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Cuestión de sangre

15 de agosto. Dos semanas. Catorce días de nocturnidad, alevosía y un insomnio denso y viscoso compartido en silencio con las estrellas. 336 horas sujetando los estribos del miedo, examinando mi puta conciencia, acariciando la psicosis con la punta de los dedos. Hasta que hoy, por fin, mis glóbulos rojos han dictado sentencia: no soy portador del VIH.

Es lo que tiene la Seguridad Social y su velocidad de crucero: deshojas la margarita varios meses —quiero saberlo, no quiero saberlo, tengo huevos, no tengo huevos, lo digo en casa, no lo digo en casa— y cuando el «sí, quiero» gana la partida, resulta que descifrar mi sangre en una probeta es un asunto de seguridad nacional: las muestras viajan al laboratorio de un hospital, se someten a un cultivo, son confirmadas con una segunda prueba y enviadas de vuelta al punto de partida. En total, catorce días tragando saliva y maldiciendo al primate africano que contagió al primer ser humano.

He llegado, por fin, a la consulta de mi médico de cabecera. Los diez minutos en la sala de espera dan para una enciclopedia del desvarío. Mi cabeza, más o menos, ha funcionado así: «Ya no tiene sentido lo de la hipoteca. Si, total, voy a ser pasto de las infecciones. Cuando salga de aquí voy al banco y cancelo todo. Nunca podré ser corresponsal del periódico en Nueva York porque el Departamento de Inmigración norteamericano exige las pruebas del VIH para conceder un permiso de trabajo. Pasaré el verano en Madrid tragando pastillas como un jodido demonio. Si estoy sano, invito al médico a comer una mariscada. ¿Me ingresarán hoy para hacerme más análisis? Seguro que no tengo nada. Pero soy gafe. Joder, soy gafe. ¿Podré seguir trabajando o, por el contrario, recibiré un certificado de invalidez? ¿Tendré que decírselo a mis amigos? ¿Me querrán igual? Juro que si no tengo nada voy a practicar un mes de abstinencia coital. Odio el sexo…».

Esta masturbación mental, fruto de millones de conexiones nerviosas que explotaban en chispas por todo mi cuerpo, se ha terminado al entrar en la consulta. El blanco de la sala, y de la bata, y de la luz y de la camilla ha bloqueado mi capacidad de pensamiento. El doctor ha sacado una carpeta. La suerte estaba echada. Mis resultados, recién salidos del horno, calientes, calientes, estaban los primeros del montón de papeles.

«Los primeros. ¿Por qué no están al final, o mezclados con los del resto de los pacientes? Los tiene aquí porque ha visto algo serio. Lo sabía. Por el amor de Dios, de la Virgen y de todos los santos. ¿Por qué soy tan desgraciado?»

Estaba a punto de perder la cordura, pero el resultado ha llegado justo a tiempo. «No tienes nada», me ha dicho. Tres palabras cortas, directas y maravillosas que han ahuyentado mis fantasmas para siempre. Me he levantado entre mareos y sofocos y, tras darle un abrazo rompehuesos, el doctor Milagro me ha mirado como si hubiese avistado un ovni fucsia aterrizando en la plaza Mayor. Supongo que la ciencia médica, muy poco dada a exhibiciones de cariño, no está preparada para entender mi humanidad de perturbado. Pero me importa un rábano. Era mi momento, mi noticia, mi oasis de calma después de la tormenta. Y si quiero abrazar a mi doctor House, bailar una conga o rebozarme por el suelo para aliviar mis tensiones —que son muchas—, lo haré.

Sí, y ya sé que en el Primer Mundo ya nadie se muere por culpa del sida y que el virus es compatible con una vida aburrida y normal. Pero hoy, precisamente hoy, no tenía el cuerpo para mucho trote. Sé que hubiera agarrado el toro por los cuernos, me habría mentalizado en un par de semanas, conviviría dignamente con los antirretrovirales y encontraría la fórmula para ser feliz. Pero, cosas mías, me sigo decantando por no tener el virus.

