A las siete y media, una y media en Miami, mi cita dobló la esquina y me regaló una sonrisa nórdica. Volvimos a liarnos con el saludo —beso, mano, cabezazo, mano, beso, cabezazo…— y, tras comprar las entradas, nos sentamos en la sala 1 de los cines Verdi, un oasis de la izquierda progresista en el corazón de Madrid en el que pasan los domingos los actorzuelos fracasados, los adictos a la filmografía iraní, algunas bibliotecarias lesbianas y yo. Se apagó la luz, como en los tangos de pasión a hurtadillas, y Japón nos regaló una película sobre una adolescente perturbada que se creía un robot y chupaba pilas. Cuando empezaba a hacer cosas raras con la electricidad —se abrazaba a las máquinas expendedoras de comida, por ejemplo— la ingresaban en un hospital psiquiátrico, y entonces la trama derivaba en una paranoia colectiva que yo, desde mi desvalido conocimiento del cine nipón, definiría como un excremento de dimensiones bíblicas.
A mitad de la proyección, cuando los malvados médicos del manicomio sometían a Miss Sushi Robótica a un castigo de electroshocks, Bastian acercó su pierna a mi butaca. Su estrategia consistió en apretar suavemente su muslo contra el mío, tanteando mi nivel de resistencia. Y yo, que en las acometidas de la seducción siempre he sido un blanco demasiado fácil, aguanté en la misma posición. El siguiente paso consistió en deslizar su antebrazo hasta rozarme la piel; al principio se conformó con movimientos casi imperceptibles —incluso me planteé que todo eran imaginaciones mías—, pero poco a poco fue intensificando la fricción. Cuando ya no había marcha atrás, puso su mano delicadamente sobre la mía y comenzó a jugar con su dedo índice sobre mi palma. Comenzó a dibujar círculos cada vez más grandes, a recorrer mi línea de la vida hacia arriba y hacia abajo, a colarse con su yema entre mis dedos… Aquellos movimientos, lanzados al azar sobre mi piel, desataron un hormigueo adolescente que me hizo retorcerme en la butaca. De repente, tras un The End inoportuno, se hizo la luz.
Salimos a la calle adormecidos, quizá también algo excitados, y comenzamos a andar sin rumbo fijo. Antes de darnos cuenta habíamos llegado al Templo de Debod, un edificio de dos mil doscientos años de antigüedad que en los sesenta fue trasladado, piedra a piedra, desde Egipto hasta el parque del Oeste de Madrid. Nos sentamos en uno de los laterales, justo donde se encuentra el mammisi, la sala del templo donde la diosa venerada daba a luz. Y aunque no teníamos mucho que decir, no nos importó. Nos quedamos allí, respirando historia, calentando la piedra y, sólo de vez en cuando, mirándonos de reojo. En ese mismo instante, ni antes ni después, el verano se abalanzó sobre nosotros con todo su vigor: empezó a hacer un calor insoportable, una bandada de pájaros huyó despavorida de entre los árboles, los grillos se despertaron de una primavera demasiado larga y el cielo se abrió en mil constelaciones.
—Joder, ¿qué ha pasado? —pregunté.
—No sé. ¿Tú también lo has notado?
—Sí. Como un sofoco, un revolcón atmosférico, un cambio de estación repentino… ¿Has visto el cielo? Es difícil ver tantas estrellas en Madrid.
Bastian alzó los ojos y, sin dejar de mirar el cielo, comenzó a hablar:
—Una vez, en Noruega, mi madre me llevó a la región de Finnmark a ver la aurora boreal. Tenía doce años, y recuerdo que nos quedamos esperando durante horas en un refugio. Era una casita de madera a orillas de un lago. No puedo recordar con quién estábamos. Había más gente, supongo que amigos de mi madre, que no paraban de cantar alrededor de una chimenea. Yo estaba muerto de sueño, y lloraba porque me quería ir a dormir. Y ella me decía: «Cariño, aguanta. Ya verás como merece la pena». Joder, no puedo olvidar aquellas palabras. Me puso un abrigo rojo, de eso sí me acuerdo, y un gorro que me picaba muchísimo. Y cuando salimos a la calle, me quedé sin palabras. Fue increíble: millones de láminas de luz que se extendían por el horizonte del lago y subían hacia el cielo… El espectáculo más electrizante del mundo. Los samis, pueblo tradicional de Laponia, pensaban que las auroras boreales eran las almas que saludaban a la Tierra. Antes de morir, le prometí a mi madre que volveríamos a la misma cabaña del lago. Repetí su misma frase: «Aguanta. Ya verás como merece la pena». Pero ya estaba demasiado enferma y no nos dio tiempo.
Aunque nunca se me ha dado bien consolar al prójimo, le agarré la mano; él me respondió respirando hondo.
—¿Quieres que te acompañe a casa? —preguntó.
—Como quieras.
Durante el camino de regreso guardamos silencio. Habíamos dejado la noche en el punto justo, así que, simplemente, caminamos. A medida que avanzábamos entre el olor a verano de Madrid, el calor se hacía más duro, más áspero, más pegajoso. Llegamos a mi calle, y en un intento por regalarnos algo más de tiempo para la despedida, redujimos el paso. Al fondo, sentado en un banco frente al portal de mi edificio, alguien fumaba un cigarro. Pensé en algún amigo de Javier, que estaría tomando el aire bajo los efectos de una borrachera. Pero tenía una maleta. Miré a Bastian, que también se había dado cuenta de su presencia, y me detuve en seco. Mi corazón dejó de latir. Sasha, mi Sasha, estaba en Madrid.