Al salir de la consulta he sido atravesado por un rayo de culpa. Un relámpago de remordimientos —menuda novedad— me ha golpeado el pecho con una pregunta: ¿qué derecho tengo yo, un españolito medio con casa, curro y caries —las tres «cés»— para quejarme? ¿No tengo una farmacia cada quinientos metros para comprar preservativos? ¿No he crecido en las faldas de unos padres ejemplares con los que he mamado la prevención sexual desde la cuna? Entonces, ¿por qué me pongo el uniforme de bloguero mártir y me dedico a criticar la sanidad pública ante miles de lectores? ¿Acaso estaría mejor en África, sin farmacias, sin condones, sin análisis, sin cultivos ni confirmaciones de la prueba, sin sanidad pública, sin vida ni esperanza? ¿No debería darme vergüenza?

Estoy abochornado. Y no tengo más remedio que agachar las orejas, pedir disculpas y empezar este post otra vez. Dos puntos:

Dos semanas. Catorce días la espera de un simple resultado. Un índice que marque la presencia de un virus en mi cuerpo. Nada más. Una infección que, aunque en los años ochenta causaba estragos, actualmente está totalmente controlada por la medicina occidental. En España, la esperanza de vida de enfermo de VIH es excelente si se detecta a tiempo. Los efectos secundarios de los tratamientos son prácticamente inexistentes. La lipodistrofia (desaparición del tejido adiposo) o los sarcomas de kaposi (la pigmentación en manchas rojizas de la piel) son hoy un mal recuerdo. El problema del VIH no está en la sangre de los infectados, sino en la sociedad. Mientras el sida es una lacra rabiosa en el imaginario colectivo, en la ignorancia del populacho y en la hipocresía del sistema, los enfermos llevan una vida endiabladamente común.

Es en África, ese territorio negro, desnudo y muerto de sed, donde el VIH muerde con toda su rabia. Mientras Estados Unidos siga oponiéndose a liberalizar las leyes de patentes que permitirían la fabricación de medicamentos genéricos, el continente del hambre seguirá agonizando sin piedad. Y nosotros, madrileños, neoyorquinos, berlineses o parisinos, nos lamentaremos porque aquel día, qué mala suerte, nos dio pereza comprar condones en la farmacia de la esquina. Somos unos hijos de puta. Por cierto: los análisis han salido bien y no estoy infectado. Pero ¿y qué si lo estuviera?

La llegada de Sasha me devolvió a los días de vino y gloria de otros tiempos; ambos entramos en una espiral de sexo y abrazos de la que era imposible huir, y jugamos a querernos sin hacernos demasiadas preguntas. Incluso compramos fresas y champán para regar una de nuestras primeras noches de vida en común. ¡Fresas y champán! Como en las películas de serie B, nos empachamos de glamour barato y nos creímos que allí, en el microcosmos de mi cuarto de estar, estaba pasando algo grande. A la mañana siguiente de aquel banquete, sin embargo, me entró un brote de pánico al ver su pijama debajo de mi almohada. Aquello ya no era un affaire de quita y pon. Hoy, aquí y ahora, Sasha estaba en Madrid, y había puesto patas arriba mi ecosistema; yo mismo le había hecho un hueco en mi lado izquierdo de la cama, había reservado un espacio para su cepillo de dientes y estaba aprendiendo a cocinar para dos. Aquello era una perestroika en toda regla.

Aun así, y salvo algunos desencuentros con la taza del váter, el tapón del champú y el mando a distancia, la convivencia era fluida. Esquivábamos la monotonía gracias al encanto de las pequeñas cosas y, también, gracias al milagro de la penetración; dormitábamos frente el televisor, nos rascábamos la espalda al despertar, nos fusionábamos en una misma siesta y, sobre todo, nos reíamos mucho. En el ascensor, en el desayuno, en mitad de los sueños, boca arriba, boca abajo, siempre en el momento justo y en el sitio exacto. Nos estábamos enamorando; alguna vez, incluso, nos dimos la mano.

Y así enganchamos los días, primero uno, después otro, y otro, y otro más, hasta que mi ojo, mis costillas y mis cicatrices me permitieron volver al trabajo. Pero antes de reincorporarme al mercado laboral debía cumplir una misión: romper la maldición del supermercado del amor. Se trata del lugar donde hago la compra, una gran superficie frecuentada por cientos de parejas gays que me restriegan su dinámica conyugal con frases lapidarias como «no te olvides del suavizante», «deberíamos llevar vino para esta noche» o «mira, los yogures que te gustan». Siempre había salido de allí con el estómago encogido por la envidia. Hasta que aquel día, por primera vez, fui acompañado. Y nos miraron, o eso pensé yo, mientras nos moríamos de risa frente a los tomates, entre el frío desgarrador de la sección de congelados y en los albores de la charcutería. Gracias a Sasha dejé de ser, sólo por un instante, el soltero de oro del barrio de Chamberí. El puto solterón de Chamberí.

Durante mi primer día de trabajo oculté mi episodio hospitalario para no despertar compasiones baratas. Después de las bienvenidas y los besos y los buenos deseos y el café insalubre de máquina fui absorbido por el maravilloso universo del periodismo. Tras diez horas, cuatro reuniones, una patada a la impresora, una ensalada con mix de lechugas, una pelea con un compañero, dos reportajes, un calambre abdominal, cinco titulares y diecisiete llamadas de teléfono, volví a casa. Sasha me había prometido una cena rusa, así que subí en el ascensor pensando en blinis, en arenque ahumado, en vodka y en pollo a la Kiev. Al llegar a la puerta busqué con la nariz los indicios del banquete, pero sólo encontré el tufo a marihuana de algún porro feliz y los ecos de una animada conversación. Mientras me sacudía los rigores del calor en el hall de entrada, reconocí la voz de mi compañero de piso. Mi odiado Javier. Mi temido Javier. Mi infierno Javier. ¿Había vuelto a Madrid? ¿No debería estar en Sevilla, destripando el verano en su cortijo, engominándose el pelo en una Feria de Abril sin abril o, simplemente, agonizando? Cuando entré en el salón se confirmaron mis sospechas; al otro lado de una humareda impenetrable, Javier y Sasha se entretenían con una risa estúpida.

—Hola, Martín —se sorprendió Sasha—. Qué pronto has venido.

—Ya ves. Hoy no tenía mucho trabajo, y además me moría de ganas de probar tu cena.

—¡Joder! ¡Se me ha olvidado! Lo siento… Iba a hacerlo, pero llegó Javier, nos pusimos a fumar esta marihuana cojonuda y se me ha pasado la tarde sin darme cuenta.

—Vaya, Martín, no me habías dicho que tenías un novio —interrumpió Javier—. Es mucho menos maricón que tú. Es simpático el ruso este, sí señor.

Cuando las cosas ya no pueden ir peor, no hay que alarmarse. Irán peor. Hinchado de rabia, decidí cenar dos míseros huevos fritos mientras ellos se seguían conociendo en mi sofá. Y cuando estaba dando sartenazos de celos por la cocina, me quemé el brazo con aceite hirviendo. Aunque intenté aliviar el dolor con agua fría, varias ampollas comenzaron a brotar de mi piel. Sasha quiso acompañarme al hospital, pero estaba tan colocado que preferí que me esperase en casa. Con Javier. Tras atravesar Madrid en taxi a ciento veinte kilómetros por hora, los médicos de urgencias me desinfectaron la quemadura y me vendaron el brazo. El dolor y yo empezábamos a ser peligrosamente inseparables. Y aunque la noche no podía torcerse más, se torció. Al llegar a casa, tuve mi primera discusión con Sasha. Nos echamos en cara mis celos y sus porros, mi trabajo de sol a sol y su soledad, mis miedos y sus neuras. Tras prometernos calma y paciencia, sellamos la paz con un polvo que ya descansa para la posteridad.

El timbre del despertador nos invitó a comenzar desde cero: como Javier no se prodiga demasiado en público antes de las dos de la tarde, Sasha y yo aprovechamos para desayunar solos. La cocina tenía más luz que de costumbre, el café desprendía un aroma más profundo que nunca y mi cutis estaba increíblemente terso; cosas de la energía positiva. Nos duchamos juntos y, tras jurarnos echarnos de menos el resto del día, me perdí en la maraña del periódico. Otra vez. Contra todo pronóstico, los celos habían desaparecido. Pero mi mente, la mayor hija de puta que conozco, me tenía reservada otra mala pasada: el miedo.

Decidí poner en marcha un artículo sobre el sida que llevaba demasiado tiempo acumulando ácaros en mi carpeta de reportajes pendientes. Para romper el hielo, visité la Unidad de Enfermedades Infecciosas de un hospital: hablé con varios médicos, una enfermera y dos pacientes. Uno de ellos, ex heroinómano, se había infectado por culpa de una jeringuilla traicionera veinte años atrás. Tras sobrevivir a los agresivos tratamientos de la década de los ochenta, su cuerpo había empezado a rendirse.

—Sé que se acerca el final, y me estoy despidiendo de la vida —me dijo al final de la entrevista.

Y aunque la frialdad de su coqueteo con la muerte me dejó tocado, las emociones fuertes no habían hecho más que empezar. El segundo paciente se llamaba Vicente. Era gay, como yo; tenía treinta años, como yo; era un profesional liberal, como yo; moderadamente atractivo, inquieto, de sonrisa rápida y ojos claros, huesos firmes y manos nerviosas. Y estaba infectado por el VIH.

—Siempre utilizaba el preservativo, pero una noche me drogué más de la cuenta, fui a una sauna y terminé la fiesta en una cabina con tres chicos —me explicó—. Estaba tan colocado que ni me acordé de tomar precauciones, y eso fue suficiente para contraer el virus. Hay kamikazes que jamás usan condones y a los que nunca les pasa nada, y otros que, como yo, tienen la mala suerte de ser contagiados con una única exposición. Es una ruleta rusa. ¿Tú sabías que el diez por ciento de los homosexuales están infectados? ¿Y que el sesenta por ciento de la población que tiene los anticuerpos no lo sabe?

Vicente, todo un anfitrión, nos acababa de presentar: «Martín, te presento al sida». «Sida, te presento a Martín.» Aquel chaval que podría ser yo mismo en mi misma mismidad me había aplastado la enfermedad en la cara, poniendo a tiro todas mis obsesiones y abandonándome a mi suerte en aquel mar de estadísticas. Un terror invisible me abrasó la piel, y dejé de prestar atención a la entrevista. Ya no era un periodista; era un gay cualquiera muerto de miedo. ¿Qué probabilidades tenía de estar entre ese diez por ciento de homosexuales infectados? Siempre me he llevado bien con los preservativos, pero mi sexualidad intrépida me ha empujado a pisar terrenos pantanosos en alguna ocasión. Recapitulemos: una vez en un tren nocturno con destino a París —yo no tengo la culpa de que en los vagones-litera no haya máquinas expendedoras de profilácticos—; algún descuido suelto —dos o tres, no más— en mis noches más bestias al abrigo de Madrid; y un pequeño susto por rotura de látex en un loft de la Séptima Avenida de Nueva York. Nada excesivamente grave, pero lo suficiente como para inclinar la balanza hacia el lado de la mala suerte. Mientras mi cerebro hacía cuentas, fuera, a un metro de mí, Vicente seguía desgranando sus rifirrafes con la enfermedad. Y cuanto más hablaba de pastillas, de carga viral, de defensas CD4 y de amores fallidos, más vértigo me entraba por los oídos, por los ojos, por la boca, por el recto…

Tras guardarme los cojones en un bolsillo, me disculpé con la torpeza de los cobardes y abandoné. Abandoné la entrevista, el olor a almendras rancias del hospital, el reportaje, la responsabilidad cívica y la ética periodística. Tomé aire, recuperé el pulso y me monté en un taxi con dirección a la consulta de mi médico de cabecera. Mi historial clínico antes de la extirpación del bazo se reducía a una operación de vegetaciones allá por mis primeras eyaculaciones, un esguince en el tobillo que todavía me duele cuando el cielo amenaza tormenta, una dermatitis en el muslo que nadie supo identificar con precisión, varias otitis fecundadas en piscinas de arrabal, una hernia abdominal que se esfumó con la misma rapidez con la que llegó y una brecha en la cabeza tras una inocente caída por las escaleras de no sé qué bar. Y ahora, bajo la lupa de ese sol asesino que revuelve las cloacas de Madrid en verano, iba a añadir una nueva muesca a este currículo.

—Quiero hacerme las pruebas del VIH —le dije a mi médico tras dudar unos segundos.

—¿Cuántos años tiene?

—Treinta. Recién cumplidos.

—¿Y no se las ha hecho nunca?

—No.

—¿Nunca?

—Que no.

—¿Y ha tenido prácticas de riesgo?

—Bueno, lo normal.

—¿Y qué es lo normal?

—Joder, pues lo normal. Accidentes domésticos, descuidos involuntarios… Lo que le ocurre a todo el mundo, supongo…

—¿Supone? ¿Y con treinta años no se ha hecho aún la prueba?

—¿Este interrogatorio va a durar mucho? Me daba miedo, y ya está. Para castigarme y fustigarme me basto yo solo, así que no le dé usted más vueltas.

—Ya, pero mi obligación es llamarle la atención.

—Y la mía es pagar una parte importante de mi sueldo a la Seguridad Social, que se supone que debe cubrir estos imprevistos.

—Tener relaciones sexuales sin preservativo no es un imprevisto. —Su voz sonaba cada vez más incómoda, y la mía cada vez más irritada.

—¿Me hace usted las pruebas o me voy directamente al Ministerio de Sanidad para denunciarle? Además, soy periodista y estoy escribiendo un artículo sobre la enfermedad, así que este caso de discriminación me vendría muy bien para mantener la tensión argumental.

A veces, cuando la realidad me asfixia y me acorrala, utilizo el truco del reportaje amenazante para cambiar el rumbo de los acontecimientos. Me funciona con las compañías telefónicas, con los retrasos de las aerolíneas e incluso con los fontaneros, electricistas y demás alta alcurnia del bricolaje. Y suele fracasar con las multas de tráfico. Pero ¿qué ocurriría en el ámbito hospitalario? ¿La rabieta de un simple plumilla sería suficiente para romper en mil pedazos el juramento hipocrático de un reputado doctor?

—No me amenace, porque así no va a conseguir nada. Nadie ha dicho que no vaya a hacerle las pruebas. Sólo estoy asegurándome de que conoce los riesgos, las posibilidades de contagio, las causas y las consecuencias. A esto se le llama prevención.

Médico 1 – Martín 0.

El doctor, que para eso ha sufrido seis años de carrera, otro año más para preparar el examen MIR y otros cuatro de especialidad, había ganado la batalla dialéctica. Aun así, no pude evitar responderle por última vez:

—Prevención… Esa idea me será muy útil en el reportaje.

En un evidente signo de desesperación, mi adversario se encogió de hombros y, sin apartar sus ojos de los míos, firmó un volante para la extracción de sangre.

—Vuelva dentro de dos semanas a por los resultados.

Cuando le veía los colmillos al VIH y una aguja me perforaba las venas, pensé en compartir aquella experiencia sanguinaria en mi blog. Sólo así, evitando hablar de semen, whisky o brasileños depilados, me granjearía el respeto de mis lectores más reaccionarios. Y me ahorraría los insultos, las humillaciones públicas y las amenazas de muerte. Mientras yo me reinventaba como un bloguero serio y respetable, Javier y Sasha se dedicaban a hacer y deshacer la ciudad con sus paseos. Como dos turistas japoneses, se perdieron por el Madrid de tascas y zuritos y hasta se bebieron una sangría a mi salud en la plaza de la Cebada. Por la noche, cuando los tres nos reencontramos en casa, no tuve más remedio que alegrarme por sus brindis a traición y por la espalda.

—Me encanta que os llevéis tan bien —les mentí mientras ellos me explicaban lo caliente que está el centro de la ciudad al mediodía—. Si sé que estáis juntos, trabajo mucho más tranquilo. Así aprovecháis el tiempo en lugar de pasar las horas muertas en el sofá.

—La verdad es que, si no fuera por Javier, todo sería mucho más aburrido —dijo Sasha.

—Martín, dentro de unos días me voy a Brasil de vacaciones. —Por primera vez en varias semanas, Javier se dirigía a mí con cierto aura de respeto—. Y como tú estarás todo el día en el periódico, he pensado que Sasha podría venir conmigo. ¿Qué te parece?

Los imaginé ahogando sus pasiones a orillas del Copacabana y revoloteando a la sombra del Cristo de Corcovado, y aunque ambas escenas me asaltaron como un tiro en la sien, accedí.

—Me parece genial. ¿De cuántos días estamos hablando?

—Diez días. Es una oferta baratísima que he encontrado en internet. Podríamos comprar los billetes ahora mismo, y nos iríamos el domingo.

—¿El domingo? ¿Así, sin más? ¿No necesitáis tiempo para organizaros?

—Claro, Martín, estas cosas hay que hacerlas sin pensar —intervino Sasha.

—¡Ni tiempo ni hostias! —dijo Javier—. Tú trabajas, y Sasha no se va a quedar todo el día esperándote en casa como un ama de casa.

—Esto es una conversación de pareja, así que haz el favor de callarte, parásito de mierda —le advertí.

—Si sólo son diez días… —dijo Sasha con una voz de raso, o de terciopelo, o de seda… Era su truco para convencerme, y funcionó.

—Eres mayor de edad, y yo no soy quién para prohibirte nada. A mí me gustaría que estuviéramos juntos, pero entiendo que aquí te aburres y que es una oportunidad para conocer un sitio nuevo. Haz lo que quieras.

Los días previos a su partida fui pasto de los celos. Y de una ola de calor que se posó sobre Madrid como una llamarada. Y a los celos y el calor se unió la tensa espera de los resultados de los análisis. Pasé las noches empapado en miedo y sudor, soñando con Río de Janeiro y jeringuillas sangrientas, pudriéndome por dentro y enamorándome de Sasha hasta la enfermedad.

—Creo que te quiero demasiado —le dije, con el cuerpo hecho trizas por el insomnio, tan sólo cuatro horas antes de que cogiese el avión.

—No empieces, Martín. —Odio que me digan «no empieces, Martín».

—Se supone que debería estar contento porque estamos juntos, porque todo va bien, porque vas a conocer Río de Janeiro… Pero me siento mal. Muy mal. No duermo, no como, tengo un puto calor insoportable… Eso es porque estoy más enamorado de ti de lo que debería.

—O porque te estás obsesionando, Martín. ¿Quieres que me quede en Madrid? Si de verdad te molesta, no voy a Brasil. —Y se hizo la luz. Y sonaron trompetas celestiales, y cayeron mil truenos, y la Virgen se apareció a los pies de la cama… Pero no supe reaccionar a tiempo.

—No seas tonto. Vete y disfruta todo lo que puedas.

Y se fue, forzando nuestra segunda despedida bajo la luz espesa de un aeropuerto y ante la mirada inquisidora del personal de seguridad.

—Nos estamos acostumbrando a los despegues —le dije.

—Sólo serán diez días —contestó mientras buscaba el pasaporte en una mochila—. Pórtate bien.

—¿Yo? En el periódico no hay demasiados peligros, así que puedes respirar tranquilo. Tú sí que debes tener cuidado. No hables con nadie, no mires a nadie, no bailes con nadie y no folles con nadie.

—Tortolitos, me estáis dando ganas de vomitar —nos interrumpió Javier—. ¿Qué es eso de que no baile con nadie? Bailará lo que tenga que bailar. Nos vamos a Brasil, no al Vaticano. A veces pienso que eres un poco tonto, Martín. Como retrasado mental o algo así.

—Vais a perder el puto avión —les dije, mordiéndome el labio y regalando a mi úlcera de estómago otra coartada para estallar.

Tras darme un beso de saldo y con prisas, Sasha se perdió entre la manada de turistas que, como él, viajaban a paraísos sexuales para fornicar sin ser vistos entre bananeras jugosas y elefantes tailandeses. El avión se llevó consigo la ola de calor y dejó en Madrid un sonido hueco y el aire vacío. Y mis celos y yo volvimos a quedarnos solos, tan terriblemente solos que ni siquiera nos miramos a la cara. Continuamos compartiendo asiento en el metro, comidas, siestas y cenas, y hasta nos metimos juntos en la misma cama. Como dos siameses unidos por la vena aorta, establecimos unas normas básicas de convivencia: ellos —los celos— me dejaban dormir tranquilo, y yo resistía los días sin hacerles preguntas. Pero a veces, cuando el eco de una samba de fuego se colaba en mi música, no había más remedio que romper el pacto. Entonces, sólo entonces, los dulces sueños daban paso a pesadillas de cariocas con glúteos de acero.

Tras una de estas noches de cuchillos largos en mi imaginación —soñé que Copacabana era devorada por un tsunami— volví a desayunar a mi cafetería de siempre. No había vuelto a ver a Bastian desde la misteriosa irrupción del verano sobre el Templo de Debod, y quizá era un buen momento para pedir perdón; después de todo, la llegada de Sasha había abierto una brecha en nuestra amistad. Me sorprendió verle tan sonriente, como si no hubiese pasado nada. Y aunque busqué bajo los pliegues amables de su cara, no encontré ni rastro de rencor.

—¡Cuánto tiempo sin verte, Martín!

—¿Cómo estás? Quería hablar contigo sobre el otro día. El chico que estaba en la puerta de mi casa…

Bastian me interrumpió con el silbido infatigable de la cafetera.

—No tienes que explicarme nada. Toma tu desayuno. Y date prisa, que se va a enfriar.

Pensé en contestar algo elocuente, quizá un chiste inteligente o un refrán milenario, pero me conformé con un simple «gracias». Definitivamente, la cultura emocional noruega estaba a años luz de la histeria española. Qué madurez, qué elegancia, qué forma tan admirable de encajar un mal golpe. Mientras masticaba la tostada y pensaba en la envidiable psicología nórdica, Bastian salió de la barra para limpiar una de las mesas del bar. Tras dar unos bandazos algo torpes con la bayeta se detuvo en seco, estiró el tronco, se giró hacia mí y empezó a recitarme una poesía de Pablo Neruda:

—Me gustas cuando callas porque estás como ausente, y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca. Parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca.

—Cállate, por favor, que te van a despedir —le dije mientras contenía la risa—. ¿A qué ha venido esto? ¿Te ocurre algo?

—Quiero volver a quedar contigo.

—No creo que sea una buena idea. Estoy conociendo a un chico…

—El del otro día, ¿no? Bueno, pues así me lo cuentas todo y me pones al día.

—Pero…

—Venga, no te hagas el estrecho, que ya no cuela.

Como buen dudador, dudé. ¿Qué pasaba con Sasha? ¿No debía guardarle fidelidad absoluta en su ausencia? ¿Encerrarme en casa mientras él se partía las caderas en el Trópico? ¿Ver comedias románticas en DVD mientras él esquivaba biquinis con su tabla de surf? Tras dar un par de vueltas a mi conciencia, acepté:

—De acuerdo. Pero nada de tocamientos. Y, por supuesto, nada de cine japonés.

—Te voy a llevar a un sitio muy especial.

El «sitio especial» estaba bastante lejos del centro de Madrid, justo donde la ciudad deja de ser ciudad para convertirse en un vertedero de chatarra y en un poblado de cajas de cartón. Nos subimos en un tren de cercanías en Atocha, el pulmón ferroviario de la capital, y nueve paradas después nos bajamos en la estación de La Garena. Allí nos esperaba el paisaje típico de un barrio en las afueras: urbanizaciones solitarias, carreteras sin rumbo fijo, arcenes sin asfalto y hasta los ecos adolescentes de una piscina cercana. Comenzamos a andar hacia la puesta de sol, dejando atrás cualquier síntoma de civilización y adentrándonos en un descampado fantasma. Media hora después nos encontramos con una vía abandonada, y seguimos sus raíles hasta llegar a una nave industrial destrozada por el olvido. Al otro lado de las paredes y los cristales rotos, varios vagones prehistóricos esperaban, simplemente, a ser engullidos por el paso del tiempo. Unas escaleras de hierro trepaban hasta el techo, que debía de estar a más de cuatro metros de altura. Bastian se subió al primer peldaño, dio un pequeño salto para comprobar su resistencia y comenzó a ascender muy despacio. Yo le seguí. Al final de los escalones y tras abrir una puerta desvencijada, nos encontramos con nuestro destino: una azotea con vistas al nirvana. Al fondo, justo donde se juntan el cielo y el infierno, un atardecer como el zumo de naranja se desplomaba sobre Madrid. Me quedé exhausto, sobrecogido por la belleza de aquella pelea entre decenas de nubes quebradizas y los pararrayos de los edificios. Si Dios existía, sin duda estaba allí, bailando un tango con alguna mujer hermosa sobre los tejados de la ciudad.

—Joder, cada vez que tenemos una cita el cielo se pone rarísimo —dije, acordándome de la tormenta de estrellas sobre el templo egipcio.

Para estar a la altura del milagro, Bastian y yo nos vimos obligados a darnos un beso. Un beso suave, a cámara lenta y a tono con el paisaje. Pero el romanticismo no iba a durar siempre; la libido empezó a latir por nuestras venas, y al cabo de unos segundos dejó de importarnos la puesta de sol, el zumo de naranja sobre las antenas de Madrid o el tango de Dios en las alturas. Cercados por la excitación, nos tumbamos en el suelo y, tras clavarnos en la espalda varios tablones de madera podrida, comenzamos a juguetear con las manos en los territorios prohibidos de nuestras braguetas. Ya no había marcha atrás. O sí. En plena carrera hacia el éxtasis, un crujido detuvo en seco nuestros jadeos. El peso de nuestro amor había sido demasiado intenso para la nave industrial, y su estructura se vino abajo con una atronadora ovación de escombros. Cuando di con mis huesos en el suelo, me dio por pensar:

¿Qué demonios ha pasado? ¿Me he muerto? No, parece que estoy bien. Me duele un poco la pierna, pero no es serio. ¿Y Bastian? Se está riendo, así que también se encuentra bien. Parece que Dios ha dejado el tango por un instante para salvarnos la vida. ¿Dónde están mis pantalones? Joder, nos estábamos besando. Como dos sabuesos enfermos. A lo mejor es un castigo del destino, que me ha lanzado al vacío por infiel. Soy un falso, un traidor, un amancebado, un adúltero, un hereje, un apóstata, un pérfido, un fornicario, un pagano… Vaya, tengo algo de sangre en el codo. Sasha no se merece algo así. ¿O quizá sí? Se ha ido a Brasil, tierra de todos y tierra de nadie, dejándome a solas en este páramo. Pensándolo bien, lo que he hecho tampoco es tan grave. Ha sido un simple acto de rebeldía. Entonces, ¿por qué me siento tan mal? Es curioso: nunca había tenido un sentimiento de culpa como éste. ¿Estaré madurando? ¿Por qué pienso en él cada segundo, cada minuto, cada hora, cada día que no está conmigo? ¿No es el arrepentimiento uno de los signos más nobles del amor? Quiero a Sasha. Deseo estar con él. Mataría por verle, por abrazarle, por destruir Brasil en mil pedazos y traerlo de nuevo a Madrid. Martín, no te pongas nervioso. Sólo quedan tres días para que vuelva. Haremos el amor en la bañera, en la cocina y en el balcón. Joder, cómo me duele la pierna. ¿Y a éste qué le pasa? ¿De qué se ríe? Qué raros son estos noruegos…